Tiempo de lectura: 12 min.

  La televisión representa una forma privilegiada de creación mítica. Poco tiempo atrás pudimos conocer la capacidad de ciertos espectáculos para convocar a un público masivo en torno al nacimiento de auténticos mitos populares. La historia de Rosa, protagonista del programa Operación Triunfo (OT), pone de manifiesto cómo los telerrelatos se integran en el conocimiento de la gente simbolizando, de forma más o menos consciente, una serie de hábitos y valores sociales como, en este caso, la juventud y el trabajo, o sentimientos afines el esfuerzo, el afán de superación, la autoestima, etc. Frente a los jóvenes vagos de Gran Hermano, los concursantes de OT han encarnado, al menos en su primera entrega, las actitudes contrarias, trasfigurándolas en valores de carácter casi religioso o, por lo menos, metafísico. Y, al igual que los mitos de antaño, esta naturaleza ritual, trascendente, ha sido correspondida con un culto generalizado.


TV POPULAR VERSUS ARTE


  La televisión es un negocio, no hay duda. Si al principio el fenómeno OT definió una fórmula innovadora de concurso musical, basada precisamente en cierto sentir genuinamente popular – ni siquiera la propia cadena de Televisión Española atisbo el éxito que tendría el show -, el programa fue cediendo progresivamente a las estrategias de marketing (imagen de marca, merchandising, conciertos por toda España, etc.), para engordar cifras de audiencia millonarias, vender discos y, en fin, ganar dinero. Quizá por eso, el mito ha encontrado un rechazo parcial en nombre de la realidad.


 Otorgar al medio televisivo ese potencial mítico, humano, supone antes entender las razones del sentir común que, no sin causas justificadas, niegan al medio televisivo tal pretensión. A la televisión se le achaca principalmente la falta de espesor temporal, una carencia poética que condensa gran parte de la crítica social al medio. La instantaneidad televisiva se opone, precisamente, a la cualidad que tenían los mitos antiguos de pervivir en la memoria de generaciones como forma de dar respuesta a preguntas de calado vital sobre la muerte, el destino, el alma, lo valeroso o lo ruin y la bondad o la maldad humanas. Por el contrario, las narraciones en televisión duran muy poco, normalmente el tiempo comercial que el programa permanece en antena. El lenguaje televisivo suplanta la dimensión de pretérito por un presente donde la momentaneidad hace difícil dotar a las historias de hondura humana. Y ello plantea hasta qué punto la celebración popular de ciertos personajes se debe a la moda social o al éxito actual, y no a la resonancia humana que puedan provocar en el conocimiento del telespectador.


 Ciertamente, la duración temporal de un relato televisivo no es comparable a la permanencia en el tiempo de las grandes narraciones de los mitos clásicos. Tampoco la caducidad de las historias en televisión es equiparable a la vida perenne de una obra literaria. Ni siquiera las imágenes cotidianas de la televisión pueden competir con aquellas otras asentadas en la memoria del espectador de cine, medio con el cual la televisión parece guardar más afinidades. Frente al relato televisivo, el fílmico se caracteriza por trabajar visualmente el tiempo. No sin razón se le ha concedido al cine la patente de los recursos narrativos de flashforward y flashback, como modo de movilizar y sintetizar temporalmente las imágenes. Parece que este otro medio de comunicación de masas recrea aún un tiempo que, en contraste, la trama televisiva vacía en un presente eterno, en historias sin pasado y sin proyección futura.


 A este vacío contribuye directamente la naturaleza serial de los relatos en televisión, característica que se traduce en programas tipo series, seriales, miniseries, sagas, galas, etc. Una serie de ficción televisiva, por ejemplo, nada tiene que ver con la naturaleza episódica que, por citar dos casos muy dispares entre sí, poseen Don Quijote o la saga fílmica de La guerra de las galaxias. La novela de Cervantes inserta en determinados momentos de la historia relatos relativamente autónomos, que desvían la atención del lector respecto de la acción principal. Además de apelar al sentido del humor, estos relatos dan complejidad a una trama unitaria. Observaciones parecidas puede hacerse respecto a la trilogía de la Guerra de las galaxias; pues en esta saga las continuaciones respetan la unidad de cada uno de los episodios y, a la vez, se integran con acierto en el mundo de la galaxia. En ambos casos la estructura episódica contribuye al enriquecimiento poético de sus tramas narrativas.


