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La construcción de la sociedad del conocimiento supone un salto cualitativo respecto a la sociedad de la información, concepto con el que estamos algo más familiarizados. La diferencia radica en que la sociedad de la información considera a los ciudadanos y ciudadanas como sujetos receptores, y por ello en buena parte agentes pasivos del sistema comunicativo imperante. La ciudadanía de la sociedad del conocimiento ha de ser muy diferente: debe ser capaz de diferenciar entre información y comunicación, impulsar su espíritu crítico y sobre todo desarrollar capacidad de discernimiento para poder estar en condiciones de escoger. Capacidad de elección es, sin duda, la clave que define la sociedad del conocimiento.

Aunque esta transformación de la sociedad va a ser global, será en las ciudades donde se materializará con mayor fuerza. Por las citadas razones demográficas, pero sobre todo porque va a ser una absoluta necesidad para la configuración de una sociedad urbana con correcta cohesión social y adecuado desarrollo sostenible y duradero. En efecto, un equilibrado tejido urbano requiere fundamentalmente tres actividades: residencia, ocio-cultura y producción.

En el caso de Barcelona, si dejáramos que la iniciativa privada actuara libremente con la visión puesta sólo en el corto o medio plazo, acabaríamos convirtiéndonos rápidamente en un modelo basado fundamentalmente en promoción residencial y en actividad lúdico-turística-comercial, con el que conviviría el residuo de la tradicional actividad productiva postindustrial, que mayoritariamente tiende a instalarse en las periferias urbanas. Inmediatamente podemos apercibirnos que éste sería un modelo sin futuro, descohesionado e insostenible, pues exigiría que todas las comarcas nos visitaran con sus coches para comprar en el centro de la ciudad, que todos los autobuses de turistas del mundo circularan por el Paseo de Gracia o La Rambla, y que todos los jubilados de los países con más poder adquisitivo se instalaran aquí, atraídos por nuestro clima y calidad de vida mediterránea. Pocos podríamos y desearíamos vivir en una ciudad así. Entre otras cosas, porque los que no se dedicaran al mantenimiento de esta ciudad, convertida en un pseudoparque temático, trabajando en el mundo inmobiliario y en los servicios turístico-culturales, estarían obligados a largos desplazamientos en busca de otros trabajos y seguramente acabarían viviendo allende las fronteras naturales de la ciudad. Por ello, y evidentemente por otras muchas razones, como por ejemplo velar por que la irrupción de las nuevas tecnologías no acreciente la exclusión social que el excesivo criterio mercantilista conlleva, las administraciones —todas, pero sobre todo la municipal— tienen una responsabilidad histórica: pilotar con sensibilidad la transformación de nuestra sociedad hacia la era del conocimiento.

La ciudad de Barcelona no puede mantener una actitud pasiva ante esta Revolución del Conocimiento. De ser así, estaríamos perdiendo ventaja competitiva respecto a otras ciudades o, incluso, resultaríamos excluidos de ese nuevo mundo que empieza a tener forma. La ciudad debe asumir la Revolución del Conocimiento y, ¿por qué no?, ser uno de sus motores. Nuestra aspiración y, por tanto, nuestra acción de gobierno, va encaminada a que Barcelona ocupe una posición de liderazgo en este importante cambio que se está produciendo. Debemos construir —de hecho, ya hemos empezado a hacerlo— un modelo de ciudad en la que convivan la residencia, el ocio, la cultura, el atractivo turístico y, sobre todo, una actividad productiva y de servicios propia de ciudad central, de ciudad-portal de la Europa del Sur y del Mediterráneo, de puente con Latinoamérica, siempre con la voluntad integradora que nos ha caracterizado.

A medida que avanzan las redes inter o transnacionales, se reafirma aún más el papel de la ciudad como centro de conocimiento. A diferencia de lo que corrientemente se admitía en los años setenta y ochenta sobre la dinámica territorial de la producción, las grandes metrópolis de países desarrollados presentan en los últimos años ventajas en la localización de las actividades productivas más densas en conocimiento, en torno a las tendencias típicas de los años setenta y ochenta, que indicaban un crecimiento superior en las ciudades medias. En particular se detecta un proceso de recentralización de estas actividades productivas estratégicas tanto en Estados Unidos como en Japón. En nuestro caso, frente a estos dos países, estamos en condiciones de añadir un valor extraordinario: la riqueza de nuestra multiculturalidad europea.

