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Un día del mes de mayo de 2011 los españoles se enteraron de que una manifestación de indignados, como poco después empezaron a llamarse, había decidido prolongar su protesta acampando, al parecer sin término definido, en la madrileña Puerta del Sol. Más o menos al tiempo y, como si de una epidemia se tratase, fueron ocupadas otras plazas en diversas capitales y en estrecha conexión con los de Sol. El suceso tuvo inmediatamente ecos de todo tipo y pronto empezó una catarata de interpretaciones propiciada por la confusión misma de los hechos, al menos en una primera fase. Es oportuno recordar aquí lo que contestó Chesterton a quien le pedía su opinión sobre los franceses: «No sé, no los conozco a todos». Hay que tener en cuenta que estamos contemplando, además, un suceso que no ha concluido, algo in fieri, y que podría pasar por algunos guadianas para reaparecer en cualquier otro momento, porque, independientemente del éxito a corto plazo que puedan considerar alcanzado los líderes que vayan surgiendo, es bastante obvio que se ha desatado un proceso con características inéditas en lo que llevamos de democracia. Quienes se obstinen en hacer una lectura partidista, según la cual se trataría de poner en aprietos a un PP que amenaza con ganar en las generales, deberían pensar que tampoco habría que desechar la verosimilitud del efecto contrario, que haya más votantes al PP por el miedo que desencadena un proceso de apariencia, al menos, revolucionaria.

La historia política solo parece coherente cuando se contempla a toro pasado. Antes de que las cosas sucedan, la coherencia ocupa un lugar mediano, apartada por lo imprevisible, lo azaroso y lo discontinuo. Si eso es así en general, la contingencia se acentúa cuando se viven tiempos excepcionales, y estos lo son, sin duda alguna. No hace falta esforzarse en demostrarlo cuando acaban de dimitir tres miembros del Tribunal Constitucional, por lo demás, de filiaciones muy distintas. Nos está pasando algo que no cabe resumir en un «lo de siempre», y eso hace que el panorama pueda ser especialmente sombrío, en especial si los políticos renuncian a coger el toro por los cuernos, como se dice de forma tan expresiva. Lo que estamos viendo, de momento y por el contrario, son meros intentos, especialmente por parte de algunos personajes del PSOE, de abonarse a la energía que pueda tener el movimiento y aprovecharlo. Claro es que tampoco cabe desechar que todo acabe, como han dado a entender las manifestaciones del 19 de junio en toda España, en un intento de revivir a la izquierda desde su izquierda, una intentona de huelga general anticapitalista promovida por las cenizas del fuego ideológico que buscó atizar Zapatero durante estos años, aunque fracasando estrepitosamente en la gestión, y al que, poco a poco, se irán incorporando los santones de esa nueva izquierda como Garzón o los chicos de la ceja, hasta ahora un tanto perplejos y remisos a mezclarse con algo que pudiera sonar a ingratitud con su presidente. Es una de las posibilidades, un zapaterismo anticapitalista tras el hundimiento político de su gran mentor ideológico.

Los síntomas

La primera característica de este suceso de apariencia tan singular era, efectivamente, su diversidad. La Puerta del Sol se convirtió en lugar de peregrinación al que, además de los miles de partícipes más o menos estables, se acercaban todo tipo de personas a ver y a intervenir en lo que allí se trajinaba, algo sobre lo que ha habido numerosas cavilaciones y augurios. Pese a la mucha confusión del caso, pronto se fueron haciendo evidentes una serie de factores capaces de explicar no lo que estaba pasando sino, algo más general, el que fuera posible que pasase. Vale decir, pues, que el desencadenante último del asunto era mucho más inasible, lo que facilitaba la aparición de las más curiosas teorías, de fondo político y de factura más o menos conspiranoica, un género que siempre entretiene al público y que se cultiva con facilidad cuando las comprobaciones no son fáciles.

Las causas que pueden explicar la posibilidad de la serie de acontecimientos que se desencadenaron en torno a mediados de mayo de 2011 son muy diversas; en primer lugar, la sensación, muy extendida, de que nos encontramos ante una crisis algo más amplia que su aspecto puramente económico. Ello ha precipitado un espectacular hundimiento de la credibilidad del gobierno, cuyo fracaso electoral se haría muy patente en las elecciones, pocos días después de iniciadas las revueltas.

