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La memoria está de moda, qué nos vamos a contar. No solo en España. Una corriente justiciera que pretende ajustarle las cuentas al pasado –reivindicando víctimas o derribando estatuas de victimarios- recorre el mundo. Ese pasado tiene que ver en todos los casos con conflictos: guerras, esclavitud, colonialismo, terrorismo. Y las cuestiones que se plantean se refieren al recuerdo de las víctimas o al modo de suprimir homenajes a los tiranos, los esclavistas o los genocidas. Como la relación entre memoria y conflicto es directamente proporcional (a mayor intensidad del segundo mayor necesidad de la primera), el país que provocó el mayor desastre del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, es el que más políticas de la memoria ha desarrollado. De modo que, ante esa oleada que recorre el mundo, la pregunta surge por sí sola: ¿Qué podemos aprender de Alemania?

Es la pregunta que se hace el periodista norteamericano Clint Smith en un largo artículo en el último número de la revista The Atlantic. Sus reflexiones, a través de diversos encuentros con periodistas, historiadores, directores de museos o familiares de víctimas, arrojan luz sobre las posibilidades, complejidades y riesgos de las políticas de la memoria. Por otro lado, el reciente libro Volver a Stalingrado. El frente del Este en la memoria europea, 1945-2021 (Galaxia Gutenberg), con el que el catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela Xosé Manoel Núñez Seixas ganó el Premio Internacional de Ensayo Walter Benjamin, ahonda también en el carácter proteico y multifacético de las memorias colectivas. Y tratando de lo que su título indica, el caso de Alemania tiene un lugar destacado en sus páginas. La lectura en paralelo del largo artículo de The Atlantic y del libro de Núñez Seixas ofrece resultados interesantes y esclarecedores.

La vieja pregunta es ineludible: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo ocurrir en el país probablemente más civilizado de Europa? La pregunta sigue sin tener una respuesta definitiva

Una primera constatación, no por sabida menos digna de ser tenida en cuenta, es que los horrores de la Segunda Guerra mundial y el Holocausto en particular desafían la capacidad de comprensión humana. La vieja pregunta es ineludible: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo ocurrir en el país probablemente más civilizado de Europa? La pregunta sigue sin tener una respuesta definitiva, igual que el horror que contemplaron las primeras tropas aliadas que descubrieron los campos de exterminio (cadáveres apilados unos encima de otros, montones de cuerpos, montañas de carne podrida, supervivientes demacrados que salían de los barracones como esqueletos andantes) les dejó sin palabras. Vomitaron y lloraron en vez de hablar. Aquello era inimaginable, y así se titula precisamente el artículo de Clint Smith: monumentos a lo impensable o lo inimaginable. Alemania y Europa tardaron en reaccionar, de modo que los primeros monumentos a aquel horror impensable fueron los propios campos. Y otra de las preguntas clásicas surgió enseguida entre las tropas aliadas: ¿nadie vio nada? ¿ninguno de los vecinos de, por ejemplo, el campo de Dachau, que está pegado a la ciudad, vio las columnas de humo de los crematorios, percibió el olor a carne quemada?

Clint Smith, profundamente interesado, según propia confesión, en las cuestiones relativas a la memoria pública –“específicamente cómo las personas, las comunidades y las naciones deben dar cuenta de los crímenes de su pasado”-, viajó a Alemania, país “que a menudo se pone como ejemplo de memoria pública responsable”. Y comprobó que “la forma en que el país recuerda este genocidio es objeto de un debate permanente”, que “el esfuerzo de Alemania por memorizar su pasado no es un proyecto con un punto final específico”, que mientras algunas personas creen que el país ha hecho lo suficiente; otras creen que nunca podrá hacerlo.

Y es que, como advierte Núñez Seixas en el libro citado, el asunto de la memoria es complejo y escurridizo, y la dificultad de poner de acuerdo a todos, incluso dentro de un país, es grande. Los llamados lugares de memoria (término acuñado por el historiador francés Pierre Nora), lugares como el Stalingrado de su libro o los Auschwitz y Dachau de que se ocupa Clint Smith, evocan una pluralidad de memorias en la sociedad civil. Hay una memoria fomentada por el Estado y las instituciones, y otra que surge de la base; y se influyen mutuamente, explica Núñez Seixas.