La ciudad resurge como centro de producción. No de producción material, probablemente, sino de producción de conocimiento. Si bien se trata de un fenómeno que se está produciendo per se, la ciudad puede también apostar por asumir su dirección y aprovecharse así de los potenciales que conlleva. Richard V. Knight, economista de gran influencia en el desarrollo de la economía basada en el conocimiento y, en concreto, en el diseño de políticas de ciudad, concluye que el desarrollo urbano basado en el conocimiento necesita de ciertas condiciones indispensables. Entre ellas, que el conocimiento sea definido y percibido como una forma de riqueza, que la naturaleza y papel de los recursos de conocimiento sean entendidos por el público en general, que los recursos de conocimiento estén pensados en términos regionales, y que la ciudad incentive las actividades ricas en conocimiento e impulse sus centros de excelencia. Esta ha sido la estrategia que ya se lleva a cabo en algunas ciudades europeas, tales como Ámsterdam o Estocolmo, que ahora despuntan en el ámbito del conocimiento.

INFRAESTRUCTURAS Y SUELO

En el año 1997, las grandes preocupaciones de la ciudad eran las infraestructuras: el aeropuerto, el tren de alta velocidad, el transporte público y las telecomunicaciones. El aeropuerto, porque no había ambición suficiente ni una idea clara sobre la función estratégica que éste debería cumplir. El tren de alta velocidad, porque preocupaba que enlazara con Francia. Respecto al transporte público, porque preocupaba la falta de ambición y la constatación de que Madrid estaba haciendo un esfuerzo espectacular muy por encima del que estábamos haciendo nosotros. En la red de telecomunicaciones, porque su importancia era evidente… Tres años después, podemos decir que tenemos parte de estos temas bien encarrilados, aunque no sin dificultades, que sólo la firme voluntad del gobierno municipal consigue superar.

Así como en las infraestructuras estamos ahora en un momento razonablemente bueno (aunque con alguna asignatura pendiente para septiembre), ahora hace falta que, de cara al siglo XXI, afrontemos una serie de paradigmas nuevos. Existe un cambio evidente en la naturaleza de nuestra economía. Nuevos sectores emergen con fuerza y esto está modificando la estructura productiva de nuestra sociedad y también la estructura urbana de nuestra ciudad. En Barcelona tenemos 60 millones de metros cuadrados de techo residencial, 12 millones de techo industrial, 5 millones de techo terciario y, además, 10 millones de techo en equipamientos. Esta es nuestra estructura, que forma parte de toda una tradición. Pero en los próximos años, Barcelona tiene que hacer un esfuerzo muy importante para invertir algunas de estas proporciones, ganando ventaja competitiva respecto a otras ciudades. La estrategia que hemos de adoptar ha de repercutir necesariamente en nuestro beneficio, tanto para aumentar la calidad de vida de cuantos vivimos y disfrutamos de Barcelona, como para que las capacidades de nuestra ciudad se traduzcan también en resultados económicos, en índices de ocupación, en proyección internacional, en atracción de inversión, etc.

Se está produciendo ya una gran transformación, en la que la manufactura y muchas actividades industriales se van del centro y dejan espacios sujetos a la presión de otros usos, y de una forma muy dominante al uso residencial. ¿Debemos mantenernos impasibles y dejar que este uso residencial sea el que predomine en el modelo de ciudad que queremos construir? Actuar así sería, cuando menos, una insensatez. Ya lo hemos dejado bien claro… Derivaríamos, con toda probabilidad, hacia una especialización excesiva de la ciudad y a una segregación del territorio en funciones demasiado diferentes, las cuales generan un crecimiento exponencial de la demanda de la movilidad y obligan, necesariamente, a una gran inversión pública en transporte colectivo. Un modelo costoso, reñido con los estándares de sostenibilidad que desearíamos para nuestra ciudad y, en definitiva, con pocas expectativas de futuro.

Así pues, la ciudad debe asumir un nuevo papel. La ciudad, que tiene que tener una función industrial, una función comercial, residencial, etc., se debe especializar en actividades de alto valor añadido, compatibles con la centralidad. Estas actividades son las intensivas en conocimiento.

