Tiempo de lectura: 10 min.

Cuando los pueblos no deciden, los acontecimientos lo hacen en su lugar». Muchos pueden pensar que esta frase de Raymond Aron serviría como diagnóstico del marasmo que sufre Europa, empeñada en una agitación tantálica que multiplica sus cumbres inocuamente cruciales, ante una población inerme.

El contraste es fuerte, si se compara con el escenario español, donde un claro mandato del pueblo sacudió en noviembre el nirvana que lo aturdía y abrió el camino a una seria regularidad reformista, de pulso más rotundo in-cluso que el de las malas nuevas. No hablo aquí de los resultados, sino del hecho de que los ciudadanos perciben con normalidad que pueden participar en un proceso suficientemente frecuente, capaz de cambiar sustancialmente la marcha de las cosas en la política nacional.

En cambio, un creciente número de europeos considera que en la UE el derecho de participación política, que es la expresión subjetiva de la democracia institucional, no se ha desarrollado suficientemente: no se sienten dueños de su propio destino en esa arena. Las decisiones de la Comisión, más concretamente, llegan a los medios como imponderables, «ucases» emanados por el mundo de las esferas, donde reinan músicas inefables. La reacción popular es igualmente la falta de movilización, pero fruto en este caso de un malsano y cínico convencimiento de que democracia y Europa deben conjugarse siempre por un paradigma irregular. Y esto es cada vez más peligroso para el proyecto europeo en un contexto mundial de malestar por la falta de representación política.

Dos novedades del Tratado de Lisboa, rescatadas del proyecto de tratado constitucional, parecían especialmente interesantes desde el punto de vista democrático: el control por los parlamentos nacionales del respeto del principio de subsidiariedad en las propuestas legislativas europeas y, especialmente, la llamada iniciativa ciudadana europea (ICE), nominalmente análoga a las iniciativas legislativas populares de numerosos ordenamientos constitucionales y regionales.

El control parlamentario del respeto del principio de subsidiariedad abría la puerta a una mayor condivisión de la responsabilidad de los legislativos nacionales en la adopción de normas europeas. Puesto que las opiniones públicas nacionales siguen más de cerca la vida de sus parlamentos —sin un afán desmesurado, hay que reconocerlo—, cabía en buena lógica esperar una mayor presencia de lo europeo en la política nacional de la mano de esta alerta temprana —que entró en los tratados por una contribución española—. Pero el desarrollo normativo en la mayor parte de los Estados ha desvirtuado, por desgracia, la finalidad del nuevo procedimiento. Los parlamentos han preferido pedir a los servicios de la administración que redacten los informes previos sobre los que sus señorías puedan debatir y votar; de modo que el ejecutivo tendrá, también en esta fase, la llave del sistema. Se debilita así este instrumento de control y coherencia. Podremos seguir culpando a Europa. En la misma línea de pensamiento que los tratados, Wolfgang Schäuble ha hablado últimamente de la necesidad de crear un Senado europeo, constituido por parlamentarios nacionales; la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa pretende dar seguimiento a esta idea este otoño. Es pronto aún para hablar de ese proyecto. La Iniciativa Ciudadana Europea es, en cambio, una novedad que ya está funcionando.

Iniciativa ciudadana en marcha

Desde el pasado 1 de abril, los europeos han comenzado a presentar sus iniciativas, en las que invitan a la Comisión Europea a que haga propuestas en un determinado ámbito en el que consideran que es necesaria una nueva norma de la UE.

En las seis iniciativas ciudadanas hasta ahora registradas se anuncia ya la tipología de los temas que estarán previsiblemente más presentes. Pienso que se pueden agrupar en dos categorías principales: por una parte, los asuntos vinculados con las instituciones europeas o la integración económica, política y social, incluyendo sus aspectos más prácticos («Fraternité 2020» propone una mayor dedicación de fondos a los programas de intercambio tipo Erasmus; «Single communication tariff act» pide una tarifa plana única de móvil dentro de la UE; «Let me vote» pide el derecho a voto para los europeos residentes en otro Estado de la Unión en todas las elecciones políticas).