 La producción serial en televisión se debe a un orden de cosas muy distintas, que apunta al fin eminentemente comercial del medio. La fragmentación por episodios aproxima las historias televisivas a las del folletín popular o a la novela por entregas. Como diría Lorenzo Vilches, los relatos seriales del folletín responden a aquella famosa frase de Casablanca: «Play it again, Sam».


 Al igual que la novela comercial, las series televisivas repiten hasta la saciedad la técnica del anuncio, según la cual la proliferación anecdótica se conjuga, paradójicamente, con la reducción de la trama a un conjunto limitado de funciones narrativas, que se repiten en cada nuevo episodio. Pese a la aparente variedad de temas, personajes y situaciones dramáticas, hay siempre un esquema narrativo que permanece inmutable a lo largo de la emisión en serie. Y esta estructura fija determina la fórmula prácticamente invariable de cada nuevo episodio.


 Esta reiteración tiene como efecto el alargamiento de la historia o, como dijimos anteriormente, la dilatación de un presente que se hace eterno, frente a la duración limitada, exacta, del episodio. Los personajes siguen ahí, anclados en el presente televisivo, aunque la entrega haya finalizado, hasta que el espectador vuelve a conectarse al programa. Esta fragmentación se adecúa perfectamente al llamado flujo televisivo, en el que unos programas se entrecruzan con otros y todos ellos con la publicidad. La dilación temporal afecta igualmente al tiempo interno del episodio donde no existe un comienzo ni un final claramente definidos, la acción apenas progresa, los acontecimientos se repiten y las historias vuelven al punto de partida.


CONSUMO DE CULTURA


  Todo ello parece traducirse en la fórmula cíclica que define los relatos televisivos como narraciones de consumo subordinadas a un proceso fluctuante, que va de la producción al entretenimiento y vuelve al consumo.


 Que los relatos populares de la televisión se definan por su pertenencia a la esfera del mercado social fue establecido de una vez por todas por la sociedad de masas mediado el siglo XX, y por quienes como Adorno teorizaron sobre la cultura que le es propia. Los artistas modernos y sus críticos abrieron entonces una brecha insalvable entre las narraciones del arte y los relatos comerciales de la referida cultura. Los primeros se reservaron la esfera del saber y del arte, mientras los segundos pasaban a engrosar la esfera del mercado social. Y, es claro, en la alternativa entre obras de arte o bienes de consumo – tal y como Adorno concibió los productos destinados a la masa social -, sólo cabe colocar la televisión popular del lado de los segundos.


 Pero la naturaleza de un relato televisivo no responde plenamente a la de un bien de consumo porque, valga la redundancia, no se consume como cualquier otro bien fungible, ni impide su disfrute por parte de otros consumidores. Cierto componente inmaterial explica que su gasto no sea inmediato como ocurre con otros artículos.


 Este matiz lo introdujo ya H. Arendt por las mismas fechas en que Adorno sentaba su juicio sobre el fenómeno de la cultura de masas (por desgracia, el ensayo de Arendt, de 1961, acerca de «La crisis de la cultura: su significado político y social», no tuvo la misma repercusión que el de Adorno sobre «La industria cultural: la ilustración como decepción de las masas»). En lugar de separar el arte de la cultura de masas, para relegar los productos de ésta a la esfera del mercado, como Adorno, Arendt se limitó a dejar constancia de cómo determinados objetos culturales se degradaban, debido a una actitud desmedida de consumo. Se trataba de un descenso, en cuyo punto de partida superior la autora colocaba la obra de arte y, en la base, como punto de llegada, los bienes de consumo. La obra de arte constituía, según ella, el objeto cultural por excelencia, portador de una finalidad o valor intrínseco diferente del valor de cambio, que caracterizaría al bien de consumo, y que le preservaría del gasto inmediato al que estaba sometido este último. Frente al valor interno y permanente de la obra de arte, pues, Arendt colocaba el precio de cambio como algo externo y fluctuante, determinado por los vaivenes de la oferta y la demanda sociales.


