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«Entre los numerosos enigmas del mundo, el más profundo e inexpugnable sigue siendo el misterio de la creación», escribió Stefan Zweig. Educado en la tradición del humanismo liberal europeo, Zweig consideraba las artes como el ámbito privilegiado en el que pueden desarrollarse los puros valores del espíritu, y —siguiendo esa «religión del genio», tan difundida en la Viena de fin de siglo— a los artistas como seres clarividentes que, en algunos momentos, percibían y eran capaces de plasmar lo que otros no alcanzaban a ver. Zweig había sido durante largo tiempo un apasionado coleccionista de manuscritos, tanto literarios como musicales, reflejos excepcionales del proceso de creación: las galeradas de una novela de Balzac emborronada por correcciones, los cuadernos de trabajo de Leonardo, o una amplia colección de escritos de Goethe. No en vano uno de sus libros más difundidos, Momentos estelares de la humanidad, estaba dedicado en buena parte a describir esos instantes especiales de inspiración.

En todas estas facetas, Zweig era un representante de la mentalidad liberal de finales del siglo XIX, de cuya crisis fue un testigo ejemplar. Es conocido el candoroso re- trato que, en la autobiografía titulada El mundo de ayer, hizo del ambiente cultural de la Viena fin de siglo. Hoy día es ya popular la excepcional conjunción de circunstancias que se dieron en aquel momento, objeto del libro clásico de Carl E. Schorske (Fin-de-Siècle Vienna, 1961). Zweig describió una Viena poseída por el ideal de la «seguridad», que confiaba en un progreso para el que no se preveían límites, cuya experiencia de la guerra se limitaba a algunas escaramuzas en la guerra franco-prusiana de 1871, y que evitaba cualquier negocio excesivamente arriesgado. Y junto a esto, una ciudad volcada en la música y en la literatura, en la que pervivía una cierta tradición humanista en la que aún estaba claro el «conocimiento general», que marcaba lo que cualquier persona de cierto estatus «debía saber».

En esta descripción podía percibirse, de un modo muy característico, una concepción del arte volcada sobre sí misma, que en aquellos años algunos definieron con la fórmula de l’art pour l’art. «La verdadera experiencia de nuestros años de juventud —decía en El mundo de ayer— consistió en que algo nuevo se fraguaba en el arte, algo que era más apasionante, problemático y tentador que aquello que había satisfecho a nuestros padres». Esta juventud no tenía el más mínimo interés por los problemas políticos y sociales de su época. «Sólo tenía ojos para libros y cuadros», reconoció Zweig. «No caíamos en la cuenta de que los cambios que se producían en el ámbito de lo estético no eran sino vibraciones y síntomas de otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, final- mente, destruir, el mundo de nuestros padres, el mundo de la seguridad».

Efectivamente, como recordó el ya citado Schorske, en la Viena finisecular se estaba produciendo una «ubicua y simultánea crítica de su herencia literal-racional desde el interior de los diversos campos de la actividad cultural». Para Schorske, el nacimiento de lo que él llama el «hombre psicológico» se produjo paralelamente en el psicoanálisis freudiano, la pintura de Gustav Klimt o la literatura de Hugo von Hofmannsthal, y derivó finalmente en la «explosión» de la cultura tradicional en la obra de Oskar Kokoschka o de Arnold Schönberg.

La actitud de Zweig en este sentido fue ambigua y re- fleja bien las contradicciones de su generación. Durante la Primera Guerra Mundial —junto a otros como Romain Rolland— se dedicó a la labor antibelicista desde la Suiza neutral. La aparentemente eterna estabilidad del imperio austriaco había acabado de pronto, y buena parte de los intelectuales apoyaron entusiasmados el conflicto. La guerra había comenzado, de hecho, con la imagen aterradora de los cientos de jóvenes que se subieron enfervorizados a los trenes que los conducían al frente, mientras —como recordó Ernst Jünger en Tempestades de acero— cantaban «Kein schöner Tod ist auf der Welt…» [No hay en el mundo muerte más bella…]. Muchos artistas y poetas se unieron sin dudarlo a esta sangría. El profeta del futurismo, Marinetti, se alistó en el ejército italiano y proclamó pomposamente que «la guerra es la única higiene del mundo». El citado Kokoschka fue herido en el frente, en 1915. Y el pintor Franz Marc, compañero de Kandinsky antes de la guerra, falleció cerca de Verdún en 1916. Y esto, por no citar más que tres casos de una lista que resultó larga y penosa.

En este ambiente enrarecido, el esteticismo burgués anterior a 1914 dejó de tener sentido. Zweig —pacifista liberal durante la guerra— pudo comprobarlo con amar- gura. Muchos futuristas y expresionistas habían apoyado abiertamente el conflicto, y habían colaborado con las nuevas formas para enardecer los ánimos. Por ejemplo, el citado Franz Marc, poco antes de caer en el frente, escribió que la guerra era el necesario «purgatorio de la Europa vieja, enloquecida, culpable». La posguerra estuvo marcada por la popularización de movimientos de ante- guerra como el cubismo, por el nacimiento de un nuevo expresionismo de denuncia, quizás más violento que el primero, y nuevas corrientes como el surrealismo. «La nueva pintura —escribió Zweig— dio por liquidada toda la obra de Rembrandt, Holbein y Velázquez e inició los experimentos cubistas y surrealistas más extravagantes. En todo se proscribió el elemento inteligible: la melodía en la música, el parecido en el retrato, la comprensibilidad en la lengua».