Como segundo grupo de temas se pueden avanzar los relacionados con los valores y las inquietudes de las realidades sociales más internacionalizadas o por esencia universales, como son los ecologistas («El derecho al agua y el saneamiento como derecho humano» pretende el reconocimiento efectivo del derecho al agua potable y su exclusión de las regulaciones del libre mercado; «EU Directive on dairy cow welfare» aspira a mejorar los estándares de bienestar animal de las vacas destinadas a producir lácteos, en línea con lo logrado para los cerdos y los pollos), o los grupos a los que podríamos calificar como frutos socioculturales del cristianismo, que son sin duda la minoría más activa y creativa en el mundo occidental («Uno di noi» —uno de nosotros— aspira a obtener la protección jurídica de la vida humana desde su concepción en las áreas pertinentes de la actividad de la UE, en línea con la reciente jurisprudencia de la Corte Europea de Justicia). En el registro de iniciativas pronto se sumarán a estos dos grupos, con toda probabilidad, los colectivos de lesbianas y gays, que tienen también una presencia capilar en toda Europa. La financiación directa de estos grupos por parte de la Comisión Europea podría retrasar su participación como sociedad civil (dos tercios del total de actividades de ILGA Europa, la mayor ONG de este colectivo, son pagados por la Comisión, según afirmó la hoy comisaria Malmstrom; recientemente Catherine Ashton ha hablado de financiación ulterior en terceros Estados a través del Instrumento Europeo de Derechos Humanos). El Reglamento de la ICE prevé una transparencia total de los fondos recibidos, que en puridad no deben proceder de las arcas de la Unión.

Faltan por ahora en la lista de iniciativas ciudadanas registradas —es muy buena señal para el futuro de la ICE— los grupos de interés puramente económico. En las audiencias organizadas por la Comisión, previas a la redacción del borrador del Reglamento por el que se rige la Iniciativa Ciudadana Europea, esta era una preocupación dominante entre los representantes de la sociedad civil: tratar de evitar que los omnipresentes lobbies empleasen este instrumento de democracia participativa para avanzar en sus agendas de intereses privados. Aunque cabe legítimamente preguntarse hasta qué punto pueden catalogarse con precisión qué tipo de intereses pueden considerarse públicos, es evidente que lo que se espera de un nuevo cauce es que enriquezca el debate europeo aportando inquietudes sociales que no estén ya presentes en la organización ordinaria del mercado.

Institución de democracia directa, al menos hasta cierto punto

El nuevo instrumento para la participación ciudadana está, pues, en marcha. Durante la redacción de los borradores por parte de la Comisión, y en las negociaciones en el Consejo y en el Parlamento, algunos particulares técnicos amenazaban con hacer muy complejo el texto final y el procedimiento. Identificar al firmante de un modo homogéneo —varios Estados se negaron a hacerlo mediante documentos—, evitar la contabilidad de firmas repetidas o prevenir el uso fraudulento de los datos obtenidos eran importantes retos. El resultado final es más que aceptable y las diversas fases del proceso se pueden describir en pocas líneas, como puede verse en el gráfico1.

Los objetivos declarados por los promotores deben recaer dentro de la capacidad de iniciativa de la Comisión en aplicación de los tratados. Es decir, los temas posibles alcanzan a la gran mayoría de las competencias de la Unión (entre las excepciones más notables, la política exterior y de seguridad común, que está en manos del Consejo de la UE y el Consejo Europeo; algunos asuntos, como acuerdos de sede, debe decidirlos la Conferencia Intergubernamental, otros el Consejo Europeo; y existen áreas especializadas como las que ordinariamente ocupa el Banco Central Europeo que difícilmente tendrán cabida. Obviamente, las decisiones de los tribunales quedan también al margen, etc.). La UE está presente en una parte amplísima de los ámbitos de acción pública, y se puede aventurar que posibles negativas de registro ratione materiae serán en realidad debidas a la impericia de los promotores para encontrar la formulación adecuada o a la previsión de consecuencias políticas indeseadas que aconsejen a la Comisión una inusual interpretación estricta de su base competencial. Evitar el uso de la iniciativa por parte de grupos extremistas o xenófobos debe producir, como es lógico, especial preocupación a la Comisión. Una referencia a los valores de la UE se ha introducido por este motivo en el Reglamento. Como se ve, en este y en otros problemas, la ICE no va a facilitar la vida a la Comisión, que ve además reducido su cuasimonopolio de iniciativa normativa, aunque sea solo políticamente, y tendrá que integrar en la agenda legislativa un elemento exógeno a los equilibrios de Consejo y Parlamento.