 Para nuestros propósitos, esta diferenciación conceptual de obra de arte, objeto cultural y bien de consumo permite situar los relatos comerciales entre los objetos culturales, a caballo entre el arte y el mercado, sin que se vean avocados irremediablemente a esta segunda esfera. Y la pauta de la durabilidad permite establecer una medida de la obra de arte, que nos permite determinar la naturaleza cultural de un objeto y excluir, por contra, aquellos relatos que se crean con la finalidad de su consumo inmediato.


 A falta de poder establecer un límite neto, la categoría de producto cultural se ajusta mejor a la naturaleza de un programa televisivo que otra cualquiera, pues contempla estas dos dimensiones: la de artefacto, o «cosa hecha» con objeto de satisfacer unas necesidades socioculturales, reales, exigidas por su carácter comercial; y la de objeto cultural que, por su parte, se destina al enriquecimiento humano de la sociedad. Y esta otra dimensión cultural da entrada al mito, pues la televisión es negocio y es también cultura, de modo que las consideraciones estrictamente mercantiles no pueden obviar estos otros factores humanos que, por lo demás, también influyen en las ventas.


MITO Y REALIDAD


  Al ser transfigurada por el mito, la realidad excesivamente mercantilizada de la televisión permite que se manifiesten ciertos valores humanos connaturales a la propia sociedad. Otro asunto es que las cadenas, productoras o casas discográficas se aprovechen de ello con el fin de alcanzar sus propios intereses económicos, como ha ocurrido con el fenómeno de OT.


 Rescatar esa acepción positiva de mito – y de mito popular, que no populista – supone incidir en su sentido antiguo, frente a otros significados peyorativos de invención o irrealidad primitiva, que se han ido asociando culturalmente a la palabra. Quizá esta otra visión negativa prima actualmente cuando nos referimos a la galería de los personajes contemporáneos, especialmente si proceden del mundo de la imagen y la cultura popular.


 Los relatos míticos eran reales porque transmitían un sentido humano o trascendente de la vida, lo cual no implica que las historias hubiesen acontecido de hecho. El mito de Deméter, diosa de la vegetación, resulta fabuloso en extremo si intentamos confrontar los hechos con un relato verídico. Igualmente fantástica resulta la historia de la diosa Atenea, quien niega la inmortalidad a su protegido Tideo cuando éste, a punto de morir, es arrebatado por la ira y se ensaña contra su amigo moribundo. De nuevo, no son dioses, comportamientos inhumanos o lugares imaginarios, como los que rodean a esta historia, los que cautivaron a los contemporáneos del mito y siguen haciéndolo en nuestros días. El atractivo proviene de una experiencia humana simbolizada acerca de los límites de la miseria del hombre, un ser llamado, por naturaleza, a participar del señorío de los dioses.


 La autenticidad del mito radica en la experiencia humana a la que remite de manera simbólica, ya sea que se refiera a hechos naturales que afectan al hombre, o a pensamientos, pasiones y motivos del obrar que se escapan a la observación empírica – ¿cómo medir una acción? -, pues tan reales son unos como otros. Aristóteles hizo explícita esta materia humana del mito (mythos) cuando, refiriéndose al drama, lo definió como la acción o vida que está siendo escenificada, frente a esa misma acción ya estructurada u organizada de forma más o menos verosímil por el poeta. Como es el alma para el cuerpo -explicó-, así es el mito para la representación narrativa o dramática: la forma que le da vida.


 Por ello también se refirió Aristóteles a la imperiosa verdad del mito, la cual se acerca más a lo increíble posible que a lo creíble pero improbable. Es decir, lo propio de una narración poética es su posibilidad, en el sentido de que los personajes sufren, padecen o experimentan la amistad como nosotros, aunque para conseguir este efecto el narrador se haya servido de historias increíbles, muy alejadas de nuestro mundo real (las que le suceden a los personajes de El señor de los anillos). Y, por el contrario, es impropio de la poética historias quizá más creíbles, reales o que se asemejan a hechos reales, pero improbables porque dicen poco del hombre.


