Tiempo de lectura: 9 min.

LAS «DIRECTRICES» DE LA BARONESA

La socióloga, activista y política socialdemócrata Catherine Margaret Ashton, devenida «Baronesa Asthon de Upholland de St Albans, en el Condado de Hertfordshire» por la gracia de Tony Blair en 1999, no ha destacado públicamente en sus casi seis décadas de vida por su interés por la libertad religiosa. Aparte de sus iniciales coqueteos con el movimiento contra las armas nucleares, la baronesa ha brillado por su activa defensa de los llamados grupos LGTBI como líder de la Cámara de los Lores, habiendo sido premiada por ello como «política del año» por el lobby homosexual británico Stonewall en 2007. El hecho de que fuera nombrada alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidenta de la Comisión Europea en 2009 dejó perplejo a más de uno, dado su discutible competencia y bagaje, pero un inigualable perfil perfectamente adecuado a la corrección política dominante en la UE, y sus impagables servicios para que el Reino Unido aprobara el Tratado de Lisboa le valieron en 2008 el acceso al cargo de comisaria europea de Comercio, paso previo al de jefe de la diplomacia europea. El titular de la noticia dada por la agencia de noticias homosexual británica Pink News cuando fue encumbrada como cabeza del servicio exterior no dejaba espacio para la duda: «Defensora de los derechos gay, Cathy Asthon nueva jefe de asuntos exteriores de la UE».

Sobre su capacidad política y diplomática, las dudas (algunas de ellas, confirmadas) han crecido con el tiempo, incluso dentro de su propia plantilla, y ello a pesar de ser la política mejor pagada del mundo (cerca de 400.000 euros anuales). Ya en su primer año como alta representante, padeció la crítica de doce Estados miembros, entre ellos Francia, Alemania, Italia y Polonia, cuyos ministros de Asuntos Exteriores le enviaron una carta criticando la eficiencia de su departamento, crítica reiterada por el Parlamento Europeo en su recomendación de 13 de junio de 2013.

Bajo su dirección y égida, el llamado Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) (lo más parecido a un Ministerio de Asuntos Exteriores que tiene la UE) ha alargado la lista de las llamadas «Líneas directrices» en materia de derechos humanos, incorporando a las seis ya existentes, cuatro más sobre: pena de muerte, tratos y penas inhumanos y degradantes y torturas; libertad religiosa y de creencias, y derechos de los gays y lesbianas. Por otro lado, ya están en cocina las próximas «Líneas directrices sobre libertad de expresión.»

Las líneas directrices son una especie de manual práctico dirigido al personal de las 139 delegaciones y oficinas de la UE en todo el mundo sobre detección de violaciones de los derechos humanos y modo de respuesta oficial de la Unión Europea a las mismas. A pesar de no tener carácter vinculante, constituyen una práctica que se impone por el uso y, que presupone un modo concreto de entender los derechos humanos, su protección y promoción que, como veremos, en algunos casos dista mucho de ser ideológicamente neutro.

 

DEL DESINTERÉS PERSONAL A LA NECESIDAD POLÍTICA

El 24 de junio de 2013, el Consejo de Asuntos Exteriores de la UE adoptó dos líneas directrices: una, para la «promoción y protección de la libertad de religión y creencias» y otra para la «promoción y protección del disfrute de todos los derechos humanos por las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersex (LGTBI)». ¿Es mera casualidad que ambas líneas directrices fueran adoptadas el mismo día? Dudosamente puede concluirse de tal forma. Es práctica nada infrecuente en las intervenciones y discursos de la baronesa Ashton y, en general, de su Servicio de Acción Exterior, que en cada ocasión que se menciona la libertad religiosa en el contexto de la defensa de los derechos humanos, a continuación se haga explícita la necesidad de proteger los (mal) llamados «derechos LGBTI». Cierto es que esta pieza esencial de la corrección política está igualmente presente en el resto de instituciones de la UE, y, en tal sentido, el SEAE no es más sino una pieza de tal engranaje. En el contexto de la UE existe una marcada tendencia a entender la «igualdad» como principio despóticamente prevalente sobre cualquier otro derecho de los llamados «de libertad», incluida la libertad religiosa. El apoyo institucional al homosexualismo es innegable, política y financieramente: un millón de euros anuales recibe el mayor lobby europeo de lesbianas y gays (ILGA-Europa) directamente de los fondos de la Comisión Europea, amén de sufragio de campañas contra la «homofobia», el envío de comisarios europeos a las manifestaciones llamadas del «orgullo gay» (es el caso del comisario europeo de Ampliación y Política Europea de Vecindad, Stefan Füle, presente en el 19 de mayo, apoyando la marcha de cerca de cien lesbianas, gays, bisexuales y transexuales en Chisinau, la capital de Moldavia) o el apoyo continuo en actos y declaraciones (p. ej., los de las comisaria de Justicia Reding, en el «Día Internacional contra la Homofobia», o la comisaria de Interior Malmström, que incluyó en su blog oficial una apologética foto de un abrazo lésbico). Estos botones de muestra son meros destellos en comparación con la riada de recomendaciones y resoluciones del Parlamento Europeo, por no hablar de las normas de la UE que han acogido esta rampante ideología. No son de extrañar, en tal contexto, las campañas que militantes de la causa han pergeñado para evitar que candidatos católicos como Buttiglione o Borg accedieran a sus cargos de comisarios de la UE, desgraciadamente exitosa en el caso del profesor italiano y bulliciosamente fracasada en el caso del maltés.

