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La universidad europea no goza en la actualidad de buena salud. Los estudios realizados en la última década y, sobre todo, los rankings tan en boga arrojan siempre el resultado de que cuarenta de las cincuenta mejores universidades del mundo se encuentran en América del Norte, mientras que la decena restante se reparten entre el Reino Unido, Europa continental y Japón. De ordinario, en esas posiciones destacadas no figuran ni una sola de las universidades francesas, italianas o españolas que tan importantes fueron para el desarrollo de la educación europea y de la ciencia en general. Por ejemplo, en el ranking de Shangai la Universidad de Bolonia, cuna de las universidades, se encuentra —como la Complutense o la Autónoma de Madrid— en la segunda división, esto es, en la franja de universidades entre la 200 y la 300 del mundo.

Este contraste entre las mejores universidades norteamericanas y las mejores universidades europeas ha sido pudorosamente ocultado, tanto por los académicos como por los responsables europeos de la educación y la investigación universitarias. Se trata, además, de un proceso relativamente reciente. En el siglo XIX la universidad alemana era la que atraía a los mejores estudiantes norteamericanos para hacer estudios de postgrado y muchas universidades europeas brillaban con luz propia por su producción científica. Hoy día con carácter general ya no es así: basta con ver cómo los premios Nobel en ciencia y en economía van a parar casi siempre a profesores de universidades norteamericanas.

El traslado al otro lado del Atlántico de la excelencia académica se remonta a la derrota de Alemania en la primera guerra mundial y, sobre todo, a la importantísima transformación acaecida en la educación universitaria norteamericana tras la segunda guerra. A lo largo de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo se produjo en los Estados Unidos no sólo una expansión sin precedentes del sistema universitario, sino que además sus mejores centros de enseñanza se convirtieron en centros de investigación avanzada, dedicando muchísimos recursos a esa tarea investigadora.

A este lado del Atlántico, hemos sido lentos en darnos cuenta de ese despegue académico, y sólo ahora están advirtiéndose tímidos atisbos para intentar corregir ese lamentable retraso. En estos momentos, tratamos en Europa de —sin decirlo abiertamente— acercarnos al modelo universitario norteamericano empleando el atractivo argumento de la unificación del espacio europeo de enseñanza superior.

LA TRANSFORMACIÓN DE LAS LICENCIATURAS ESPAÑOLAS

A alguien familiarizado sólo con el sistema universitario europeo le lleva algún tiempo llegar a entender con cierta precisión el mundo universitario norteamericano que, considerado globalmente, tanto nos aventaja. Hay una distinción clave que atraviesa toda la organización académica y es la diferencia entre los estudios de grado, los tres o cuatro años que ellos llaman de college o undergraduate studies, y los graduate studies que nosotros hemos comenzado a llamar ahora estudios de postgrado y a los que aquí prestaré particular atención. Dicho globalmente puede afirmarse que en los Estados Unidos los estudios de grado son muy inferiores en calidad y exigencia a sus equivalentes españoles de licenciatura, mientras que los graduate studies norteamericanos son sensiblemente superiores en calidad y exigencia a nuestros postgrados: por eso los mejores estudiantes españoles marchan a los Estados Unidos para hacer allí el máster o el doctorado.

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Nos encontramos en estos momentos en toda Europa, y en particular en España, en medio de la reforma educativa que bajo el emblemático nombre de Bolonia pretende crear un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), a la vez que nuestras universidades intentan aproximarse al modelo norteamericano. El proceso comenzó hace ya más de una década con la introducción del sistema de créditos para las asignaturas y las carreras: un crédito equivalía a 10 horas de clase y servía como unidad académica de referencia para la movilidad de los estudiantes, las tasas académicas y las retribuciones de los profesores. Ahora la piedra angular de la reforma es una nueva definición del crédito. En lugar de medir las horas de clase, la nueva unidad de medida son las horas de trabajo del alumno. Un «crédito europeo» (también llamado ECTS = European Credit Transfer System) equivale a 25-30 horas de trabajo del estudiante, estimándose que un curso académico equivale a 60 ECTS, esto es, a 1.500-1.800 horas de trabajo del alumno por año, incluyendo clases, prácticas, estudio personal, tutorías, exámenes, etc.

