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En 2004, el primer canal de TVE perdió el liderazgo de la audiencia en España. Tras casi medio siglo de vida, la televisión pública cedía esa privilegiada posición a un canal privado. Carmen Caffarel, entonces directora general del ente público, tuvo que acudir a una comisión del Senado para explicar por qué La Primera de TVE ya no era la opción preferida por los ciudadanos españoles, pese a contar con más recursos que sus competidores. «Ahora -explicó Caffarel a los miembros de la comisión- no es posible ser líder en audiencia y en calidad»; la directora general justificó la estrategia de programación de TVE: la decidida apuesta por la calidad del ente público había ocasionado la pérdida de varios puntos de su cuota de mercado.

Pocos meses más tarde, la profesora Costera Meijer publicaba un artículo en el prestigioso European Journal of Communication referido a la crisis económica de varias televisiones públicas del Viejo Continente. Ese texto, titulado Ratings vs Quality in Public Broadcasting, comenzaba con una pregunta retórica: «¿Deben prestar las televisiones públicas más atención a los ratings, pese a que esa decisión supondría inevitablemente un descenso de la calidad?». Costa Meijer concluía -obviamente- que no valía la pena deteriorar la calidad de la programación para atraer a más espectadores.

El diario El Mundo compartía esta misma idea de fondo, cuando valoraba el fichaje de Jesús Quintero por La Primera de TVE en enero de 2006. En uno de sus cuadratines editoriales de la página dos, afirmaba: la incorporación del Loco de la Colina es «un acierto de la pública, que abandona la obsesión de las audiencias y opta por la calidad».

La tesis compartida por Caffarel, Costera Meijer y el editorialista de El Mundo -la incompatibilidad entre calidad y éxito en el mercado de la comunicación- goza de gran popularidad, no sólo en ámbitos académicos y periodísticos; por ejemplo, en octubre de 2006, Antena 3 decidió retirar de su parrilla una serie recién estrenada –Ellas y el sexo débil-, porque el segundo capítulo sólo había obtenido un 6,3% de cuota de audiencia, poco más de la tercera parte de la media de la cadena. Ante esa decisión del equipo directivo de Antena 3, Ana García Obregón, protagonista de la serie, explicaba en una rueda de prensa la causa principal del fracaso: «Busco la calidad de un producto, no su audiencia». Es decir, si hubiese querido más audiencia, habría hecho una serie de menor calidad, pero Ellas y el sexo débil era un producto tan bueno que casi nadie quería verlo.

Es interesante analizar el contraste entre las percepciones dominantes en el sector de la comunicación y en cualquier otro ámbito comercial: en la industria de la comunicación -y, de modo particular en la ficción audiovisual- parece que la calidad dificulta el éxito; en cambio, en los demás sectores existe la convicción de que la calidad es un requisito indispensable para sobrevivir en el mercado.

Como explica Phil Bowden, el consumo tiende a crecer cuando el público percibe que la calidad de la oferta es alta; sólo se adquieren productos de menor calidad cuando su precio es inferior. Para el público, la oferta mejor se caracteriza por alta calidad y bajo precio; en cambio, las empresas preferirían vender productos y servicios de baja calidad -y, por tanto, de bajo coste- a un precio muy elevado. Al final, oferta y demanda se encuentran en la zona de valor razonable: se venden productos a) caros y buenos, o b) de calidad y precio intermedios, o c) baratos y de baja calidad.

CALIDAD Y PRECIO: MAPA DE VALOR DE LOS CONSUMIDORES

Si aplicamos este esquema al sector de la televisión comercial, tenemos que eliminar la variable precio, porque el consumo es gratuito; por tanto, la oferta y la demanda se encuentran siempre en la parte inferior del cuadro: el público elige programas de calidad inferior, media o superior, siempre a un precio cero. Si el mercado de la televisión se rigiese por las mismas claves que los demás sectores comerciales, no habría lugar para ofertas de baja calidad, porque los operadores no pueden emplear el precio como herramienta de marketing y, por tanto, sólo tendrían éxito los productos de calidad superior.

