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Las iglesias y confesiones religiosas, junto a las familias, constituyen los prototipos de comunidades. Es evidente que no se trata de algo meramente privado. En realidad, el debate no reside en esto, sino más bien en el lugar que debe ocupar en el ámbito de lo público o incluso político. En definitiva, en cuestiones como la de la mención a Dios o a la religión en las Constituciones, en la presencia de personas y símbolos religiosos en lugares públicos como escuelas u hospitales, o en la enseñanza de la Religión en la escuela pública, entre otras. Lo que se discute es más bien su presencia pública e institucional.

Antes de entrar en el análisis del problema, quizá convenga recordar el lugar de la religión en la vida humana y el rango que ocupan los valores religiosos en la jerarquía axiológica. Para Max Scheler, probablemente el más ilustre representante de la filosofía fenomenológica de los valores, los religiosos ocupan el lugar más alto, por encima de los valores espirituales (verdad, justicia y belleza). Es verdad que lo religioso puede ser negado y que existen personas ciegas para lo sagrado como otras lo son para otros órdenes axiológicos, pero si se acepta lo sagrado, su valor ostenta necesariamente el rango más alto en la jerarquía. Esta realidad no debería ser ignorada por los legisladores ni por los demás poderes públicos. Por lo tanto, el fenómeno religioso no debe ser tolerado, como si se tratara de un error más o menos disculpable, sino que tiene que ser tratado como la finalidad superior de la cultura. Lo que debe ser tolerado (naturalmente, con límites) son las diferentes creencias religiosas entre sí, incluida, por supuesto, la increencia. El creyente no es un ciudadano de segunda categoría, por supuesto tampoco en una sociedad democrática. El ateísmo no es la creencia democrática. Por lo demás, es imposible negar la influencia del cristianismo en el surgimiento y difusión de la democracia y sus valores.

La determinación de las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas ha cobrado una nueva relevancia como consecuencia del hecho de que vivimos en sociedades crecientemente multiculturales, en las que conviven personas que profesan diferentes credos religiosos y, desde luego, que no profesan ninguno. Las relaciones entre Iglesia y Estado pueden regularse, en principio, según tres modelos: la confesionalidad, el laicismo y la aconfesionalidad.

La confesionalidad del Estado parece cosa del pasado, «medieval», y contraria a la libertad religiosa. En realidad, la cosa no es tan clara. Más allá de que pudiera ser indeseable y atentatoria contra la neutralidad estatal en materia religiosa, lo cierto es que se da, por ejemplo, en el Reino Unido y Dinamarca, y no es fácil negar que en ellos se encuentre garantizada la libertad religiosa. En cualquier caso, al menos entre nosotros, el problema no reside aquí, ya que (casi) nadie en España aboga por la vuelta al Estado confesional.

El segundo modelo, el laicista, pretende la exclusión de la religión del ámbito de la vida pública. El Estado es, para él, laico. Esta posición va algo, o bastante, más allá de la mera neutralidad estatal. En definitiva, de hecho, el Estado promueve y asume una determinada posición: la increencia. Cabría así hablar de un ateísmo de Estado o de un Estado ateo.

Cabe un tercer modelo: la aconfesionalidad, que entraña que el Estado no profesa ni asume ninguna creencia religiosa, pero tampoco la increencia (ateísmo o agnosticismo). Es el caso de nuestra nación.

El cristianismo no constituye un mero avatar accidental en la historia de España que pueda, arbitrariamente, suprimirse, sino que, por el contrario, forma parte de su constitución y vocación histórica como nación. España fue cristiana en su origen y en sus grandes proyectos: la Reconquista, la idea imperial de Carlos V, la empresa de conquista y evangelización del Nuevo Mundo. Solo por la incorporación de América a Occidente, ya merecería España ser considerada como una de las más grandes naciones europeas. Hasta el anticlericalismo radical que aparece intermitentemente en nuestra vida pública no es sino la otra cara de la cristiandad hispana, la reacción injusta hacia lo que se percibe como una situación histórica privilegiada de la Iglesia católica.

