«Thérèse Desqueyroux», de François Mauriac

Retrato psicológico de una mujer acusada de envenenar a su marido y de una sociedad envenenada, a su vez, por el arsénico de la hipocresía

Detalle de la portada del volumen editado por Trotalibros
Alfonso Basallo

François Mauriac (Burdeos, 1885-París, 1970). Escritor. Premio Nobel de Literatura (1952) y miembro de la Academia Francesa. Simpatizó con la causa republicana en la Guerra Civil española y formó parte de la Resistencia durante la ocupación alemana. Autor, entre otras obras, de Nudo de víboras, El fin de la noche, Los ángeles negros, La farisea, Memorias interiores y Thérèse Desqueyroux.


Avance

En 1906, Henriette-Blanche Canaby fue acusada del intento de envenenamiento de su marido. Un joven de 21 años que hacía sus pinitos como escritor fue testigo del juicio y quedó tan fascinado por el caso y la acusada que, dos décadas después, dio forma a una novela inspirada en el suceso. La novela era Thérèse Desqueyroux; y el joven, François Mauriac, ganó el Premio Nobel de Literatura en 1952 y está considerado uno de los grandes de la narrativa francesa del siglo XX.

Thérèse se libra de la condena porque Bernard, el cónyuge, testifica a su favor. Luego nos enteraremos de que este lo ha hecho para evitar que el escándalo salpique a la familia. La novela pone en la picota a la sociedad burguesa de aquella época (años 20) y de aquel entorno rural (las Landas francesas), intoxicada, a su vez, por un veneno más sutil: el arsénico de la hipocresía, que envuelve su doble moral en el ropaje de una falsa religiosidad. Y hace un palpitante retrato psicológico de una mujer rebelde y de los cínicos que la rodean. Aunque el autor no justifica a Thérèse —y no deja de subrayar sus errores—, de algún modo la compadece; en tanto que el retrato del resto de los farisaicos personajes es despiadado. Como dice en el prólogo, dirigiéndose a ella: «yo sé que existes, yo que, desde hace años, te espío y a menudo te detengo al pasar, te desenmascaro». Sin embargo, el lector nunca acaba de conocer el interior esquivo de este personaje que busca la felicidad sin encontrarla.

La reedición que hace Trotalibros de Thérèse Desqueyroux tiene especial interés porque pone ante el lector a un autor prácticamente desaparecido del mapa en lengua castellana, tras la descatologación de sus Obras completas (Plaza & Janés) y sus Obras escogidas (Aguilar). Una edición, por cierto, muy cuidada, acorde con la prosa incisiva y elegante de esta novela, y en cuya portada no falta un rasgo de humor negro.

ArtÍculo

La historia que nos cuenta François Mauriac comienza, in media res, en el juzgado, con el sobreseimiento del caso. Acusada de envenenar a su marido, Thérèse se libra de la condena porque Bernard, el cónyuge, testifica a su favor. Luego nos enteraremos de que este lo ha hecho para que el escándalo no mancille la reputación de la familia. Ha sido todo un apaño entre el frío y autoritario padre de Thérèse y el marido. Las dos únicas cosas sagradas, intocables, para esos terratenientes de la región francesa de las Landas son la propiedad, que se preserva mediante casamientos de conveniencia, como el de Thérèse y Bernard; y la reputación, que jamás debe quedar en entredicho.

François Mauriac. «Thérèse Desqueyroux», Trotalibros, 2024.

En el viaje de regreso de la protagonista a la finca familiar de Argelouse, conoceremos, a través de un largo flashback, cómo fue su infancia, marcada por la orfandad de madre —lo que explica el clima de desamor en el que ha crecido—, su adolescencia y su amistad con Anne; y ese casamiento con Bernard que ha servido para sellar su permanente insatisfacción. No queda claro, de hecho, por qué se casa con él. ¿Por conveniencia? «Toda la región los casaba porque sus propiedades parecían hechas para fusionarse». Le gustaba, sí; pero no es menos cierto que «las dos mil hectáreas de Bernard no la habían dejado indiferente», apunta Mauriac.  Y una chica práctica como ella, «que tenía prisa por ocupar su sitio, quería estar segura contra no sabía qué peligro». Al desposarse, «se introducía en un bloque familiar, se colocaba, entraba en un orden. Se salvaba».

