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UNA MIRADA ATRAS

Robert Lepage, uno de los directores de escena de referencia en el lenguaje de multimedia, cuando aborda el tema del audiovisual, compara su utilización con las milenarias técnicas de las sombras chinescas que, mediante una antorcha y un cuerpo, que se interpone entre este y una suerte de pantalla, creaba un lenguaje visual, que se incorporaba a la representación escénica. Siglos después, en el XVII, Sabatini investigó el uso de imágenes fantasmas en sus decoraciones; en el XIX, Roberston inventó el fantascopio, que permitía la proyección de sombras sobre el escenario, deformadas por ópticas. En el XX, Meyerhold utiliza un documental en La tierra escondida (1923); un año después Piscator hace lo propio en Banderas y, con mayor intención, un año después incorpora en su teatro político la proyección de un documental al cabaret (este concepto en Alemania apenas guarda relación con la acepción de revista de tono subido, utilizado en nuestro país) A pesar de todo, en el que presentaba de manera fragmentaria y revolucionaria los hechos acaecidos en 1914 y 1919, que desembocaron en los asesinatos de Liebknecht y Rosa Luxemburg. Gropius proyecta en 1927 un teatro habilitado para combinar cine y teatro, mientras que al otro lado del atlántico, Thomas Wilfred acude al cine en Los guerreros de Helgeland de Ibsen.

Sin embargo, hasta mediados del siglo XX no se estudia en profundidad sus posibilidades dramatúrgicas en la escenificación, cuando el checo Josef Svovoda, escenógrafo, comienza en 1951 una estrecha colaboración con el director Otomar Krejka, que se interesaba por desarrollar un concepto planteado por Stanislavski, dotar a la escena de profundidad y horizonte. Lo resuelven mediante un sistema de telas negras y telones transparentes, iluminados con distinta intensidad por calles. Svovoda prosigue con sus investigaciones y en 1958 presenta Un domingo en agosto de Hrubin. Esta escenificación sorprende con una novedad, en un ángulo del escenario, dos grandes pantallas reciben proyecciones distintas, consiguiendo un doble efecto, el de las imágenes proyectadas y el haz luminoso reflectado por la intersección de dos focos de proyección.

Se trata más de un efecto, extraño y atractivo, sin relevancia dramatúrgica en el espectáculo. Meses después, en la Exposición Universal de Bruselas, presenta la linterna mágica, ideada y construida en colaboración con el director de escena Alfred Radok.

Italia impulsa el teatro multimedia con tres hitos relevantes, que utilizan las imágenes con intención de influir en la recepción del espectáculo. En Venecia (1961), la ópera Intolerancia de Luigi nono, con dirección escénica de Václav Kaslik y escenografía de Svovoda, proyecta imágenes que causan la sensación de simultaneidad y de fraccionamiento.

En Pavía (1967), Virginio Puecher en La instrucción, una obra documental de Peter Weiss, emplea cinco pantallas de televisión emitiendo imágenes al tiempo, que yuxtaponen información, mediante la combinación de documentales e imágenes grabadas en directo de los actores en el escenario, tomados desde diferentes ángulos y en diferentes planos. En Milán (1974), el iconoclasta Carmelo Bene en S.A.D.E. sitúa en la habitación de una prostituta, donde se desarrolla la acción dramática, varios televisores que emiten señales de fútbol, de un desfile de las fuerzas armadas, de políticos en el parlamento, de jueces, etc.: la simultaneidad de estas imágenes con las de la mujer desvistiéndose transmiten la perversión de un sistema, de una sociedad. A estos jalones, se suma el trabajo de Giorgio Barberio Corsetti, que investiga en sus espectáculos la incorporación de audiovisuales sustituyendo a las proyecciones cinematográficas, porque la televisión además de conseguir idéntica información con imágenes aporta tres elementos de interés: la retroproyección, la posibilidad de grabar y emitir en directo y la refracción de una luz, la de la pantalla, que no inunda la escena como ocurre con las proyecciones exteriores.