CALIDAD Y CULTURA

En buena medida, la confusión anterior -considerar que, en el ámbito de la comunicación, la relación entre calidad y éxito es la contraria a los demás sectores comerciales- proviene de identificar la calidad con el cumplimiento de la misión de servicio público, con los productos de altas exigencias culturales, con contenidos de interés para públicos minoritarios, que complementan las ofertas dominantes-. Probablemente no se pueda conseguir el liderazgo en la audiencia con una programación basada en contenidos culturales, educativos e informativos, porque -en horas de máxima audiencia- los ciudadanos desean descansar, entretenerse, evadirse de sus rutinas cotidianas y olvidar sus problemas después de una jornada de trabajo; por tanto, un buen modo de adecuarse a esas demandas consiste en programar entretenimiento de calidad. Tal vez la televisión pública deba ofrecer un contenido alternativo, que justifique la ayuda directa o indirecta que recibe de los contribuyentes, pero la apuesta por el entretenimiento no puede ser considerada de modo genérico como una renuncia a la calidad.

Algunos autores consideran que la mayor parte del público tiene mal gusto, por lo que la creciente orientación comercial de los medios -cada vez más regulados por el mercado y menos por el Estado- favorece el descenso de la calidad. De acuerdo con esta perspectiva, los ciudadanos sabrían distinguir entre ofertas de alta y baja calidad cuando adquieren alimentos, ropa, ordenadores, casas, coches, perfumes o planes de vacaciones, y sólo elegirían ofertas de baja calidad en razón del precio; en cambio, las mismas personas se equivocarían de modo sistemático al decidir qué programa de televisión ven, qué emisora de radio escuchan y qué publicaciones leen.

Ciertamente, para apreciar lo más sublime se requiere formación previa, educación adecuada, hábitos intelectuales basados en el consumo de productos intangibles de alta calidad: quien no ha escuchado nunca música clásica ni ha leído buena literatura, probablemente se aburra al escuchar el Requiem de Mozart o al leer una tragedia de Shakespeare.

Sin embargo, en el terreno de la comunicación, el consumo de productos de baja calidad suele obedecer más a un problema de oferta que a deficiencias formativas del público. Es decir, en situaciones de oligopolio, como la que ha caracterizado hasta ahora a la televisión en Europa, lo más rentable para las empresas ha sido ofrecer productos que generaban un nivel de satisfacción bajo, pero que gustaban lo suficiente para alcanzar altas cuotas de audiencia: esa era la elección más rentable para las cadenas; la falta de competencia suponía un escaso estímulo para innovar y para adecuarse mejor a los gustos de la audiencia. Por ese motivo, con frecuencia los ciudadanos han tenido que elegir entre unas pocas ofertas de características muy similares.

En cambio, en mercados con mayor concurrencia de ofertas no parece que se confirme la tesis del mal gusto dominante del público. Por ejemplo, la revista Variety publicaba hace meses la lista de las películas más taquilleras de la historia. Ese semanario analizaba la recaudación obtenida en las salas de exhibición de Estados Unidos. Las veinte primeras eran las siguientes:

· Titanic · El señor de los anillos: las dos torres
· La guerra de las galaxias · Buscando a Nemo
· Shrek 2 · Forrest Gump
· E T · El rey León
· La guerra de las galaxias: la amenaza fantasma · Harry Potter
· Spiderman · El señor de los anillos: la comunidad del anillo
· El señor de los anillos: el retorno del rey · La guerra de las galaxias II: El retorno del Jedi
· Spiderman II · Independence day
· La Pasión · Piratas del Caribe
· Parque Jurásico

 

A la luz de estos títulos, no parece que la mayoría de los ciudadanos esté particularmente interesada por los contenidos sensacionalistas, violentos o deshumanizadores.

Tanto la regulación como la tecnología están incrementando la intensidad de la competencia en los mercados: como sucede en la industria del cine, los espectadores pueden elegir entre un gran número de ofertas muy variadas; cada vez quedan menos situaciones de oligopolio en los sectores de la información y del entretenimiento; en ese contexto, es probable que e lpúblico rechace el menú del día y prefiera comer a la carta; dicho de otro modo, será más frecuente que para alcanzar el éxito no sea tan útil gustar poco a muchos como gustar mucho a pocos.

