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«Has visto sólo una ciudad por hiera
dentro no hay nadie.
He visto solo una ciudad por dentro
fuera no hay nadie».
Álvaro Pombo, Hacia una constitución poética del año en curso

EXALTACIÓN

Desde de 1993 hasta la fecha, he tomado cada tarde al dictado las novelas, relatos, artículos, conferencias etc. que Álvaro Pombo ha escrito. Esta experiencia, junto con nuestras diarias discusiones acerca de asuntos literarios, filosóficos, religiosos y, cómo no, de la simple vida cotidiana, creo que me permite hablar con un cierto rigor de la personalidad y la narrativa pombiana. También puede que la mía sea la peor de las presunciones, porque a menudo sucede que quien se encuentra tan cerca del fuego, no sólo esté en peligro de quemarse, sino de ver más bien poco del bosque que se oculta tras un denso árbol. Advertiré que, por supuesto, no poseo la esencia de Pombo, algo así como un «Pombo total» o «puro Pombo», y que la pretensión de este artículo no es ocuparme al detalle de cada uno de los libros del autor, agotando todos sus temas y preocupaciones, sino proporcionar una especie de denominador común, un esbozo del paisaje en el que el autor ha habitado desde siempre a la hora de escribir.

Quien haya conocido a Álvaro Pombo sabrá que la exaltación a la que me he referido en el título de este artículo es un rasgo predominante de su carácter. Esto tiene mucha relación con su permanente preocupación tanto vital como literaria, por el problema de la existencia (de hecho considera a Husserl, Heidegger o Sartre sus grandes maestros filosóficos), y —yendo aún más lejos— guarda una relación esencial con su personalidad marcadamente religiosa (entiéndase por esto su constante preocupación por asuntos como: la posibilidad de un cambio espiritual, el sentido o sinsentido último de nuestras acciones y vidas, la intención recta, los sentimientos correctos, la salvación…). Creo que Álvaro Pombo fue y es, básicamente, un «poeta exaltado» (y exaltador) mucho antes que un novelista. Tal vez la faceta de novelista provenga de una necesidad —que data de su infancia— de contar y escuchar contar, de hacer sonar las palabras y las historias en voz alta, de una conciencia fundamentalmente verbal, oral, de la literatura: «Fuiste siempre de hablar, muy de hablar desde niño» —le dice la voz de su madre en Protocolos para la rehabilitación del firmamento—. Pombo lamenta a menudo haber sido tan valorado por su prosa y tan poco por su poesía (a pesar de fervientes defensores de sus poemas, como el filósofo José Antonio Marina, que suele citar sus versos y lo califica «gran poeta ultramoderno »). La mayoría de los lectores le conocen por obras como El metro de platino iridiado o Donde las mujeres, mientras que los títulos de sus libros de poemas (Protocolos, Variaciones, Hacia una constitución poética del año en curso y Protocolos para la rehabilitación del firmamento) suenan en general más o menos a chino. Pero, paradójicamente, es la poesía de Pombo la que mejor nos aclara desde dónde escribe: por decirlo de modo rebuscado: su instalación intelectual y sentimental en el mundo. La idea que defiendo aquí es que toda su obra —desde 1973 hasta hoy— se ha escrito desde un único y mismo lugar: una especie de blindado interior, un exilio y aislamiento en el que una serie de temas recurrentes —algunos de ellos ciertamente torturadores, como la culpa, el pecado, el mal radical, la falta de sentido, la insoportable deuda contraída por nuestras acciones equivocadas— le han acompañado. Ese aislamiento es la «soledad más grande de la cual nada puede pensarse» de la que hablaba en Relatos sobre la falta de sustancia. O el «Ninguna caverna fue más triste», de Variaciones. Pero, sobre todo, la propia, dura y real soledad del autor durante sus once años de vida en Londres, que le hacen afirmar a menudo «En Londres fui un fantasma». En Protocolos contaba esta desoladora experiencia (—que también narra en prosa a través del Gonzalito de El metro de platino iridiado y del Gabriel Arintero de su última novela, El cielo raso—) en términos como: «Volví solo. Atravesé el parque. Dos hombres se hurtaban tras los árboles. Al llegar a mi habitación herviré medio paquete de spaghetty […] Me apoyé un rato en la balaustrada mojada […] He elegido esta manera de vivir. Del todo». Hay un poema de Variaciones en el que se describe esta situación como en ningún otro:

«Yo no soy de esta ciudad ni de ninguna/ he venido por casualidad y me iré por la noche/ aquí no tengo primos ni fantasmas […] Cenaré temprano y antes de que salgan del cine las parejas de novios/ habré dejado de ser en la mirada enumerativa de la estanquera/ Y habrán fregado ya mi taza de café y mi tenedor y mi cuchillo y mi plato/ en la fonda sustituible».
Desde el exilio, desde el aislamiento, desde la condición diluida del fantasma solitario, desde el interior más puro, se implora que las pocas personas que se acercan y parecen entendernos y querernos, no desaparezcan: «Quédate conmigo todavía otra tarde […] Quédate conmigo que soy rico, que sé hablar de filosofía y letras» (Protocolos). El Pombo-niño pide (en Variaciones) a las criadas que se ocuparon de él que no le abandonen: «No te vas a ir nunca, ¿verdad?, de esta casa, no te irás para siempre, me casaré contigo y no tendrás que servir a la mesa».

En la cita inicial de este artículo se describen ciudades desoladas y aisladas, Pombo es un experto narrador de autárquicos interiores-fortaleza-laberinto-madriguera… donde estar a salvo de un exterior que se presenta como una amenaza o simplemente como algo prescindible, un mundo cuya realidad ontológica puede incluso ser negada: «Nunca creí que hubiera otras ciudades, gentes como nosotros ajenas a nosotros» —escribe en Variaciones—, pero ya en Protocolos, su primer libro, se preguntaba: «¿Ves tú una ciudad detrás?» y afirmaba categóricamente los reducidos límites de su mundo: «Desde la ventana que da al jardín se ve el jardín, si se mira, y se ve que eso es todo». El autor lleva a cabo una curiosa interpretación de la máxima agustiniana Noli foras ire («Nada hay fuera»). Si san Agustín expresaba de ese modo su idea de que, de existir alguna verdad, reside en nuestro entendimiento y no en el exterior, Pombo lo cree también en un principio, para después afirmar que, incluso esas verdades son espejeantes, engañosas, fragmentarias, confusas, desvinculadas: de nuevo podemos remontamos a Protocolos para ejemplificar esta confusión: «He vuelto a ver el envés de mi vida. Y no lo parecía» / «Desde un principio es incomprensible cada terminación» / «Darán con uno que se parece a uno, que se parece a uno, muy parecido». O a Variaciones: «Y yo supongo que entonces leí lo que recuerdo ahora, y yo supongo que estuve donde estuve y que hice un viaje, aunque no hablé con nadie y viajé solo».

Los lectores de sus novelas conocen bien algunos de esos interiores: la señorial casa de El héroe de las mansardas. El apartado caserón de la madre y el hijo en El hijo adoptivo. El lujoso chalet donde María soporta el mismísimo infierno de su familia (un marido intelectual despótico y un hermano enredado en la autocompasión permanente) en El metro de platino iridiado. La alegre terraza de juegos de Ceporro y su primo El Chino en Aparición del eterno femenino —donde el fin de la infancia, el fin del interior puro, significa exactamente el fin del mundo—. Las apartadas y aristocráticas casas-torreón de la madre y tía Lucía en Donde las mujeres, situadas en una península que a todos los efectos resulta isla, porque el exterior es tan prescindible como los hombres de la familia. La laberíntica, espejeante corte del noveno duque de Aquitania en La cuadratura del círculo, donde el padre del protagonista puede desaparecer-morir sin que todo deje de parecer juego, capricho, irrealidad. Y, para terminar, el no menos laberíntico y gigantesco piso de Leopoldo de la Cuesta, personaje que encarna el mal en estado puro, y que se pasea por ese complejo interior de inverosímiles salas de salas y puertas de puertas que se vuelven trampas.