Los organizadores de cada iniciativa deberán recoger los apoyos durante un año, en formularios de papel o por procedimientos telemáticos. Como nota curiosa: el sistema empleado por la iniciativa popular murciana «Salvemos el trasvase. Un río de firmas» sirvió de inspiración para el desarrollo de la plataforma electrónica que se propone para la recogida telemática de apoyos (adicionalmente, los impresos identificados mediante firma electrónica se considerarán como equivalente al papel). Sin esta apertura a la «democracia electrónica», la ICE hubiera recibido lógicamente innumerables críticas —las posibilidades de llegar al millón de apoyos se multiplican—; ha tenido su coste: la adaptación de las legislaciones nacionales, la preparación de los requisitos técnicos, los problemas de protección de datos y de necesidad de control de abusos han retrasado un año la entrada en vigor del Reglamento. Son las autoridades nacionales las que deberán certificar los sistemas de recogida y comprobar la autenticidad de los apoyos. Hasta que el rodaje moldee las instituciones, estas certificaciones pueden generar algunos problemas que aparecerán probablemente pronto en los medios.

La iniciativa debe ser sostenida por un millón de ciudadanos. Esto equivale aproximadamente a un 0,2% de la población europea. Comparativamente, las 500.000 firmas necesarias en España corresponden aproximadamente al 1,06%; mientras en Suiza se requiere 1,35% y en Italia aproximadamente el equivalente al 0,08% de la población. Polonia, único Estado europeo de dimensión semejante a España, exige un número de apoyos equivalente aproximadamente al 1,30% de su población. Citamos estos ejemplos para mostrar que la comparación de estos umbrales no permite extraer consecuencias automáticas sobre la importancia de las iniciativas legislativas populares en la vida política de los Estados (frente a la relevancia de las iniciativas ciudadanas helvéticas, en España solo una iniciativa ha sido tenida en consideración). Pero se puede afirmar que el número de firmas requerido para la ICE es bajo. La cifra absoluta no variará, además, con las futuras ampliaciones.

El millón de apoyos debe provenir al menos de un cuarto de los Estados de la Unión. Se pretende que las materias sean de interés verdaderamente europeo y no nacional o de un pequeño grupo de Estados. El Parlamento Europeo rebajó la propuesta inicial del Consejo (un tercio), identificando unos umbrales y unos requisitos menos exigentes con una mayor apertura a la ciudadanía. Es posible que, por contra, que el principal enemigo de este instrumento sea su fragilidad. Unos requisitos razonablemente más exigentes hubieran reforzado el peso político y el prestigio de las iniciativas exitosas, excluyendo aventuras poco representativas del buen nombre de la institución. Problemas como los de las minorías nacionales, en los que la UE no tiene competencia directa, pero que pueden tener repercusiones en campos sí cubiertos por la iniciativa de la Comisión, pueden acabar generando divisiones políticas en lugar de consolidar el demos europeo. El Parlamento Europeo se opuso también a que existieran unos requisitos más elevados para el registro (recogida previa de un número significativo de apoyos), que hubieran reducido el número de iniciativas registradas pero que indirectamente hubieran hecho posible un comportamiento más proactivo de la Comisión en favor de las bien encaminadas. Se hubiera evitado además la publicidad que el registro dará a propuestas verdaderamente minoritarias.