El lanzamiento del teatro multimedia se produce en la década de los ochenta, cuando confluyen varios elementos, entre los que destaco tres: se deja de utilizar el documental en escena e irrumpe con fuerza el audiovisual pregrabado, sustituido progresivamente por el directo; en segundo lugar, la «revolución americana» y más destacadamente canadiense, de modo que en el primer lustro de esta década se estrenan unos 80 espectáculos multimedia. La explicación de este fenómeno, se encuentra en los numerosos y cualificados discípulos de Lecoq, que llegan en esos años a Canadá y enseñan un teatro gestual y visual, de manera que el Conservatorio de teatro de Quebec implanta una enseñanza donde prima la gestualidad, la máscara y el teatro físico; es decir, un teatro de imagen, donde se forman Lepage, Merleau y otros. Estos directores asocian el teatro gestual al teatro de imagen, a través de la utilización de los audiovisuales, y logran romper la barrera idiomática en un país donde las élites culturales, y más específicamente teatrales, se expresaban en inglés. Este campo germinado estalla en 1988, tercer hecho, en el festival de Rennes (Francia), dedicado a «las artes electrónicas», donde participan nueve países europeos, con Canadá y Estados Unidos invitados de honor. En Rennes se constata el desarrollo y avanzado ensamblaje de lenguajes en las propuestas procedentes de américa frente a Europa, y las posibilidades de los audiovisuales para contar historias e introducirse en la cultura de la imagen que dominará el fin de siglo.

Ha transcurrido un cuarto de siglo desde «la puesta de largo» de Rennes y los avances resultan impensables para los más audaces de finales de la década de los ochenta. Atrás quedan nombres, con aportaciones trascendentes que hoy pertenecen a la historia. me limitaré a recoger algunos nombres, porque analizar sus contribuciones excede los límites de este artículo: Robert Lepage y Denis Merleau (Canadá); Elizabeth Lecompte, Peter Sellars, Richard Foreman y Richard Schechner (Estados Unidos), Barberio Corsetti y Romeo Castelucci (Italia), Jean Jourdheuil, Jean-François Peyret, Stephane Braunschweig (Francia), Frank Castoff, Stephan Pucher, Christoph Schlingensief (Alemania), La Fura dels Baus (España), etc. no es un olvido la no inclusión de Robert Wilson, porque le considero más como representante del teatro de imagen que como integrante del teatro multimedia: ambos incorporan la técnica, pero con procedimientos y objetivos muy diferenciados. No se encuentran todos los que son, pero deliberadamente excluyo, y no cito, aquellos que en los últimos años utilizan el audiovisual como decorado o, si se quiere, como elemento integrante de la escenografía, sin un claro sentido dramatúrgico, ni los que emplean la pantalla para reproducir fuertes imágenes eróticas, irrepresentables sobre un escenario aunque puedan estar protagonizadas por los actores con el solo testigo de una cámara. La frontera del multimedia ornamental y superfluo, frente a su uso integrado en el espectáculo, lo delimitaba con clarividencia Barberio Corsetti cuando afirmaba que jamás debía utilizarse el audiovisual de manera descriptiva o narrativa, porque no se necesita contar con imágenes aquello que ya se encuentra en el texto; por el contrario, sí interesa utilizarlo para introducir un discurso poético, conceptual, para sumergir en otros mundos y cuando existe una dramaturgia que establece una relación conceptual entre las palabras y la situación escénica.

