Tiempo de lectura: 5 min.

E1 individuo se percata de que su máquina se ha averiado un poco; cae en la cuenta de que ya ha vivido bastante y, consecuentemente, echa la culpa de su deterioro al paso del tiempo. Mas como en otras ocasiones también se le había averiado la máquina y en ellas no culpaba a la edad, debe en buena lógica colegir que su veredicto actual responde realmente a un prejuicio, a un tópico, tan interiorizado éste, que solo entre cierta edad y la avería establece una relación de causa a efecto.

Independientemente de que crea a ciegas en ello o no, el problema que se le ha presentado lo pone en estado de alerta. Siendo así que hasta el presente vivía confiado en la vida y atento a satisfacer sus anhelos, sin apenas advertir el paso del tiempo, ahora en cambio toma monstruosa conciencia de que el tiempo que se le ha concedido es limitado, y que el ya transcurrido resulta ser, por cierto, muy grande. Y en adelante no olvida ya este descubrimiento, no lo echa en saco roto: es esa, el no olvidar, la única diferencia que media entre el ayer y el ahora, mas esa diferencia, leve si es que el hecho de no olvidar es cosa leve, lo marca para siempre.

Porque con demasiada frecuencia tomar conciencia de algo es tomar (tener) mala conciencia, y ahora, de la mera constatación de haber vivido bastante, el individuo pasa, mediante una especie de ensimismamiento morbosos en su yo vivido, al enjuiciamiento de su pasado. Puesto que el percance sufrido le ha servido para hacer un alto en el camino, y con dicho motivo, obsesionado con el abismo de tiempo que se abre a sus pies, en el que a decir verdad jamás había reparado, echa las cuentas de su vida, sopesando en la balanza fatídica lo realmente alcanzado en aquel período de tiempo y contraponiéndolo a sus aspiraciones de entonces, por un lado, y poniendo en parangón los numerosos años vividos y el incierto futuro, sobre cuya duración alberga serias dudas y desconfía, por el otro.

En el transcurso de esa revisión sangrante, el individuo va considerando todos y cada uno de los aspectos de la vida de un hombre, y sistemática y sucesivamente halla que en todos y cada uno de ellos su vida ha sido un completo fracaso. De nada le sirve saber que si en vez de esta profesión hubiera elegido esa otra la sensación de fracaso sería la misma; de nada, saber que, de haber actuado de otra manera en determinada época de su vida, tampoco se vería ahora libre de su autoinculpación: una reflexión racional de esta naturaleza nada tiene que ver con un sentimiento como aquél.

Dicho sentimiento, además, se agudiza desde el momento en que el sujeto infiere o cree inferir que ya no dispone de tiempo para rectificar. Pues es precisamente esta impresión, la de la falta de tiempo, la que crea y magnifica la conciencia de fracaso. Porque, en efecto, años atrás el individuo tenía la sensación de que podía cambiar de rumbo, creía, ingenua y falsamente por lo demás, que a su disposición había un abanico ilimitado de posibilidades, y con esa falsa creencia pensaba, más o menos vagamente, que tenía tiempo, mucho tiempo, para cambiar de carril y emprender otro camino. Lo que ahora, cuando el sujeto se abisma en la reflexión sobre la buena parte de vida propia ya transcurrida, le acontece, es que, por fin, y a su juicio más bien tarde_, descubre que realmente no tiene ni una sola posibilidad de cambiar de rumbo, de cambiar de carril, de cambiar de vida.

La constatación de este hecho resulta angustiosa para el individuo. Como quería Cavafis, el mundo se le ha tapiado y no le queda ni una rendija por donde intentar escapar de fa prisión en la que, inadvertidamente, ha quedado atrapado. Adiós,  anhelos,  adiós,  ilusiones, adiós, esperanzas. Pues, ¿qué anhelos, qué ilusiones o qué esperanzas pueden caberle al individuo, si los que hubo o las que hubo, quedaron, ellos deshechos y rotas ellas, en el camino, y ya no procede concebir nuevamente otros ni otras?