El altísimo nivel de paro juvenil, en el entorno del 45%, y la frustración de una generación supuestamente bien preparada pero bastante incapaz de asumir iniciativas, de tener una actitud emprendedora y acostumbrada a sobrevivir merced a las políticas de ayudas, subsidios y subvenciones, prácticas que es obvio que han de entrar en grave crisis por la incapacidad física de continuar incrementando el nivel del gasto público.

El enorme desprestigio de lo que se llama ya la «clase política», cuya imagen se ha deteriorado muy rápidamente por el crecimiento y la gran notoriedad alcanzada por la corrupción y por determinadas medidas que mostraban un alto nivel de insensibilidad e indiferencia ante la situación real de la mayoría de los españoles. El rígido sistema de partidos que se ha establecido en España favorece que las fuerzas políticas dediquen gran parte de sus energías a discutir asuntos que, en muchas ocasiones, apenas interesan a los ciudadanos, lo que ha favorecido mucho la idea de que ellos van a lo suyo, que es el sentimiento que subyace a uno de los eslóganes más repetidos en las diversas escenificaciones del movimiento de los indignados: «¡Que no nos representan, que no!».

El activismo a través de las redes sociales ha ido condensando multitud de pequeños grupos capaces de ejecutar acciones perfectamente planificadas. Estos núcleos son conscientes de que en un panorama tan crítico y tan débil, desde el punto de vista de la cultura política, como el español, que no parece conocer intermedios entre la sumisión y la revuelta revolucionaria, un grupo que se organice y sea capaz de permanecer, puede llegar a obtener lo que quiera, independientemente de los medios que haya empleado para conseguirlo. Pongamos un ejemplo: la reciente sentencia del Tribunal Constitucional permitiendo a Bildu la participación plena en las elecciones sin que ETA haya dejado de existir puede ser leída como una legitimación a posteriori del terrorismo, algo así como «No importa que asesines, violes y te saltes la ley, si tienes un número suficientemente alto de partidarios». Esa deberá ser, por cierto, la lectura que los indignados más radicales, es decir, «podremos hacer lo que nos dé la gana con tal de que mantengamos la presencia y la lealtad de un grupo numeroso».

Un buen número de organizaciones de extrema izquierda, que nunca han creído en lo que llaman democracia formal, ha estado desde el principio entre los organizadoresdel movimiento y, aunque no siempre han conseguido imponer sus consignas, lo han dotado de algunas capacidades que no hubieran podido improvisarse, y han pugnado por la institucionalización de la revuelta para, en colaboración con organizaciones antisistema, facilitar la eclosión de acciones violentas muy alejadas de la voluntad de una gran mayoría de los que estuvieron en el inicio del movimiento.

Por lo que cuentan muchos de los asistentes a las asambleas, en Sol se ha desencadenado un proceso de diálogo y de deliberación que les resultó fascinante. La verdad es que la sociedad española no está acostumbrada a debatir y, aún menos, a hacerlo con orden y sentido. Es normal, por tanto que los visitantes de Sol quedasen admirados ante interminables y respetuosas discusiones en las que parecía abolido el protagonismo, el liderazgo. Una especie de atracción fatal por el adanismo, en mixtura con una espectacular falta de cultura democrática, explica muy bien el arrobo con el que muchos cuentan que allí está surgiendo algo nuevo.

Los diagnósticos

El fenómeno que nos ocupa puede diagnosticarse mediante dos aproximaciones, una atendiendo a razones de tipo social y otra de tipo político. Desde el punto de vista sociológico, parece bastante evidente que el público que nutre el fenómeno analizado se encuentra en una situación de desempleo o de subempleo y carece, casi por completo, de expectativas. Se trata de un fenómeno extenso, grave y preocupante. Toda una generación de recambio, que debería estar a las puertas de su integración en la vida económica y profesional, se encuentra varada en las playas del desempleo, la ausencia de iniciativa, la adolescencia forzada y la absoluta falta de horizonte laboral y personal.