¿Salvarse? En la noche de bodas y siguientes, Bernard «estaba encerrado en su placer como esos adorables cerditos que son tan divertidos de ver a través de la rejilla, cuando gruñen felices ante un comedero —el comedero era yo— piensa Thérèse». En las relaciones sexuales, ella aprendería a «simular el deseo, la alegría»; supo «doblegar su cuerpo a esos ardides y saboreaba en ellos un placer amargo». Después, le costará aceptar a la pequeña Marie, la hija que conciben: «Esa carne desprendida de la suya».

Y llega el peculiar intento de homicidio. Ocurre cuando Bernard ingiere, por descuido, una sobredosis del arsénico para la dolencia estomacal que padece. Thérèse se percata de ello, pero guarda silencio. También se callará luego ante el médico. ¿Por qué estas omisiones culpables? Sumida en una extraña indiferencia, Thérèse «se ha callado por pereza, sin duda, por cansancio». Las sospechas recaen sobre la joven y el caso terminará siendo investigado por la justicia. Pero, como hemos visto, el padre y el marido de Thérèse consiguen que el asunto se archive.

A lo largo del flashback, mientras regresa a casa, la joven rememora lo sucedido y prepara una confesión ante Bernard. Pero al llegar decide que «lo más sencillo sería callarse». A Thérèse le parece inútil abrir el corazón porque Bernard no es capaz de comprender y —como se demostrará a continuación, cuando se encuentre con él—, este no tiene la paciencia de escucharla. Bernard no necesita ninguna explicación, tiene formulada la sentencia de antemano: ella trató de asesinarlo para desposeerlo de los pinos. A partir de ese momento, se invierten los roles de verdugo y víctima, y Bernard consuma su sutil venganza contra Thérèse. «Usted ya no es nada —le dice en esa escena terrible—lo que sí existe es el nombre que lleva». Y para preservarlo, él decide que queden a salvo las apariencias y a ella la condena a la muerte social, al recluirla en Argelouse, despojarla de la hija, concederle un subsidio y etiquetarla como desequilibrada mental.

Comparaciones con Madame Bovary

Se han hecho comparaciones entre Thérèse y Emma Bovary, de Flaubert, en el sentido de que ambas buscan escapar de unas vidas estrechas y asfixiantes, si bien Thérèse es más pasiva que Emma. Los que, en cambio, no se parecen son sus maridos, salvo en lo aburridamente previsibles que son. Mientras que Charles amaba a Emma; Bernard desprecia a Thérèse, desde la atalaya de su doble moral.  Es «alguien que nunca se ha puesto en el lugar del otro», interesado únicamente por la caza, la explotación de los pinos, los placeres de la mesa; y que blinda su egoísmo con la familia como escudo y excusa. Alguien que llegará al cinismo en dos escenas: cuando Thérèse queda embarazada, él «contempló con respeto a la mujer que llevaba en sus entrañas al único dueño de innumerables pinos»; y cuando en las últimas páginas se despiden en la cafetería de París y ella implora tímidamente el perdón, él se lo niega y zanja definitivamente el asunto con un seco «no hablemos más de eso».

La novela es un palpitante retrato psicológico de una mujer insatisfecha y rebelde. Aunque el autor no justifica a Thérèse —y no deja de subrayar sus errores—, de algún modo la compadece; en tanto que el retrato que hace de los personajes que la rodean es despiadado. Por otro lado, la rebeldía de ella, simbolizada en esos cigarrillos que fuma —«como un carretero», dirá despectivamente la suegra— queda, a la postre, en un conformismo más bien secreto, con escasas manifestaciones externas. Se diría que se resigna a su fatal destino, a la reclusión y a la muerte social.