En este contexto institucional —al que la trayectoria de Ashton rinde tributo y simpatía—  desarrolla su trabajo la baronesa de Upholland. Si bien en la política británica y en la europea su perfil es acorde con la corrección política dominante, sin embargo resulta discordante con la realidad sociocultural y política de los Estados con los que el SEAE tiene continuamente que tratar. Más del 85% de la población mundial es religiosa, siendo el ateísmo una realidad globalmente minoritaria (salvo contados países). Es de reseñar el caso de los 57 países musulmanes que han creado, en torno al mahometanismo, la Organización de Cooperación Islámica. En resumen, pese a quien pese, y salvada la tendencia decreciente del occidente europeo y, en menor medida, de Norteamérica, el resto del mundo posee un alto grado de religiosidad en sus sociedades.

En dicho contexto internacional hay que encuadrar la acción exterior de los Estados, algunos de los cuales han ido tomando conciencia de la relevancia del elemento religioso en la política internacional. El ejemplo paradigmático es el de los Estados Unidos, que cuentan con una Oficina de Libertad Religiosa Internacional adscrita a su Secretaría de Estado, y con un embajador a la cabeza desde 1998. Una oficina similar ha abierto Canadá a comienzos de 2013, nombrando a Andrew Bennett como su primer embajador. Por su parte, el Foreign Office británico ha organizado en enero de 2013 por primera vez para sus diplomáticos un curso para «comprender mejor la importancia de la religión en la configuración de la política exterior», con invitados como la ministra de Asuntos Exteriores, baronesa Warsi, el arzobispo de Westminster y presidente de la Conferencia Episcopal Católica de Inglaterra y Gales, Vincent Nichols, y el embajador del Reino Unido ante la Santa Sede, Nigel Baker.

¿Y la Unión Europea? Aunque su Carta de Derechos Fundamentales consagra la «libertad de pensamiento, conciencia y religión» en su artículo 10.1, «la cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera», como acertadamente expresó Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia in Europa diez años atrás. El laicismo agresivo parece haber tomado cuerpo europeo más allá de las fronteras del país del hexágono, hostigando la pública expresión de la religión, a la que de modo injusto e indebido despacha como fenómeno puramente «privado». Sin embargo, y a pesar de la torcitera pretensión de arrinconamiento de la religión a la sacristía y al salón del hogar, la naturaleza per se pública de la religión (la verdad es pernatura pública, decía Zubiri) le hace resistir cualquier impuesta encarcelación. Aunque tal laicismo no ha conquistado aún su meta, la perspectiva de la religión que impregna la mentalidad de no pocos burócratas y políticos «euroencumbrados», si bien no conlleva la total negación de la relevancia política de la religión, sí plasma su tendencia a reducir la libertad religiosa a su aspecto puramente individual negando su inherente dimensión colectiva e institucional, y a restringirla indebidamente, por ejemplo, dando primacía absoluta a los «derechos LGBTI».

Como decíamos, esta creciente mentalidad en Europa contrasta con la mentalidad religiosa que predomina en amplias regiones del mundo. Si bien Ashton ha manifestado nominalmente su compromiso de que la libertad religiosa y de conciencia estará en lo más alto de la agenda de la UE y que esta protegerá la libertad religiosa, lo cierto es que se observa una débil respuesta a los constantes ataques a las personas y comunidades que ven cómo por su religión o bien son discriminadas o, incluso perseguidas, en multitud de partes del mundo: Egipto, Irán, China, Pakistán, Arabia Saudí, Corea del Norte… La dificultad psicológica que muestra la UE para nombrar a las víctimas (la gran mayoría, cristianas) de tales ataques, y la nula respuesta práctica (por ejemplo, cortando los cinco mil millones de euros que iban a darse a Egipto por su incapacidad para evitar la quema de iglesias y la intolerancia contra los cristianos) no hacen sino agravar el problema. Tal posición europea (debida, entre otras cosas, al rechazo a su propia historia e identidad) le sume en el descrédito internacional, por la débil defensa que practica de sus propios valores, pero también por su doble estándar de conducta, que enseña dientes a los débiles y se muestra esquiva con los fuertes. Pero no es su único déficit. Falta en la UE una adecuada comprensión del contenido de la libertad religiosa, lo que ha quedado patente en las dos líneas directrices aprobadas simultáneamente el pasado 24 de junio.