TRIPLE PERSPECTIVA

La capacidad de permanecer en el mercado de una compañía depende en buena parte de su predisposición a escuchar al público, entender sus necesidades, descubrir los mecanismos que determinan sus decisiones de consumo y distinguir las demandas efímeras de las que son más duraderas. Ese análisis debe realizarse de modo pormenorizado, distinguiendo grupos -o targets– que se diferencian por diversas variables: edad, sexo, características étnicas, nivel de renta, preferencias políticas y culturales, etc.

Ese aspecto es necesario, pero no suficiente para ofrecer productos y servicios de gran calidad. Además de la perspectiva subjetiva -la adecuación a las demandas del público-, es necesario contemplar la perspectiva objetiva y la perspectiva de identidad. El aspecto objetivo se concreta en unos estándares éticos, técnicos y estéticos, que varían en función del tipo de oferta: informativa o de entretenimiento; impresa, audiovisual o de radiodifusión sonora; etc. Y el criterio de identidad obliga a la coherencia con los propios principios corporativos, que dan sentido a la actividad empresarial y permiten construir marcas reconocibles en el mercado.

Cuando se olvidan los criterios objetivos y de identidad, las empresas se limitan a seguir al público; y, de modo paradójico, esa actitud implica un riesgo grande de fracaso: el público puede ser errático y caprichoso, pero no tolera que quienes elaboran las ofertas se comporten con esa falta de consistencia. El equilibrio entre las tres perspectivas implica acercar los contenidos a las demandas del público y acercar los gustos del público a los estándares profesionales y a los valores de quien elabora la oferta.

El hábito se produce con el consumo muchas veces repetido. Al principio, se puede probar algo por curiosidad, por la eficacia de una campaña publicitaria o porque no hay una alternativa más atractiva en el mercado.Para que esa aceptación inicial de la oferta se consolide, debe ser capaz de modificar los gustos del público: sólo si lo «educa», si hace que se sienta cómodo en ese escenario y con esa marca, la empresa construye una barrera de entrada que fortalece su posición en el mercado.

Ciudadanos de todo el mundo conocen bien las claves de interpretación del western: el espíritu de aventura de los vaqueros, las ansias de libertad en un territorio desconocido, y el salvajismo de algunos indios, pero también las injusticias que cometen con ellos los más poderosos invasores del este. Hombres y mujeres de culturas muy variadas se sienten cercanos a otros géneros -los musicales, las comedias románticas, los thrillers o las historias bélicas, de terror o de aventuras- y a las estructuras narrativas clásicas del cine de Hollywood; esa proximidad afecta también a los actores y actrices más populares: casi de modo universal, John Wayne representa el honor, Katharine Hepburns ignifica la rebeldía, Humphrey Bogart personifica el desdén, Marilyn Monroe simboliza la provocación y Audrey Hepburn es la imagen del candor y la delicadeza. Como ellos y otros muchos actores y actrices, columnistas de diarios y revistas, presentadores de televisión y periodistas «estrellas» de radio, se han convertido en marcas muy reconocibles, identificadas con determinados estilos, preferencias políticas y modos de enfocar la actualidad.

El esfuerzo necesario para generar o modificar hábitos de consumo depende de la naturaleza del mensaje: algunos contenidos sólo pueden ser apreciados por quienes poseen una sensibilidad y una cultura suficientes, con las que nadie nace, sino que adquiere y cultiva con más o menos esfuerzo.

Las buenas empresas de comunicación conocen bien las relaciones entre aceptación de la oferta, generación de hábitos de consumo y capacidad de superar a los competidores; la mera adecuación a las demandas produce un efecto inmediato positivo en el consumo y es relativamente fácil de conseguir: se basa sólo en medir y ajustar; en cambio, para modificar los gustos y el comportamiento del público se necesita paciencia y talento. Muchos cambios de nivel requieren un plano inclinado. Para un lector, por ejemplo, muy probablemente resultará excesivamente brusco un salto sin pasos intermedios del cómic infantil a la poesía surrealista: no entenderá las metáforas herméticas, le desconcertará el verso libre y le aburrirán las imágenes cósmicas.

En el fondo, cualquier cambio vital de cierta envergadura requiere una transición adecuada; sucede así hasta en las aficiones y en los deportes: si a una persona que nunca ha esquiado, un día un amigo experto le equipa de modo conveniente, le acompaña a lo más alto de una pista difícil, y allí le da un suave empujón a la vez que le anima a disfrutar del descenso, como poco, le disuadirá para siempre de practicar ese deporte; y, en el peor de los casos, tendrá que llevarle con urgencia al hospital.