Se trata, además, de una generación cuya infancia ha sido, generalmente, placentera y larga, y que no acaba de llegar a su meta precisamente porque, en contraste con lo que han vivido mientras han permanecido en completa dependencia de sus padres, se enfrentan a un futuro muy difícil. Es verdad que en el movimiento al que nos referimos se integran otros tipos sociales, pero el predominante, y el que le ha dado su originalidad, es ese. Este problema no es de naturaleza primariamente política, pero es imposible comprender sus raíces, y acertar con sus remedios, sin tener en cuenta el desarrollo de la democracia en España.

Desde el punto de vista político, hay un diagnóstico que se repite con mucha frecuencia y que oculta un gigantesco equívoco. El sistema no funciona, se dice, los políticos no solo no resuelven nuestros problemas sino que constituyen un problema que preocupa a muchos. Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que no funciona? Mi hipótesis no es que el sistema falle, sino que, entre unos y otros, el marco constitucional se ha ido deteriorando sin que se llegase nunca a aplicar más que en beneficio de una parte. Análisis parecidos podrían hacerse sobre el funcionamiento de los partidos; no hay ninguna ley que habilite sus prácticas más necias, su intolerable apropiación de todo, pero los sostiene el poder de los votos y como, más allá de ellos mismos, no hay un sistema democrático que reaccione contra sus excesos y que se defienda, menos habrá un poder que defienda las libertades de los ciudadanos, sobre todo cuando muchos ciudadanos estén, como están, dispuestos a sacrificar su libertad por cualquier promesa, ventaja o bagatela. Que el sistema no funciona quiere decir, sobre todo, que nadie defiende el interés general, que nadie se detiene a pensar que lo que pudiera ser beneficioso para una autonomía, es un ejemplo, podría ser letal para todos los demás, o que lo que pueda convenir al sistema financiero podría resultar muy dañino para la mayoría de los ciudadanos que pagan pacíficamente sus impuestos.

El sistema es tan débil que invita a tomarlo a chacota, y por eso ni funciona, ni puede funcionar. Pero su debilidad no depende de su forma jurídica, sino de la falta de ambición y de valor de quienes lo gestionan, siempre dispuestos a ceder al empuje de los menos contra los derechos e intereses de los más. El artículo 155 de la Constitución autoriza al gobierno para impedir que, por ejemplo, una autonomía atente al interés general, pero los jerifaltes han aprendido hace tiempo que los tigres de Madrid son de papel.

¿Hay que reformar el sistema? No hay ningún sistema que sea perfecto, ni falta que hace que lo sea. Lo que necesitamos es políticos que de verdad hagan política, y no meros administradores de un bienestar que ya es cosa del pasado, nos pongamos como nos pongamos. En cualquier caso, sería lamentable que, tratando de salir al paso de una posible instrumentalización política, se dejase de hacer un análisis de los problemas, bien hondos y reales, que este movimiento está trayendo a primer plano, o que nos negásemos al análisis de esas cuestiones por el mero rechazo a las supuestas soluciones que apuntan los acampados, a ese refuerzo, imposible y voluntarista, de una sociedad universalmente subvencionada, una posibilidad tan absurda como la quimérica hazaña del barón de Münchhausen que afirmaba haberse librado de perecer ahogado en un pantano tirando de sus pelos hacia arriba.

Las perspectivas

Tenemos una democracia que ha premiado abundantemente la irresponsabilidad, que ha tendido a tirar casi siempre por la línea del mínimo esfuerzo, y hace falta que alguien le diga a los españoles que así no se va a ninguna parte. Es evidente que no abundan los ciudadanos capaces de soportar el discurso churchilliano de «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», pero no debiera haber mucha duda de que, si se quiere hacer cualquier política de alcance, habrá que extender entre los electores la idea de que es enteramente engañoso esperar que la solución nos venga de lo alto, que quepa cualquier especie de milagro, o que la solución pueda venir de algo así como una persecución sañuda de ricos y banqueros. Poco se podrá hacer si no se extiende la idea de que el problema que nos afecta es bastante más complejo que un déficit brutal, o que un paro insoportable, y que no puede resolverse de manera voluntarista, que es lo que sueña la supuesta salida de izquierdas de la crisis.

