La batalla de Las Navas de Tolosa (16 de julio de 1212) fue la mayor de las libradas entre musulmanes y cristianos en suelo hispánico, marcó un hito en la historia de lo que tradicionalmente conocemos como reconquista y proporcionó argumento tanto para la historia como para la leyenda sobre la Edad Media española. Se trata, ante todo, de un acontecimiento militar, una de las grandes batallas del mundo medieval europeo y mediterráneo, y como tal puede ser estudiada en su preparación inmediata y desarrollo.
Para entender mejor el suceso, es necesario también conocer los planteamientos estratégicos, políticos y guerreros, que regían las relaciones de los reinos de la España cristiana entre sí y con el Imperio Almohade, en el que estaba integrado al-Andalus. Además, toda gran batalla se puede considerar como momento en el que se ponen de manifiesto con mayor claridad muchas estructuras y tendencias generales de las sociedades que se enfrentan en ella porque esto contribuye a explicar su significado histórico. Interesa igualmente observar la utilización de tan excepcional suceso como argumento de propaganda y la formación de leyendas que desbordan y desfiguran lo que sucedió pero acaban teniendo mucho peso en el imaginario colectivo: Las Navas y Covadonga son las batallas medievales hispánicas que han producido mayor cantidad y calidad de propaganda y leyenda. Por último, las grandes batallas pueden erigirse en símbolos, en este caso del enfrentamiento entre dos civilizaciones, aunque esto pertenece más bien al territorio de las construcciones intelectuales propias de los teóricos de la Historia global.
España cristiana e Imperio Almohade (1157-1212)
Las Navas fue un momento culminante dentro del conjunto de circunstancias que rigieron la vida política y militar de los reinos hispánicos durante la segunda mitad del siglo XII y el primer cuarto del XIII. La muerte de Alfonso VII de León y Castilla en 1157 puso fin al último proyecto para organizar un Imperium que diera cohesión y jerarquizara los poderes políticos existentes en la España de la época. León y Castilla tuvieron reyes distintos hasta 1230; se consolidaron el nacimiento de Portugal y la restauración de Navarra como reinos independientes, y tomó su primera forma la Corona de Aragón al unirse en la misma persona los títulos de rey aragonés y conde de Barcelona. Sucedió todo aquello en un ambiente donde alternaban las alianzas y paces con las guerras de frontera, los intentos de ganar o recuperar territorio a costa del vecino reino —así sucedió en las relaciones entre Castilla y Navarra— y, al mismo tiempo, de conseguir mayores expectativas de expansión futura a costa de al-Andalus, bien mediante tratados «de partición», como sucedió entre Castilla y Aragón, bien por la misma fuerza de los hechos, como ocurrió en las relaciones de León con Portugal. Entonces comenzaron a formarse fronteras y límites territoriales que duraron siglos, a veces hasta nuestros días.
Mientras tanto, la reforma religiosa y la integración política que el movimiento almohade llevó a cabo, sometiendo a su dominio el norte de África y al-Andalus, puso fin las grandes conquistas y avances que los cristianos habían conseguido entre 1135 y 1157. Los almohades reforzaron especialmente la frontera occidental para proteger Sevilla, que era su capital peninsular, pero también se hicieron cargo de la oriental cuando murió en 1172 el último rey taifa, el Rey Lobo, que dominaba en Valencia y Murcia. Así, la frontera se estabilizó y aumentó el peligro, las incursiones de castigo y saqueo a uno y otro lado proliferaron mientras que los avances casi cesaron: solo Alfonso VIII de Castilla, que gobernaba el reino más fuerte, pudo hacerse con algunas plazas de importancia en zonas marginales (Cuenca, 1177, Alarcón, Moya; Plasencia en 1186). El riesgo era tal que nacieron cofradías y órdenes militares específicas para defender con sus propios recursos la frontera, fueran cuales fuesen las relaciones entre los reinos cristianos: Calatrava en 1157, San Julián del Pereiro —luego Alcántara— y Santiago en la década de los setenta, amén de otras cofradías locales (Ávila, Alcalá de la Selva, Montegaudio y San Jorge de Alfama en Aragón, donde también operaban las órdenes militares nacidas en Jerusalén, en especial las del Hospital y el Templo).