Es usual considerar que entre los grandes problemas nacionales que España tenía planteados al comenzar el siglo pasado se encontraba (junto a la forma de Estado, el separatismo, el problema escolar y la cuestión social), la disputa religiosa, centrada en la discusión sobre la confesionalidad católica del Estado y el peso y la influencia de la Iglesia católica en la enseñanza. Casi todos estos problemas, incluido el religioso, menos quizá el desafío separatista, obtuvieron solución en la Constitución de 1978. Frente al «nacionalcatolicismo» del régimen franquista y la persecución religiosa que alentó o toleró el Gobierno republicano del Frente Popular, la Carta Magna optó por una solución adecuada y liberal, que permitió solventar con éxito un viejo problema histórico, refundando, en cierto modo, las relaciones entre el Estado español y la Santa Sede. Los pilares fueron la regulación constitucional y los acuerdos firmados entre ambas partes que entrañaban la revisión del Concordato. El resultado era un Estado aconfesional, no laicista, que garantizaba la libertad religiosa de los ciudadanos, y se comprometía a mantener relaciones de cooperación con todas las confesiones y, especialmente, con la católica, la mayoritaria entre los españoles. Esta mención constitucional no era un privilegio sino el reconocimiento de una realidad social.

En los últimos años, se ha reabierto, de manera artificial, en España la «cuestión religiosa», resuelta por la concordia básica de la sociedad y por la Constitución. No es extraño que los promotores de la apertura de una cuestión que divide a la sociedad hayan renegado del espíritu de la Transición, invocando la necesidad de una segunda.

En ocasiones tiende a confundirse la aconfesionalidad del Estado, tal como establece la Constitución española, con una pretendida «anticonfesionalidad» del Estado propia del laicismo radical. En España, las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica se regulan por la Constitución y por los acuerdos vigentes entre el Estado y la Santa Sede. Conviene recordar los principales preceptos constitucionales que se refieren a la libertad religiosa.

«Ninguna confesión tendrá carácter estatal» (art. 13.3).

«Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» (art. 14).

«Se garantiza la libertad ideológica, religiosa o de culto a los individuos y las comunidades sin más limitación en sus manifestaciones que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley» (art. 16.1).

Se establece, pues, el principio de la aconfesionalidad del Estado, que se sustenta en la afirmación de que ninguna confesión tendrá carácter estatal. También se garantiza la libertad religiosa y de culto, sin más limitación que la derivada del orden público, y el principio de no discriminación por razón religiosa.

El modelo que asume la Constitución, y que puede ser calificado como liberal, entraña la neutralidad religiosa del Estado, pero no la asunción del laicismo, ni la exclusión de la religión del ámbito de la vida pública. Los padres pueden elegir el tipo de educación, religiosa o laica, que prefieran para sus hijos. El Estado garantiza el ejercicio de esta libertad en igualdad de condiciones. El modelo es compatible con la atención adecuada a la religión mayoritaria de los ciudadanos. En este sentido, abunda el artículo 16.3: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Este precepto no entraña una vulneración del principio de libertad religiosa ni del de la aconfesionalidad del Estado. Pero sí entraña una negación del laicismo y una exigencia del reconocimiento de las creencias religiosas católicas de la mayoría de la sociedad española.

La jurisprudencia constitucional se ha ocupado de algunos problemas jurídicos relativos a esta interpretación y especialmente a los derivados de la pretensión de que el mantenimiento de relaciones especiales con la Iglesia católica o, más exactamente, la presencia de esta confesión en la vida pública y en actos oficiales, entrañarían una discriminación. Hay que tener en cuenta que no toda diferencia de trato entraña discriminación. Una discriminación es una desigualdad injusta, pero una desigualdad justa no lo es. Tanto la realidad histórica de España como la existencia de una mayoría de ciudadanos que se declaran católicos, justifican desigualdades de trato a favor de la Iglesia católica que no entrañarían la discriminación de quienes no son católicos.