Las Stolpersteine (piedras de tropiezo)

Las divisiones no son solo ideológicas. Incluso entre los que se consideran en el mismo bando en cuanto a la necesidad de reivindicar a las víctimas, surgen desacuerdos. Clint Smit se refiere a las llamadas piedras de tropiezo (en alemán, Stolpersteine): piezas de hormigón de diez por diez centímetros cubiertas por una placa de latón, con grabados que recuerdan a alguien que fue víctima de los nazis entre 1933 y 1945; no solo judíos, también gitanos, discapacitados, homosexuales…. Consta el nombre, la fecha de nacimiento y el destino de cada persona, y las piedras suelen colocarse frente a su última residencia.

En 1996, se explica en el artículo de The Atlantic, el artista alemán Gunter Demnig, cuyo padre luchó por la Alemania nazi en la guerra, empezó a colocar por su cuenta estas piedras en la acera de un barrio de Berlín. Al principio, recibieron poca atención. Luego, al cabo de unos meses, cuando las autoridades descubrieron los pequeños monumentos, los consideraron un obstáculo para las obras e intentaron retirarlos. Pero los trabajadores a los que encargaron hacerlo se negaron a ello. En el año 2000, algunos ayuntamientos empezaron a asumir oficialmente las piedras de tropiezo. En la actualidad, hay más de noventa mil, colocadas en las calles y aceras de treinta países europeos. En conjunto, constituyen el monumento conmemorativo descentralizado más grande del mundo.

Las ventajas de semejante forma de recordar y homenajear a las víctimas son evidentes. La gente suele detenerse ante ellas, y, sobre todo, hacen sentir la individualidad de las víctimas, corregir ese dicho cínico, pero terriblemente real, de que la muerte de un hombre es una tragedia, pero la de diez mil es una estadística. Las piedras de tropiezo -en gran medida, iniciativas locales, colocadas porque una familia, o los residentes de un complejo de apartamentos o un barrio, o escolares de un instituto, se reunieron y decidieron que querían conmemorar a las personas que habían vivido allí- hablan de personas concretas con vidas concretas e insustituibles, hechas, como todas, de proyectos, amores, sueños, que tuvieron su hogar en el concreto lugar que aquellas señalan. Como explica Gunter Demnig, quien las ve (se las tropieza), no puede evitar preguntarse por esa persona que quizá tuviera una edad parecida a la suya o se llamara como él; lo que le ayuda a sentir como semejante y hermano a quien, de otro modo, sería un ser anónimo dentro de una estadística inabarcable. Cada piedra crea sus propios embajadores no oficiales de la memoria, concluye Clint Smith.

Inconvenientes y desacuerdos

Con todo, algunos ven un lado negativo en esta forma de recuerdo. Deidre Berger, presidenta del consejo ejecutivo de la Fundación del Proyecto de Recuperación Cultural Digital Judía y directora general de la oficina del Comité Judío Americano en Berlín, muestra sentimientos encontrados. Si por un lado, el proyecto ha reunido a las comunidades para investigar su historia, por otro lado, la idea de que la gente pise los nombres de los judíos le resulta inquietante y desagradable. Sostiene que serían preferibles placas en la pared, pero está convencida de que la mayoría de los propietarios de edificios no aceptarían, ni siquiera a día de hoy, una placa que dijera: “Aquí vivió una familia judía». Berger también cree que a veces la colocación de las piedras puede servir como una especie de penitencia que limpie el pecado: después de colocar una placa, la gente se limpia las manos y cree que ha hecho todo lo que tenía que hacer.

En Múnich, Charlotte Knobloch, superviviente del Holocausto y antigua presidenta del Consejo Central de los Judíos de Alemania, convenció a la ciudad para que prohibiera las piedras de tropiezo en 2004. La ciudad acabó creando placas a la altura de los ojos. «Creo firmemente que debemos hacer todo lo posible para que el recuerdo preserve la dignidad de las víctimas», dijo Knobloch. «Las personas asesinadas en el Holocausto se merecen algo mejor que una placa en el polvo, la suciedad de la calle y una suciedad aún peor».

Si esto ocurre con una forma de homenaje como esta, los inconvenientes y los desacuerdos son mayores en el caso de los propios campos de exterminio o monumentos de otro tipo. Frédéric Brenner, fotógrafo especializado en retratos de comunidades judías, que lleva más de 40 años viajando por el mundo para documentar la diáspora judía, desaconseja visitar Auschwitz, el campo cuyo nombre ha quedado como el símbolo por antonomasia del exterminio de los judíos. Cuando él estuvo, vio a gente haciéndose selfies que enviarían a sus amistades con presuntos mensajes como «yo delante del crematorio», «yo frente a la rampa»… El calificativo que le merece es obsceno.