REQUISITOS DE LA CALIDAD

En cualquier mercado, la calidad de los medios de comunicación depende de factores muy variados: las características del público, las decisiones de los reguladores, la intensidad de la competencia y el modo de competir de las empresas. En este último aspecto, los directivos se plantean dos opciones extremas, con una amplia gama de posibilidades intermedias: a) satisfacer lo mejor posible las demandas del público elegido; b) buscar la adecuación más rentable, es decir, la mejor relación entre inversión en calidad e ingresos previsibles.

La primera posibilidad suele ser inviable, porque los lectores, oyentes o espectadores siempre podrían descubrir posibles mejoras en la oferta, y el gasto ocasionado por satisfacer esas nuevas demandas no generaría un incremento suficiente del consumo o del precio de venta: ninguna empresa trata de ofrecer la máxima calidad posible porque esa decisión equivaldría a arruinarse.

El riesgo de elegir el grado de calidad más rentable proviene de la posible reacción de los competidores. Por tanto, cuando los directivos determinan en qué lugar del arco quieren situar a sus compañías -cerca de la máxima satisfacción del público o próximas a la máxima rentabilidad posible-deben considerar los efectos a corto y a largo plazo de esa decisión estratégica. Una vez más, el acierto consiste en encontrar el equilibrio apropiado entre beneficios y seguridad o -expresado de otro modo- entre el presente y el futuro de la empresa.

El estilo y las prioridades de cada compañía dependen en gran parte del propósito vital de sus directivos. Cuando durante mucho tiempo las decisiones toman un mismo cariz y son coherentes con unos principios o valores, ese modo de actuar acaba configurando la cultura corporativa: la forma de tratar a los empleados; el interés por escuchar a los ciudadanos; el compromiso con los problemas de la comunidad; la determinación de no negociar con la verdad; el respeto a la intimidad de las personas; el equilibrio entre calidad y costes; la aceptación o no de contenidos sensacionalistas, zafios o que inciten a comportamientos violentos, como instrumentos para captar la atención del público.

La apuesta por la calidad obliga a situar a los ciudadanos en el eje de las decisiones referidas a los contenidos informativos y de entretenimiento. Por tanto, los directivos deben disminuir el peso de las injerencias de anunciantes, reguladores, accionistas y otras fuentes interesadas; con todo, el público es siempre rey, pero nunca dictador: ni siquiera los lectores, oyentes y espectadores están por encima de las leyes.

 

Entrenar para lograr la excelencia

Reseña de «Los contenidos de los medios de comunicación», de Alfonso Sánchez-Tabernero (Ediciones Deusto, Barcelona, 288 páginas)

