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España ha consolidado en los últimos cuarenta años un modelo sanitario que, a pesar de sus carencias, constituye un ejemplo en el que se miran muchos países, pues un sanidad pública universal y de calidad constituye una pieza indispensable para la cohesión social a la que todos aspiramos. Por otro lado, nuestro viejo sistema sanitario —como ha hecho aún más evidente la presente crisis— viene enfrentándose a un entorno cada vez más adverso, que de forma sumaria puede caracterizarse así: a) una progresiva escasez de recursos financieros, que nos va a acompañar durante años; b) una demanda de atención médica que no deja de crecer, como lo demuestra, por ejemplo, el dato de que el número de recetas sigue aumentando, aunque su valor económico disminuya, y c) una tecnología médica que, contrariamente a lo que ocurre en otros sectores, cada vez es más cara y a la que los usuarios no están dispuestos a renunciar. El sistema vigente, cuyas bases se establecieron al acabar la Segunda Guerra Mundial, cuando las circunstancias socioeconómicas eran radicalmente distintas (existían importantes bolsas de pobreza y los viejos eran casi indigentes), lleva lustros dando muestras de su incapacidad para adaptarse al entorno que acabo de bosquejar; situación que muchos creen que se soluciona inyectando más dinero al sistema.

No es el objeto de este escrito analizar los presupuestos sanitarios, por lo tanto, solo deseo dar un par datos que ayuden a recordar la magnitud de su constante crecimiento. En 1982 el gasto sanitario público fue de 5.500 millones de euros, cantidad que en 1992 superó los 19.900 millones de euros; entre 1998 y 2008 dicho gasto pasó de ser 28.600 millones de euros a 66.600 millones de euros (1). Actualmente el déficit acumulado en la sanidad pública supera los 15.000 millones de euros.

Prueba de que los números de la rúbrica sanitaria y, en general, de las prestaciones sociales no pueden seguir así, ni aquí ni fuera, es que cuando redacto estas líneas acaba de aprobarse el decreto que se ha tramitado con más rapidez en toda la historia de Italia y que tiene como objeto prioritario frenar la deuda pública de dicha república. Entre otras medidas, contempla disminuir en 8.700 millones de euros la partida dedicada a la sanidad pública. Además introduce una tarifa de 10 euros cada vez que se visita a un especialista y de 25 euros si se acude a una urgencia. Esto sucede en un país donde en algunas ciudades los ciudadanos viajan —por la permisividad de las autoridades— en los autobuses públicos sin abonar el correspondiente billete. Parece que, por primera vez en muchos años, en algunos lugares del viejo continente la realidad ha llegado a ser tan perspicua que ya no puede seguir maquillándose a base de retórica y de acumular déficit año tras año de forma irresponsable. Una situación análoga se está viviendo en Cataluña, donde su Consejería de Sanidad ha arbitrado normas para corregir sus endeudadas cuentas. Por el momento, parece ser la única comunidad que está transmitiendo a la población la magnitud del problema al que nos enfrentamos. Harina de otro costal es cómo está digiriendo el ciudadano estas medidas, pues durante décadas se le ha avivado la fantasía de que sus derechos superan a sus responsabilidades. ¡A ver ahora, justo cuando está más apretado que nunca, quién le despierta de tan placentero sueño!

En todo caso, parece que no queda más remedio que embridar el gasto de nuestro Estado de bienestar y adecuarlo a la realidad económica y social en la que vivimos. Para ello, es necesario empezar a hacer los números mejor que lo que se han hecho hasta ahora, de suerte que las prestaciones sociales puedan ser de verdad financiadas por las arcas públicas, sin incurrir en déficit que —a la postre— terminan menoscabándolas. Esta prevención básica, a su vez, debe alentar un conjunto de medidas dirigidas a garantizar un sistema sanitario económicamente viable, equitativo y de calidad. Por motivos de espacio, me voy a centrar solo en dos medidas que, en mi opinión, aunque son importantes, se ignoran con frecuencia. Veámoslas.