Junto a aspectos que al sujeto habían pasado desapercibidos por completo, aspectos a los que no había prestado atención alguna y que por tanto para él habían carecido absolutamente de importancia, el individuo toma nota ahora de algo que era, por lo demás, evidente, a saber, que el sujeto degenera casi desde el instante mismo de su nacimiento; pero en este instante vislumbra con mayor nitidez, con sangrienta clarividencia, que semejante degeneración es galopante y abrumadora, que cada día que pasa se da otra vuelta de tuerca al deterioro físico y mental, que éste es imparable. Y es que el individuo ha pasado de estimar anteriormente que cada nuevo día de su vida era un paso hacia su perfeccionamiento y madurez, hacia la consecución de sus objetivos y el logro de la plenitud, a considerar en el instante presente que cada día que pasa añade un nuevo encogimiento a su ser, y que lejos de ir a más va a menos, camino de su destrucción y de la nada.

El mito de la juventud

Entonces, se siente aterrado: era mentira no solo que, como se le antojaba en la infancia, la vida era poco menos que eterna, sino que ni siquiera cosas de menos sustancia eran verdad. Porque se siente al borde de un abismo, de un precipicio sin fondo del que trata desesperadamente de apartarse, bien así como el animal que triscando en los berrocales a duras penas mantiene el equilibrio para no precipitarse en el vacío. Y cuanto oye a su alrededor le llena de inquietud y de recelo. De un lado le amenazan con la jubilación que, aunque lejana, queda ya diseñada en el horizonte como una muerte en vida, como una muerte peor que la muerte; del otro, alentado por oscuras razones, pero muy posiblemente también por motivos mercantilistas y patateros, el mito de la juventud es como un puñal clavado en su espalda, que no consigue arrancar. No teme tanto la presión y altanería de la juventud (de hecho, el individuo no cree en absoluto ni en la fuerza ni en la grandeza ni en la felicidad de la juventud: basta tener presentes los recuerdos propios, depresivos y amargos, bastan los ejemplos diarios de desesperación y atentados contra sí mismos de tantos jóvenes), como la «presión» de haber abandonado para siempre el «paraíso» de la juventud, es decir, de no pertenecer, conforme con el prejuicio interiorizado y por ende convertido en sentimiento indeleble, en concepto y dogma, a esa dorada juventud, ni poder entrar más en tan distinguido club, elevado a punto de referencia exclusivo.

Porque se ha dado en cuartear la vida del hombre en varios segmentos, de tal suerte que entre los veinticinco y sesenta y cinco años se hace coincidir la vida seria y responsable: durante ese período de su vida el hombre es el sostén de la familia, del trabajo y de la sociedad; durante ese período el hombre es el garante de la ley, la moral y el código de conducta social; como tal, el individuo acepta trabajar, respetar las reglas de juego y consolidar el entramado social en su conjunto. Antes, durante los años de la dorada juventud, el hombre se ve libre de tantas trabas y dura responsabilidad, y se le permiten los pecados de juventud; posteriormente, al rebasar la edad de la responsabilidad y del trabajo, otra vez el hombre, liberado de hijos y de trabajo, torna a ser relativamente irresponsable, como en su juventud: la sociedad contempla con una sonrisa comprensiva las salidas de tono y hasta los escarceos amorosos de los ancianos, hacinados en esa especie de campos de concentración bajo la ominosa denominación de tercera edad, una traslación mecánica de los grados escolares o carcelarios, en virtud de la cual al individuo se le confiere un estado determinado, con arreglo al cual ha de comportarse.

El individuo, que recuerda que cuando era niño o joven  era amado y  admirado por  compañeros  y  maestros,  se percata  al presente  del odio y el rencor que su mera existencia genera en su entorno; desconfiando del camino emprendido, quisiera imprimir un giro a su vida y advierte despavorido que no tiene tiempo siquiera para, perseverando en la misma línea, hacer  algo que le compense del paso del tiempo, justifique  su vida  y le deje tranquilo.  Solo le cabe al final, aceptar, como Catulo, que lo qu se ha perdido está, que ya está en el crepúsculo y pisa las hojas muertas del otoño. ¿Qué hará a partir de ahora? ¿Cederá a la doxa de la multitud y capitulará como un borrego, aceptando la decadencia y la decrepitud, que según ésta le compete a partir de este momento, o se debatirá, con furia si es preciso, haciendo caso omiso de los conceptos que como dogales se imponen arteramente, asfixiando su alma, destruyendo su vida?