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Olivier Messiaen, 1908-1992
La Transfiguration de Notre Seigneur Jésus-Christ, Des Canyons aux étoiles, Visions de
l’Amen, Sept Haïkaï, Couleurs de la cité céleste, Oiseaux exotiques, Un vitrail et des oiseaux.
Varios intérpretes. Koor van de Brt Bruxelles. Groot Omroepkoor & Radio Symfonie Orkest
Hiversum. Reinbert de Leeuw (dir.)
Ensemble Intercontemporain. Pierre Boulez (dir.)
Naïve (Diverdi). 2008. 6 cd.

Quatuor pour la fin du Temps, de Olivier Messiaen
Erich Gruenberg, Gervase de Peyer, William Pleeth, Michael Béroff
Grabación de 1968 en los estudios Abbey Road de Londres.
Great Recordings of the Century, EMI. 2008.

Los tres soldados se habían detenido a tomar un respiro. Hacía ya varios días que caminaban sin mucho orden hacia el sur, huyendo del seguro y eficaz avance alemán sobre las líneas francesas que estaban apostadas en torno a Verdún, casi en la misma posición que treinta años atrás, en la primera Gran Guerra. El bosque se había convertido en un compañero más del trío, donde cada mañana, antes de reanudar la marcha, esperaban pacientemente a que amaneciera, escuchando el despertar de los pájaros.

Aquellos trinos, que siempre comenzaban por uno débil y aislado, terminaban por llenarlo todo desde las copas de los árboles, como si de un gran paraguas sonoro se tratara, justo cuando empezaba a percibirse el lejano retumbar de las bombas. Olivier Messiaen siempre confesaría que el canto de los pájaros era su particular refugio «en mis horas más oscuras, cuando mi inutilidad se revela de la manera más brutal». Meses atrás, cuando llegó destinado a la ciudadela de Vauban, en Verdún, como auxiliar de clínica, convenció a Etienne Pasquier para que las guardias coincidieran con el amanecer y así poder escuchar los primeros cantos de los pájaros. «Escucha —le decía, aferrado a su fusil— cuando el sol acabe de salir. Presta atención».

Pasquier apenas podía escucharlos ahora, tendido en el suelo y con el cuerpo dolorido por la marcha. No habría llegado hasta allí si no hubiese sido por Henri Akoka, un soldado mucho más fuerte y joven que él, que también había sido destinado a Verdún para formar parte de la orquesta de soldados, impulsada por el general Utziger. Judío, nacido en Argelia, era clarinetista de la orquesta de la Radio Nacional, en París. Aún recuerda la cara de asombro que puso cuando se lo contó. Pasquier era solista asistente de violonchelo en la orquesta del Teatro de la Ópera. Tocaban en la misma ciudad y nunca se habían conocido. Había tenido que ser aquí, en los muros de una centenaria ciudadela, a orillas del río Mause. «Probablemente le deba mi vida», recordará años después. Roto por la deshidratación, el hambre y el duro camino, el gran violonchelista parisino pudo recorrer los setenta kilómetros de huida gracias a los anchos hombros de un colega que tocaba el clarinete.

I

No había dejado de nevar durante todo el día. Hacía ya varias semanas que apenas podía distinguirse el horizonte en el campo de prisioneros Stalag VIII A, cerca de Gorlizt (Silesia). Los árboles que lo rodeaban se habían cubierto completamente de blanco y tan sólo la alambrada podía distinguirse a una cierta distancia. Aquel día se percibía algo de nerviosismo en el barracón 27. Gente corriendo de aquí para allá, llevando asientos y ropas con los que combatir el frío que venía del exterior. Los guardianes del campo mantenían el orden de los que iban llegando, pero en vez del aire fiero de otros días, sus rostros estaban expectantes. Hacía tiempo que el Reich había decidido demostrar a la Cruz Roja que sus campos de prisioneros de guerra contaban con todas las garantías. Comida, calefacción, comodidades dentro de lo posible, y por supuesto, música. Nadie presentía lo que ocurriría a partir de entonces en los campos destinados a civiles.

