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Unas breves palabras de Chardin en torno al papel del pintor, nos hablan de su personalidad y su manera de entender la pintura. Vendrían a decir que «uno se sirve de los colores, pero se pinta con el sentimiento». Y, ciertamente, Chardin, de naturaleza muy diferente a la de los otros grandes pintores franceses del siglo XVIII, los Watteau, Boucher, Fragonard o David, es, por antonomasia, el pintor francés de la vida cotidiana, íntima, de la pequeña burguesía tradicional y laboriosa. En este sentido, como veremos más adelante, sus lienzos están llenos de un recogimiento que atrae profundamente al espectador moderno.

De entrada, lo primero que llama la atención es que la pintura de Chardin no se puede comparar a ninguna otra de su siglo, es del todo distinta. Y es así por sus temas, por la forma en que maneja los pinceles, y muy en especial por la forma en la que concibe la pintura. En este sentido, Chardin es el heredero natural de los grandes pintores holandeses de pinturas de género del siglo XVII, con Vermeer a la cabeza. De hecho, su obra, en palabras de Gombrich —referente ineludible en el mundo del arte—, se parece a la del maestro holandés por la manera de sentir y retener la poesía de una escena familiar, sin perseguir efectos llamativos o significativas alusiones… Y según palabras de Pierre Rosenberg, comisario de la exposición y máxima autoridad en Chardin: «Si tuviera que definir en una sola palabra sus naturalezas muertas, lo haría con la palabra silencio». Pero pensamos que se podría añadir: y no sólo de las naturalezas muertas, sino del resto de su producción artística, tanto o más interesante a nuestro juicio que las naturalezas muertas propiamente dichas. Todas ellas están llenas de ese silencio y ensimismamiento tan característicos de Chardin.

Pero lo cierto es que, por desgracia, Chardin no contó, ni en Italia ni en España, con la popularidad y admiración de la que disfrutó en los países nórdicos. Y es que, en el fondo de la cuestión, hay que recordar que la pintura de Chardin es más bien del tipo de la pintura nórdica, flamenca, y muy en especial, de la holandesa. Aunque esto no basta, naturalmente, para comprender la originalidad de su obra y explicar su genio. No se trata, en absoluto, de una mera copia de la pintura holandesa de género, en el sentido de que él trata a fondo, ¡y de qué manera!, temas como el bodegón, y de que en los temas relacionados con la vida de la gente sencilla proveniente de la pequeña burguesía francesa, lo hace de una manera especial, única entre los que han tratado la, así llamada, pintura de género.

La bendición, h. 1740. París, Musée du Louvre.

Sirva de ejemplo ese espléndido La bendición, de hacia 1740, en la que la mujer, de rostro afectuoso y solícito, pide a una de las dos niñas que bendiga la mesa antes de comer. La pequeña junta sus manitas y se dispone a hacerlo bajo la mirada atenta de su hermana. El tema no puede ser más sencillo, y, sin embargo, todo un halo poético parece recubrirlo por entero. Algo similar ocurre en su otro tema, aún más simple, titulado La joven maestra de escuela (1735-1736). La obra centra la atención del espectador en la expresiva mirada de la joven sobre su —algo menos perfilado— alumno, mientras le señala aquello en lo que, al parecer, le pide que se fije, o incluso le conteste. Todo es sencillo en la escena, mínima en detalles que distraigan la atención de la mirada bien elocuente de la maestra. Pero esta sola mirada, y la perfección con la que están realizados todos sus rasgos, son suficientes para dignificar toda la obra. Son ambos temas sencillos, decíamos, pero están recreados con una enorme sutileza.

La joven maestra de escuela, h. 1735-1736. Londres, National Gallery.

