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La velocidad de los acontecimientos hace difícil una reflexión detenida que, ^ ¿ sin embargo, resulta por completo imprescindible porque es la esencia misma de nuestra sociedad y de nuestra política la que está en juego. No es así porque corra peligro, sino precisamente porque desde hace meses se está oyendo, a un mismo tiempo, el trompeteo incesante de los que creen que la Libertad es una inequívoca vencedora y la jerga incomprensible de quienes no quieren darse cuenta, todavía, de que el porvenir de la Humanidad camina por esa senda, un sistema que, desde luego, no caracterizaba al mundo político del Este hasta ahora existente.

Un examen de las perspectivas de nuestro tiempo exige el de lo acontecido en la URSS y en la Europa del Este, pero sobre todo una reflexión interpretativa. Los datos del debate ideológico son lo suficientemente claros, aunque no siempre quieran ser vistos como tales.

La crisis es del sistema

Es obvio, por ejemplo, que la crisis de la URSS no es el producto de una transformación de la sociedad que exija súbitamente la adecuación del sistema político a una sociedad ya cambiada, como sucedió en el caso español en 1975. En la URSS, por el contrario, es el propio sistema político, pero también social y económico el que ha entrado en crisis merced a su pésimo funcionamiento y al margen de un cambio social que también se ha producido. Ha sido la crisis del sistema la que ha trasladado el centro de gravedad de la reforma soviética desde la política económica, que constituyó su eje originario, a la política. La «glasnot» tenía como misión incorporar a las masas a los propósitos gubernamentales de mayor eficiencia económica, pero ha producido una multiplicación de los conflictos, principalmente en lo que atañe a las nacionalidades. Mientras tanto, la eficiencia del sistema no ha prosperado en absoluto y el aprovisionamiento se ha deteriorado. Gorbachov no ha demostrado tener un programa coherente y estable sino responder de modo sucesivo a la propia evolución de los acontecimientos. No ha producido una regresión, como a veces se temió, pero tampoco ha satisfecho los deseos de los sectores más decididamente reformistas. El proceso que tiene en sus manos avanza lenta y confusamente, pero no podemos pensar que vaya a obtener necesariamente un éxito a medio plazo. La situación es infinitamente mejor que antes del advenimiento de Gorbachov, pero la inestabilidad de un país, que sigue teniendo 30.000 cabezas nucleares, mantiene un interrogante grave sobre la vida de la humanidad que sería imprudente ignorar.

Pero hay motivos para la confianza y por supuesto muy superiores a los que se daban en 1985 cuando llegó al poder Gorbachov. Lo sucedido en Europa del Este durante el año 1989 ha sido una auténtica revolución de la libertad. No era tan imprevisible como a veces se ha dicho por la simple razón de que en realidad esa Europa central —una denominación mucho más oportuna que decir sólo «del Este»— sólo ha sido comunista merced a la presencia del Ejército soviético en ella. Esto explica que, iniciado el derrumbamiento se haya ido acelerando con el impulso de la información y con el ritmo de lo progresivamente imparable. El comunismo ha demostrado ser una delgada película sobre esas sociedades que se han librado de él con relativa facilidad, pues los propios dirigentes comunistas habían perdido la conciencia de su legitimidad. Los nuevos dirigentes de estas regiones de Europa tienen ante sí gravísimos problemas, pero también una enorme ventaja respecto a Gorbachov: la claridad en el diagnóstico respecto del sistema político en que vivían y en los medios de librarse de él. Son intelectuales que nos permiten redescubrir los valores de una sociedad democrática en la que vivimos, pero que a veces parecemos haber olvidado. Lejos de tratarlos como «hijos pródigos» nos debiéramos dar cuenta de su ejemplo, porque son los verdaderos héroes de nuestro tiempo que han conseguido llevar a cabo una fabulosa hazaña.

Hasta aquí he procurado, fundamentalmente, hacer descripción, pero, por supuesto, es preciso profundizar en el análisis. Para hacerlo conviene empezar por examinar las interpretaciones que se han dado en nuestro país de tan cruciales acontecimientos.

La tortilla de Orwell

Al hacerlo, se tiene, de modo inevitable, la sensación de que es necesario recordar aquellas afirmaciones de George Orwell relativas a la impenitente tendencia exculpatoria que los intelectuales del mundo occidental han tenido respecto a los totalitarismos. «Si objetas a una dictadura —escribió— eres un reaccionario, pero si esperas que una dictadura produzca buenos resultados, entonces eres un sentimental.» Si te quejas del camino que siguen los totalitarismos te dirán que «no puedes hacer una tortilla sin romper huevos, pero si preguntas dónde está la tortilla, entonces te contestan que no puedes esperar que todo se consiga en un momento». Estas exculpaciones no tienen sentido ni tan siquiera lo tiene esa supuesta convergencia de sistemas en las que creyeron, en los años sesenta, pensadores tan meritorios como Aron.