 



Portada original del Cuarteto para el fin
de los tiempos (1941)

Cuando los cuatro soldados aparecieron en la parte del barracón que hacía las veces de escenario, no costó mucho que guardaran silencio las casi cuatrocientas personas que abarrotaban aquella estancia. Iban a presenciar un estreno, una composición que había escrito uno de los internos, un tal Olivier Messiaen. Así se podía leer en el programa que se entregaba a la entrada. Unas hojas cuidadosamente escritas en letra Portada original del Cuarteto para el fin de los tiempos (1941) modernista, que hablaban del fin de los tiempos. ¿El fin de los tiempos?

Tras ser apresados en un bosque cercano a Nancy, Messiaen tuvo tiempo de enseñarle a Akoka una partitura, para que intentara tocarla con su clarinete. «El abismo de los pájaros» se titulaba. Pasquier parecía saber lo que ocupaba la mente de su buen amigo, desde aquellas frías madrugadas en Verdún, esperando a que el cielo se iluminara. De repente, al poco de empezar a tocar, se detuvo. Era como caminar sobre un alambre. Ritmo y armonía se deshacían bajo sus pies. Se quedó mirando a Messiaen. «Nunca podré tocarlo». «Sí, sí, ya verás… lo harás». Tiene gracia, pensaba. Se desanima con la pieza que he compuesto pero nunca le vi flaquear en nuestra desesperada huida a través del bosque, hasta el punto de cargar con Pasquier. En el fondo, también le debo el aliento para haber compuesto este Quatuor pour la fin du Temps. Desde que llegamos al campo, siempre me dijo que si Dios había permitido que cayese prisionero, debía responderle y aprovechar la ocasión que me brindaba para componer algo.

El apóstol san Juan escribe el Apocalipsis en la isla de Patmos, desterrado por el emperador Domiciano en el año 96. Allí, en medio del mar Egeo, decide escribir a las siete iglesias de Asia Menor. Desde que con 21 años llegara a ser organista de la iglesia de la Santísima Trinidad, en París, a Messiaen le intrigaba el significado de aquellos pasajes. La llegada del séptimo ángel le inspiró la obra entre las paredes de aquel campo. «Vi después a otro ángel poderoso que bajaba del cielo, envuelto en una nube y con el arco iris sobre su cabeza; su rostro era como el sol y sus pies como columnas de fuego; en su mano tenía un librito abierto. Puso su pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra, y gritó con voz potente, como cuando el león ruge. Tras su grito, hablaron los siete truenos con sus voces. Después de haber hablado los siete truenos, yo me dispuse a escribir; oí entonces una voz procedente del cielo que decía: “Sella lo que han dicho los siete truenos y no trates de escribirlo”. El ángel a quien yo había visto de pie sobre el mar y sobre la tierra levantó su mano derecha hacia el cielo, y juró por el que vive por los siglos de los siglos, el que creó el cielo y cuanto hay en él, la tierra y lo que hay en ella, el mar y lo que hay en él: “No habrá ya más tiempo”, sino que en los días en que se oiga la voz del séptimo ángel, cuando empiece a tocar la trompeta, se habrá consumado el misterio de Dios» (Apocalipsis, 10:1-7).

II

«Abismo de los pájaros. Clarinete solo. El abismo es el tiempo, con sus tristezas y sus laxitudes. ¡Los pájaros son lo contrario del tiempo; es nuestro deseo de luz, de estrellas, de arco iris y de jubilosas vocalidades!». Messiaen había escrito unas breves introducciones a cada uno de los siete movimientos de la obra. Akoka los abordaba ahora con mucha más seguridad, justo en el punto en que aflora toda su expresión. A partir de entonces, cada vez que tuvo que seleccionar instrumentistas para interpretarla, su oído buscó inconscientemente el sonido del clarinete de su buen amigo.

 

«Compuse este cuarteto para escaparme de la nieve, de la guerra, del cautiverio, y de mí». El resultado fue una de las más bellas partituras de la historia de la música. Una auténtica revolución en la música de cámara escrita hasta entonces. Ritmos sin tiempo. Música suspendida. «Su lenguaje musical —escribe en las notas que acompañan la partitura— es esencialmente inmaterial, espiritual y católico. Los modos poseen melódica y armónicamente una especie de ubicuidad tonal y acercan al auditor a la eternidad en el espacio o infinito. Los ritmos especiales, fuera de toda medida, contribuyen poderosamente a alejar lo temporal». Olivier Messiaen concilia conceptos en apariencia contradictorios. Exploró de forma constante los límites en una época en que todo era posible en la música, desde la fidelidad a unos cuantos temas: el órgano, los pájaros y su fe católica.