Pombo escribe fundamentalmente desde la toma de conciencia de la contingencia y la limitación del hombre, del horror a que nuestras vidas y acciones —sean buenas o malas— se diluyan finalmente en la nada, en la temida «falta de sustancia» (su primer libro en prosa, publicado en 1977, llevaba por título Relatos sobre la falta de sustancia). Precisamente en este libro de relatos, que es quizá su libro más desesperado, más sin salida, expresaba ese temor a que la muerte «limpia y firme, definitiva y clara» de todas las criaturas (incluidos perros, pájaros, peces y moscas) quedara sin remisión. Porque, qué haremos si «El fin es (sólo) un dato más, idéntico a los otros». ¿Y qué esperaremos si «la finalidad de todos nuestros actos […] se cierra sobre sí como se cierran sobre sí los instantes, válidos por sí solos en su pura intensidad sin sustancia», o si «nada, en realidad, sucede seriamente»?

Le espanta la posibilidad del olvido, de ahí que sus poemas tengan la estructura de enumeraciones que pretenden fijar el mundo para que no se desvanezca, están plagados de preguntas ¿Te acuerdas de…? y de imperativos Acuérdate de… También de constataciones terribles: «Ya no me acuerdo madre, no me acuerdo de nadie, no me acuerdo de nadie» (Hacia una constitución poética del año en curso). Le aterra también la evidencia insalvable de las tareas que quedan inconclusas con el fin de nuestras vidas, porque —escribe en Protocolos—: «La muerte es como nosotros. Llana, leve, puntual, como nosotros. Deja sin acabar las casas y los árboles frutales». Ante esta conciencia angustiada, la voz conjunta de los personajes de uno de los relatos sólo acierta a entonar un «Ten misericordia de nosotros». Aunque, sumergidos en esta seriedad, no deberíamos olvidar la vertiente humorística y desafiante de Pombo, capaz también de tomar lo grave muy en broma, como hace en Protocolos: «Hermanos… Hay que ir descalzos a la muerte. Como se viene de la playa […] Como se va a las islas de bajamar», y sobre todo su: «En mi sepulcro quiero compañero / Coliflores de mármol de Carrara / No muchas ni muy grandes, que prefiero/ una pompa que no te salga cara».

El mejor yo de Álvaro Pombo exalta el mundo desde una difícil pero permanente esperanza, desde un ruego para que las cosas se sostengan, permanezcan, tengan sentido, no caigan en el olvido, no sean en vano, todo para evitar que suceda el temido desfondamiento. En uno de los más bellos poemas de Protocolos para la rehabilitación del firmamento, escribe: Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua / Que los claveles chinos duren hasta el otoño […] Que el jardín resplandezca / Que sea primavera en las vaguadas rítmicas del Parque del Oeste / Que los claveles chinos duren hasta el otoño / Te rogamos Señor que la jarra contenga el agua […] Ahora y en la hora de nuestra exaltación». Recordemos aquí a Wittgenstein: «Lo místico no es como sea el mundo, sino que sea», o a Heidegger, asombrado de que hubiera ser y no más bien nada. Pombo exalta también ese misterioso ser de las cosas: «¿Y este sol? ¿A qué viene este sol? ¿Y el cariño a qué viene?». Puede detenerse en medio de un paseo porque la luz se ha manifestado de otro modo: «Y hay una clara sumisión limonar en todos los senderos que van de este a oeste». El mundo, la luz, el sol, Dios, el misterio… todo nos sobrepasa sin más, sin darnos pistas o claves de cómo vivir o —parafraseando a Kant— de qué nos está permitido esperar. De hecho, tal como constata en Hacia una constitución poética del año en curso: «Ilegible es el sol, desvinculador del mundo». Podría decirse que Pombo exalta el mundo precisamente porque toma conciencia de que su solidez es tan patente como su inconsistencia y levedad, su falta de sustancia. El ser humano se entrega a grandes tareas que quedan inconclusas, como el «intelectual apolítico» de sus Protocolos, que al mismo tiempo que «eligió pensamientos abstractos y numerosas contradicciones de gran mérito», sólo puede ser, a su muerte, objeto de nuestra compasión: «En el armario hallamos dos pares de zapatos […] Pidió prestadas ochocientas veinticinco mil cuatrocientas setenta y una pesetas». Esta compasión tiene su correlato en sus pasajes en prosa: pensemos en el Indalecio de Donde las mujeres, o en el escritor fallecido de la Telepena de Celia Cecilia Villalobo. Del primero de ellos, ahogado en el mar en su balandro, se nos dan estos curiosos detalles: «Pero Indalecio era menor que el mar, se ahogó por eso. A pesar del encanto que tenía, su seriedad sin pretensiones. A pesar de sus brazos largos y sus manos grandes, sus muñecas cuadradas de remar. A pesar de su reloj de esfera negra, inoxidable y resistente al agua, que se ahogó con él pero que, a diferencia de Indalecio, no volvió a la superficie. Bajo el cristal empañado, las agujas recorren las horas en el fondo, resistiendo al agua todavía». Y en el segundo ejemplo, Celia Cecilia Villalobo recuerda la muerte del escritor en estos términos: «Nunca olvidaré el pasillo aquel del Piramidón, ni la habitación donde Julián murió […] Yo había entrado al baño a buscar un vaso de agua y, cuando volví, la enfermera dijo: No ha sufrido. Me senté a su lado en el sillón […] Aquella misma tarde estaba bien y yo de buen humor, y él dijo: Cuando volvamos a casa y me den el alta, nos ponemos con las cartas, acuérdese, Celia Cecilia, las cartas lo primero… Yo no sabía muy bien qué cartas eran, no me acordaba de ninguna, pero le dije que sí a todo […] No lloré, ni nadie me miró, ni tampoco avisé a nadie, ni nadie me dio el pésame, ni yo se lo di a nadie […] Yo elegía sus jerseys. El que llevaba puesto al enterrarle era el más nuevo, aquel gris oscuro de cuello alto. No quise quitarle el anillo ni el reloj. La enfermera dijo: Con el reloj, ¿qué se hace? Y el anillo es de oro. Y yo dije: Se le deja, y ella dijo: Allá usted. Yo lo decía por usted. No creo que a él el reloj le haga ya falta. Y yo dije: Tal y como está no se puede ya valer, y el reloj siempre llevó ese mismo. Se lo quitamos y es desvalijarle…».