Pero, bien es cierto, la vía que eligió Chardin hasta llegar a descubrir su propio talento para este tipo de temas a los que nos referimos, no fue fácil. Veamos. Nacido en 1699, sintió la atracción por el género de la gran pintura histórica aún imperante en buena parte de la pintura. Así, tomó como maestro a Pierre-Jacques Cazes (1676-1754), muy posiblemente uno de los pintores más dotados de la época, según nos revela Charles-Nicholas Cochin padre, prestigioso grabador de Chardin. En el taller de Cazes, Chardin aprendió a dibujar, estudió pintura histórica y recibió la formación requerida por la Academia Real de Pintura y Escultura de París. Ahora bien, el hecho es que lo pasó muy mal y sus éxitos fueron más bien mediocres. En esto tuvo que ver la grandísima competencia de toda una serie de pintores, de hacia los mismos años, más capacitados que él para la pintura histórica. Es el caso, por ejemplo, de los Boucher o de los Carle van Loo, entre otros. Tanto fue así, que Chardin tuvo que adoptar una nueva vía en su carrera pictórica.

Conforme nos ha sido narrado, el relato de la conversión de Chardin a la naturaleza muerta fue de la siguiente manera. Una de las primeras cosas que representó fue un conejo, y la forma en como quería hacerlo lo convertía en un estudio serio. Quería realizarlo con la mayor autenticidad posible, pero también con gusto, sin ninguna apariencia de sumisión que resultara seca y fría. «Este es el objeto que quiero representar», se decía a sí mismo. «Para centrarme en representarlo de forma auténtica, tengo que olvidar todo lo que he visto e incluso la forma en que otros han tratado estos objetos. Tengo que colocarlo a una distancia a la que deje de ver los detalles. Debo centrarme sobre todo en imitar, y con la mayor autenticidad posible, las masas generales, las tonalidades del color, la redondez, los efectos de las luces y las sombras».

De esta forma, Chardin acaba de tropezar con la naturaleza (el conejo al que se refiere), y, a partir de entonces se dedicará a estudiarla a fondo. De hecho, le dedicará toda su carrera de forma incansable, obsesiva, y con independencia del objeto que abordara, ya fuera una naturaleza muerta, una escena de género, o el retrato —y, entre ellos, muchos autorretratos— al pastel.

Eso es lo que hace Chardin, después de mirar y remirar el objeto en cuestión que quiere representar. Dedica horas y horas a reproducir la concordancia de colores, la representación perfecta de la materia, los reflejos de la luz y la calidad de las sombras; la delicada respiración de los objetos y de los seres, del aire que los envuelve… Chardin vuelve una y otra vez sobre un detalle concreto, y nunca se da por satisfecho.

Dama tomando el té, 1735. Glasgow, Hunterian Museum and Art Gallery.

En este sentido, Chardin, más que tener en cuenta los ejemplos del pasado, se apropió de una técnica personal, original, que además él mismo ponía sin cesar en entredicho. Tan sólo, como a otros de los más grandes pintores, se le conocen dos maestros: la naturaleza y la verdad. Pero, ya en 1749, Mariette nos dice que «su pincel no tiene nada de fácil». Durante toda su vida, Chardin luchará por superar esa falta de talento natural y lo hará con empeño, sin desfallecer. Buscará la perfección de forma incansable y nunca se mostrará satisfecho.

Chardin se dedicará al estudio del mundo inanimado y a las escenas de género, y pintará lo que está enfrente de él, a una cierta distancia de su caballete. Representa lo que ve, sólo lo que ve, y huye —en la medida de lo posible— del movimiento. Un ejemplo del empeño en su quehacer lo tenemos en su maravillosa Dama tomando el té (1735). Nada puede haber más sencillo que esta señora bien ataviada que parece dar vueltas a la cucharilla para preparar el té, aún caliente, que deja desprender un vaho tan bien representado que se diría del todo real. El movimiento es el mínimo imprescindible para darnos una señal de realidad en el lienzo. Al fondo del cuadro, la pared se ve invadida por el humo o vapor que se desprende de la infusión. La tetera junto a la taza y el plato, resplandecen por su fina decoración… y están a su vez apoyados en una mesa de un rojo brillante, primoroso, con un cajón a medio abrir. Todo es sencillo, diáfano y… perfecto.