En cierta ocasión, le preguntaron a Chou En Lai su opinión sobre la Revolución francesa, y respondió que todavía no había suficiente perspectiva para juzgarla. El 15-M tiene una vida todavía muy corta y es posible que acabe por quedarse en nada, aunque el pronóstico no pueda ser seguro. Desde sus orígenes ha experimentado una serie notable de transformaciones. Los acampados eran, al comienzo, un movimiento atractivo y original, decían cosas que muchos piensan y, aunque no sabían nada de soluciones, en lo que no son mucho peores que casi todos los demás, significaron un cierto soplo de frescura. Era mosqueante que tomasen el nombre de un panfleto francés lleno de bobadas, pero todo era disculpable en ellos, en la medida en que eran el testimonio de que algo olía a podrido, y no precisamente en Dinamarca.

Pronto cayeron en la tentación de descubrir lo que no existe, lo que es imposible, y la escasa ilustración media no les ayudó a buscar salidas positivas y viables, pero eso era todavía disculpable porque no ha existido, que yo sepa, ni una sola revolución que empezase con las cosas claras y con ideas precisas: todas han sido contra y han aprendido después, con enormes costos, cómo restaurar el orden trastocado, cómo lograr un nuevo orden mejor que lo anterior, y son abundantes los que piensan, además, que eso no se ha logrado nunca.

En cualquier caso, el movimiento se encapsuló y empezó a verse rodeado de lo peor de cada casa, un riesgo cierto que creo no han sabido sortear los más despabilados. Las revoluciones son, además, como decía Baroja, épocas para histriones en las que todos los gritos sirven, todas las necedades tienen valor y todos los pedantes alcanzan un pedestal. Si las cosas fueran a acabar bien, queda para rato, porque la inteligencia, también en política, solo se alcanza trabajando y siempre es difícil.

De momento lo que parece haber sucedido es la toma de la cabeza por gentes que sí creen saber lo que quieren, y eso que creen ya no tiene nada que ver con la denuncia de los fallos del sistema, sino con una determinada opción, muy a la izquierda, rechazada explícita y reiteradamente por la mayoría de los electores, aunque, en general, sea sabiamente utilizada para lograr que la derecha saque los pies del tiesto o muestre su faceta más necia y menos atractiva.

Los asaltos, las protestas por la regulación laboral, las sentadas ante ayuntamientos y parlamentos, forman parte del mobiliario político de los antisistema, es decir de la izquierda que no se esfuerza nada en disimular su condición antidemocrática, casi siempre con la disculpa, por cierto, de su apuesta por una democracia real.

Faltar al respeto debido a la ley es una de las características más frecuentemente subrayadas en la conducta de los españoles. España es, sin duda, un país de privilegios, un viejo país en el que, al tiempo que está vigente un igualitarismo cultural que a veces es chabacano, pero que suele ser llevadero, esa campechanía de la que han hecho gala, antes que nadie, nuestros reyes, funciona de manera muy general el principio de que la ley solo obliga si no hay otro remedio. Podríamos decir, pese a la paradoja, que en España el privilegio es lo normal. Conforme a esa verdad de fondo, los acampados, a los que todo el mundo llama indignados como si solo ellos lo estuvieran, no han encontrado mejor manera de hacer notar su importancia, su poder, que saltarse la ley por su realísima gana. Tienen la buena disculpa de que creen ser una revolución en marcha, y nadie pediría a los revolucionariosque circulasen por la derecha o que no formasen grupos. Lo malo es que también pretenden que su revolución sea pacífica, cosa que suele chocar con algún que otro principio lógico, lo que no creo que les inquiete gran cosa.