EL REINO

El Reino, cómo apresurar la llegada del Reino, es un tema recurrente —vital y literario— de Álvaro Pombo. No es otro el tema central de su Vida de San Francisco de Asís. Y la gran crítica a la barbarie de la cruzada de La cuadratura del círculo pretende mostrar que hay modos —salvajes— en los que el Reino, la Jerusalén terrenal y celestial, nunca podrán apresurarse. En El cielo raso ofrece Pombo su más afinada respuesta a la mencionada pregunta kantiana «Qué me está permitido esperar». No en vano el libro va precedido de una célebre cita de Hechos de los Apóstoles: «Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?». Porque, ¿de qué cielo nos habla Pombo? (Ya en Protocolos, ¡en 1973!, escribía: «¿No eras tú la seguridad final? Todo aquel cielo repleto de excepción»). Pues el cielo raso es el techo de escayola de nuestras viviendas, el de un piso de acogida en el que el protagonista, Gabriel Arintero —quizá el alter ego más perfecto del autor— se ocupa de rehabilitar exdrogadictos y expresidiarios, pero es sobre todo el cielo de aquí, el que tenemos a mano o a la vista, el Reino que aquí podamos posibilitar con nuestras acciones —para el autor, el cristianismo es sobre todo acción— , puesto que del otro cielo, por el momento, nada sabemos, es sólo misterio: «¿Quién es o qué es esa larga muerte que me aguarda?» — escribe en Variaciones—. Aunque la Resurrección, el Reino, la segunda venida del Salvador… son asuntos que pertenecen al ámbito de lo que nos sobrepasa, Pombo nos ofreció esta aproximación de cómo se lo representa en Protocolos para la rehabilitación del firmamento: «¿A qué viene este alegre revuelo de pigazas? / ¿A qué viene este júbilo del sol en los botijos? / ¿A qué viene este acento tan claro y confiado en mis propias palabras? […] ¿A qué viene este inmenso trino de las alondras que retumba en las bóvedas craneanas del mundo? / ¿Por qué hay tantos pardillos de inteligentes ojos como alfileres de oro? / ¿Es el Reino?»

Doctor en Filosofía. Traductor de alemán