El 19 de julio de 1195, los almohades derrotaron a Alfonso VIII en la batalla de Alarcos, cerca de la actual Ciudad Real, y se hundió la frontera en la zona castellana del Guadiana, situándose de nuevo a pocas decenas de kilómetros al sur de Toledo, aunque los caballeros calatravos conservaron algunos puntos avanzados, por ejemplo Salvatierra, en las estribaciones manchegas de Sierra Morena. Además, Alfonso IX de León y Sancho VII de Navarra aprovecharon la circunstancia para atacar al castellano en sus respectivas fronteras, lo que hizo más difícil la situación y permitió a los almohades lanzar nuevas campañas de devastación en 1196 y 1197, pero su capacidad militar también era limitada, de modo que siguió un largo periodo de treguas encadenadas hasta 1210.
La concordia entre los reinos cristianos se consiguió lentamente durante aquellos años: fin de las guerras de frontera entre Navarra y Castilla en 1200, paz castellano-leonesa firmada en Cabreros (1206), inquietud de Pedro II de Aragón ante la conquista almohade de las islas Baleares, hasta entonces bajo dominio almorávide, en 1203. Este su-ceso fue un estímulo más para considerar el retorno a la guerra contra los almohades: en febrero de 1209, el papa Inocencio III encargó al arzobispo de Toledo, el navarro Rodrigo Jiménez de Rada, la preparación de la cruzada en Castilla, según el ejemplo que ya daba Pedro II en Aragón. La cruzada, y la consiguiente concesión de indulgencias a quienes participaran en ella, comenzó a predicarse en todos los reinos de la España cristiana a finales de 1210 mientras que poco después, por su parte, los almohades comenzaron a trasladar «voluntarios de la fe» (muyahidines) y otras tropas desde el norte de África a Sevilla, donde se concentraron también los contingentes andalusíes.
El abigarrado ejército del sultán almohade, «innumerable y como langostas que levantan el vuelo», según la hiperbólica descripción de una crónica musulmana, se puso en marcha lentamente para replicar a las incursiones que ya hacían los cristianos y sitió el castillo avanzado de Salvatierra entre junio y septiembre de 2011 hasta conseguir su capitulación. Salvatierra valía más como símbolo que como realidad estratégica, y así lo demostró el esfuerzo que Alfonso VIII y Jiménez de Rada pusieron en la preparación de la campaña de 1212, donde tanto ellos como el sultán almohade Abú ‘Abd Alláh Muhammad al-Násir preveían acciones mucho más amplias y decisivas por sus resultados militares y por su eco propagandístico.
La batalla
Se eligió como teatro de operaciones el que venía siendo habitual en los enfrentamientos principales ocurridos desde mediados del siglo XII, que era el camino de Toledo al valle del Guadalquivir a través de La Mancha y Sierra Morena, prefiriendo a la ruta Toledo-Córdoba la variante oriental, que utilizaba el paso del Muradal o de Despeña-perros y se abría al alto valle, en tierras de Úbeda y Baeza, Jaén y Andújar. Las conquistas en esta ruta tenían la doble ventaja de acentuar el aislamiento del Levante andalusí y crear un bastión en el alto Guadalquivir desde el que era posible amenazar por una parte el sureste murciano y almeriense, por otra la campiña cordobesa y sevillana, y, tercera posibilidad, avanzar hacia Granada y la costa mediterránea. Era la opción preferible para Alfonso VIII porque estaba en el centro del ámbito de expansión castellano, dañaba más a los almohades —que también habían valorado la importancia de aquella ruta en 1211 por los motivos estratégicos contrarios a los que acabo de exponer— y podía atraer mayores ayudas y combatientes, en especial de Aragón.
Las tropas cristianas se concentraron en Toledo a lo largo de mayo de 1212: la mesnada del rey, las de muchos nobles y las de órdenes militares, las milicias de los concejos, los voluntarios. Pedro II acudió con el contingente aragonés, según se había pactado meses atrás, y Sancho VII de Navarra llegó en el último momento al frente de 200 de caballo, pero los reyes de León y Portugal no participaron aunque hubo caballeros de ambos reinos a título personal. Vinieron también algunos grupos de cruzados de diversas regiones francesas pero la mayoría se retiraron durante la marcha hacia el sur, antes de la batalla. Mientras tanto, los musulmanes se preparaban en Sevilla, procedentes del norte de África y de al-Andalus: tropas del califa, mercenarios turcos, voluntarios de la fe, contingentes andalusíes.