 Trasladado a aquellos personajes míticos de la televisión, significa que la posibilidad de las historias que encarnan guarda una relación estrecha con la verdad de la ficción. A fuerza de contarnos mentiras mediante historias inconcebibles, muchas veces la ficción resulta más verosímil que la propia realidad fáctica. Se debe a que sus historias son moralmente posibles. Nos reconocemos en los pensamientos y pasiones que mueven a los personajes, pues los identificamos fácilmente con los motivos reales que mueven nuestras acciones, y ello más íntimamente que la relación que vincula nuestras vidas con historias del mundo actual, por mucho que puedan ser confrontadas estas últimas con sucesos objetivos. Los hechos de un relato de ficción son verosímiles porque hacen referencia a lo que puede ocurrir en el mundo posible creado por el narrador. Por ello resultan verosímiles, y no en cuanto factibles en el mundo real. La verdad del mito no tiene que ver entonces con lo fáctico. Una vez imaginado el mundo mítico, la verosimilitud es una categoría interna, ya no hace referencia a una realidad efectiva.


 Pero, al mismo tiempo, se trata de una posibilidad real. Una vez diseñado el mundo mítico – un mundo posible, sea o no actualmente real – éste ha de contar con una lógica interna que lo hace verosímil. Aquí lo posible tiene que ver con lo moralmente probable. Y, sin duda, los criterios de acción que rigen en el mundo mítico pueden llegar a ser más convincentes que los vigentes en el mundo real.


 En esta posibilidad de la ficción se basa, por ejemplo, buena parte de los mecanismos retóricos que utiliza un documental televisivo para dar acceso al espectador a la historia natural -el último hallazgo de ingeniería genética o el reciente caso de enfermedad producida por el mosquito x en África- desde el mundo real. El juego retórico que este tipo de programa establece para atraer y mantener la atención del espectador consiste, principalmente, en presentar los hechos científicos en forma de acontecimientos organizados según una estructura de acción ficticia. En contraposición al rigor científico de hechos lejanos a un público inexperto, su narración personificada acerca, así, los sucesos al conocimiento del María Luengo espectador. De este modo, la autoridad con la que el documental se dirige al público, su veracidad, no se basa tanto a la verdad objetiva que pretende transmitir, como en la plausibilidad de su estructura mítica: lo humanamente posible señala la entrada al mundo del programa.    


 Estrategias similares encontramos en nuestro ejemplo de OT. Aquí la historia de Rosa, como personaje mítico, puede ser entendida respecto a la realidad inmediata, el espectáculo televisivo y toda la parafernalia que le rodea, y entonces tenemos a un personaje de carne y hueso que, de ser patito feo, pasa a convertirse en cisne. Pero este significado social, construido por la televisión, resulta si cabe menos real que lo auténticamente humano, mítico, del personaje. El mito de Rosa y, en general, de OT, puede sintetizarse en una frase pronunciada a menudo por este personaje: «Quiero ganar confianza en mí misma».


 Esta confesión resume, lo hemos dicho, un sentimiento de superación de una serie de obstáculos y unos fines que un público masivo hace suyos. Y lo mismo cabría afirmar de otros personajes. El mito de Bustamante, quien del andamio sube al éxito, o el de Bisbal, son la traducción espectacular y masiva de dos actitudes: «deseo ir siempre con la verdad por delante» y «quiero compartir toda la felicidad que siento», respectivamente.


 Aquí tenemos varios ejemplos del modo en que valores respetables – el esfuerzo personal, la juventud, la sinceridad, el sentimiento de felicidad -se nos presentan, como se expresó en otra ocasión F. Jiménez Losantos refiriéndose al fenómeno de Diana Spencer y otras leyendas populares, de forma tan espectacular a través del lenguaje televisivo. Según este escritor, tal vez se trata de sentimientos o de virtudes con minúscula, manifestaciones de lo humano al margen de la estricta racionalidad, pero también de materia ética, en sus palabras, abono sentimental de cierta sintonía moral que precisan todas las sociedades para vivir.