La polémica sobre el uso público de los símbolos religiosos no ha afectado solo a Francia. En este país, como es sabido, se ha prohibido el uso público de símbolos religiosos ostentosos. Pero a veces se olvida que el Estado financia en Francia el 85% de los colegios privados religiosos, y que muchas fiestas católicas son días no laborables. Además, la prohibición se justificó en nombre de la defensa del orden público y no de la laicidad o de la libertad de conciencia. En realidad, se trata más bien de evitar la discriminación de la mujer en el islamismo radical que de limitar la presencia de la religión en la esfera pública. Pero entonces lo que habría que prohibir, más que la exhibición pública del símbolo, sería la discriminación efectiva. Sería prohibido por ser discriminatorio, no por ser religioso. Lo nocivo no es la presencia pública de la religión, sino la existencia de prácticas discriminatorias y atentatorias contra el orden público. No estaríamos ante una limitación de la libertad religiosa en favor del laicismo, sino ante la proscripción de conductas que atentan contra el orden público y el principio de no discriminación. Pero entonces el método no debería consistir en suprimir la presencia pública de todos los símbolos religiosos, sino solo de aquellos, sean religiosos o no, que entrañen una discriminación o un atentado contra el orden público. Por eso, prohibir la exhibición pública de todos los símbolos religiosos no es una solución justa.

También se invoca la neutralidad liberal a favor del laicismo militante. Pero la neutralidad absoluta es imposible. Gobernar es optar; es disponer selectivamente de recursos escasos. Pero, suponiendo que fuera posible, tampoco sería deseable. No es correcto ser neutral entre lo bueno y lo malo, o entre lo mejor y lo peor. Frente a la neutralidad liberal, cabe oponer el perfeccionismo liberal. La neutralidad absoluta no es un valor liberal. La «neutralidad liberal» entraña, de hecho, la asunción del relativismo ético. Frente a esta neutralidad extraviada y a este relativismo de hecho, hay que reconocer los bienes culturales, económicos y sociales (en definitiva, políticos) de la religión, o, al menos, de algunas confesiones religiosas.

El principio de la aconfesionalidad del Estado no entraña la asunción de la neutralidad ni del relativismo. En este sentido, una cosa es la aconfesionalidad del Estado y otra la anticonfesionalidad, el ateísmo militante. La anticonfesionalidad, propia del laicismo radical, es una opción particular frente a otras, pero no es neutral. Lo neutral no es el ateísmo. Sustituir la confesionalidad del Estado por la obligatoriedad de una concepción de la realidad laicista y, de hecho atea, no es un acto de neutralidad, ni una exigencia del liberalismo. Habermas ha puesto de relieve cómo el laicismo radical entraña una carga más dura para los creyentes, convertidos en ciudadanos de segunda, impedidos de exhibir sus creencias en la vida pública.

La aconfesionalidad no es ateísmo de Estado, sino la falta de asunción de ninguna confesión religiosa por el Estado. Pero esta obligación estatal incluye también la prohibición de asumir la obligatoriedad de una moral pública laicista. El ateísmo de Estado vulnera la aconfesionalidad del Estado, pues entraña una determinada confesión: la atea o agnóstica. Los creyentes son tan ciudadanos democráticos como quienes no lo son. Y el Estado tiene que respetar a ambos.

Estas consideraciones tienen consecuencias relevantes para la educación. Y, entre estas, se encuentra el rechazo del mito de la escuela pública única y laica como obligatoria. La libertad de enseñanza entraña la consecuencia de que los padres tienen derecho a elegir la educación moral y religiosa que han de recibir sus hijos. En realidad, los titulares del derecho a la educación son los hijos, y lo ejercen, durante su minoría, a través de sus padres y tutores.

¿Qué significa un modelo «neutral» de escuela pública? ¿Representa la «escuela laica» el ideal de modelo neutral? ¿Es verdaderamente neutral? La idea de una escuela neutral es una contradicción en los términos. Toda escuela se sustenta en un ideal de vida que hay que transmitir al alumno. No puede, por ello, ser neutral. Educar neutral-mente es lo mismo que renunciar a educar. No es posible la educación sin una idea acerca de los fines de la vida humana y acerca de la naturaleza de la persona. Por lo demás, la escuela pública única y laica es un modelo posible junto a otros que quedan postergados, pero no puede aspirar a ser un modelo general en el que todos caben. Es una opción tan poco neutral como cualquiera de sus alternativas. No cabe una educación sin valores o neutral con relación a ellos. Todo ideal acerca de la vida humana entraña la asunción de un sistema de valores y, por lo tanto, la exclusión de otros sistemas valorativos posibles.

