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He aquí que se presenta, ante nosotros, un hombre y un artista. Un hombre que se esforzó denodadamente por la purificación y perfección de su pintura y un artista que luchó contra viento y marea pese a la oposición constante primero de su padre, el sombrerero y banquero Louis Auguste, y, posteriormente, también de su hermana Marie, por el cumplimiento de una clara y temprana vocación.

Su padre le dijo: «los pintores no ganan dinero» y él respondió: «yo no deseo vivir bien; lo que yo deseo es pintar»

Paul Cézanne (1839 – 1906) tenía muy claro desde niño que quería dedicarse a la pintura. Llevaba el «gusanillo de los pinceles» dentro de su corazón provenzal. Su padre intentaba disuadirle de esta idea, diciéndole: «Los pintores no ganan dinero y hace falta mucho para vivir un poco bien». A lo que el muchacho contestaba: «Es que yo no deseo vivir bien; lo que yo deseo es pintar».

La chismografía parisina creará la leyenda de un Cézanne neurótico y débil, extravagante y loco, revolucionario y clandestino, vagabundo y misántropo: la imagen de «pintor maldito», aunque fuese, no obstante, un hombre generoso y bueno, admirado por otros artistas y marchantes. Así podemos contar la siguiente anécdota que nos habla de su generosidad y bondad.

Un día, el pintor Renoir se encontró a Cézanne llevando debajo del brazo un cuadro que arrastraba casi a ras de suelo. A l verle, Cézanne le dijo: «No tenemos un cobre en casa. Estoy tratando de vender esto. Está bastante bien realizado, ¿no te parece?» —era el famoso cuadro de Las grandes bañistas de la Colección Caillebotte—.

El azar quiso que pocos días después volvieran a encontrarse. «Querido Renoir — le dijo el pintor de Aix — lo tiene alguien a quien le gusta mucho». Renoir pensó que un marchante se lo habría comprado. Pero no. Era Cabanne, un pobre músico que ganaba apenas cuatro o cinco francos diarios el que lo tenía. Cézanne se había encontrado casualmente con él. Y como al músico le encantó el cuadro, Cézanne se lo había regalado.

La versión de esta leyenda de «pintor maldito», fácil de crear dadas las singularidades de carácter de nuestro pintor, se extiende desde 1895 hasta el año de su muerte, en 1906. En este año, ya la nueva versión del hombre y del artista estaba madura y circulaba de boca en boca por los ambientes artísticos parisinos. El mito estaba creado. Los rasgos de este mito eran la imagen de un bárbaro, ingenuo, violento e incivil, anarquista y revolucionario, grosero y desastrado, extraño y misterioso, perverso y blasfematorio personaje que, en sus cuadros, rompía con las más elementales leyes de la lógica y del mundo. Y también la imagen de pintor rebelde y ofensivo.

Así, cuando Manet le pregunta: «¿Y qué prepara usted para el Salón, señor Cézanne?». Cézanne le responde: «¡Un bote de m…, señor Manet!». Pero en esa convicción de su camino propio radicaba el interés y la gloria de su obra, obra que suscitó no obstante, la admiración de otros colegas pintores, como Renoir y Pisarro, y la de algunos vendedores, marchantes y coleccionistas, como Tanguy, Vollard y Chocquet, o de escritores como Zola.

Victor Chocquet, por ejemplo, un modesto funcionario en la Dirección General de Aduanas, que logró reunir, pese a sus reducidas posibilidades financieras, una buena colección de pintura de aquella época, sentía una admiración casi obsesiva por nuestro pintor.

Así se cuenta de él que nada más conocer al pintor Renoir, éste le insistió para que comprara algún cuadro de Cézanne. Lo llevó entonces a la tienda de Tanguy, que tenía muchos cuadros de Cézanne, y Choquet adquirió un pequeño Estudio de desnudos. El comprador se hallaba radiante con su adquisición. «¡Qué bien quedará esto entre un Delacroix y un Courbet!» — le decía a Renoir, mientras ambos regresaban juntos a casa del coleccionista—. Pero cuando iba a hacer sonar la campanilla de la puerta de su casa, Choquet se detuvo: «¿Qué dirá María? Escuche, Renoir, hágame usted un favor. Usted le dirá a mi mujer que esa tela es suya, y, al irse, se la olvidará en casa; con esto, María tendrá tiempo de acostumbrarse un poco a ella, antes de que le confiese que el Cézanne es mío». Esta pequeña estrategia dio resultado y la señora Choquet se acostumbró muy pronto a la pintura de Cézanne y se convirtió en una admiradora del pintor. Pero la admiración de su marido por Cézanne era tan intensa, que era imposible hablar delante de Choquet de cualquier pintor sin que éste preguntase constantemente: «¿Y Cézanne? ¿Y Cézanne?».

Porque Chocquet no paró hasta lograr conocer al pintor en persona. Los dos hombres fraternizaron inmediatamente. Y acuden juntos frecuentemente a admirar los cuadros de Delacroix, a quien ambos profesaban veneración y culto.

Pero en el París de finales del XIX, que presume de tan avanzado y bohemio, los desnudos de Cézanne expuestos en la rue Lafitte producen escándalo e indignación.

En el Journal des Artistes se leía lo siguiente: «La visión de pesadilla de estas atrocidades al óleo sobrepasa la medida de las fumisterías, hoy legalmente autorizadas […]. Aun los más valientes entre los más valientes de nuestros lectores, ¿podrán sin náusea pasar ante el número 39 de la rue Lafitte?». Para ciertas damas remilgadas de aquel entonces, Cézanne y Zola eran, el uno como pintor y el otro como escritor, dos «artistas del estiércol».