TELEVISIÓN Y VIDA COTIDIANA


  Todo parece indicar que la televisión es vehículo de valores que propician la mejora social, aunque aún no estemos acostumbrados a verlos aparecer de forma tan actual, masiva, con el carácter de espectáculo popular. Depende, no obstante, de que el contenido se ajuste bien a la trama televisiva. También el relato mítico de antaño sintetizó valores esenciales como, por ejemplo, el origen trascendente de la persona humana, que interrogaban a cualquier hombre, y las formas de la cultura que, por su parte, identificaban al pueblo asentado en un tiempo histórico. Esto último explica los episodios amorosos que protagoniza el dios Apolo. El motivo era que el hombre, convencido de su origen divino, intentó vincular su linaje al de los dioses, atribuyendo en concreto a Apolo la paternidad de muchas y variadas criaturas, incluido el hombre. De ahí esos matrimonios tan numerosos y disparatados.


 Lo mismo sucede en los mitos contemporáneos. La imagen televisiva, hermanada con el cine y la publicidad, constituye el envoltorio cultural que da entrada en nuestro tiempo a dichos hábitos. Salvado entonces el componente humano, es preciso indagar -y no sólo criticar- el modo en el que la televisión y las historias cíclicas encerradas en un eterno presente transmiten lo humano, y ello por encima de su significado socioeconómico, de ser respuesta mecánica a las apelaciones del mercado.


 Para ello, debemos comprender dicho presente, connatural al medio, como la lógica interna de un mundo ficticio. Significa que no es el tiempo cronológico en el que suceden los acontecimientos televisados, por lo general significado en los programas mediante la alusión al calendario, lo que interesa para valorar el eco humano de las historias. Lo importante es el tiempo ficticio que la televisión construye mediante las variaciones retóricas respecto al tiempo real anterior. A este fin se encamina aquella dilación del tiempo de las historias respecto al tiempo que dura el programa, a través de la sucesión, alternancia e intercalación de historias paralelas, cortes publicitarios o inserciones de otros programas de la cadena. Así, pues, la retórica televisiva -que, si no lo hemos hecho todavía, brevemente podemos definir como las llamadas, más o menos directas, del medio a su público- no ofrece sólo una explicación al significado comercial de la trama. También nos aproxima a su sentido humano.


 Desde este otro punto de vista, el presente narrativo, sus efectos de repetición, dilación y evasión, construyen un tiempo mítico que apunta simbólicamente a una experiencia de vida, a cómo el espectador experimenta el paso del tiempo de la vida ordinaria. El presente mítico hace referencia al tiempo de la vida cotidiana; un presente que, si nos acogemos a la definición narrativa del tiempo que propone P. Ricoeur, es experimentado como una actitud de atención, que se prolonga porque la narración disminuye el recuerdo y la espera. Pero, no obstante, un presente que no anula por completo cierto recuerdo inmediato de los acontecimientos en el pasado, ni cierta expectación hacia su desenlace futuro. Las historias inconclusas de este presente mítico son la forma que, en definitiva, presentan los fragmentos de cualquier vida vivida en presente. Los sucesos se perciben fragmentados en el instante hasta que no se insertan en un tiempo mayor que permite comprenderlos según un antes y un después. Con mayor razón la segmentación es empleada en historias y personajes que tratan de insertarse en la vida cotidiana del espectador.


 La televisión ha venido a llenar este espacio del presente cotidiano característico de las sociedades modernas. El tiempo cíclico de la trama televisiva no es, pues, meramente convencional o cultural. Se fundamenta en una experiencia humana del tiempo que comparten sus espectadores. Esta experiencia no se basa en un presente fáctico, externo, sino en el presente ficticio, interno, el tiempo del mundo ficticio donde se desenvuelven los personajes del programa. La sensación de un eterno presente que encierran sus relatos guarda relación con la vida ordinaria. Aquí reside la naturaleza mítica del medio. La vida y los valores humanos simbolizados en un programa televisivo están íntimamente vinculados al presente cotidiano que la trama televisiva recrea. He aquí el sentido humano o mítico de la televisión; aquí se instalan sus personajes míticos, desde aquí apelan al conocimiento popular como héroes o antihéroes; sólo desde aquí cabe prolongar la vida de personajes e historias televisivas en otras formas míticas de la cultura popular. Es precisamente aquí donde la cultura televisiva, gracias a su cometido de transfigurar lo ordinario en extraordinario, el ritual privado en veneración pública, es responsable de proponer hábitos saludables para la vida política y social, por la manera en que éstos repercuten eficazmente en la experiencia cotidiana de un público masivo. MARÍA LUENGO