1. Hay que devolver al concepto de «seguro» su significado (2). Dentro y fuera de España, el funcionamiento de la sanidad pública (y de las otras prestaciones sociales) ha alterado el significado habitual del término «seguro». En general, los individuos suscriben una póliza para protegerse frente a contingencias que son muy improbables que ocurran, pero que en caso de producirse suponen grandes pérdidas. Cuando aseguramos, por ejemplo, un vehículo lo que buscamos es cubrir nuestra responsabilidad frente a terceros o garantizar su reparación en caso de sufrir un accidente importante. No pretendemos, por lo tanto, que nos repongan una bombilla cuando se funda, pues es un gasto que podemos afrontar sin dificultad. Asimismo, lo que esperamos de un seguro de hogar es que nos proteja contra las consecuencias devastadoras de una inundación o un incendio, no que nos sustituyan un grifo roto por el uso. Sin embargo, nuestro seguro sanitario cubre todo tipo de eventualidades y en cualquier momento del día, esto es, desde una simple rozadura en el pie (que puede ser motivo para visitar una urgencia en la madrugada, como de hecho sucede) hasta un grave politraumatismo (que también hay que solucionar en esa misma urgencia y a la misma hora). Esta concepción del seguro médico explica, en gran medida, el déficit que todos los años arrastra nuestro SNS, pues las razones que llevan a los ciudadanos a la consulta médica son infinitas e imprevisibles.

Actualmente, el asegurado solo tiene incentivos para demandar prestaciones sanitarias que son, además, cada vez más caras. Pues, por un lado, vive ajeno al coste de las mismas (incluso el precio de los medicamentos se ha eliminado de sus envoltorios) y, por otro lado, como resultado de haberse difuminado la frontera entre la salud y la enfermedad, el elenco de motivos de consulta médica crece por momentos. Si a esta situación, que ya de por sí hace que el sistema sanitario público funcione siempre al límite de sus recursos, se le añaden restricciones presupuestarias, no puede sorprender que para sobrevivir, permítaseme decirlo así, esté empezado a comportarse de una manera paradójica; esto es, como si fuera un seguro de automóvil que arreglara con toda diligencia los pinchazos (un resfriado común), pero pusiera impedimentos para afrontar la reparación de un costoso choque frontal (una cirugía cardíaca valvular). Baste como ejemplo de esta dicotomía entre el mundo ideal que se proclama y la realidad el reciente decreto de listas de espera, con el que se fija con carácter obligatorio en todas las CCAA una demora máxima en 180 días para determinados procesos quirúrgicos (las operaciones de corazón, cataratas y de implantación de prótesis de rodilla). O el hecho de que mientras se mantiene el discurso político de que nada hay que ajustar en nuestro SNS, excepto mejoras en la gestión (que se publicitan con eslóganes tan ingeniosos como «ahora hay que gastar menos, pero mejor»), y se anatematizan las medidas de racionalización que existen en otros países tan civilizados y equitativos como el nuestro, a la chita callando, por ejemplo, se eliminan medicamentos de la receta electrónica (3) o se ponen todo tipo de trabas para algunas prescripciones (4). Lo que me parece censurable no es que se restrinjan las indicaciones de determinados fármacos o pruebas cuando existe razones científicas para ello, sino lo desinformado que se tiene al ciudadano acerca de las dificultades del SNS y que estas se intenten corregir mediante una sigilosa política de parcheo. Todo esto lo digo sin olvidar que a muchos individuos solo les preocupan los males públicos cuando ven amenazados sus intereses personales.

2. La «burocracia» del SNS debe reducirse. Con la palabra «burocracia» me estoy refiriendo a un sistema de normas rígidas que no distingue entre justos y pecadores, que frustra en muchos casos la iniciativa individual de los profesionales, y, además, tiene una necesidad creciente de recursos humanos y económicos. Este es un fenómeno universal que puede observarse tanto en países desarrollados como en desarrollo, y que afecta no solo al ámbito de la sanidad, sino también de la educación, la defensa y otros. Así, por ejemplo, de los 4,5 millones de individuos que trabajaban a finales del siglo pasado en el sector sanitario de EEUU, solo uno de cada 17 era un médico en ejercicio. En los países desarrollados se ha estimado que, aproximadamente, nueve de cada diez empleados del sector sanitario desempeñan cometidos en los que no es necesario relacionarse directamente con el paciente (5). A mediados de la década pasada, el sector hospitalario alemán daba empleo a algo más de un millón de personas, de los que cerca de 140.000 eran médicos (6). Como es sabido, Hillary R. Clinton intentó durante la primera legislatura (1993-1996) de su marido llevar a cabo una profunda reforma del sistema sanitario estadounidense; en sus memorias sobre el tiempo que pasó en la Casa Blanca recogió este esclarecedor dato: «Los crecientes costes en materia de sanidad estaban minando la economía nacional, socavando la competitividad del país […] e inflaban el déficit presupuestario […] En 1992 se gastaron casi 45.000 millones de dólares (7) únicamente en la gestión administrativa del gasto sanitario» (8). Estas son solo algunas referencias internacionales que nos alertan sobre el peso descomedido que han adquirido en los sistemas sanitarios las burocracias.