LA NUEVA BARCELONA

Existen muchas razones que justifican el papel proactivo que ha decidido tomar el Ayuntamiento de Barcelona para impulsar y dirigir la ciudad en su adaptación a la sociedad del conocimiento. Corregir la presión del mercado para la utilización, con fines residenciales, del suelo que deja libre el desplazamiento de la industria es una de estas razones principales, ya lo hemos visto. Además hemos de ser capaces de pilotar la adaptación a la «cultura del conocimiento», pues no toda la población tiene la misma capacidad para adaptarse a las nuevas formas de funcionamiento: el uso de las nuevas tecnologías, la comprensión y utilización de los conocimientos científicos y tecnológicos, las oportunidades que ofrecen las redes de telecomunicaciones para emprender nuevos negocios, etc. En cada revolución que ha tenido lugar en la historia —desde que empiezan a detectarse los primeros indicios de cambio hasta que éste se instaura plenamente en la sociedad— se calcula que, al menos, dos generaciones no pueden adaptarse a los cambios. La Administración debe, pues, mantener una política activa para que el proceso se realice en igualdad de oportunidades por parte de todos los sectores sociales y generacionales.

Desde el Gobierno municipal tenemos la obligación de construir la ciudad no sólo de pasado mañana, sino —como mínimo— la del siglo XXI, al tiempo que colaboramos en que nuestros hombres y mujeres se conviertan en auténticos ciudadanos y ciudadanas del conocimiento. Para ello es fundamental que impulsemos —si es posible, en consenso con las otras administraciones— la educación y la formación cultural continuada, que transmitamos los valores de la sociedad del conocimiento que ya poseemos, y que, en lo posible, mejoremos el mundo de la formación profesional, el universitario y el de la investigación. De este modo, la transformación del tejido productivo de la ciudad no sólo creará riqueza inmediata, sino que se convertirá en esa tercera actividad indispensable para que podamos hablar de una ciudad con futuro. Una ciudad, en suma, en la que las iniciativas autóctonas tengan salida y en la que se puedan acoger aquellas que vengan de fuera, atraídas además por las otras muchas cualidades que, por suerte, ya posee Barcelona.

Este discurso, que algunos podrían interpretar como excesivamente teórico, tiene una clara traslación en todo el territorio municipal e incluso más allá, en la ciudad metropolitana. Algunos podrían pensar que la ciudad del conocimiento es un proyecto que se ha de diseñar y construir. Nada más lejos de la realidad. La Barcelona, ciudad del conocimiento, hace tiempo que se está fraguando y configurando y hoy es parte esencial del discurso estratégico del Alcalde de Barcelona, que se despliega en todas las áreas del Gobierno municipal y que cuenta además con el consenso de todas las fuerzas políticas, incluidas las de la oposición.

Porque la ciudad del conocimiento no surgirá como una nueva Villa Olímpica. En buena parte ya está ahí, diseminada por la ciudad: nuestras universidades, nuestros centros de investigación, nuestra actividad editorial y el largo etcétera que acompaña a todas las actividades, grandes o pequeñas, que facilitan la transición a una sociedad del conocimiento. Pero también en buena parte está por hacer, con nuevas actuaciones urbanísticas como la emprendida con el proyecto 22@BCN, al contar con la ocasión única de poder transformar un distrito, Sant Martí, y más concretamente Poblenou, que nació con la revolución industrial y que renacerá de la mano de la sociedad del conocimiento. Nuestra voluntad firme es que esos aproximadamente un millón de metros cuadrados de suelo que hemos heredado de la revolución industrial sean invertidos en la nueva revolución del conocimiento. Por ello, simbólicamente hemos escogido que la calificación de 22a, que les confiere el Plan General Metropolitano como suelo industrial, se modifique a 22@ de «suelo del conocimiento». Progresivamente, con respeto para sus habitantes actuales pero con la firme voluntad municipal de preservar este suelo para que se puedan desarrollar en él las nuevas actividades que requiere una ciudad del conocimiento coherente. Aspiramos a que en Poblenou nazca la «Rambla del Conocimiento» que asegure la cohesión social y económica de la Barcelona del siglo XXI. Y a la que hay que sumar otras iniciativas en toda la ciudad que ya van transformando nuestra sociedad hacia la era del conocimiento.

Iniciativas, autóctonas y foráneas, que contribuyen a configurar una Barcelona que permita acoger confortablemente a los ciudadanos y ciudadanas de la sociedad del conocimiento, los actuales y los que deberán venir procedentes de nuestras nuevas generaciones y también de la inmigración. Porque la ciudad del conocimiento deberá ser la ciudad del respeto al otro y la de la extraordinaria riqueza que aporta la diversidad cultural. Porque ciudad del conocimiento ha de ser sinónimo de ciudad de la convivencia.

Regidor de la Ciudad del Conocimiento, Ayuntamiento de Barcelona