ESTADO DE LA CUESTIÓN

La teatróloga Béatrice Picon-Vallín, al pasar al nuevo milenio, planteaba el cambio de la narratividad escénica por exigencia de los nuevos «actores», los audiovisuales y las nuevas tecnologías, que transforman la estructura de los espectáculos, modifican el espacio, manipulan el tiempo, moldean el drama y la interpretación, al tiempo que interfieren en la atención del espectador, requiriéndole el concurso de su imaginario y una nueva percepción, una vez roto el pacto de la convención, característico del teatro de la ilusión. Propone, en suma, instaurar en la escena otro tipo de discurso y poética, que requiere de un minucioso estudio y trabajo dramatúrgico, para conseguir, al menos, los siguientes resultados: integración de las imágenes en el espectáculo; transformación de la palabra en imagen; significaciones precisas y desvelamiento de lo oculto en un primer acercamiento al texto; apertura a campos semánticos próximos; vías de entrada en el subconsciente; creación de asociaciones insólitas; traslación de lo racional en emocional; consecución de una nueva relación conceptual entre la palabra y las situaciones dramáticas; y una tensión dialéctica entre el actor y la imagen. La poética que se deriva de estas notas enumeradas influye de modo significativo sobre el espacio y el trabajo del actor.

Sobre el espacio escénico se crean múltiples efectos que agrupo en dos grandes apartados, el zapping y la ampliación metafórica. En el zapping, el escenario ofrece una percepción discontinua de fragmentos múltiples, presentados de una manera simultánea y caótica, de tal modo que en el espacio escénico se crea una inestabilidad perceptiva mediante un fundido de contornos, el tiempo de la fábula se torna evanescente, los signos se superponen y el texto se reconstruye. El espectador recibe abundante información superpuesta, que le impide un seguimiento racional y lineal, remplazándolo por otro sensorial, que provoca un proceso asociativo en el inconsciente. Desde la escena se emite un mensaje multiforme y plural, ya no unívoco, y cada espectador lo interpreta según su imaginario o referencias. Así, Nicolas Stemann en Los contratos del comercio de Jélinek, Saara Turunen en Historia de un corazón partido, el ya desaparecido Christoph Schilingensief en Arte y verdura, y otros muchos, entablan un diálogo personal entre creación artística y cada uno de los espectadores, como sucede cuando se visita una exposición de arte abstracto. En este tipo de muestras, la comprensión no se desarrolla con los parámetros de un razonamiento, compartido por una mayoría, sino que se atiene más al impacto sensorial que deriva hacia la emoción. Schlingensief definió su teatro como una cruzada «contra la forma y la función», pues el teatro ni se realiza al abrigo de cánones predeterminados, ni debe trasladar mensajes, tesis o ideas para recibirse intelectualmente por los espectadores.

Esta concepción del teatro no posee una coherencia narrativa, una causalidad, ni se apoya en secuencias lógicas o en personajes que representen o sean réplica de algo o de alguien. No la pretende. solo busca inquietar al espectador, despertando sensaciones, impresiones, sentimientos de aceptación o rechazo, mediante una combinación aleatoria de escenas, caleidoscópica se podría decir, y la mezcla, arbitraria en apariencia, de todos los lenguajes que tengan cabida sobre el escenario, incluidos los procedentes de las nuevas tecnologías o la danza contemporánea (Fack Richter, Rautsh o Trust).

Los efectos que consigue el zapping teatral son múltiples, entre ellos entresaco los siguientes: a) inestabilidad del mundo bien al superponer en la óptica visual del espectador imágenes, tomadas desde diferentes ángulos y proyectarlas a un tiempo, el pluriperspectivismo (Peter Sellars en El mercader de Venecia de Shakespeare; Guy Cassiers, Sangre & Rosas de Lanoye), o al simultanear la acción que se interpreta en directo, con esa misma escena grabada y proyectada sobre una pantalla (Katie Mitchell,Cristina desde la señorita Julia): ambos sistemas fuerzan al espectador a asociar, complementar, focalizar, relacionar o escoger una única perspectiva; b) imposibilidad de afianzar la identidad del yo, al proponer un diálogo entre el intérprete y su imagen filmada, que conlleva desdoblamiento e inseguridad (Robert Lepage, Elsinor) o la alteridad, con una doble imagen que acentúa la posibilidad de ser otro (Warlikovski, Kabaret Warsawaski); c) El pluriperspectivismo, al grabar diferentes planos de una misma escena que se proyecta sobre diferentes pantallas; d) La atmósfera evanescente con la pretensión de que una acción se desarrolle en un territorio inmaterial o en espacios oníricos, donde se confronta lo físico del actor que interpreta con presencia y en tiempo real, en un espacio deletéreo, deformado por la imagen (Peter Sellars, San Francisco de Asís; Jourdheuil y Peyret, Paisajes bajo vigilancia de Heiner Müller).

