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La Administración de Justicia de un país no es, ni debe serlo, una isla al margen por completo del resto de las instituciones e incluso de la ciudadanía. Si afirmo lo anterior es porque de una forma u otra el estado de la Justicia es inevitablemente un termómetro de la temperatura social y política de una nación.

En el caso de España existen ciertos factores previos que deben considerarse antes de emitir cualquier juicio. El primero, y a mi juicio esencial comporta dos vertientes . La primera es que nuestro país ha vivido prácticamente un siglo de las reformas judiciales, sustantivas y procesales que los legisladores liberales del XIX emprendieron a partir de la revolución septembrina de 1868. De los pocos logros útiles del barullo nacional en que se convirtió el denominado Sexenio democrático, la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 instauró la independencia judicial, un objetivo que perseguían programáticamente los partidos políticos progresistas y al que se oponían con tenacidad los de corte conservador. A la Restauración canovista le corresponde el honor, si bien en buena medida fueron los gabinetes liberales de Sagasta y muy particularmente el ministro Alonso Martínez, de haber iniciado una labor moderna de codificación, el Código Civil como buque enseña, y sobre todo las leyes procesales, Ley de Enjuiciamiento Civil y Ley de Enjuiciamiento Criminal, que con las orgánicas constituyen el nervio de la administración y ejercicio de la justicia de un país.

Leer la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 es hoy en día un ejercicio muy recomendable para comprobar con melancolía tanto el deterioro del uso del español en los textos legales como la clarividencia en el diagnóstico de los problemas que planteaba el proceso penal y, lo que era aún más importante, las soluciones para remediarlos. Basta citar la gran aportación, como acertadamente suele recordar el profesor Luis María Díez-Picazo, que supuso la creación del juez de instrucción que, desde su independencia absoluta, debía consignar en la investigación de las causas penales tanto lo favorable como lo desfavorable para con el acusado. Un juez, además, que observaba escrupulosamente todas las garantías establecidas por la ley. También el plazo de setenta y dos horas que ponía fin a la detención policial, verdadera y novedosa garantía de un bien tan preciado y frágil como es la libertad personal.

LA HORA DE LA CONSTITUCIÓN DE 1978

Pero ese diseño de la Restauración que pervivió a través de Monarquía, Dictadura, República y nuevamente Dictadura, tenía fecha ínsita de caducidad. Había sido pensado para una sociedad eminentemente rural y nada tecnificada, con una demografía y distribución poblacional muy específica. Además el estilo inquisitorial de los procesos penales exigía un cambio hacia un sistema acusatorio, y en general los procesos se habían convertido en instrumentos muy poco eficientes, muy burocratizados, y especialmente dilatados en el tiempo, con lo que la oralidad parecía imponerse.

La Constitución de 1978 introdujo novedades de especial importancia, pero lo fueron en general de tipo declarativo, la proclamación del valor constitucional justicia (art. 1), cuya importancia es evidente, y las institucionales, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General del Estado, los procesos de amparo, anejos a la especial exigencia de los derechos fundamentales, eje real de la vida cotidiana imbricada en la demanda de justicia. Las consecuencias de los planteamientos no han sido por lo general las deseadas.

Y no lo han sido por cuanto los partidos políticos han malversado el alcance constitucional de tales instituciones en una clara carrera de una evidente instrumentalización de los mismos. Es una tendencia que está corroyendo por reduccionista buena parte del sistema democrático occidental. Progresivamente la vida democrática gira en torno a los partidos políticos, a la preeminencia del Ejecutivo, a la administrativización de la vida judicial, a la fecha y resultado de las elecciones, a los sondeos de opinión, a los sindicatos de opinión mediáticos empresariales y políticos y a la judicialización de la vida en general y de los conflictos políticos en particular.

Un sistema constitucional basado en el Estado de Derecho exige un mecanismo tan complejo como delicado. La división de poderes, releer de verdad a Montesquieu como a Alexis de Tocqueville parece cada vez más imprescindible, presupone un sistema de controles que impida el autoritarismo o la tiranía de cualquiera de los tres poderes de un Estado y, en todo caso, es el judicial el que garantiza el sistema y el control final del mismo, tanto de manera externa, entre ellos, como interna, de cara los ciudadanos. La creación de instituciones, Consejo de Estado, Fiscalía, Tribunal de Cuentas, organismos financieros y mercantiles de regulación del mercado, así como la propia sociedad civil, deben obedecer a la misma filosofía de independencia y control fiscalizador.

No creo con sinceridad que ello se esté cumpliendo con eficacia real en España y la culpa no es sólo de los poderes públicos y de los partidos políticos, aunque en buena medida les corresponda una mayor responsabilidad. La consecuencia lamentable es que el sistema judicial padece desde hace años de una notoria falta de credibilidad social, los procesos se eternizan y las leyes parecen nacer como consecuencia de posiciones doctrinales encontradas o de titulares de medios de comunicación.

La necesaria y urgente reforma profunda de la Justicia en España pasa por diversas e incuestionables exigencias como la necesidad de recuperar la antaño prestigiosa Comisión de Codificación. Las reformas que se hacen, con la alabada excepción de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil, son de estilo parcheo. Les confieso que el cambio de sistema en 1985 no ha reportado sino perjuicios, aunque cualquier sistema es bueno o malo en atención a la propia independencia de ejercicio de los nombrados, en el TC y en el resto de los órganos de asesoramiento y control. Una reflexión serena y no demagógica sobre las plantillas de las carreras judicial y fiscal, así como sobre su despliegue territorial, un plan nacional de inversión financiera y tecnológica en Justicia o la dotación de un verdadero ámbito de autonomía presupuestaria y funcional al ministerio fiscal, son algunas de esas perspectivas con las que se debería abordar el grave problema de la Justicia en España al comienzo del siglo XXI.

Con Isaiah Berlin conviene recordar al respecto que entender no significa aceptar.

Jurista y cineasta. Ex Fiscal General del Estado. Autor de "Los Amores Difíciles" (Notorius, 2017)