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De buenas a primeras, evadir impuestos constituyendo una fundación pública y sin afán de lucro, declarada por el Ministerio de interés social, suena raro. Uno evade impuestos subtilizando la fuente de sus recursos, evaporando su rastro, pero no erigiendo una fundación. Si una fundación emplea a cincuenta personas, los cincuenta salarios mensuales que consume cada trabajador en su regocijo familiar no representan un ahorro para nadie, menos que nadie a la fundación, sino gasto, mucho gasto. Sin embargo, concedamos al PSOE que no faltan fundaciones evasivas. Hay sociedades mercantiles que buscan en éstas un lucro indirecto: constituyen una fundación con el mismo nombre que sus empresas y aportan a su patrimonio los mil millones que pensaban invertir en la publicidad de éstas, con lo cual obtienen esa misma publicidad con las actividades benéficas, convenientemente aireadas, de sus fundaciones, pero sin pagar impuestos de sociedades o a un tipo impositivo menor (10%).

Con esta prevención fue aprobada la Ley 30/1994, de 24 de noviembre, de Fundaciones y de Incentivos Fiscales a la Participación Privada en Actividades de Interés General. La intervención administrativa, por medio del Protectorado, abraza en esta Ley la actividad entera de la Fundación, sobre la que gravitan oprimentes deberes de autocontrol y documentación y cuya capacidad de obrar se halla inflexiblemente limitada. La presunción permanente del legislador es que las fundaciones son sociedades mercantiles codiciosas de lucro. En efecto, desde un ángulo fiscal, las fundaciones son consideradas en esencia como sociedades mercantiles -sociedades que quieren evadir impuestos- y por ello el Derecho supletorio aplicable es la Ley del Impuesto de Sociedades (artículo 40.2); no obstante, en atención a su especialidad, se les permite aprovecharse de «incentivos fiscales», que consisten en quedar exentas del expresado impuesto en las actividades de su giro principal y tributar lo demás a un tipo menor. Naturalmente, estos incentivos fiscales son, si se los compara con el régimen general de sociedades, un privilegio y los privilegios son excepcionales, de donde nace -se concluye- el título y el deber de la intervención administrativa.

Es entonces cuando creemos nuestro deber deshacer esta falsa presunción y afirmar con grave acento que las fundaciones no son las sociedades mercantiles confitadas que el PSOE imagina, sino lisa y llanamente obras altruistas, obras generosas. Y lo son por imperativo legal: si el lucro es la metáfora del egoísmo, las fundaciones son «organizaciones constituidas sin ánimo de lucro» (artículo 1.1); si cada cual busca su particular beneficio, las fundaciones se hallan por fuerza enderezadas a la persecución de unos «fines de interés general» (artículo 2.1) que deben «beneficiar a colectividades genéricas de personas» (2.2). Las fundaciones que quieren publicidad desgravada no son, en realidad, fundaciones, sino su degeneración y bastardía, y solo existen para que destaque el resplandor de las buenas. Con lo cual se impone una importante distinción entre vigilancia de los fines y estatuto de las fundaciones; los primeros deben ser vigilados por una intervención administrativa tan intensa como se quiera, pero, si los fines son los legales, entonces las fundaciones deben gozar del estatuto que se mercecen y pasar en la concepción de los poderes de ser una sociedad mercantil encubierta, a la que hay que desenmascarar, a ser una iniciativa privada ejemplar, digna de aplauso y de apoyo.

Las fundaciones no son una excepción al régimen general de sociedades, son otra cosa.

Primero, no son una excepción, un privilegio, sino un derecho fundamental (artículo 34 de la Constitución) y ante uno de éstos las intervenciones administrativas caen como las puertas de la ciudad de Jericó. Los derechos fundamentales disfrutan de fuerza expansiva y sus limitaciones, en cambio, deben interpretarse restrictivamente. El derecho de fundar y las fundaciones que resulten de ese derecho son la regla y las limitaciones su excepción, no al revés (García de Enterría). La vigente Ley ignora esta nueva calificación de las fundaciones operada por nuestra Constitución y de ahí que las someta, sospechando de ellas, a una «libertad vigilada» (J.L.Yuste)

En segundo lugar, es un derecho fundamental noble y altamente cívico. No hace falta escudriñar la conciencia de los fundadores; si la actividad de la fundación proporciona bienes y valores a la comunidad, bienvenida sea; y si los fundadores hermosean su imagen ante los ciudadanos, pues tanto mejor, se lo merecen, han contribuido a su enriquecimiento moral o cultural. Pareciera que en España solo puede fundar quien al mismo tiempo empeora en la consideración de sus contemporáneos, luciendo de esta manera la sinceridad y pureza de sus intenciones. Solo a quien renuncia a este mundo se le permite mejorarlo.

Por todo lo dicho, tiene razón Pujol, hay que cambiar la Ley o sustituirla por otra de nueva planta. En ella las fundaciones que realmente lo son, altruistas y benefactores, así declaradas por el Ministerio al inscribirlas en el Registro, gozarían de un estatuto acorde con su naturaleza. La Administración vigilaría por que los fines de las fundaciones se cumplieran, pero si efectivamente su cumplen, entonces no se atisba la legalidad del hecho imponible del impuesto de sociedades, no se ve por qué deben tributar ni siquiera estar exentas ni disfrutar de «beneficios fiscales». No debe haber beneficios fiscales porque no procede el impuesto toda vez que no hay lucro susceptible de gravamen y, de existir, el sujeto pasivo sería el beneficiario de su actividad fundacional, como en otros supuestos lo es el donatario, el legatario o el heredero.

En múltiples ocasiones José Luis Álvarez, autor del libro Sociedad, Estado y Patrimonio Cultural (1992), ha insistido en que los beneficios fiscales son baratos para la Administración. «El Estado no renuncia a nada -dice-. Lo que recauda son cifras ridiculas; ese trato fiscal no es un privilegio, sino un derecho. El Estado no acaba de comprender algo tan fácil como que con bonificaciones fiscales se benefician las arcas del Estado: si un particular invierte 1000 millones en una restauración y el Estado le concede una bonificación de 300, está claro que el Gobierno se ahorra 700.» Otra cosa es que el Estado se ahorre los 1000 millones al dejar la restauración sin hacer.

En suma, saludamos con alegría los buenos propósitos del Molt Honorable Senyor, Jordi Pujol, President de la Generalitat de Catalunya. Ojalá en este punto el Gobierno de España sepa entender catalán como hablarlo sabe su Presidente, o aún mejor.

Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) es doctor en Filosofía y licenciado en Filología Clásica y en Derecho. En 1993 ganó las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número 1 de su promoción. Desde 2003 es director de la Fundación Juan March. A lo largo de una década publicó cuatro libros en torno a la ejemplaridad: Imitación y experiencia (2003), Aquiles en el gineceo (2007), Ejemplaridad pública (2009) y Necesario pero imposible (2013). Ha reunido su producción ensayística en dos compilaciones: Tetralogía de la ejemplaridad (2014) y Filosofía mundana. Microensayos completos (2016). En 2004, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por su primer libro. Es patrono del Teatro Real y del Teatro Abadía. Miembro del Consejo de Dirección de Nueva Revista.