A la hora de preguntarse por el contenido de la libertad religiosa, convendría comenzar recordando la diferencia existente entre el foro interno y el foro externo. Ya en la transición entre los siglos XVII y XVIII, Thomasius puso de relieve esta distinción, constituyendo uno de los primeros exponentes de la Ilustración donde abiertamente se secularizan los argumentos a favor de la tolerancia y se sientan las bases teóricas de lo que habrá de ser el reconocimiento de la libertad de conciencia, es decir, la separación entre el Derecho y la Moral, entre la Religión y la Política, entre las opiniones que solo afectan al propio individuo y las acciones que comprometen la seguridad pública. Podríamos decir que el foro interno afecta al derecho de una persona a adherirse a una religión determinada, a cambiar de religión, a abandonarla o al derecho a no tener ninguna. Este foro está protegido hasta el punto de que ni las Iglesias o religiones ni tampoco el Estado ni ningún otro ente están legitimados para interferirlo. Por su parte, el foro externo nos sitúa en el ámbito de las manifestaciones públicas de las creencias religiosas o de las convicciones, de la pertenencia a una religión o de la no pertenencia a ninguna.
Si nos atenemos al artículo 9 de la Convención Europea de Derechos Humanos, adoptada en Roma en 1950 en el seno del Consejo de Europa, el Estado solo puede limitar la libertad religiosa fundamentándose en la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o en la protección de los derechos o las libertades de los demás. De lo que se deriva que el Estado que conviva con diferentes religiones o convicciones dentro de la sociedad es el encargado de garantizar el respeto muto no solo entre sujetos con creencias religiosas diferentes sino también de estos con los no creyentes. El olvido más o menos deliberado de este papel del Estado activo y positivo dentro del entramado democrático se convierte en un arma letal para la libertad religiosa. Obviamente, este comportamiento desviado por parte del Estado puede tomar formas muy distintas que amenazan seriamente, entre otros derechos, al de la libertad religiosa en la sociedad de nuestros días. Aquí trataremos de analizar algunos de los aspectos que contribuyen a que esta situación anómala se produzca:
1. La creencia de que la religión está en contra de los valores de la sociedad moderna liberal. Esta postura ha venido favorecida por el laicismo anticlerical debido a su insensibilidad total y hasta hostil hacia la religión. Desde esta posición se trata de evitar cualquier presencia del elemento religioso en la vida pública, lo que más que neutralidad se ha definido como una especie de «mesianismo secular» o, según palabras de Naciones Unidas,una situación de «cristianofobia».
El laicismo propone una radical separación entre el poder público y cualquier elemento de orden religioso, defendiendo el ámbito civil como absolutamente ajeno a la pretendida intromisión de la religión. La sociedad queda sometida a un exclusivo control político, considerándose esta influencia la única que justificadamente puede recibir el ciudadano. Con razón, ha mantenido Ollero que para el Estado laicista «la presencia de la religión en el ámbito público constituye un factor negativo, o al menos nada positivo. De ahí que se lo recluya en lo privado, con una actitud —se resalta— que tiene más de tolerancia hacia lo religioso que de respeto a una libertad fundamental de todo ciudadano». En realidad, este uso de la tolerancia en sentido débil no deja de estar estrechamente asociado a una determinada forma de laicidad, partiendo de que esta puede ser entendida de muy diversas maneras, por tratarse de un concepto no unívoco sino multidimensional, como ha hecho ver González de Cardedal.
2. La confesionalización del Estado. Si la confesionalidad ahoga las conciencias, entonces el Estado o quienes ejercen funciones públicas deben someterse al principio de laicidad o neutralidad. De tal manera que los sujetos individuales no deben atenerse al deber de laicidad, aunque sí que se encuentran obligados a respetar los derechos fundamentales de terceros (la denominada Drittwirkung). El problema surge cuando el Estado transmite a la sociedad un «imperativo laicista» que fuerza a que los individuos restrinjan sus convicciones religiosas al ámbito de lo privado.
Convendría recordar que la laicidad ni supone una total incomunicación entre el Estado y las diversas confesiones religiosas ni tampoco impide que las creencias religiosas puedan ser objeto de protección. La pretensión de que el principio de laicidad (neutralidad o aconfesionalidad) al que están obligados los poderes públicos ha de identificarse con las opciones de las personas no creyentes no está prevista en nuestra Constitución. En cualquier caso, a lo que conduce la asepsia o la apatía religiosa del Estado es a una firme apuesta por la libertad religiosa negativa.
3. Cuando el Estado hace un uso indebido de su poder a través del mecanismo de la influencia, persiguiendo alterar las preferencias de los sujetos mediante modificaciones en el contexto social. Si entendemos, siguiendo a Chueca, que «la diferencia entre una secta y una confesión religiosa se encuentra en la coacción (incluso física) ejercida para que no se abandone la primera y en la posibilidad de abandonar la segunda, sin sufrir coacción», nos encontramos ante un caso verdaderamente peliagudo cuando es el propio Estado el que hace uso de su poder tratando de coaccionar las conciencias de los ciudadanos para lograr que abandonen sus convicciones religiosas al menos en tanto se encuentran en el territorio del ámbito de lo público. Pensemos, por poner un ejemplo, en la imposición de la asignatura de Educación para la Ciudadanía en las escuelas públicas españolas.