El coste de la operación era enorme, tanto en sueldos como en aprovisionamientos, y lento el movimiento de aquellas masas humanas, que comenzaron a desplazarse desde sus bases a partir del 20 de junio de 1212. Se ha fantaseado mucho sobre su número desde entonces hasta hoy: podemos considerar como cifras realistas de tres a cinco mil de caballo, con otros tantos hombres a su servicio, y en torno a diez o doce mil peones combatientes, por parte cristiana, y tal vez el doble de efectivos por el lado musulmán, pero con predominio de la caballería ligera y de peones con armamento peor o más heterogéneo. En resumen, «dos grandes contingentes, que respondían a tradiciones culturales, militares y técnicas diferentes […] en todo caso, una concentración verdaderamente excepcional para la época» (F. García Fitz).
Las maniobras de aproximación incluyeron el empleo por el ejército cruzado de un paso hasta entonces desconocido, lo que le permitió situarse en el campo de batalla sorprendiendo al califa almohade, que esperaba en posición algo más elevada frente a la llamada Mesa del Rey, con la confianza, tal vez, de que sería suficiente bloquear el puerto del Muradal sin llegar al extremo de librar una batalla campal. La táctica de los cristianos consistió en cargas de cuerpos de caballería pesada, organizados en tres bloques cada uno con otras tantas grandes unidades o batallas, apoyados por alas de unidades menores y por los cuadros de peones que los seguían, y se pudo ejecutar aunque con grandes trabajos y pérdidas, mientras que los almohades no pudieron desplegar bien sus maniobras, consistentes en sucesivos ataques de caballería ligera, seguidos de retirada, para atraer a los enemigos, ponerlos al alcance de los tiradores de arco y envolverlos con apoyo de las alas de jinetes y peones, todos ellos respaldados en una línea de defensa compacta de guerreros a pie, a modo de «muralla inexpugnable», que protegía al sultán, su tienda y fardaje, línea imaginada por autores lejanos ya al momento de la batalla como un palenque cuyo tamaño y fortaleza crecen a medida que más tardía es la descripción.
El combate se había iniciado en la mañana del 16 de julio y solo después de varias horas y de pasar por momentos críticos consiguieron Alfonso VIII, Sancho VII y Pedro II romper la línea defensiva, llegar al emplazamiento del sultán, provocar su huida y la desorganización de los musulmanes: muchos de ellos cayeron, perseguidos por los cristianos, en la desbandada que siguió hasta la caída de la tarde. En los días que siguieron a la gran batalla librada sobre aquellas navas situadas entre las actuales poblaciones de Santa Elena y Miranda del Rey, Alfonso VIII tomó algunos castillos e incluso entró en Baeza y saqueó Úbeda antes de regresar a Toledo con miles de cautivos y gran botín, mientras al-Násir se retiraba a Sevilla considerando con un providencialismo directo propio de aquellos tiempos que «así son las guerras, que Dios ha dispuesto tengan variada fortuna y ha concedido campo para todos los pueblos».
Aquellas sociedades vivían en estado de guerra endémico pero las grandes batallas eran acontecimientos excepcionales y, en contra de lo que se pueda suponer hoy, casi nunca decisivos aunque permitían bloquear el paso del enemigo, mermar su capacidad ofensiva y ampliar o reorganizar el espacio que ya se dominaba. La victoria de Las Navas consiguió aquellos efectos pero no más: Alfonso VIII consolidó el dominio de La Mancha y de los pasos de Sierra Morena, recuperó el castillo de Dueñas, donde se alzó el actual de Calatrava la Nueva, pero no el vecino de Salvatierra, que retuvieron los musulmanes hasta 1225, tomó Alcaraz y ayudó a Alfonso IX de León a conquistar Al-cántara, todo ello en 1213. Después, se renovaron las treguas entre Castilla y los almohades hasta 1224, de modo que la conquista del valle del Guadalquivir comenzaría años más tarde, en otras circunstancias que para nada dependían o derivaban directamente de lo ocurrido en Las Navas.