Los tres errores del poscomunismo residual

Pues bien, mucho de eso ha habido entre nosotros en la interpretación de lo sucedido en el Este de Europa. Es lógico que ésta haya sido la posición de los partidos comunistas y de sus intelectuales orgánicos que ahora no sólo pierden el punto de referencia, sino que el de otros tiempos parece lo abominable por excelencia. Para ellos la estrategia exculpatoria de una responsabilidad que es también propia se ha concretado en tres fórmulas. La primera es la fuga hacia adelante que consiste en afirmar que el modelo no ha explotado todavía sus potencialidades. El momento en que podía ser creído este argumento ha pasado ya desde hace tiempo: si hay algo obvio es que proseguir en el mismo sentido un sistema en crisis no llevará más que a un agravamiento de la crisis. La segunda fórmula consiste en pretender que lo que está haciendo Gorbachov es volver a los orígenes, traicionados por Stalin y Breznev; es decir, en este caso la fórmula exculpatoria consiste en una fuga hacia atrás. Pero eso, como ha escrito Octavio Paz recientemente, son delirios que demuestran el fundamento religioso de esta actitud, pues, como toda heterodoxia, se basa en un retorno a la fe primitiva. «Gorbachov somos nosotros» ha dicho algún comunista español antes de que empezara a cambiar su imagen en los medios de comunicación. Eso no es mucho, pero, además, cualquier historiador sabe que no es la fe primitiva del comunismo. La tercera fórmula consiste en la fuga en diagonal, como el alfil del ajedrez, en eludir cualquier responsabilidad con lo sucedido en el mundo del este y afirmar que la renovación ya se hizo en el comunismo propio del que habla. Pero esa ruptura de solidaridad da la sensación de inautenticidad y basta recordar el «eurocomunismo» para tener un testimonio de lo poco en que quedó lo que por un momento pareció un cambio de cierta magnitud; siempre el comunismo tuvo como punto de referencia fórmulas surgidas allí y, en definitiva, mantuvo un cierto «patriotismo» soviético y unas claras referencias a ese modelo. A fin de cuentas, estas tres fórmulas de elusión lo que merecen es, sobre todo, compasión porque el grado de convicción que proporcionan resulta escaso.

La democracia sin “perestroika”

No creo, en cambio, que pueda tratarse con compasión a otras actitudes. Más bien lo que las caracteriza es una especie de «tercerismo utópico» consistente en rechazar no sólo el modelo en crisis sino también todos los modelos en general sin proponer uno propio. En España ha habido quien ha decretado «la venturosa orfandad» de modelos o quien ha decretado con ocasión de la muerte del modelo comunista la supuesta del capitalismo, cuando parece obvio que una cosa son las fórmulas concretas en que se vertebra la democracia, y otra, algo que parece poco dudoso, que a nada se puede aspirar para el futuro sin ella. Otra afirmación frecuente ha sido la de un género de intelectuales de izquierda que dicen que a ellos les corresponde en exclusiva ajustar cuentas con el pasado y el presente de la URSS, cuando la ceguera benevolente en el pasado debiera servir de argumento para no creer a quienes fueron devotos de esas fórmulas políticas. Se ha asegurado que los pueblos del Este de Europa han sido víctimas de su propio sistema y del nuestro, como si la decisión de defenderse y la «guerra fría» hubieran endurecido a los regímenes comunistas al considerarlos como enemigos, cuando sus características dependían por el contrario de la filosofía política en que se fundamentaban. Incluso se han oído afirmaciones tan extraordinarias como la de que la existencia del comunismo ha servido para que hubiera una tensión hacia la justicia social, sin que ella pueda ser considerada como un producto de la propia democracia. En fin, han existido patrocinadores de una «perestroika» para Occidente cuando la realidad es que la democracia es la apertura perpetua a los cambios, y que los regímenes mineralizados son precisamente los comunistas; la posibilidad de modificaciones es esencial a la democracia que, por eso, no necesita de una «perestroika» que modificara alguno de sus rasgos fundamentales. Todas estas afirmaciones, en realidad, tienen mucho más que ver con las actitudes de quienes las enuncian y con una cierta voluntad de autoflagelación característica del intelectual occidental que con la realidad de los hechos.

De Fukuyama a Revel

Al tratar de aproximarse a ella parece inevitable hacer referencia al conocido artículo de Francis Fukuyama que tan espectacular repercusión ha tenido en todo el mundo. Por ello mis comentarios a él van a ser escuetos. Me parece que tiene el suficiente grado de simplificación, de brillantez y de verdad como para convocar al debate, al que, por otro lado, también incitan los propios acontecimientos. Si no hubiera publicado su artículo Fukuyama, otro autor hubiera provocado este debate fundamental. Por mi parte, yo opino que algunas de las afirmaciones (como la relativa al fin de la historia o al inevitable aburrimiento que seguirá a la difusión de una ideología democrática generalizada) son ingeniosidades para especialistas que quedan sometidas a una inevitable adulteración de su sentido al ser resumidas por la prensa de gran tirada.