El pluralismo es un valor inherente a las sociedades liberales, pero tiene sus límites. El pluralismo no es la otra cara del relativismo ni conduce a la anomia de la ausencia de valores. La escuela única, pública y laica no es una exigencia del pluralismo sino su patente negación. La falacia estriba en negar que, lejos de realizar el ideal pluralista, este modelo estatista lo destruye. Es una determinada opción, por lo demás opuesta a la libertad, pero, con independencia de sus posibles bondades, es un modelo determinado que niega el pluralismo. Y, desde luego, no es compatible con el derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos que establece la Constitución.

Uno de los aspectos más debatidos relacionados con el laicismo y la aconfesionalidad se refiere a la enseñanza de la Religión en la escuela pública. La libertad religiosa y el principio de aconfesionalidad del Estado no entrañan la proscripción de la Religión de la escuela. Una cosa es la aconfesionalidad del Estado, principio fundamental de toda sociedad abierta, y otra la imposición del laicismo y la exclusión de la religión del ámbito educativo público. Laicismo no equivale a neutralidad liberal. Por el contrario, se trata de una determinada posición sobre la educación pública frente a otras posibles. No se trata de un punto de equilibrio equidistante, sino de una determinada opción ideológica que excluye a otras.

El valor formativo de la religión es reconocido por la mayoría de los expertos, por todos a los que no ciega la ideología. La religión no es falsa ciencia ni superstición, no es fruto del miedo, el prejuicio y la ignorancia, sino un elemento imprescindible para la formación integral de la persona. La religión es necesaria para dotar de sentido y fundamento a la realidad. Sin la dimensión religiosa, la visión general del mundo y de la vida resulta necesariamente incompleta.

Con frecuencia se invoca un argumento falaz que aboga a favor de una educación general (laicista) gratuita y defiende que el que quiera otra formación con contenido religioso, sea o no confesional, que se la pague. Pero esta solución atenta contra el principio de la libertad de elección de los padres, ya que penaliza económicamente a quienes optan por una educación religiosa.

Por otra parte, no es correcto identificar la enseñanza de la asignatura de una religión confesional con el adoctrinamiento o la catequesis. En ella no se evalúa la fe, sino el conocimiento de esa fe. Lo que se discute es la inclusión o no de la religión en el ámbito educativo general, el reconocimiento de su valor educativo o su retirada forzosa y su reclusión al ámbito de lo privado. Por otra parte, tampoco es satisfactorio el argumento puramente «culturalista» de sus partidarios que deploran, con razón, la grave amputación formativa que entraña la exclusión de la enseñanza de la religión católica, ya que incapacita para comprender las manifestaciones principales de nuestra cultura, ya que esa finalidad se puede lograr mediante una asignatura no confesional. De lo que se trata es de determinar si la religión forma parte o no de la cultura que la escuela ha de transmitir, o si, por el contrario, se trata de un epifenómeno marginal que debe quedar reservado al ámbito privado.

En conclusión, todas estas anomalías de nuestra vida pública que conducen a una desestabilización imprudente e indeseable de las relaciones entre el Estado y la Iglesia y una puesta bajo sospecha progresista de quienes profesan creencias religiosas se pueden corregir y solucionar sin más que acudir a los principios constitucionales, especialmente a la libertad religiosa, a la aconfesionalidad, que no «anticonfesionalidad» del Estado, y al respeto de los principios liberales de la convivencia.

Por supuesto, el debate va más allá de nuestras fronteras. Cabe recordar la polémica suscitada por la mención del cristianismo en el preámbulo de la fracasada Constitución europea. El texto propuesto en principio carecía de toda referencia, no ya al cristianismo, sino ni siquiera a la religión en general. Y lo más grave es que ese silencio acompañaba a la referencia a las tradiciones que, como la de la Ilustración, habían contribuido a la construcción europea. Después del aluvión de críticas justificadas, se produjo una rectificación, aunque insuficiente. El primer párrafo del preámbulo, tras la mención de los jefes de Estado de los países miembros de la Unión, quedó así:

«Inspirándose en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho…».