El niño de la peonza, 1738. París, Musée du Louvre.

Y quien dice el cuadro de la dama del té, igual lo puede decir de su famoso El retrato del hijo de M. Godefroy, joyero, absorto en la contemplación del giro de una peonza, también llamado El niño de la peonza, y también llamado Retrato de Auguste-Gabriel Godefroy (1738). En este lienzo, instantánea de la vida real, todo es quietud, incluso el movimiento —logrado a la perfección— de la peonza. He aquí, se podría decir, la poesía que nos transmite Chardin, quien manifiesta una extraordinaria meticulosidad para crear una atmósfera de intimismo en una escena de la vida cotidiana. Y todo esto por no hablar de la técnica, de un sorprendente dominio que nos recuerda, en parte, al propio Vermeer.

En efecto, Chardin reinventa para sí mismo una técnica que no puede compararse a ninguna de la de sus contemporáneos. A pesar de la aparente monotonía de los temas, su arte tiene una singular riqueza, al igual que profundas resonancias. En primer lugar es así por la calidad excepcional de la materia pictórica, con sus pinceladas gruesas, sus espesas capas de color, dispuestas en pequeñas manchas que destacan los reflejos. Pero, además, como destaca Paul Guinard, las figuras que circulan en el aire denso de estas habitaciones tienen su poesía propia, como antes veíamos.

Chardin se atrevió, como nadie hizo en su tiempo, a no narrar. De hecho, sus detractores decían al respecto que no sabía narrar. Pero él se empeña en rechazar cualquier anécdota, cualquier tipo de narración. Huye de lo pintoresco, de lo narrativo, de todo lo que haga alusión a cualquier tipo de ideología. Por si fuera poco, Chardin no sonríe, salvo en los autorretratos al pastel de los últimos años en ejercicio de su profesión. Su arte es serio por antonomasia. Sus modelos casi nunca nos miran, simplemente olvidan al espectador.

Chardin pinta hombres y mujeres, y en especial adolescentes y niños. Lo hace sin el menor atisbo de sensualidad, y prescinde por completo de las alusiones libertinas tan comunes en la Francia de su tiempo. Por el contrario, los modelos de Chardin, bien pertenezcan al pueblo o provengan de la burguesía, ya sean adultos o niños, están —como vimos en su momento— concentrados, ensimismados, abstraídos en su mundo, soñadores y ausentes. Nos hayamos, por tanto, ante un mundo inocente, serio, absorto y silencioso… siempre silencioso. Y es que Chardin se caracteriza, precisamente, por el ensimismamiento de los personajes recreados en sus obras. En este sentido, no hay gestos que vengan a enturbiar su apacible armonía, su inmutable serenidad.

Un ejemplo, entre tantos, bien elocuente de lo que estamos viendo, lo tenemos en su obra Una niña jugando al volante, también llamada La niña del volante (1737). Casi se podría decir, si nos fijamos con detenimiento en la expresión de la niña, que de tan inmóvil e imperturbable nos parece un tanto artificial, sin vida, cual figura de cera. Hasta ese extremo llega —y se expone— Chardin en su representación de la concentración extrema de la muchacha.

La niña con el volante, 1737. Colección particular.

Por otra parte, el arte de Chardin no es anecdótico, pero tampoco es intelectual, ni pretende serlo. Tanto es así, que se ha llegado a decir que apenas sabía leer, o que ni tan siquiera era capaz de escribir su nombre. Pero Cochin nos revela que era ingenioso, que tenía mucho sentido común y un juicio excelente, además de una fuerza expresiva muy particular para representar sus ideas y hacerlas comprender.