Portada del trabajo editado por Naïve (Diverdi)

En el año en que se cumplen los cien años de su nacimiento, la casa de discos francesa Naïve ha querido rendir tributo a quien en vida ya fue considerado como uno de los grandes músicos de su tiempo. Seis discos que cubren las grabaciones dedicadas a sus obras por el legendario sello Montaigne entre los años 1988 y 1994.

Visions de l’Amen («Visiones del Amén») es una composición para dos pianos (1943) que explora siete visiones particulares del significado que encierra la palabra Amén: el Amén de la creación, el de las estrellas y los planetas, el de la agonía de Jesús, el del deseo, el de los ángeles, los santos y los pájaros, el del juicio y el de la consumación. Apenas había pasado un año de su liberación y ya tenía en el atril una obra que le permitía ahondar en el camino iniciado con el cuarteto. Esta vez, contaba con una de sus alumnas más distinguidas, Yvonne Loriod, que con el tiempo se convertiría en su mujer. Juntos tocaron esta pieza por primera vez.

En esta recopilación podemos escuchar a la viuda de Messiaen interpretar cinco obras de su difunto marido. Cuatro de ellas, además, interpretadas en un momento muy especial al que podemos asistir gracias a la magia del disco. El 26 de noviembre de 1988, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, se celebró un concierto con motivo del 80 cumpleaños de Olivier Messiaen, donde acompañaban a Yvonne Loriod la prestigiosa formación Ensemble Intercontemporain y su no menos famoso director, el compositor Pierre Boulez.

Oiseaux exotiques («Pájaros exóticos»), para piano y orquesta (19551956) está inspirada en los cantos de pájaros de la India, China, Malasia y América y, sobre todo, en sus colores. Sept haïkaï («Siete haikus»), para piano y orquesta (1962), es consecuencia de un viaje del compositor a Japón, donde imaginó estas siete canciones cortas, a la manera de los poemas cortos (haikus) japoneses. Dos de sus intérpretes en esta versión, Pierre Boulez e Yvonne Loriod, fueron los encargados de estrenar la obra entonces. Al igual que Couleurs de la cité céleste («Colores de la ciudad celestial»), para piano y ensemble (1963), una composición sinestésica, que el propio Messiaen dice inspirada en cinco colores «interiores» que pueden advertirse en el Apocalipsis de san Juan. Por último, Un vitrail et des oiseaux («Vidriera y pájaros»), para piano, metales, viento y percusión (1986) se estrenó aquella noche. «El título lo dice todo», escribió Messiaen en las notas al programa que se repartió entonces y que se incluye en el librito del disco, al igual que todos los comentarios que escribió para sus obras. Otra vez, el compositor recurre a los colores, a una complicada superposición de tempi y a los sonidos de los pájaros.

La Transfiguration de Notre Seigneur Jésus-Christ («La Transfiguración de Nuestro Señor Jesucrito»), para coro, piano, violonchelo, flauta, clarinete, xylorimba, vibráfono gran orquesta (1965-1969) nació gracias a un encargo de la Fundación Calouste Gulbenkian de Lisboa. En esta grabación, Yvonne Loriod está acompañada por el director Reinbert de Leeuw y la orquesta de la Radio de Hilversum (Holanda). El propio compositor asistiría al concierto, celebrado en Amsterdam en 1991, y quedaría particularmente emocionado por aquella interpretación. La Transfiguration es un coro en catorce partes, que evoca y sirve de meditación, como apunta el propio Messiaen en sus notas, sobre diferentes aspectos de este misterio, a través de textos extraídos del Evangelio, el Génesis, el libro de los Salmos, el de la Sabiduría, las Epístolas de San Pablo, el Misal Romano y la Suma Teológica de santo Tomás de Aquino. En definitiva, una obra monumental que abría el camino la ópera Saint François d’Assise («San Francisco de Asís»), que se estrenará en 1983 en la Ópera de París.