Por SANTIAGO GÓMEZ AMIGO, doctor en Comunicación

En tiempos de crisis económica, como los actuales, el sector de los medios de comunicación es uno de los que se ve más profundamente afectado por la caída de los ingresos publicitarios y la reducción de la venta de ejemplares. La publicidad, la información y el entretenimiento son las primeras partidas de las que se puede prescindir en tiempos de recesión, tanto para las empresas como para los ciudadanos.
Precisamente es en estos momentos cuando los medios necesitan hacer una reflexión profunda sobres sus contenidos y ofertas para diferenciarse de una manera efectiva de la competencia y mantener una posición consolidada en el mercado. La calidad en los contenidos es el camino seguro para conseguir esos objetivos. Sin embargo, en los últimos años se ha producido un descrédito de este término que ha sido empleado con excesiva ligereza. Las críticas a los contenidos de los medios son justificadas en muchos de los casos, pero no termina de encontrarse un patrón común por el que medirlos. Como reacción, desde los medios se da la espalda a esas críticas y termina por identificarse «calidad» con unos resultados concretos y fácilmente mensurables.
Para hacer frente a esta situación, Alfonso Sánchez-Tabernero propone la excelencia como camino para llegar a una calidad fuera de toda duda. Este término engloba todos los requisitos y cualidades de la calidad, pero se ha mantenido ajeno al desgaste y conserva intacta toda su fuerza. A través de una comparación con el mundo del deporte sitúa cuáles deben ser los objetivos a alcanzar: la diferencia entre un atleta bueno y uno extraordinario radica en la constancia, la concentración, la atención a los detalles, el afán de superación, el esfuerzo diario. Esas mismas cualidades definen a las empresas de comunicación que renuncian a los beneficios inmediatos para garantizar éxitos futuros.
Los contenidos de los medios de comunicación se basa en un análisis riguroso y actual del mercado. Sus propuestas no parten de supuestos teóricos, sino que toman como referencia las trayectorias más exitosas de las últimas décadas, como The New Yorker, CNN, Disney o National Geographic, que sirven de ejemplo sobre el camino que lleva a un éxito duradero.
Estos ejemplos son especialmente necesarios en el campo audiovisual, en el que se ha implantado una ausencia de reglas que justifica casi cualquier método con tal de que lleve al éxito. «En el terreno del entretenimiento, la falta de acuerdos acerca de qué es excelente y qué es vulgar afecta de igual modo al plano teórico y al práctico. Si la idea de verdad constituye el eje de los códigos éticos de la información, el principal referente de la ficción es el respeto a la dignidad humana, pero ese concepto no resulta suficientemente operativo, porque está sujeto a muy variadas interpretaciones».
En cualquier caso, Sánchez-Tabernero no rehúye el debate directo sobre la calidad y propone una definición que sirve de plantilla a la hora de analizar un producto. «Podemos definir la calidad como el resultado del esfuerzo corporativo por satisfacer cada vez mejor las demandas del público, a la vez que quienes elaboran los contenidos consiguen preservar la identidad de la compañía y respetan la verdad de las cosas y la dignidad de las personas». Esta definición se concreta en un decálogo que marca los puntos ineludibles para que un contenido sea realmente un producto de referencia; destacan por encima de todos dos términos fundamentales como esfuerzo y verdad, tan alejados de los valores más populares en la sociedad actual, y que precisamente por eso se hacen más necesarios.
Uno de los principales problemas que ahogan a los medios de comunicación es su inmersión en el día a día y la ausencia de tiempo para una reflexión serena sobre los productos que se están elaborando y los proyectos de futuro. La premura con que se deben elaborar los productos junto con la inmediatez y exigencia de los resultados de audiencia o difusión provocan que la visión predominante sea la del corto plazo y los resultados inmediatos.
La salida a bolsa de las principales empresas de comunicación españolas lejos de consolidar su posición y ahuyentar esas prácticas las ha aumentado, con la entrada de un nuevo objetivo: el mantenimiento de unos buenos resultados económicos de forma permanente.
Esta implicación en el día a día ha llevado a los medios a estar más pendientes de los movimientos de los competidores que de las demandas de los consumidores. Sánchez-Tabernero pone el dedo en la llaga y hace una propuesta rompedora: «Para ofrecer contenidos innovadores hay que asumir desafíos, abandonar los territorios seguros. Algunas compañías no descubren nuevos caminos porque no saben adónde quieren
llegar, sólo les importa no quedarse rezagadas o no perderse en un territorio desconocido. Pero la imitación suele convertirse en una trampa, porque las estrategias adecuadas para unas organizaciones provocan el estancamiento de quienes sólo saben copiar los movimientos ajenos».
El papel que juegan los directivos en estos casos es fundamental ya que son los únicos con capacidad para fijar unos objetivos ambiciosos que permitan recorrer el camino, a veces imposible, de llevar una empresa rentable a la excelencia; sin embargo, esa ambición debe reconocer que existen unos límites que no se deben superar, no todo vale con tal de alcanzar los objetivos empresariales. Junto a estos visionarios es necesaria la presencia de líderes, no sólo en la parte superior de la empresa, sino en cada uno de los niveles, que hagan del día a día algo más que la consecución de unas metas.
Al mismo tiempo se vislumbra la necesidad de una auténtica estrategia para las empresas de comunicación que marquen el camino que desean recorrer durante un periodo largo. De esta forma se evita la táctica que busca el resultado inmediato o las acciones que persiguen entorpecer a la competencia.
«Las empresas de comunicación excelentes actúan como los grandes deportistas: se sacrifican —renuncian a muchas posibilidades inmediatas— porque la recompensa les parece más atractiva. Ninguna historia de éxitos se explica por la casualidad. Detrás de cada trayectoria brillante se esconden horas de entrenamiento, trabajo bien planificado, rigor y disciplina».