La novela pone en la picota a la sociedad burguesa, de aquella época (años 20) y aquel entorno rural (las Landas francesas), intoxicada por un veneno sutil: el arsénico de la hipocresía, y denuncia la falsa religiosidad de quienes asisten a la misa dominical solo para que los vean. Etiquetado como escritor católico —vitola muy de moda en la posguerra, la época de Bernanos, Evelyn Waugh y Graham Greene—, Mauriac nos habla más bien en esta novela del reverso: crimen, celos, egoísmo, si bien se podría interpretar Thérèse Desqueyroux como una revisitación del pasaje evangélico del fariseo y el publicano, representados por Bernard y Thérèse respectivamente. En realidad, en casi todos los personajes sale a relucir una inquietante doblez (la amiga Anne, su interesado novio Jean Azevedo, la suegra, el padre de Thérèse), con la excepción de la tía Clara, la servicial anciana sorda, un personaje que parece no enterarse de nada. Sin embargo, resulta ser decisivo: Thérèse rechaza la tentación de suicidarse, en un momento de desesperación, al enterarse de que la tía ha fallecido. Se diría que Mauriac ha puesto, a través de una figura secundaria, el contrapunto de bondad a una trágica sinfonía de desamor.

Se inscribe la novela en la moda de introspección psicológica, inaugurada por Proust, y tan en boga en la narrativa de los años 20 y 30, con Stefan Zweig como destacado exponente. Mauriac tiene la habilidad de exponer la trama, a través de los soliloquios de la protagonista, de la descripción de los hechos y de las reflexiones con las que él mismo comenta la historia. Pone al lector en los zapatos de Thérèse para que veamos la realidad desde su punto de vista y se dirige a ella: «yo sé que existes, yo que, desde hace años, te espío y a menudo te detengo al pasar, te desenmascaro». Aunque nunca acabamos de conocer a ese personaje que busca la felicidad sin encontrarla.

Dos rasgos destacan en la asfixiante escenografía que rodea a la protagonista. Las dolencias físicas de casi todos los personajes, que simbolizan sus enfermedades morales —un motivo recurrente en la obra de Mauriac—; y la presencia de la naturaleza, como un personaje más. Y de forma particular, el extenso paisaje de las Landas y los famosos pinos, icono de la propiedad y del dinero, que rodean la finca como «un ejército enemigo» a los ojos de Thérèse.  

Cuidada edición de Trotalibros

La reedición que hace Trotalibros de Thérèse Desqueyroux tiene especial interés porque pone ante el lector a un autor prácticamente desaparecido del mapa en lengua castellana, tras la descatologación de sus Obras completas (Plaza & Janés) y sus Obras escogidas (Aguilar). Acorde con su relevancia y con la prosa de Mauriac, elegante y elíptica (la palabra justa, los diálogos precisos, ni un gramo de hojarasca), la obra está exquisitamente editada y cuenta con un documentado estudio introductorio de Fernando Bonete, que sitúa la novela en su contexto. No falta, por cierto, un rasgo de humor negro que no le pasará desapercibido al lector: la portada contiene el dibujo repetido de un dosificador y una gota que cae en un vaso. El mismo motivo aparece al comienzo de cada capítulo.

No menos ilustrativo es el epílogo, a cargo del editor Jan Arimany. Aventura que el personaje de Thérese, ambiguo, complejo, incomprendido es… «un Tom Ripley femenino». Es verdad que comparte algunos rasgos con este, pero a diferencia del amoral pícaro salido de la pluma de Patricia Highsmith, que sabe muy bien lo que quiere y lo lleva a cabo con diabólica frialdad, la joven ideada por Mauriac aparece como un ser desvalido, que busca el amor, sin hallarlo. El autor volverá a ese tema con Nudo de víboras —otra de sus grandes novelas—, en la que al hacer balance de los errores que jalonan su vida el protagonista afirma: «Siempre me he equivocado sobre el objeto de mis deseos. No sabemos lo que deseamos, no amamos lo que creemos amar».

Quizá por todas estas razones, Mauriac no juzga a Thérèse, no le tira su primera piedra, ni la abandona, vagando sin rumbo, como se dice en la última frase del relato. Y deja, siquiera entreabierta, una rendija a la esperanza. Retomará al personaje en otras novelas en las que sigue sus pasos ulteriores: El fin de la noche, Thérèse en el hotel y Thérèse y el médico, sin embargo ninguna alcanzará la fuerza y el atractivo de esta obra tan inquietante como literariamente redonda.