En el centro de Berlín se encuentra el monumento dedicado a los judíos asesinados en Europa, inaugurado en 2005 y reconocido como el monumento oficial del Holocausto en Alemania. Diseñado por el arquitecto judío estadounidense Peter Eisenman y con una superficie de 200.000 pies cuadrados, está formado por hileras de 2.711 bloques de hormigón de una altura que oscila entre las ocho pulgadas y los 15 pies. “El espacio se asemeja a un cementerio, una vasta cascada de marcadores de piedra sin nombres ni grabados en su fachada. El suelo bajo ellos se hunde y se eleva como las olas. El monumento es significativo no sólo por su tamaño y ubicación, sino también porque se construyó con el apoyo político y el pleno respaldo financiero del gobierno alemán”, escribe Clint Smith.

Pero para la historiadora y terapeuta Barbara Steiner, “tiene más que ver con la sociedad alemana y la expectativa de tener algo grande: hicimos un gran Holocausto, tenemos un gran monumento». Y el comportamiento de la gente recuerda a la de los campos: “gente fumando de pie sobre las columnas, o saltando de una a otra; ha perdido su propósito y significado, quizá nunca lo tuvo”, se lamenta Steiner. El periodista de The Atlantic cuenta que, cuando lo visitó, encontró a jóvenes haciéndose selfies y sentándose sobre las piedras, a niños pequeños jugando al escondite entre las columnas y a dos mujeres tomadas de las manos y con los rostros cubiertos de lágrimas. “El monumento se había convertido en una parte del paisaje de la ciudad; diferentes personas se relacionaban con el espacio de diferentes maneras”, escribe el periodista. Otras personas, como el escritor Richard Brody, de The New Yorker, echan de menos alguna referencia a los asesinos; se habla de judíos asesinados pero no se dice por quién.

La memoria es el monumento

Alemania ha tardado décadas en enfrentarse con su propia memoria. Un motivo para esa tardanza es (v. el libro de Núñez Seixas) que los alemanes, en un primer momento, se vieron también a sí mismos como víctimas; el sentimiento de culpa vino más tarde. Se vieron como víctimas en un doble sentido, en tanto que perdedores de la guerra y víctimas de una élite nazi con la que pretendían no haber tenido nada que ver. A ese sentimiento se sumó una suerte de estado de shock, de parálisis, tras pasar del entusiasmo inicial por los logros del régimen al estrepitoso hundimiento de este. El final de la guerra conllevó una oleada de suicidios en Alemania que el escritor Florian Huber ha detallado en otro libro reciente, Prométeme que te pegarás un tiro (la historia de los suicidios en masa al final del Tercer Reich), en Ático de los Libros.

Clint Smith: «es imposible que un monumento al Holocausto exprese toda la humanidad de las víctimas; ninguna piedra en el suelo puede compensar una vida, ningún museo puede recuperar a millones de personas»

No son fáciles las conclusiones en un asunto como éste, al menos las conclusiones unívocas. Una es, como escribe Clint Smith, que “ninguno de estos proyectos puede estar a la altura de la historia que deben recordar; es imposible que un monumento al Holocausto exprese toda la humanidad de las víctimas; ninguna piedra en el suelo puede compensar una vida, ningún museo puede recuperar a millones de personas”. Otra es que muchos de los monumentos conmemorativos más poderosos de Alemania no se iniciaron como proyectos sancionados por el Estado, sino que surgieron -y siguen surgiendo- de personas corrientes ajenas al gobierno. Otra, volviendo la oración por pasiva, es qué diríamos si no existiera ningún monumento de este tipo. Y, en fin, como también señala Clint Smith, con todas las dificultades y contradicciones del caso, “debemos intentar honrar esas vidas, y dar cuenta de esta historia, lo mejor que podamos; es el propio acto de intentar recordar el que se convierte en el monumento más poderoso de todos”.

Günter Grass dijo una vez a propósito del nazismo: esto no termina, esto no termina nunca. Quizá la de la memoria sea también una historia interminable.

Periodista cultural.