El mundo de la estabilidad y respeto a las tradiciones anterior a la guerra se había clausurado violentamente. Algunos grupos artísticos como los dadaístas de Zurich fueron también radicalmente pacifistas durante la Gran Guerra (una piadosa leyenda cuenta cómo, antes de partir para Rusia, Lenin solía jugar al ajedrez con Tristan Tzara en el cabaret Voltaire…). Sin embargo, su postura no era ilustrada al modo de Zweig. El rechazo de la sociedad burguesa llevó al dadaísmo a una postura abiertamente nihilista, que negaba radicalmente la fe en la creación individual que defendía Zweig. Sus obras carecerían de subjetividad: estarían formadas por recortes de periódicos y otros medios de masas, y uno de sus componentes fundamentales sería el azar.

El testimonio de Zweig refleja cómo percibía estos fenómenos un intelectual liberal formado en el viejo mundo. Lo más probable es que sólo tuviera noticias de oídas, pues en realidad la relación entre vanguardia y tradición resultaba algo más compleja (Picasso, por ejemplo, había vivido durante la guerra en Italia, y a partir de aquí comenzó un nuevo estilo en su pintura, conocido como «neoclásico»). En cualquier caso, sí es interesante destacar los reparos que generaba una nueva cultura que albergaba un claro germen de violencia. Dejando a un lado la tópica acusación de extravagancia que Zweig dirigió al surrealismo, no debería olvidarse que —en su manifiesto de 1924— André Breton había proclamado que «el acto surrealista más simple consiste en salir a la calle con un revolver en la mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud». Este nuevo clima cultural era, para Zweig, «la gran venganza de nuestra juventud que se desahogaba triunfante contra el mundo de nuestros padres».

Aunque Zweig no lo viera en un primer momento, todo esto estaba ya latente en la cultura ilustrada de la Viena finisecular. Esa era la ciudad donde el doctor Freud desarrolló sus investigaciones sobre la cara oculta del optimismo liberal, como el mismo Zweig describió en El mundo de ayer. Y, de hecho, él mismo mantuvo una larga amistad con Sigmund Freud, a quien consideraba sencillamente como «el espíritu más agudo de nuestro tiempo».

Según relató Zweig, Freud no estaba en absoluto sorprendido con la ascensión de Hitler al poder y la nueva guerra que se avecinaba. Aquel triunfo de la barbarie colectiva no era más que una confirmación de su pesimismo habitual, que le había llevado a afirmar, desde hacía años, el predominio de los instintos sobre la razón. Y él mismo se vio afectado por esta situación, de la que no se enorgullecía en absoluto. Austria fue ocupada por el ejército alemán el 11 de marzo de 1938 y tuvo que abandonar el país.

El destino final del exilio de Freud fue Londres, a donde llegó el 4 de junio. Zweig se encontraba en la misma de ciudad, y desde entonces se vieron con frecuencia. Durante estas visitas ocurrió un episodio significativo. Zweig consideraba que Salvador Dalí era «el único pintor genial de nuestra época», además —según le escribió al propio Freud— del «más fiel y más agradecido discípulo de sus ideas entre los artistas». A su vez, Dalí había tratado, sin éxito, de encontrar- se con Freud en Viena en diversas ocasiones. Aprovechando la cercanía, Dalí trató de contactar, por mediación de Zweig, con su venerado maestro. Y efectivamente, al poco tiempo de la llegada de Freud a Londres, el 19 de junio, Zweig se pre- sentó en su casa acompañado por Dalí, que pretendía realizar un retrato del doctor vienés. El encuentro tuvo su éxito, pues el 22 de julio, Freud escribió a Zweig muy agradecido por la oportunidad que había tenido de conocer al joven pintor. «Hasta ahora —reconocía— me sentía inclinado a considerar a los surrealistas, que, al parecer, me han elegido por su santo patrón, como chiflados incurables». Sin embargo, este español, «con sus ojos cándidos y fanáticos y su indudable maestría técnica, me ha hecho reconsiderar mi opinión. En realidad, sería muy interesante investigar analíticamente cómo ha llegado a ser compuesto un cuadro así». Zweig le comunicó los contenidos de esta carta a Dalí, que estaba en- cantado con que el propio Freud le hubiera calificado de «fanático», y desde entonces lo repitió siempre que tuvo oportunidad. En cuanto al retrato, Dalí lo realizó convencido del tremendo parecido que había entre el cráneo de Freud y un caracol. El resultado fue un dibujo que presentaba a un anciano débil y cansado, con una espiral marcada sobre la cabeza. Pese a la insistencia de Dalí, al comprobar su aspecto, Zweig decidió no mostrárselo a Freud, para evitar nuevos sobresaltos a la frágil salud del anciano doctor. «Dalí, clarividente, había incluido ya la muerte en él», escribió.

Efectivamente, Freud murió un año después, y Zweig vivió apenas tres años más. Mientras tanto, Dalí ya había sido expulsado del movimiento surrealista por sus declaraciones ambiguas respecto a Hitler (que él atribuía a una obsesión paranoica, completamente ajena a la política).

Y cuando, en 1950, afirmó que había abandonado su pos- tura irreverente y proclamó su conversión al catolicismo, recurrió precisamente a la correspondencia de Freud con Zweig. Freud —decía— «me había señalado ya como un místico en potencia, hasta aplicarme el calificativo de fanático». Esta conversión de Dalí fue acompañada de una opción artística de vuelta a Rafael y Velázquez: a esa tradición que, poco antes, algunos creían extinguida por los surrealistas.

«¡Qué época tan alocada, anárquica e inverosímil la de aquellos años!», escribió Zweig. Y, a su modo, tenía razón.

Profesor de Historia de la fotografía