Es una lástima que el debate sobre la sanidad pública, si juzgamos por las declaraciones que se oyen, se encuentre secuestrado por una posición ideológica muy compartida por la izquierda y la derecha española, que en la práctica solo admite para nuestro país como modelo sanitario público el vigente, ignorando las experiencias de otros lugares y negándose a ver que, aunque no hay pócimas milagrosas, existen soluciones que pueden aliviar los males de nuestro SNS. Esto hace que cada vez que se exponen hechos que contradicen el dogma oficial se rechacen y surjan por doquier admonitores. Por norma, se recela de todo dato o razonamiento que muestre sus debilidades, como si cualquier sugerencia para ajustarlo —a un entorno que no deja de cambiar— siempre llevase oculta la intención de quererlo privatizar. Palabra con la que se consigue poner a toda la tribu en pie de guerra. Por eso, quizá muchos políticos, que son también rehenes del estado de opinión que han contribuido a crear, ni siquiera se esfuerzan en interiorizar que el modelo que llamamos «socialdemócrata», consistente en enormes monopolios públicos instituidos para proveer las prestaciones del Estado de bienestar, ha experimentado un cambio radical. Seguimos pensando que nuestros vecinos gestionan las prestaciones sociales de la misma forma que nosotros. Pocos ciudadanos, incluidos los propios sanitarios, saben que en muchos lugares de Europa los médicos de cabecera atienden a sus pacientes en sus consultas privadas, es decir, no son funcionarios como ocurre en España. O que en Alemania, donde el canciller Bismarck creó en 1884 el primer seguro obligatorio de enfermedad (las Krankenkassen), en el que se han inspirado todos los posteriores, los pacientes hospitalizados pagan 10 euros diarios, una tarifa parecida se aplica también en Francia, por apuntar solo algún dato de lo que ocurre en países socialmente avanzados y en los que los ciudadanos, al igual que en España, también pagan impuestos.

No existe una varita mágica, como ya se ha dicho, que remedie los graves y acuciantes problemas del Estado de bienestar que han estado enquistados durante años y la presente crisis económica ha hecho que nos estallen en la cara. Pero tampoco estamos, como algunos pregonan, ante un (falso) problema inventado por señores trajeados del mundo de las finanzas y la empresa, cuyo propósito es privatizar los servicios públicos. Antes bien, lo único que está claro es que el modelo actual, aunque muchos se resistan a admitirlo, hace tiempo que dejó de ser el más apropiado para garantizar las prestaciones sociales que cada individuo necesita, pues la ciudadanía de hoy es infinitamente más heterogénea que la de hace medio siglo. Así, por ejemplo, el «cheque bebé» pierde su sentido como prestación social, incluso roza la inequidad, cuando beneficia por igual a la madre con una renta familiar anual de 8.000 euros que a la que tiene 80.000 euros. Habrá que administrar los derechos sociales, por lo tanto, de una forma más fina y selectiva. De lo contrario, por pura autocomplacencia y veneración a dogmas inapelables, todo lo construido ira palideciendo y acabaremos justo en esa situación que tantos bienintencionados, hermanados por la consigna de que «todo debe seguir igual», pretenden evitar.

 

NOTAS

1.www.msps.es/estadEstudios/estadisticas/inforRecopilaciones/gastoSanitario2005/home.htm.

2 Sobre este aspecto y el que se trata en el apartado siguiente véase: Friedman, M., «Cómo curar la sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;(2)1:80112 (disponible en: www.dendramedica.es).

3 Ibañes, L. G., «Recurso de Farmaindustria y la OMC contra el decreto sobre la receta médica», Diario Médico, 20-V-2011, p. 4.

4 Valle, S., «El Sacyl reintegra tratamientos con la hormona del crecimiento», Diario Médico, 26-IV-2011.

5 Porter, R., Blood y Guts, A Short History of Medicine, New York: W. W. Norton & Company, 2002, p. 155.

6 Velasco Garrido, M., y Busse, R., «Alemania: calidad y financiación de la asistencia en crisis», Ars Medica. Rev de Human., 2004;3(1):57-73 (disponible en: www.dendramedica.es).

7 En 1992 un dólar se cambiaba por 113 pesetas y el gasto de nuestro SNS fue de 3,3 billones de pesetas (= 29.200 millones de dólares).

8 Clinton, H. R., «Sanidad», Ars Medica. Rev de Human., 2003;3(2):227-238 (disponible en: www.dendramedica.es).

Coordinador del Área de Antropología de la Medicina del Centro UCM-ISCIII de Evolución y Comportamientos Humanos. Director de DENDRA MÉDICA. Revista de Humanidades.