Al respecto, se relata una anécdota muy significativa. Había en el escaparate de Tanguy, un vendedor de colores y cuadros de la calle Clauzet, un cuadro de Cézanne que representaba la orilla de un río. Un burgués y su mujer se detuvieron en el escaparate a contemplarlo: «¡Qué ocurrencia deformar así la naturaleza! ¡Esos árboles no se sostienen de pie! ¡Y esa casa!, ¡fíjate cómo se bambolea! Pues, ¿y el agua? ¿Es agua o es plomo? En cuanto al cielo… Bueno, si la naturaleza fuera así, ¡sería como para no ir al campo en la vida!».

En aquel momento apareció un obrero que llevaba en bandolera su bolsa de herramientas. «¡Ajajá! —exclamó señalando el cuadro—. Ahí sí que me gustaría ir a pescar los domingos». A l oírle, el burgués y su mujer se alejaron desdeñosamente de allí.

Sólo el crítico de L’Impresioniste, que vocean a la venta los vendedores en la rue Le Peletier, entona la merecida alabanza: «El artista más atacado, más maltratado desde hace quince años por la prensa y por el público es el señor Cézanne. No hay epíteto insultante que no se aplique a su nombre y sus obras han obtenido un éxito de risas enloquecidas, que aún duran […]. Ante los cuadros del señor Cézanne sólo se va a reírse a carcajadas. Por mi parte, confieso que no conozco pintura menos apta para hacer reír que ésta […]. Cézanne pertenece a la raza de los gigantes. Como escapa a toda comparación, resulta más cómodo negarle; tiene, sin embargo, hermanos dentro del arte, y si el presente no le hace justicia, el porvenir sabrá colocarle entre sus semejantes, al lado de los semidioses del arte».

Pero esta alabanza del artista no encuentra ningún eco. Se fomenta la leyenda de un «Cézanne maldito», donde éste aparece como un torpe, e inmediatamente, como un enfermo: un loco neurótico que se esconde y que padece delirio de persecución. Cézanne está loco y por eso no vende sus cuadros y por eso no logra ser admitido en el Salón. Pero es él mismo y su enfermedad quienes le han aislado. Reconozcamos, no obstante, que esta leyenda suscitó la curiosidad por el artista y propició las ventajas de una romántica estima.

Pero su lección pictórica es una brillante reacción a los efectismos lumínicos del impresionismo, reduciendo la pintura a criterios pura y exclusivamente pictóricos y dejando a un lado lo conceptual y, fundamentalmente, lo literario. Aspectos estos que, como sabemos, se han hecho tópicos en la pintura contemporánea pero que derivan y provienen directamente del magisterio y enseñanza del maestro de Aix-en-Provence.

Él lo tenía muy claro y, por eso, se expresa así, aquel 20 de marzo de 1870, ante el periodista Stock: «Sí, mi querido señor Stock, yo pinto como veo, como siento, y mis sensaciones son muy fuertes. También ellos (los otros), sienten y ven como yo, pero no se atreven. Hacen pintura de Salón».

Pero nuestro «solitario de Aix » no dejó nunca de ser un aprendiz y cumplir diariamente con su vocación. Veámosle ahora, un día cualquiera, coger sus bártulos de pintor y marchar a pintar un paisaje, tantas veces pintado por él, tantas veces repetido, el paisaje de la Montaña de Santa Victoria.

Cézanne amontona en la calesa su material de pintar. Una vez más, como cada día, decide ir a pintar del natural su querida montaña de Santa Victoria. Nunca se cansa de aquel paisaje, donde hasta las piedras, los árboles o las hierbas parece que tuvieran algo que decirle.

Mientras la calesa le conduce a un trote lento hacia el «motivo» elegido, observa los pinares, donde cantan las cigarras. En una vuelta del camino, se pone de pie en la calesa y, con el rostro bruscamente iluminado, le señala al cochero el bosque bajo que bordea el camino. «¡Mire, mire esos azules, esos azules bajo los pinos!», grita el pintor. El cochero sacude la cabeza. Siente mucho respeto por el pintor, pero abre mucho los ojos y no consigue ver azules bajo los pinos. «Desde luego, ¡qué imaginación tienen estos artistas!», dice por lo bajo.

Aparece, al fin, el perfil de la montaña en lo alto. La calesa se detiene. Acompañado por el cochero que le ayuda a llevar el material, Cézanne trepa por la colina. Aprovechará el magnífico día para trabajar una vez más en una vista de la Santa Victoria. ¡Ah, esa montaña, qué grandeza tiene!, piensa. El cochero vuelve a bajar y Cézanne se queda solo. Vestido con su levita, que no tardará en mancharse, y tocado con su sombrero, pinta un poco encorvado sobre el caballete.

Mientras sigue pintando, piensa que un artista debe hacer su obra como un almendro hace sus flores

El pintor se esforzará en trasladar a su lienzo la atmósfera azulada de la montaña, con pequeños toques meticulosos, rectangulares, largamente calculados. «Mis ojos están tan pegados al punto que miro —se dice para sí mismo — que me parece que van a empezar a sangrarme». Y mientras sigue pintando, piensa que un artista debe hacer su obra como un almendro hace sus flores o como un caracol hace su baba.

Nadie podía imaginar que un día las obras de aquel hombre, de aquel pintor excéntrico, de aquel fanfarrón, figurarían en los mejores museos del mundo, que la gente haría largas colas para admirar sus cuadros y que los coleccionistas se disputarían encarnizadamente el menor y más insignificante de sus bocetos. Pero así se escribe la historia de los grandes artistas.

Crítico, Historiador del Arte y Poeta