Des canyons aux étoiles… («De los cañones a las estrellas…»), para piano, trompa, glockenspiel, xylorimba y pequeña orquesta con trece violines (1971-1974) arrancó de un paseo por el paisaje rojizo y soleado del cañón Bryce, en Utah (Estados Unidos), al que había acudido para preparar un encargo para la celebración del bicentenario de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Dividida en doce partes, esta obra pertenece al ciclo que gira en torno al tema «de la creación y la majestad divina» de su Creador. «Un acto de oración y contemplación», según escribió el propio Messiaen. De este ciclo forman parte la Turangalîla-Symphonie, para piano, ondas Martenot y orquesta (1946-1948) y Et exspecto resurrectionem mortuorum, para viento, metales y percusión (1964), resultado de un encargo del ministro de cultura de la V República, André Malraux, para recordar a los muertos de las dos guerras mundiales.

III

Entre los guardianes que vigilaban aquella velada del barracón 27 había uno que pasó toda la obra con una sonrisa de satisfacción que apenas trataba de disimular. Karl-Albert Brüll era un abogado que fue movilizado con la guerra y destinado a aquel campo de prisioneros de Silesia. Adoraba la música y no hacía mucho que había reparado en los tres prisioneros nuevos que llegaron de Nancy. Uno de ellos llevaba un clarinete cuidadosamente guardado y otro, decenas de papeles con unos pentagramas dibujados a mano. La dirección, siguiendo las órdenes de Berlín, había extendido la consigna de promover todas las manifestaciones de los prisioneros, artísticas y deportivas. Así que cuando le intervinieron a Messia en aquellas partituras, no fue difícil convencerles de que estaba inmerso en la composición de una obra. Brüll se encargó personalmente de proporcionarle papel pautado, un lugar caliente donde poder trabajar y, cuando hubo terminado, cuatro horas diarias de ensayos con sus dos amigos, a los que se sumó el violinista Jean La Boulaire.

Con el tiempo, las circunstancias que rodearon la creación del Cuarteto para el fin de los tiempos se transformaron en leyenda, como suele ocurrir casi siempre con los grandes acontecimientos. Así, hay quien llegó a decir que por allí se encontraba Jean-Paul Sartre, cuando la verdad es que estaba internado en otro campo distinto. También los asistentes decían recordar un frío insoportable, un violonchelo con una cuerda de menos y un piano con el teclado destensado. Lo cierto es que para la interpretación del estremecedor y bellísimo quinto movimiento, Louange à l’Éternité de Jésus, se necesita un violonchelo completo.


Olivier Messiaen

Varias décadas después del fin de la guerra, cuando su nombre y lo que hizo en aquel campo de Gorlitz salió a la luz pública, Karl-Albert Brüll decidió presentarse frente a la casa de Messiaen, en Francia. Todavía recordaba aquellos años que terminaron con la derrota de Alemania y la ocupación del campo por el ejército aliado. Meses después del estreno del cuarteto, tuvo la oportunidad de facilitar la vuelta a Francia de tres de los músicos. A todos, menos al siempre vital Henri Akoka. Para alguien de su raza era mejor permanecer en el campo que terminar ante las autoridades de Vichy. Al principio, pareció entenderlo. Pero el paso de los días le hizo recobrar sus deseos de libertad. Akoka terminaría por fugarse del campo saltando de un vehículo de transporte en marcha, siempre con su inseparable clarinete.

Tras aquello, Brüll volvería a la abogacía, su ocupación antes de la guerra, en la recién creada Alemania del Este. Se vio mezclado en la insurrección de 1948, por la que fue condenado a tres años de trabajos forzados. Messiaen debió asustarse al saber que un ex guardián de un campo de prisioneros nazi llamaba a su puerta. Se obcecó pensando que alguien acabaría acusándole de colaboracionista, con lo que esa palabra suponía en la Francia de entonces. Y no lo recibió.

No pasó mucho tiempo hasta que se arrepintiera amargamente. En el fondo, su música le debía mucho a aquel hombre. Messiaen comenzó a burlar el tiempo con los lápices que le proporcionó para escribir su cuarteto. El mismo tiempo que no esperó a que ambos volvieran a encontrarse. Cuando localizó su paradero y consiguió enviarle una carta pidiéndole perdón, recibió la noticia de que Karl-Albert Brüll había sido atropellado por un automóvil.

Periodista y crítico musical