Ciertamente, Chardin pinta lo que ve, y sólo lo que ve. Pero escoge, simplifica, compone y recompone, reduce a lo esencial. «No se contentaba con una imitación aproximada… quería la máxima autenticidad», como señalan tanto Cochin como Haillet de Couronne. Cuando quieren referirse a la mejor definición del talento del artista, mencionan «autenticidad y naturaleza», «naturaleza e ingenuidad», «un estudio exacto de la naturaleza», u otras expresiones parecidas. En este sentido, llama la atención lo que Diderot, que valoraba mucho sus pinturas, decía de él: «Henos aquí de nuevo, gran mago, con sus composiciones mudas… ¡cómo pasa el aire a través de estos objetos!… Es un increíble vigor de colores, una armonía general, un agudo efecto de realidad, de bellas masas, una magia en la factura que desespera, una atracción en la colocación y el orden, uno se puede acercar y se puede alejar y siempre permanece la misma ilusión, nunca hay confusión, nunca hay simetría tampoco ya que hay calma y reposo».

Y nos preguntamos, con Rosenberg: «¿Es Chardin el símbolo ejemplar del siglo XVIII?». Y es el propio Rosenberg quien nos responde: «Si lo comparamos con sus grandes contemporáneos, abrigaremos serias dudas. Chardin tiene sus propias ideas sobre la pintura, sobre lo que tiene de única, lo que le distingue de la de sus rivales. Es el pintor de la armonía, del amor de los seres y de las cosas… de la pintura a secas».

En lo que se refiere a la evolución de su producción artística, además de lo ya mencionado, hay que referirse a su primer éxito pictórico, a saber, La raya (1725-1726), que podemos contemplar en la exposición. Más que admirarnos de su belleza —el cuadro no pretende presentarnos un bodegón atractivo—, lo hemos de hacer de su perfección. En lo que a esto respecta, seguro que no defrauda, tal es su arte. Y es que el esplendor de la materia pictórica de Chardin reviste de tal modo a los objetos que forman parte de sus naturalezas muertas, que los eleva y transfigura y dota de emoción.

En la década de 1730 Chardin se centra en los bodegones, espléndidos la mayoría, que servirían de referencia e inspiración a todo un Cézanne. Sirva de ejemplo, entre otros, ese tan original, moderno, La tabaquera, también llamada Pipa y jarra para beber, de hacia 1737. Pero con ser sus bodegones admirables, lo más significativo de estos años es, muy posiblemente, que a partir de 1733 comienza a pintar sus escenas de género, a las que ya nos hemos referido de forma pormenorizada. Posteriormente, en la década siguiente, continuará su producción limitada a los géneros ya mencionados, con la excepción de algunos retratos de personas a él allegadas. Pero, tal vez, lo más destacado de entonces es que consigue una sólida —aunque a un tiempo discreta— fama nacional e incluso internacional. De por entonces es, por ejemplo, el famoso La bendición, de 1840, al cual ya nos hemos referido por extenso.

La tabaquera, h. 1737. París, Musée du Louvre.

Las décadas de 1750 y 1760 suponen su regreso a las naturalezas muertas, un género en el que no se había prodigado en los años anteriores. Ejemplos de estos bodegones son el excelente El tarro de albaricoques (1758), y el atractivo La cesta de fresas salvajes, de hacia 1760. En las obras que corresponden a estos años, la ejecución de Chardin se hace más ágil, y muestran un interés especial por los reflejos y las transparencias, la luz y las sombras.

En los últimos años de su pacífica vida, aquejado por varias enfermedades, Chardin se centra en la pintura al pastel. En efecto, de por entonces —años 1770— son sus encomiables autorretratos, y el retrato de su mujer, que marcan el final a su carrera con una nota de análisis psicológico ausente hasta entonces. Lástima que estos autorretratos apenas estén presentes en esta, por lo demás, magnífica exposición que, como al principio decíamos, nos hará redescubrir (o descubrir, según los casos) a este tan singular como primordial pintor del siglo XVIII francés.

Crítico de arte