 

CONCEPTO DE LIBERTAD RELIGIOSA DE LAS LÍNEAS DIRECTRICES

El derecho a la libertad religiosa, tal y como se deriva de los principales textos internacionales de derechos humanos (entre ellos, la Declaración Universal y los Pactos de Nueva York de 1966, y en el contexto europeo, el Convenio de Roma de 1950), posee cinco dimensiones: privada/pública, individual/colectiva e institucional. El cercenamiento de algún aspecto de cualquiera de tales dimensiones conlleva inexorablemente la violación del derecho y, por ende, la restricción indebida de tal libertad. Por ejemplo, el no reconocimiento de la personalidad jurídica de una iglesia vulnera su libertad religiosa, como también lo hace la negación del derecho de los padres a educar a sus hijos en centros públicos conforme a sus convicciones religiosas o morales.

La libertad religiosa y de creencias constituye la más íntima y constitutiva de las libertades, la que nos identifica como seres morales y trascendentes, y en última instancia la fuente de nuestra cosmovisión y acción, ya que empapa globalmente nuestro entendimiento de la realidad y rige profundamente nuestras relaciones, decisiones y acciones. En términos sociales, su relevancia no es menor: algunos académicos (como el sociólogo norteamericano Grimm, en su trabajo titulado «God’s Economy: Religious Freedom & Socio-Economic Wellbeing») proporcionan ciertas conclusiones sobre la correlación entre las restricciones de la libertad religiosa y su impacto negativo en la paz y bienes como la salud.

El concepto que preside la comprensión de las líneas directrices sobre libertad religiosa, si bien reconoce parcialmente las dimensiones colectiva e institucional del citado derecho, es fundamentalmente individualista. Pero más preocupante que ello es la convergencia de dos ideologías dominantes en el texto del Consejo: la ideología de género y la ideología laicista.

Once días antes de que el Consejo de la UE aprobara las líneas directrices sobre libertad religiosa, el Parlamento Europeo adoptó una recomendación que no tuvo gran influencia en el texto aprobado por el Consejo, lo que originó cierto escozor en sus patrocinadores. Quizás porque dicha recomendación expresaba más adecuadamente parte del contenido del derecho a la libertad religiosa, la jacobina reacción del grupo Socialistas y Demócratas (S&D) del Parlamento Europeo, a través de su portavoz De Keyser, fue tan vehemente como decimonónica. Una reacción desgarbada que también protagonizó el lobby europeo del secularismo más rancio, la European Humanist Federation, al criticar igualmente el reconocimiento del derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus convicciones, sin interferencia del Estado o entes no estatales. Desgraciadamente, tal presión surtió efecto y el inciso fue retirado del texto aprobado por el Consejo, dejando a un lado las claras exigencias del artículo 18.4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que reconoce explícitamente el mencionado derecho paterno, sustituyéndolo por un paniaguado «derecho a enseñar a sus hijos los principios de su religión o creencia», lejos del más omnicomprensivo «derecho a educar».

Por otro lado, las líneas directrices de libertad religiosa mencionan los «derechos de los LGBTI» como límite a dicha libertad, estableciéndose una arbitraria subordinación despótica que no encuentra justificación en el derecho internacional de los derechos humanos. Si los «derechos LGBTI» se reconocen en las líneas directrices para la libertad religiosa (para restringirla), no hay ni la más mínima mención de la libertad religiosa en las directrices para los «derechos LGBTI». El igualitarismo imperante en la mentalidad política bruselense rompe el equilibrio entre igualdad y libertad, y sacrifica esta última permanentemente en el altar de la corrección política: todo eventual conflicto entre igualdad y libertad tiene una víctima predeterminada. No hay margen para sopesar en el caso concreto los bienes en juego, método habitual en el mundo jurídico, sino que simplemente se impone por la fuerza de la ideología dominante.

Las líneas directrices tampoco reconocen el derecho a la objeción de conciencia en toda su extensión, restringido al caso del servicio militar, pero no se contempla su aplicabilidad en los cada vez más frecuentes supuestos que se plantean en los ámbitos moralmente sensibles de la educación y la salud (a pesar de que así lo hacía la recomendación del Parlamento).

 

CONCLUSIÓN

A pesar del contexto institucional de la UE, en el que el secularismo y la ideología de género empapan su acción interior y exterior, la relevancia social y política de la libertad religiosa en la acción exterior de la Unión ha sido reconocida con la adopción por el Consejo de Asuntos Exteriores de la UE de las líneas directrices para promover y proteger la libertad de religión o creencias. Sin embargo, el sesgo ideológico genético queda patente en el texto resultante, que enfatiza la perspectiva individualista, minimiza la expresión práctica de la libertad religiosa en ámbitos como el derecho de los padres a educar sus hijos conforme a sus convicciones, no reconoce el derecho a la objeción de conciencia en el ámbito de la salud o la educación. En la misma línea, las directrices cercenan indebidamente la libertad religiosa al subordinarla a los llamados «derechos LGBTI», dejando su lectura la sensación de que la UE está atrapada en un modo de ver la realidad que, sin duda, dificultará su acción exterior, en ocasiones incapaz de entender un mundo globalmente religioso, en el que promover tales ideologías es calificado con frecuencia como una nueva forma de colonialismo ideológico. _

Jurista. Profesor de UNIR