Quizás convendría recordar, de nuevo, aquí a Thomasius, cuando enfatiza que la coacción y la fuerza no sirven para imponer obligaciones morales o de conciencia: «La coacción aplicada a las conciencias solo puede producir ciudadanos hipócritas». Dicho de otro modo: si solo el mundo de las acciones externas genera obligaciones jurídicas y si solo estas pueden ser objeto de cumplimiento coactivo, todo lo demás, es decir, el mundo de las ideas, de las creencias y de lo que tiene que ver con uno mismo queda amparado por el manto protector de la libertad.
4. La obstaculización de una correcta comprensión de la objeción de conciencia a través de límites e impedimentos innecesarios. El derecho de hacer a otros lo que no les perjudica en lo suyo, aspecto esencial de la libertad para Kant, es precisamente lo que, a mi modo de ver, da fundamento a la objeción de conciencia. Afortunadamente, el Consejo de Europa aprobó el 7 de octubre de 2010 una resolución histórica, en la que se instaba a los gobiernos a reconocer el derecho de los profesionales sanitarios, los hospitales y las instituciones a practicar la objeción de conciencia en el tema del aborto y la eutanasia. La resolución ponía en evidencia el rechazo al denominado Informe McCafferty, que proponía una serie de límites a la objeción de conciencia de los médicos y los hospitales y en el que, en la práctica, se establecía el aborto como un derecho.
5. La exaltación de un individualismo radical mal entendido. Este individualismo desmesurado salpica a la misma comprensión de los nuevos derechos que, fundamentados en la idea de privacidad, pierden de vista que los derechos no pueden ser entendidos en abstracto individualmente. Más bien, al contrario, los derechos interactúan unos con otros hasta el punto de que no se puede hablar de derechos ilimitados. Cuando el principio de la autonomía de la voluntad se lleva al extremo los sujetos quedan remitidos a la soledad y al egoísmo individualista en sus decisiones (derecho al aborto, derecho a morir, derecho a recibir y el derecho a rehusar un tratamiento médico, etc.), olvidándose que estas se toman dentro de un contexto personal, social, cultural, etc.
6. La comprensión del principio de no discriminación como «indiferencia a las diferencias», que degenera en la exaltación de la uniformidad, algo a lo que, explícitamente, se ha negado el TCF alemán. Por otra parte, a esto tampoco ayuda la confusión reinante que asimila autonomía individual con neutralidad y esta a su vez con el principio de no discriminación. Como ha precisado Weiler: «En nombre de la lucha contra la discriminación, se pueden acabar cometiendo graves discriminaciones».
Es cierto que los Estados no confesionales, como el español que predica que «ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal», no pueden imponer directa o indirectamente una religión a los ciudadanos. Pero del mismo modo que el Estado no puede discriminar tiene que «posibilitar que se afirme la realidad ciudadana, defenderla y favorecerla». A mi modo de ver, muchas veces el Estado adopta una actitud, más que pasiva (laicidad negativa o de abstención propia del Estado) verdaderamente «reactiva » o «defensiva» en materia religiosa, aunque encubierta y disfrazada de neutralidad. El Estado tiene el deber de asumir una posición neutral en materia de creencias, lo que implica que no puede privilegiar ni impedir ninguna confesión religiosa a menos que de su exteriorización se derive un daño a terceros o se afecte el orden o la moral pública, algo que habría subrayado con entusiasmo Stuart Mill.
El debate se centra en la cuestión de hasta qué punto el Estado es capaz de declararse neutral en materia religiosa, esto es, capaz de no tener ni filias ni fobias. La neutralidad parece haberse puesto al servicio de las ideologías en el contexto europeo general cuando unos atribuyen al crucifijo un significado neutro y laico en referencia a la historia y la tradición europea, íntimamente vinculadas al cristianismo, a la par que, por el contrario, otros entienden que su significado pretende un intento de adoctrinamiento religioso. A mi modo de ver, la diferente comprensión del concepto de secularidad es lo que ha contribuido a complicar el panorama todavía más. Desde esta última perspectiva, la noción de secularidad implicaría que el Estado debe ser neutro y mostrarse equidistante respecto a las religiones, puesto que no debería percibirse que aquel está más cerca de unos ciudadanos que de otros. Como sabemos, este fue el argumento utilizado por la demandante en el famoso caso Lautsi contra Italia (STEDH de 3 de noviembre de 2009).
