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Nadie puede ignorar el papel fundamental que ha jugado el Museum of Modern Art de Nueva York en el desarrollo y difusión del arte de nuestro siglo. La doctrina manada del MOMA ha guiado el gusto y ha encaminado la historiografía artística del arte contemporáneo de manera trascendente. Su prestigio mítico sigue en pie entre muchos estudiosos y aficionados. Pero tengo la sensación de que tales influencias ni son tan importantes en la realidad ni encuentran siempre justificación.

Las colecciones expuestas, que arrancan del llamado postimpresionismo y que se ordenan con criterio múltiple según períodos cronológicos, movimientos artísticos e incluso artistas individuales, reúnen una apabullante serie de obras maestras. Pero pasadas las primeras experiencias de admiración y fruición estética, cabe observar carencias y hasta prejuicios no siempre explicables. Y lo que nos parece más grave: los fondos de! piso principal llevan varios años sin ser removidos ni alterados y la representación en el piso superior de! arte europeo, e Incluso del americano posterior a la Segunda Guerra Mundial tampoco sufre modificaciones sino de detalle y resulta una triste e inadecuada muestra de lo que ha sido el arte en los últimos 40 años.

Durante un viaje en el recién acabado mes de junio confirmamos opiniones anteriores, pero no acabó ahí nuestro infortunio neoyorquino respecto al arte del siglo XX. En el Guggenheim llevan algunos meses trabajando en la construcción de un nuevo edificio vertical tras el ya existente. El efecto por ahora es deplorable aunque se advierte al visitante que se están siguiendo proyectos que Frank Lloyd Wright no llevó a cabo en ¡a fase inicial. ¡Ojala el resultado final no estropee la deslumbrante visión de curvas que ha sido siempre el museo! Retiradas las colecciones —que en parte empezarán pronto a viajar por el mundo y llegarán también al Centro de Arte Reina Sofía— han tenido la delicadeza de dejar abierto el paso al visitante curioso para que, al menos, contemple las famosas rampas (aunque desde abajo, es decir, al revés). Y como en una liquidación por derribo, se vende a mitad de precio una gran parte de las publicaciones —libros, tarjetas postales, etc…— del museo.

No aguardan mayores alegrías en el Whitney Museum. La colección permanente del tercer piso reúne muy pocas obras y no muchos artistas. Con poco orden y menor concierto. Emociona ver La pasión de Sacco y Vanzeíti de Ben Shahn pero luego hay que conformarse con algún Hopper para pasar a Kooning, Pollock, Kline, Gorky, 01- denburg y Warhol; Segal, Nevelson y David Smith; en escultura, Reinhardt y Stella y casi nada más. Para colmo, en el segundo piso, una extensa y didáctica monográfica pero dedicada a Maurice Prendergast (1859-1924) enamorado del impresionismo, de Seurat y, al final, del mismo Puvis de Chavannes. Demasiado tranquilizador, bonito y dominguero, lo que naturalmente hace las delicias de muchos visitantes norteamericanos.

La sorpresa, sin que sirva de precedente, la proporciona el Metropolitan. Su sección de siglo XX se ofrecía repleta como nunca la habíamos visto (no es del caso tratar ahora las dos extraordinarias exposiciones que alberga el museo en otras salas: «El gusto ruso por la pintura francesa» con motivo del viaje de Gorbachov, que reúne cuadros de museos rusos de Possin a Matisse y la dedicada a Tiffany con obras de soberbia calidad). Se inicia con una sala selecta de fauvistas que giran alrededor de unos Bonnard sin desperdicio; sigue con cinco picassos centrando la segunda sala: El Ciego (1903), El Actor (1904/5), Gertrude Stein (1906), El Peinado (1906), y la Mujer en blanco (1923) y continúa con todos los representantes de la vanguardia histórica, con obras significativas y sabiamente escogidas. Pero importa destacar a nuestro propósito que es magnífico —lo mejor ahora mismo en Nueva York— lo que se cuelga datado aproximadamente después de 1945, si bien centrado en el arte norteamericano. Allí están, como en magnífica antología, todos los que ya son clásicos. Con una sala monográfica admirable para Clyfford Still (1904-1980) a quien nunca hemos admirado tanto en su abstracción de color vibrante y formas como descortezadas o a jirones. Suponemos que con carácter temporal en la galería norte sobre el templo egipcio-augusteo de Dendur, algunas pinturas muy grandes (Warhol o Matta) y esculturas de Pevsner o Moore, pero también de Anthony Caro o Marisol (A utorretrato mirando la Ultima Cena de Leonardo) que penetran a pesar de su actualidad —son obras de los ochenta— en uno de los santuarios del arte en el mundo.

Francis Bacon

Pero no puede acabar aquí nuestro paseo. Porque la redundante ausencia de novedad basta para adquirir el ticket— y jóvenes o adultos de New York abarrotaban las salas. El público era de lo más heterogéneo que imaginarse pueda. El impacto para ellos, como para nosotros, es perdurable.

Las pinturas han venido de los más diversos e importantes museos de Europa y América: Metropolitan y Tate, Pompidou y Guggenheim, Hamburgo, Buffalo y Caracas, Aberdeen y Belfast, colecciones Beyeler de Basilea y Philips de Washington y, por supuesto, Hirshhorn y MOMA, y la exposición comprende el casi medio siglo de actividad del artista. Es sabido que trabajó como diseñador de muebles y decoración interior, y cómo una exposición de Picasso en París le llevó a pintar desde su regreso a Londres en 1929. Obtuvo un relativo éxito con sus primeras obras, pero al comienzo de los cuarenta destruyó casi todo lo realizado hasta entonces. En 1944 decidió definitivamente dedicarse a la pintura y el camino emprendido no ha sufrido ya interrupción alguna. En esta exposición hay obras datadas desde 1943 a 1989. Bacon ha cumplido 80 años en plenitud creativa.

Desde hace tiempo estábamos convencidos de que no puede ser juzgada !a obra de un pintor si no es a través de la visión de un gran número de cuadros. La contemplación de esta exposición de Bacon nos confirma en aquella idea. Hasta el momento no habíamos visto más que obras suyas aisladas y nunca pudimos así penetrar en su misterio. Pero ahora toda la potencia formal e iconográfica de Bacon se nos ha revelado con claridad.

El pintor se muestra erudito en sus conocimientos plásticos y literarios. ¿Acaso no sucede lo mismo con muchos grandes artistas de cualquier tiempo pasado? Ya en 1946 pinta un Buey desollado que rememora a Rembrandt, Pero el Inocencio X de Velázquez será la obra maestra sobre la que incida en continuas transformaciones {en la exposición se pueden ver variaciones de 1949, 1951 y 1953). Se exhibe también un Estudio para retrato de Van Gogh de 1957. La tragedia griega ha impregnado varias de sus obras hasta culminar en el Tríptico inspirado en la Orestiada de Esquilo (1981). Otra fuente literaria es Eliot (Tríptico inspirado en el poema Sweeney Agonistes de Eliot de 1967). Algunas influencias fundamentales parece que son más difusas porque la transformación y manipulación es mayor. Esto sucede con imágenes de El Acorazado Potemkin de Sergei Eisenstcin o con los estudios de movimiento de hombres y animales del fotógrafo del siglo XIX Eadweard Muybridge. A todo ello hay que unir la iconografía de la Crucifixión que aparece en su primer tríptico Tres estudios para figuras en la base de una Crucifixión de 1944 (Tate Gallery) no expuesto en esta ocasión pero sí la segunda versión de 1988 y los Tres estudios para una Crucifixión de 1962 (Guggenheim) o el más sencillo fragmento de 1950, El origen está en la versión picassiana de la Crucifixión de Grünewald.

Junto a esta imaginería que Bacon toma prestada y metamorfosea en su lenguaje e intención, ha dedicado amplio interés a los retratos de amigos y al suyo propio. En el MOMA se han mostrado el de los pintores Ludan Freud y Frank Auerbach (1964), varios de George Dyer en bicicleta y echado (1966), dos estudios (1968) o ¡n memoria (1971) de Michel Leiris (1978), Muriel Betcher (1979), Gibert de Botton (1986) y algún otro; autorretratos hay de 1969, 1971,y 1973.

Resulta admirable que las inspiraciones ajenas que podríamos llamar «clásicas» vertidas sobre composiciones con figura humana, lo mismo que los retratos citados muestran seres humanos o aproximadamente humanos que responden a los problemas de nuestro tiempo. El lenguaje artístico de Bacon es único y ha ido evolucionando durante medio siglo de manera apreciable pero congruente, sin sobresaltos ni cambios de dirección. No somos partidarios de etiquetas académicas, pero la pintura de Bacon podría calificarse de surrealismo expresionista. No en balde su conversión tiene origen en el Picasso de fin de los veinte. Desde el principio puso énfasis en bocas y dientes de cabezas que a veces gritaban y pronto las figuras enteras aparecieron presas en espacios como habitaciones o, mejor, celdas que se definen por grandes superficies de colores planos.

La gama de color es muy rica, apenas redundante. De grises, violetas o verdes se pasa a rojos y naranjas pero también a negros. El cromatismo expuesto con tanta amplitud — los cuadros de Bacon son, por lo común, muy grandes— y de forma tan plana produce un intenso impacto y acentúa la soledad de los espacios interiores (sólo algunos paisajes entre 1953 y 1963).

La figura humana es protagonista absoluta. Pero en realidad se trata muchas veces de formas deshumanizadas o inhumanas. Sus seres son gelatinosos, viscosos, fluctuantes, de contornos móviles e imprecisos. Los grandes formatos de tríptico medieval contrastan con figuración no real, abstracta y surrealista a la vez —no olvidemos que la abstracción norteamericana nace del surrealismo emigrado de Europa en la Segunda Guerra Mundial; quizá por ello es más fácil entender a Bacon en USA— pero en situaciones de aislamiento y encierro tan cotidianas y vulgares en el tiempo que vivimos.

Bacon ha sabido continuar en la segunda mitad del siglo XX la trayectoria del humanismo occidental. Con iconografía contemporánea y con lenguaje que recoge lo más apto de la vanguardia histórica siendo, sin embargo, por entero original. Su discurso versa siempre sobre la condición humana: su carencia, su indefinición, su temporalidad y finitud. Por eso ni siquiera sus retratos pueden ser naturalmente figurativos. La realidad del hombre —tanto contemporáneo como antiguo— está más allá de su apariencia. Descubrir ese misterio de la condición humana es la tarea que apasiona a Francis Bacon desde hace medio siglo.

Catedrático de Historia del Arte Moderno y Contemporáneo de la Universidad Complutense.