El debate seguía y sigue vivo. Existían dos posiciones antagónicas. Según la primera, ni el preámbulo ni la Constitución en general deberían hacer mención alguna a Dios y al cristianismo. Según la otra, esa mención es necesaria. Entre los primeros, no dejan de encontrarse algunos creyentes. Consideran que el principio de aconfesionalidad de los Estados, la separación entre las Iglesias y los Estados, y la convivencia en Europa de personas de diferentes confesiones religiosas y ateas, aconsejan eludir cualquier referencia religiosa, con independencia de la relevancia que, sin duda, ha tenido el cristianismo en la configuración de la realidad de Europa. Algunos invocan también el laicismo al estilo francés, y otros argumentan en contra de la necesidad de incluir en el preámbulo de un texto como la Constitución europea, y a diferencia de lo que sucede con las de los Estados, referencias culturales y simbólicas. De aceptarse este último argumento, deberían desaparecer del texto no solo las referencias al cristianismo y a la religión sino también cualesquiera otras a realidades y principios culturales.

Una excelente argumentación a favor de la mención al cristianismo se encuentra en el ensayo de J. H. H. Weiler, Una Europa cristiana. Se da la circunstancia de que el autor, además de estadounidense y constitucionalista, es judío practicante. Su análisis desarrolla dos ideas fundamentales. La primera es que el cristianismo constituye un elemento central de la identidad europea y que, por ello, es ridículo llevar a cabo un debate sobre la civilización europea sin reconocer la centralidad del cristianismo respecto a esa civilización. La segunda idea es que es constitucionalmente indispensable una referencia a Dios o al cristianismo. Considera que esta referencia no constituye una violación del respeto a la libertad religiosa y propone como una buena solución el siguiente párrafo del preámbulo de la Constitución polaca:

«Con el mayor cuidado por la existencia y el futuro de nuestra patria, que ha recuperado en 1989 la posibilidad de determinar soberana y democráticamente su propio destino, Nosotros, la Nación polaca, todos los ciudadanos de la República, tanto aquellos que creen en Dios como fuente de verdad, justicia, bien y belleza, como aquellos que no comparten esta fe pero respetan esos valores universales derivando de otras fuentes, iguales en derechos y obligaciones frente al bien común, Polonia…».

En realidad, toda la argumentación en este sentido, puede basarse en los principio de la tolerancia y del pluralismo liberal, pues estos forman parte de la religión cristiana. Europa puede dejar de ser cristiana, pero si lo hace dejará de ser Europa para ser otra cosa diferente.

El laicismo no es la consecuencia del pluralismo liberal. Del laicismo radical al ateísmo de Estado apenas hay un paso. En realidad, son lo mismo. Para él, la vida pública es, de hecho, atea. Lo público, lo que es de todos, es el ateísmo; lo particular, lo religioso y confesional. El ciudadano, en cuanto tal, sería ateo. La ciudadanía democrática prescindiría de Dios. Sería una ciudadanía atea. Se trata de una falsa neutralidad y de una falsa libertad. El ateísmo recibe trato privilegiado. La libertad no postula la negación de la verdad, bajo la forma de una neutralidad entre la verdad y el error. No es lícito imponer una confesión religiosa. Pero tampoco el ateísmo. El ateísmo se viste con el ropaje de la neutralidad y cobra así ventajas ilegítimas. El ateísmo de Estado entraña una falsa neutralidad. En suma, hace trampa. Una trampa no solo antirreligiosa, sino también antiliberal. La separación entre la Iglesia y el Estado no significa la supresión de la religión en la vida pública, ni la marginación política de los creyentes. El poder temporal aspira así a suprimir al poder espiritual para poder ejercerlo él. Pero cuando ambos poderes se unen, el camino hacia el totalitarismo queda facilitado. Si todos somos libres e iguales en derechos, no pueden ser más libres los ateos que los creyentes.

Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos. Colaborador del periódico digital «El Debate». Ha sido consejero de Educación de la Embajada Española en Italia, Grecia y Albania.