Sin duda, este cambio resulta muy interesante pues pone el foco de la enseñanza en el aprendizaje por parte del alumno en lugar de en las horas de clase del profesor. Todos tenemos comprobado que, como enseñó John Dewey, la mejor manera de aprender las cosas es haciéndolas, sea en un entorno real o, para minimizar riesgos, en un entorno ficticio preparado para el aprendizaje como puede ser un laboratorio, una biblioteca o la utilización del método del caso y la discusión en grupo. Devolver el protagonismo del aprendizaje al estudiante es el atractivo lema que propugnan los defensores y promotores del proceso de reforma de Bolonia.

Personalmente, estoy del todo de acuerdo en esa reforma, pero pienso que hasta ahora se han ocultado sus consecuencias últimas. La reforma de las licenciaturas para ajustarlas al esquema de Bolonia significa la disminución total del número de horas de clase en el grado y, por consiguiente, la disminución del profesorado, de su cualificación académica y de su retribución global. Nadie se atreve a decir esto, pero —al menos tal como veo yo las cosas— de lo que se trata es de igualar por abajo las enseñanzas de grado de las universidades europeas de forma que lleguen a tener unos contenidos y un nivel similar —realmente bajo— a los estudios norteamericanos conducentes al grado.

Por supuesto, si quiere seguirse de cerca el modelo norteamericano, esto implica que las carreras más profesionales como Medicina, Derecho, Arquitectura o Ingeniería pasen a ser graduate studies, esto es, estudios a los que sólo puede accederse después de haber obtenido un bachelor of Arts o de Science. El grado proporciona una formación básica relativamente común y general a buena parte de los ciudadanos (piénsese que un 50% de los norteamericanos llega a la universidad), pero una vez obtenido el grado son sólo unos pocos los que van a especializarse adquiriendo una profesión universitaria, realizando unos caros y exclusivos estudios de postgrado. En su mayor parte quienes han obtenido el grado trabajarán después como dependientes de unos grandes almacenes o de un banco, o en tareas que no requieren una capacitación más sofisticada que los cursos de especialización o perfeccionamiento que organizan las propias empresas o las entidades educativas dedicadas a las enseñanzas profesionales aplicadas.

Mientras no se entienda que lo importante de la universidad norteamericana no son los años de college, sino los estudios de postgrado no se estará en condiciones de imitar el modelo norteamericano. Las dificultades para cambiar el modelo continental napoleónico que pone el énfasis en la licenciatura por el modelo angloamericano son muy grandes. Las universidades como instituciones multiseculares tienen una enorme inercia, más aún cuando son entidades públicas tuteladas o administradas por el Estado. En este caso, sólo es posible la revolución desde arriba a golpe de real decreto por parte de los sucesivos equipos ministeriales que tratan de conjugar la reforma europea con las oportunidades políticas y económicas nacionales. Esto es lo que se ha venido haciendo en estos últimos años en nuestro país.

LA TRANSFORMACIÓN DEL POSTGRADO

El inicio de la reforma se encuentra en el Real Decreto 56/2005 por el que se regulaban los estudios universitarios oficiales de postgrado en España «para la consecución del objetivo trazado en las Cumbres de Lisboa y Barcelona con la intención de lograr que los sistemas educativos europeos se conviertan en una referencia de calidad mundial para el año 2010».

El cambio más decisivo que trajo esta nueva ordenación legal fue la introducción en el sistema oficial universitario del título de Máster que hasta entonces no había tenido en España ningún reconocimiento por parte del Estado. Por poner un ejemplo, hasta esta nueva legislación el título más prestigioso que expedía mi universidad, el MBA («Master of Business Administration») del IESE no tenía ningún reconocimiento oficial a pesar de su formidable demanda social y de las considerables tasas que abonan sus alumnos. La nueva legislación ha corregido esa grave omisión y ahora regula con carácter general las condiciones que han de llevar a la obtención de ese título oficial y confía a las propias universidades su desarrollo pormenorizado.