Es muy interesante tratar de averiguar cómo vaya a evolucionar todo esto, porque parece que, tras semanas de pluralismo y ambigüedad, los acampados empiezan a obedecer órdenes, y parecen pensar que el mundo se ha hecho para darles la razón, sin que nada fuera de eso tenga ningún sentido democrático, lo que constituye una idea muy pero muy española que ha cosechado éxitos enormes en las tierras vascas. Algunos se quejan de que estos acampados postreros no condenen los movimientos batasunos, pero ¿desde cuándo es razonable que nadie condene aquello que imita, aquello con lo que, en último término, coincide? Bildu ha tenido un gran éxito en el País Vasco, con ayuda de los ingenieros de Moncloa y de Ferraz, y ahora sus hermanos gemelos empiezan a hacerse cargo de tanta indignación en toda España, un movimiento que crecerá como la espuma el día que al PP se le ocurra ganar esas elecciones que no representan a nadie, porque «lo llaman democracia y no lo es».

Una de las cosas que más debería preocupar al PP de todo cuanto está pasando, y probablemente va a ocurrir, es el hecho de que los descontentos, cuya cobertura es la indignación de una izquierda desfasada, pero cuyo fondo de provisión moral es muy otro, ni siquiera consideren que la alternativa política pueda ser una buena noticia. El problema para alguien que crea en la libertad y en la política, algo que debería ser el mínimo común denominador de cualquier político liberal, pero que no lo es, es que hay unas gentes que están ejerciendo su libertad al ocupar las calles, y ni siquiera saben que eso se llama libertad, porque nadie les ha enseñado nada, porque nadie ha dado muestras de que sus sentimientos y sus ideas cuenten, porque no saben que pueden hacer algo, además de agruparse y protestar, y están acostumbrados a que, si lo intentan, resulte por completo inútil, y se cansan de tanto desdén, de tanto despotismo.

Nadie les dice que, además de protestar, pueden y deben hacer algo, por ellos mismos y por su país, porque los políticos dan la sensación de estar encantados con lo que pasa, de que la crisis no va con ellos, tan lejos están de un país que sufre, teme y se encuentra perdido y sin esperanza. Nadie les ha hecho ver que en su país, en nuestra querida España, se pueda influir, se puedan ensayar formas distintas de pensar, proponer ideas atractivas, que se pueda hacer algo más y algo distinto que el mero obedecer o ponerse a aplaudir, que merezca la pena arriesgarse, por ellos y por todos.

Está claro que el inmenso esfuerzo colectivo que supuso la transición, el ansia de «libertad sin ira», ha sido largamente defraudado por los políticos, y que en la política española se ha instalado un simulacro de debate. Todo eso tendrá que cambiar, y a toda prisa. A quienes amamos España nos importa el porvenir de la nación, y ahora todo indica que este viejo país que, a la vez, es tan nuevo y tan distinto a lo que era hace tres décadas, está en una crisis que si no se sabe aprovechar puede llevarnos a donde no quisiéramos ir. Lo primero, por tanto, no trivializar; lo segundo, no reaccionar de modo autoritario frente a una revolución que puede intentar ser tranquila y no puede evitar ser equívoca, pero que se nutre de causas muy nítidas; lo tercero, empezar a hacer política y aceptar el reto, renovarse o morir.

La situación que vivimos es explosiva, aunque es de desear que no estalle y se reconduzca; creo, en particular, que ese sería el mejor de los frutos posibles, que la buena gente perdida que acudía a Sol a la búsqueda de lo que no sabe, acabe por comprender que la solución la tiene a la mano, luchar, trabajar, ser ambicioso, sin limitarse a esperar el maná de quienes aspiran a vivir de hacer promesas que nunca pueden cumplir, y que conducen a caminos sin salida, al desastre colectivo. Estamos ante el fin de un ciclo político, con una crisis económica espectacular, en un entorno mundial completamente distinto, y con casi ocho años a nuestras espaldas de disparates políticos, ideológicos y económicos. De esa izquierda se debiera aprender el atrevimiento para defender las propias ideas, pero hay que dejar que los que creen en algo distinto acierten a expresarlo, y hay que relevar del puente de mando a los que sigan pensando que la política se puede hacer limitándose a leer las encuestas, a esos que, como los maridos engañados en las comedias de enredo, suelen ser los últimos en enterarse de lo que pasa. Además, como dijo con gran brillantez Julián Marías, no se trata de saber qué va a pasar, sino de decidir qué vamos a hacer.

Filósofo. Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos