En nuestra opinión —ya lo hemos dicho—, el libro de Armando Pego Puigbó aquí presentado es precisamente una de tales obras no escritas. Y lo es, a su vez, por tres motivos fundamentales que lo sitúan en los antípodas de la presunta excelencia que tanto obsesiona a la actual burocracia académica: porque está bien escrito, porque es reaccionario «a su pesar» y porque, incluso a su pesar, es verdadero. Tratemos brevemente, y no de forma sucesiva sino en su interconexión, estos tres aspectos.
El libro de Pego que ahora glosamos es de aquellos cuyo riesgo más hondo —al que no dudan en precipitarse— radica en el hecho de estar bien escritos. La simple capacidad (o, peor, la facilidad) para los enlaces sintácticos no solo correctos sino creativos, así como para un vocabulario chispeante y avasalladoramente superior a la media, denuncia de inmediato la existencia de una fe lingüística y gramatical incompatible con la no existencia de Dios postulada por nuestro tiempo. ¿Quién se atrevería hoy, ciertamente, a declarar escrito un libro bien escrito? Naturalmente, un reaccionario, aunque tenga que ser a su pesar…
Pero el riesgo de escribir bien un libro condenándolo, así, a permanecer no escrito, radica igualmente en una segunda cuestión de parejo alcance general: pocos parecen contemplar hoy la posibilidad de que el énfasis puesto en el componente retórico y literario de una obra no signifique inmediatamente la evaporación de cualquier pretensión veritativa. ¿O acaso no ocurre que la atención centrada en los modos del hablar y del escribir desafían per se, en nuestra era postnietzscheana, la noción misma de una adequatio rei et intellectus? Si el libro está bien escrito y es, por tanto, bello, tal cosa significa, para la opinión imperante, que se instala en la quiebra del verum y el pulchrum. El surgimiento de la más mínima duda con respecto a lo absoluto de la mentada fractura implica, por supuesto, la ineludible expulsión de lo escrito a las tinieblas de lo no escrito. A su pesar, un libro que sobrelleva la sentencia que le impone no poder ser verdadero más que siendo reaccionario: la conciencia de tal condición atraviesa no solo los contenidos del libro de Pego, sino también y sobre todo su forma, y esto tanto pasiva como activamente —y de ahí que el riesgo del escrito acabe siendo grandioso—. Un libro que solo puede ser redondo tomando la figura de un estallido: el de la dinamita que la falsedad insertó en la redondez de la verdad y que esta —la propia verdad— no dudó en prender por mor de sí misma…
El libro que reseñamos, en efecto, aspira a superar en su propio desarrollo fragmentario —a través de espléndidos paradigmas literarios, musicales, filosóficos, teológicos…— el claroscuro de una neoescolástica del pseudodiscurso posmoderno, aspiración tanto más grave (en el sentido físico-etimológico del término) cuanto que no solo no desconoce, sino que se asienta en los terrores de la universal carencia de sentido del sentido transparente hoy dominante, proponiendo un paso más allá del mismo que en realidad se vuelve hacia arriba y hacia atrás…
En pocas palabras, y como obra de un laico que se reivindica en cuanto tal contra toda especie de clericalismo eclesiástico y antieclesiástico, el libro solo logra inscribirse en el tiempo, que no escribirse, evocando la hoy cada vez más ininteligible experiencia monástica de la palabra y de lo eterno. Si se quiere comprender el contexto del texto, pues, nada más necesario que releer el clásico de Dom Jean Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios, al que el propio Pego dedica uno de los capítulos de su Paraíso. En el título de la introducción de este extemporáneo imprescindible (Gramática y escatología —el mismo que el del capítulo de Pego dedicado a rememorarlo litúrgicamente), el lector encuentra el subtítulo real —por supuesto, ausente— del libro reseñado: la clave más determinante de su tan intempestivo como inevitable carácter no escrito.
Alguien dijo unas décadas atrás que «hay cristianos que consiguen hacer tan invisible su cristianismo que en el mundo solo pueden percibirse paganismo e idolatría». No es este, sin duda, el caso de Armando Pego Puigbó y sus XXI Güelfos.
Carlos Llinàs