En estos tres años muchas universidades españolas han procedido a desplazar los antiguos cursos de doctorado a los nuevos estudios de máster y a adaptar los másters ya existentes a la nueva legislación. Esto se ha hecho, sobre todo, en el caso de aquellas facultades y escuelas superiores que contaban con doctorados acreditados con la mención de calidad emitida por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad (ANECA), para la que hacía falta un claustro prestigioso de profesores y una efectiva demanda social. «El principal acierto de esta nueva ordenación —me decía un experto en la gestión de los postgrados— es que obliga a cada facultad a replantearse su postgrado, para evitar la atomización y poder así focalizarse en unas áreas de investigación determinadas». Mientras los tradicionales cursos de doctorado podían darse con un número escaso de alumnos, no tiene sentido —más aún resulta inviable— un programa de estudios de máster sin un número sustancial de estudiantes, ya que esta modalidad de estudios requiere una amplia dedicación del profesorado y de los alumnos.

En estos momentos, hay una notable incertidumbre acerca de cómo van a evolucionar los estudios de máster en nuestro país y de cómo va a desenvolverse su efectiva demanda para llegar a su consolidación. Ya en el real decreto del año 2005 se preveían dos tipos muy distintos de máster que figuran también en la más reciente legislación de 2007: uno, el máster especializado —como el de las escuelas de negocios— que lleva a una preparación profesional en un campo determinado; otro, un máster dirigido a «promover la iniciación en tareas investigadoras». Es este segundo tipo de máster donde nos jugamos —al menos así me lo parece a mí— el futuro de la excelencia investigadora de la universidad española. Son los estudiantes de estos másters de investigación los que accederán al doctorado en nuestras universidades o los que se marcharán, si obtienen las becas necesarias, a los Estados Unidos para proseguir allí sus estudios superiores.

EL FUTURO DEL DOCTORADO

Indudablemente, la excelencia de una universidad puede medirse de muy diversos modos, pero hasta ahora el indicador cuantitativo más acreditado internacionalmente para identificar la calidad de una universidad es el número y calidad de las publicaciones registradas en la Web of Knowledge, antiguamente desarrollada por el Institute of Scientific Information de Filadelfia, y en la actualidad propiedad del gigante de la comunicación científica Thomson Reuters. Un investigador vale de acuerdo con el número de sus publicaciones registradas en esa ingente base de datos y, sobre todo, por el número de veces que éstas han sido citadas por sus colegas. De esta forma no sólo se mide la cantidad, sino también el impacto efectivo de las investigaciones desarrolladas.

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Un dicho norteamericano afirma que los doctorandos son los bueyes de la investigación. Los estudiantes de doctorado con sus ilimitadas horas de trabajo dedicadas pacientemente a las tareas más tediosas de la investigación rutinaria en los laboratorios y en las bibliotecas, hacen posible a la larga los descubrimientos y los avances científicos de cierta entidad. Es raro que una tesis doctoral tenga una importancia decisiva para la transformación de un área de investigación, pero casi siempre es decisiva para la transformación personal del investigador y para su promoción profesional. En este sentido, un buen indicador para evaluar a los investigadores maduros es el número de tesis doctorales que han dirigido y un buen índice de la producción científica de una universidad es el número de tesis doctorales que anualmente en ella se defienden. La atracción de doctorandos es una señal infalible de un entorno científico prometedor.

Llevar a cabo una tesis doctoral requiere de ordinario unos cuatro o cinco años de dedicación del doctorando, una excelente biblioteca en el caso de las investigaciones de humanidades y los laboratorios adecuados para los experimentos y los ensayos clínicos en el caso de tesis científicas. Tanto el mantenimiento del doctorando como los gastos de la investigación a lo largo de los años son muy cuantiosos. Hasta el momento, no se han dado pasos realmente efectivos para el cambio del modelo económico de los estudios de doctorado en España más allá de la declaración voluntarista de que se piensa incrementar el número de becas y su cuantía.