La segunda función con la incorporación de las nuevas tecnologías es la ampliación metafórica: interpretación e imagen proyectada (en directo o pregrabada) no se complementan: pertenecen a campos visuales diferentes como en la metáfora literaria los discursos conciernen a distintos campos semánticos, aunque el territorio de realidad y de figuración posean una zona de intersección común, mediante la cual el lector o espectador realiza un proceso asociativo.

Este más que facilitarle la comprensión racional del hecho descrito o del trabajo del actor sobre el escenario, espolea la imaginación, percute en su ánimo, amplía horizontes de percepción y propone nuevas significaciones que trascienden y amplían el conocimiento. A este lenguaje acuden Vassiliev (Medeamaterial de Müller), Lepage (Las agujas del opio), Van Hove (Los rusos de Lanoye), Simon McBurney (El maestro y Margarita de Bulgakov), etc.

ACTUAR ANTE LA CÁMARA

La incorporación de las nuevas tecnologías o la presencia de la cámara y la convivencia de efectos o imágenes y actores plantea nuevos retos al director de escena, porque —como afirmaba Svovoda— «las imágenes, que poseen fuerza y marcan un ritmo, jamás pueden suplantar al actor, que es el sujeto dramático que impulsa la acción», aunque, agrego, exigen un trabajo más esforzado del intérprete. Al hilo de esta afirmación, saltan dos cuestiones: ¿Cómo se armonizan los lenguajes teatral y fílmico? ¿De qué modo se sustancia la relación dialéctica cámara-actor? La respuesta al primero de los interrogantes se encuentra en Viaje a través de la noche: Katie Mitchell, la directora de escena, le ofrece al espectador la posibilidad de observar cómo la cámara establece un puente entre significante y significado, un puente entre lo que la mujer ve y el flash back de su memoria (lenguaje fílmico); pero, a continuación, le muestra el recorrido inverso que ya es lenguaje teatral: objeto y recuerdo activan la memoria emotiva de la actriz que, desde la escena, transmite al espectador las sensaciones del personaje. Es decir, que se produce una mixtura de lenguajes, imprescindible para que el teatro no se deslice hacia el cine, visto en su realización en directo por un espectador voyeur, y el lenguaje teatral prevalece sobre el fílmico.

Si el audiovisual no puede anular el lenguaje teatral, el actor también deberá actuar de acuerdo con sistemas interpretativos teatrales, que difieren de los cinematográficos, y su presencia sobre el escenario resulta obligada, sin que deban existir en el transcurso de la representación escenas solo accionadas a través de la cámara con el escenario vacío de actores. Las combinaciones de situaciones donde un actor entra en diálogo con las imágenes de una pantalla son múltiples, pero acotaré la casuística a dos supuestos:

El primero, las imágenes proyectadas recogen la acción que se realiza sobre el escenario y en tiempo real. En este caso, la proximidad de la cámara permite apreciar el detalle de un gesto, su significación, captada por el espectador en la pantalla, el objeto que contempla y estimula la reacción del actor; es decir, seguirle como si estuviera en un teatro de cámara con la proximidad que permite. La actuación aboca a una interpretación minuciosa, muy teatral y necesitada de una acomodación de los actores a diferentes métodos de actuación, y consigue desterrar la mecanización en la expresividad corporal o en la gestualidad, y un reencuentro con la verdad: la cercanía de la cámara impide el cliché estandarizado y falso, que puede suceder cuando el actor interpreta en un espacio de amplias dimensiones tanto del escenario como en distancia con los espectadores (Viaje a través de la noche, Katie Mitchell; La cara oculta de la luna, Robert Lepage; La sala de espera, Lupa).