Quizá el mayor reproche que se puede hacer a Fukuyama es que su artículo es excesivamente optimista. El año pasado, la moda intelectual en los Estados Unidos consistía en mostrar la evidencia de un declinar del país, de acuerdo con las muy difundidas tesis del libro de Paul Kennedy. Ahora la sensación, merced, entre otros motivos, al artículo de Fukuyama consiste en decir exactamente lo contrario: «Ya hemos ganado». Sin embargo, esta interpretación es, a la vez, inexacta y peligrosa. Es lo primero porque, de acuerdo con Besangon, en realidad el drama todavía está ante nosotros sin que estemos seguros del desenlace. El totalitarismo que una de las ventajas que siempre ha tenido el totalitarismo comunista ha sido la derivada de la credulidad occidental respecto de él. En definitiva, como más recientemente aún ha recalcado el propio Revel, lo que la Libertad y la Democracia han conseguido es por el momento, tan sólo una victoria moral e intelectual, no efectiva. Para los estudiantes chinos, por supuesto, eso es por completo insuficiente, como lo es para dos tercios de la población mundial que viven en la dictadura y la opresión permanentes.

Con todo, Fukuyama tiene razón en lo esencial: existe en la actualidad un consenso ideológico generalizado en la afirmación de la libertad y de la democracia como sistema ideal de gobierno; las otras fórmulas parecen carecer de cualquier prestigio intelectual y de cualquier posibilidad de engendrar un futuro de prosperidad y, por supuesto, de convivencia. No hemos llegado al final de la Historia, pero el sentido de ésta se nos revela más obvio que nunca. La senda de la humanidad en la época contemporánea conduce desde el Antiguo Régimen a la libertad. Es una senda peligrosa y larga. En 1789 nacieron en Francia unos principios revolucionarios que sólo comenzaron a llevarse a la práctica en torno a 1880; los españoles tuvimos sufragio universal teórico en 1890. Pero democracia sólo hace 13 años. La libertad, a la que ha acompañado la paz porque nunca ha habido un conflicto importante entre potencias democráticas en el siglo XX, ha crecido a lo largo de la Historia humana más reciente. Los totalitarismos son correosos además de crueles, pero esta penúltima revolución de la libertad que nos viene del Este parece demostrar que, aunque sean angustiosas pesadillas, son también pasajeros a la larga. El problema no es si el comunismo está en una crisis radical, es evidente que sí. El interrogante debe ser por qué un sistema detestable ha durado tanto tiempo.

Por otro lado, nunca desaparecerá la conflictividad sobre el globo; la democracia vive en ella y le da una solución razonable. Quizá lo que haya sucedido en estos últimos meses es que hemos llegado no al fin de la Historia, sino de la Prehistoria, es decir, de lo que representaban los regímenes totalitarios. La quiebra del modelo soviético es el definitivo reconocimiento de que los atajos totalitarios no conducen a la utopía sino a un callejón sin salida. A partir de esta realidad podemos reanudar la siempre apasionante conquista de la libertad. Se habría así demostrado de modo palmario que, por utilizar la fórmula de Mario Vargas Llosa, los verdaderos bárbaros de nuestro tiempo son quienes pretenden disociar justicia y libertad para destruir la segunda con el pretexto de llegar más rápido a la primera.

Sí, verdaderamente, el año de 1989 nos ha traído el colapso de este palacio de cristal que fue el sueño de los intelectuales del siglo XIX, Lenin es el muerto del año. El comunismo, la gran fantasía de nuestro tiempo, no se está reformando, se está desintegrando. La «perestroika» no es una solución reformista para él, sino una transición hacia la liquidación. Los acontecimientos recientes demuestran de manera fehaciente que no sólo está en conflicto con la libertad sino con la naturaleza humana y con la creatividad. Su fracaso no es sólo político, o sólo económico, sino de las dos cosas a la vez: tenemos, pues, la seguridad de que hay una correlación entre ambos terrenos como hemos afirmado durante mucho tiempo. Quienes están llegando al poder en los países de Europa del Centro y del Este, después del colapso del totalitarismo comunista, no quieren la democracia socialista sino la democracia, ni la economía socialista sino, simplemente, la economía. Las mismas fórmulas del «socialismo con rostro humano» a lo Dubcek, han demostrado ser transicionales. Ni siquiera esta penúltima revolución de la libertad nos trae Europa como una «casa común» a lo Gorbachov, sino una Europa de las libertades que ya conocíamos, pero de la que a veces, acostumbrados a sus beneficios, habíamos olvidado sus fundamentos más radicales. Lo que hace falta ahora es que nos demos cuenta de que la Libertad es un bien escaso y frágil y que, por lo tanto, siempre será necesario defenderla. La mejor forma de hacerlo (que además corresponde a toda una obligación moral) consiste en que quienes ya la tienen la promuevan entre quienes no disponen de ella.

Catedrático de Historia Contemporánea, UNED