El potencial humano que nuestro país habría de aprovechar es el del profesorado universitario de Latinoamérica deseoso de promocionarse haciendo los estudios de doctorado que no pueden realizar en su país de origen por falta de recursos económicos, de bibliotecas y de laboratorios. La Agencia Española de Cooperación Internacional y la Fundación Carolina tienen un programa de becas, pero el número de los becarios es realmente limitado si se aspira a que nuestro país «se convierta en una referencia de calidad mundial para el año 2010» como dice el real decreto. Necesitamos un plan realmente ambicioso de cooperación con las universidades de Latinoamérica por el que miles de estudiantes de postgrado de Latinoamérica puedan incorporarse anualmente a nuestras universidades y centros de investigación para hacer aquí estudios de postgrado con el compromiso de regresar a su país tras la terminación de sus estudios y permanecer durante un número determinado de años en su universidad de origen de forma que puedan transmitir allí los conocimientos adquiridos en España.

Como la reforma de Bolonia llevará a medio plazo a abaratar las enseñanzas de grado, los recursos económicos y personales que con este motivo se liberarán deberían desplazarse decididamente a los estudios de postgrado, a los másters de investigación —que en muchos campos no pueden ser cubiertos por el mercado— y, sobre todo, al doctorado.

La nueva configuración del doctorado en España prevé un periodo de formación equivalente a los estudios de máster y un periodo posterior de investigación dedicado a la tesis doctoral. Queda a criterio de cada universidad el establecimiento de procedimientos y criterios de admisión, pero no parece preverse ningún tipo de prueba como los temidos qualifying exams con los que en las mejores universidades norteamericanas se selecciona a los estudiantes que pueden pasar al doctorado, después de haber cursado el máster durante dos años, de ordinario, muy exigentes.

Los legisladores españoles parecen no saber que el periodo normalmente requerido para completar el doctorado en los Estados Unidos es de unos 7 ú 8 años con dedicación completa a la universidad o al centro de investigación en que se trabaje. En este tiempo se incluyen, por supuesto, los dos años formativos del máster, y no puede pensarse que estos estudiantes de postgrado dependan económicamente de sus familias o puedan financiarse con otros trabajos. Se trata realmente de personal investigador en formación que, al término de sus estudios de postgrado, habrían de poder emplearse en España o en otro país en tareas de investigación avanzada y enseñanza superior.

CONCLUSIÓN

Sin duda la universidad española se encuentra en la encrucijada. A la proliferación de centros universitarios en las últimas décadas va a suceder muy probablemente un periodo de clarificación. No puede pretenderse que todas las universidades españolas por su actividad sean una research university, una universidad de primer rango tal como categoriza a las universidades norteamericanas la Carnegie Foundation. Piénsese que de las 4.400 universidades que hay en los Estados Unidos sólo dos centenares alcanzan ese rango, que depende sobre todo del número y diversidad de las tesis doctorales y de los recursos económicos que cada universidad logra para financiar la investigación.

No está lejos el momento en el que nos encontraremos en España con unas pocas —muy pocas— superuniversidades, equiparables a esas excelentes universidades norteamericanas, mientras que la mayoría se asemejarán más bien a las universidades estatales de aquel país que tienen una importantísima función docente en el nivel de los estudios de grado, pero que —con honrosas excepciones en algunos centros en particular— son del todo irrelevantes para el desarrollo científico internacional.

Es necesario que los responsables del sistema universitario y de la red nacional de investigación en nuestro país afronten con decisión estos temas si de verdad queremos transformar la universidad española. La transformación radical del postgrado como motor de la investigación y la asignación masiva de recursos públicos y privados a esa finalidad abrirían efectivamente el camino para convertir a España, al menos a unas cuantas de sus universidades o facultades, en centros de referencia internacional en investigación.

Profesor de Filosofía en la UNAV. Director del Grupo de Estudios Peirceranos