Pero, de nuevo, una cuestión: ¿Cómo podemos contribuir mejor a formar la autonomía y la libertad de pensamiento dentro del respeto a los derechos? ¿Qué hay de malo en presenciar símbolos religiosos que uno no comparte y que no atentan contra el principio de dignidad personal? ¿Por qué es malo tolerar positivamente? Recordemos que la Reforma protestante introdujo el factor de la división religiosa en un mundo en el que la unidad de credo continuaba siendo fundamento incuestionable del Estado, y fue ese pluralismo lo que ayudó a colocar en un primer plano la cuestión de la tolerancia. Si no aprendemos a tolerar positivamente en el contexto europeo difícilmente podremos hablar con propiedad de una Unión Europea que, como decía el lema de la Convención Europea, «debía estar unida en la diversidad». Tolerar positivamente implica no dejar reducida la tolerancia a mera «estrategia política», como ocurrió en la época en la que se apoyaba aquella por las consecuencias desastrosas que acarreaban las persecuciones religiosas para el desenvolvimiento del comercio (Grocio). Recientemente, Weiler ha rebatido la «ingenua convicción de que el Estado, para poder ser religiosamente neutral, deba ejercitar un riguroso laicismo», porque para el Estado, «abstenerse de cualquier símbolo religioso no es más neutral que el adoptar cualquier forma de simbolismo religioso».
En la misma línea que la sentencia Lautsi, se pronunciaron diversos tribunales superiores de justicia en España, entre ellos, el tribunal contencioso-administrativo número 2 de Valladolid, en noviembre de 2008, y el Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, en fecha 14 de diciembre de 2009. Sin embargo, en febrero de 2010, los países miembros del Consejo de Europa acordaron una declaración conjunta, en la que afirmaban que la «Corte Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo no tenía competencia sobre asuntos relacionados con la salvaguarda de las tradiciones y culturas nacionales». Con otras palabras: aquella parecía estar entrometiéndose en cuestiones que afectaban exclusivamente a las legislaciones nacionales (libertad de conciencia, las tradiciones religiosas y sobre las diferenciadas relaciones que cada Estado mantiene con las iglesias) y que podían poner en entredicho el principio de soberanía estatal.
Como sabemos, la Gran Sala del TEDH, revocó el pasado 18 de marzo de 2011 la sentencia Lautsi/Italia, dictada el 3 de noviembre de 2009. Invirtiéndose la argumentación, se destacaba ahora que el respeto a las convicciones de los padres había de ser posible en el marco de una educación capaz de asegurar un entorno escolar abierto y tolerante, en el que las funciones educativas asumidas por el Estado velasen porque los programas de las diversas materias fueran difundidos de manera objetiva, crítica y plural, de tal forma que impidieran el adoctrinamiento. Y que el respeto a las convicciones religiosas de los padres y las creencias de los hijos implica el derecho a creer y la libertad negativa de no creer. Se argumentaba claramente que el contenido esencial de la libertad religiosa constituye una libertad vinculada al ámbito privado de la conciencia personal.
Si queremos construir una sociedad cimentada sobre el principio de tolerancia fuerte necesitamos precisamente que los ciudadanos reconozcan que no es malo que se produzca un conflicto en el ciudadano (lo perjudicial sería resolvérselo con un relativismo heterónomo y autoritario), pues gracias a él podrá decidir por sí mismo, haciendo uso de su libertad individual, si se decanta por la versión débil o fuerte de tolerancia. Si apuesta por esta última, entenderá que el crucifijo no es un acto impositivo sino un instrumento de diálogo con los que defienden la herencia cristiana de Europa.
Frente a este panorama un tanto desolador parece imprescindible acabar buscando una salida a esta situación que, a mi modo de ver, podría venir dada por la defensa de una «laicidad de diálogo o activa», esto es, aquella que reivindica una colaboración permanente entre el Estado y la sociedad civil, que incluye la colaboración en el ámbito religioso. Apostando por esta línea, con firmeza, para sorpresa de muchos, ha subrayado Habermas la importancia de que los creyentes participen en el espacio público para la construcción de una democracia verdadera. Como precisa Ollero, «lo público ha de ser […] el lugar de encuentro de plurales propuestas morales. Detrás de cada una latirá un respaldo ideológico o religioso sobre el que sería antidemocrático inquirir. […] Lo público ha de ser el ágora del debate argumentado».
Ahora bien, la cuestión central no es tanto el fin a conseguir, que es importante, como los medios de los que nos sirvamos en el ámbito participativo, para no caer en un puro maquiavelismo antiético. En mi opinión, un buen instrumento de apoyo podría ser la construcción de una comunidad de diálogo fundamentada en el concepto de tolerancia en sentido fuerte, ya que desde ella sí que es posible la construcción de un espacio democrático coherente y verdadero. Ello obliga a que los sujetos que intervengan en esa comunidad dialógica demuestren un compromiso explícito de participación en la esfera pública, de inspiración lockiana, como actores políticos y ciudadanos con una actitud positiva y receptiva, vinculada con la posibilidad de escuchar al otro, de entender sus necesidades y de ser capaces de ponerse en el lugar del otro para desde ahí construir un consenso valorativo.