El segundo supuesto recoge el diálogo del actor sobre el escenario sobre imágenes pregrabadas y proyectadas, originando diferentes posibilidades: a) La simultaneidad entre la acción del actor y la proyección de imágenes pregrabadas, que se emplean con varias finalidades, pero siempre al dictado de la dramaturgia del personaje previamente establecida. En unos casos, se opondrá realidad a deseos o recuerdos: las situaciones, e incluso los espacios, en las que se desarrolla el plano real o el de la memoria son diferentes pero en ambos casos no falta el ensamblaje de ambas acciones (Ostermeier, Espectros, de Ibsen); b) Las imágenes son expresión de mundos interiores, muestran el subtexto y se emplean para abreviar la extensión de los parlamentos en textos de siglos pretéritos, donde los personajes razonaban, concluían y actuaban: las grabaciones sintetizan el pensamiento y los actores mueven la acción (Stemann, Don Carlos de Schiller); c) Las imágenes recogen grabaciones de realidades deformadas e inconexas, dibujos abstractos, aperturas a un mundo onírico o formulaciones del subconsciente; la disociación visual del espectador traduce la fractura de la personalidad del personaje (Castorf, El maestro y Margarita o La patrona de Dostoievski; Rüping, La vida es sueño).

Apunto, para finalizar, la respuesta arriba planteada, la relación cámara-actor, trascendental para que el teatro no se deslice hacia el cine: el actor interpreta ante la cámara no frente a la misma; por tanto, la narratividad depende del actor y no viene dictada por el plano o el movimiento de la cámara y la composición corporal o gestual del actor frente a esta; un segundo elemento afecta más al director que gobierna el tempo-ritmo con criterios de teatralidad: la imagen impone un encuadre y fluye con rapidez, pero el director de escena tiene que marcar el tempo de la acción y el ritmo del personaje en ese entorno audiovisual, y conseguir que el actor no se empequeñezca frente al mundo audiovisual.

Una pregunta final, ¿existe el teatro cuando se diluye el actor, o no existe como en el caso de Castellucci, Goëbels o Merleau? El primero ha recorrido un itinerario teatral jalonado por montajes asentados en leves argumentos, unas veces prestados de obras clásicas —la Orestiada, Hamlet, Julio César o la Divina Comedia—, otras elaborados por él mismo. Siempre apoyados en una exuberante riqueza de imágenes para impactar emocionalmente al espectador o herir su sensibilidad, consiguiendo adhesiones o rechazos, goce por lo bello o repulsa ante lo feo. Se trata de un teatro donde la palabra no adquiere un papel preponderante, ni es elemento de transmisión, reemplazándose por el cuerpo semiótico del actor, aunque parezca a primera vista diluirse en el cuadro pictórico. La organización de los espectáculos se apoya en una fórmula experimentada y aplicada siempre: espacios escénicos despejados, con fuerte impacto plástico por el color, y el concurso de las artes plásticas (creada ex profeso o prestadas de algún artista), donde el cuerpo del actor focaliza la atención del espectador, al ser portador de signos, en sí mismo o en relación con otros intérpretes, objetos o animales, estos últimos recurrentes en sus propuestas. El ritmo reposado y la variedad de significaciones en progreso producen efectos perturbadores sobre el público.

Goëbels diluye al actor en la compleja maquinaria y en el envolvente de sonidos, pero su presencia emerge, marcando la cadencia de las situaciones o de los compases acústicos (Cuando la montaña cambia su faz). Denis Merleau, en Los ciegos de Maeterlinck, reemplaza al actor por muñecos, pero estos con su inmovilidad transmiten una sensación de incomunicación y dialogan con el espectador. La luz, diseñada con detalle y variedad, la voz en off, el entorno, impiden que al espectador le parezca encontrarse frente a una instalación y se crea inmerso en una representación.

Profesor de Dramaturgia y Ciencias Teatrales, crítico de teatro y dramaturgo.