Leyenda y propaganda
Para los autores cristianos, Las Navas se convirtió en «la Batalla» por excelencia y, en el futuro, un medio de probar o acrecentar nobleza y prestigio consistiría en demostrar la presencia de algún antepasado en ocasión tan honrosa y señalada: así sucede, por ejemplo, en el relato sobre el origen del linaje de Cabeza de Vaca en el vaquero Martín Alhaja, que habría guiado a Alfonso VIII y los suyos por el paso que les condujo al campo de batalla, o en la narración de cómo un caballero llamado Reinoso vio y mostró al rey la cruz que habría aparecido en el aire antes de comenzar la lucha. Debo decir, en descargo del supuesto oscurantismo medieval, que los relatos sobre milagros y sucesos maravillosos relacionados con la batalla llegaron a su apogeo en los siglos XVI al XVIII cuando, por ejemplo, algún autor identificó al posible Martín Alhaja con un inverosímil san Isidro labrador.
Por otra parte, la vinculación tradicional de diversos trofeos y reliquias con Las Navas es dudosa o falsa en bastantes ocasiones: así sucede con el famoso pendón que se expone en el monasterio de Las Huelgas de Burgos, o con las cadenas que guarda la abadía de Roncesvalles, o también con la cruz arzobispal de Domingo Pascual y el pendón conservados en Vilches. Por el contrario, podrían ser auténticos testigos de la batalla la cruz de Las Huelgas, los restos del pendón real de Alfonso VIII en la catedral de Burgos o la pequeña talla de la Virgen con el Niño, llamada «de Tovar», en la parroquia palentina de Meneses de Campo.
Hubo también fuertes diferencias a la hora de exaltar la importancia decisiva de la participación de unos u otros, según el reino al que perteneciera el cronista o narrador, como sucede al atribuir el protagonismo en el asalto al palenque del sultán: ¿fue el noble castellano Álvaro Núñez de Lara, alférez de Alfonso VIII, o Diego López de Haro, señor de Vizcaya, que mandaba la vanguardia castellana, o el rey navarro Sancho VII, o acaso un aguerrido grupo de caballeros aragoneses?
Pero, más allá de estas divergencias en la atribución de honra, y antes de que comenzaran a crecer las dimensiones del palenque de al-Násir o a aumentar el número y categoría de las reliquias de la batalla, Las Navas siempre se consideró como victoria de todos: medio siglo después, cuando Alfonso X ordenó escribir la Primera Crónica General, la batalla simbolizaba ya el preludio de las grandes conquistas ocurridas desde 1225-1230, y se imaginaba como una ocasión suprema en la que se había manifestado el espíritu común de restauración y reconquista. El autor de la crónica pone en boca de Alfonso VIII, durante la arenga que precedió a la lucha, la frase siguiente: Amigos, todos nos somos españoles, et entráronnos los moros la tierra por fuerça. Es verosímil que el rey hablara así, y también que empleara el gentilicio español, cuyo uso en la Península para referirse a todos sus habitantes de la parte cristiana se generalizó precisamente en los últimos decenios del siglo XII, en sustitución de los latinos usados hasta entonces.
Y, en fin, Las Navas sirvió para probar ante otros poderes y reinos de Europa que la cruzada era eficaz en la Península y que los españoles, con sus reyes al frente, apoyaban el espíritu común europeo desde su singular posición de frontera con el mundo islámico, recuperando con sus propias fuerzas la independencia e integridad de la antigua Hispania. Así lo expresaron Alfonso VIII y su hija Berenguela en las cartas que enviaron comunicando la victoria, el arzobispo Jiménez de Rada en su Historia de rebus Hispaniae, y el canonista portugués Vicente Hispano cuando reflexionaba hacia 1215 sobre la independencia de los reinos de España respecto al imperio romano-germánico porque sus gentes valerosas habían restaurado poder político y culto cristiano al margen de la autoridad imperial e incluso de la pontificia (soli Yspani virtute sua obtinuerunt imperium et episcopos elegerunt), y todo ello con hechos decisivos, no mediante los regateos y proclamas verbales tan presentes en otras contiendas europeas (facto ut ispanus, non autem verbis, ut francigena).