Para que un país sea contado en ese cuarto de Estados miembros necesario deben apoyar la iniciativa un número mínimo sus nacionales. Estos umbrales se recogen en un anexo al Reglamento que se calculó por analogía con la regresión geométrica que sirve para establecer el número de eurodiputados de cada país, al que se añade un suelo mínimo para los Estados más pequeños. Por cierto que España, incluso después de la incorporación de los cuatro nuevos escaños, sigue estando proporcionalmente infrarrepresentada en la Eurocámara.

¿Qué se obtiene cuando se reúne el millón de firmas? El resultado de la presentación del certificado de respaldo será una comunicación de la Comisión en la que indicará sus intenciones con respecto a la propuesta. La Comisión tiene la —escueta— obligación de considerarla seriamente. Su comunicación la aprobará el Colegio de Comisarios y deberá motivar su decisión. Ningún compromiso por tanto de elevar propuestas al Consejo. No es poco, pero la calificación de democracia directa es, por tanto, generosa. Es difícil que un día la UE pueda adaptar las prácticas que son viables en un cantón helvético o en la República de San Marino. Cabe también quizás recordar que Jean Jacques Rousseau, gran defensor de la democracia directa, no fue testigo de los abusos que dictaduras y populismos de toda clase han hecho de ella.

Quizá el logro más importante es que los organizadores podrán presentar públicamente su iniciativa en audiencia pública ante el Parlamento Europeo. En la democracia mediática, el objetivo es a menudo el proceso mismo y no su resultado. Y es que el beneficio más valioso para los organizadores de una iniciativa es la repercusión mediática y la creación de redes europeas (que deberán tejerse con respeto de los datos personales) que faciliten acciones posteriores.

Algunas posibles consecuencias políticas

Estas dos últimas consecuencias, la vertebración de la sociedad civil europea y el incremento de discursos trasnacionales, son resultados muy positivos también para el proceso europeo. Y este es quizá el principal mérito de la ICE, la progresiva creación de un demos europeo, hoy inexistente. Y por un procedimiento tan esencialmente subsidiario que puede ser aceptado por todas las sensibilidades.

Es posible aventurarse a hacer un breve elenco de otras posibles repercusiones institucionales generadas por este nuevo elemento.

Para la Comisión, la ICE supone un desafío. Los ciudadanos utilizarán la iniciativa cuando la inacción o las normas adoptadas en un ámbito no les satisfagan. Pero es que ese estado de cosas reflejará con frecuencia la voluntad de la Comisión o del Consejo. Por lo que la interlocución con una iniciativa exitosa será un verdadero debate político, con el consiguiente riesgo de desgaste. Si los organizadores y quienes han apoyado la iniciativa cometen el error de esperar que una norma comunitaria refleje en modo reconocible su pretensión, las frustraciones no tardarán en descargarse contra las instituciones. En algunos casos estas pretensiones serán además previsiblemente expresión de un euroescepticismo declarado. Este riesgo existe, pero ¿no es acaso un juego profundamente democrático, con la ventaja de que se juega en casa? El resultado a medio plazo solo puede ser positivo para la UE. No hay que excluir además que algunas iniciativas de las mencionadas en el primer grupo de temas supongan un refuerzo político de la Comisión frente a los Estados, que deberán reaccionar tempestivamente si quieren evitar encontrarse ante hechos consumados.

La ICE puede ser una válvula de descompresión que frene el crecimiento generalizado de los populismos o los encauce hacia el debate político. La crisis económica es un terreno abonado para los mentores de soluciones fáciles y las inercias burocráticas de Bruselas no ayudan a sanar el imaginario colectivo de quienes por ejemplo en el Este europeo piensan que la Unión ha cambiado solo de adjetivo y capital. La posibilidad de intervenir en el proceso de decisiones europeas y hacer frente a su nivel de complejidad desactivará muchos discursos victimistas, si la ICE se gestiona con inteligencia política.

El Parlamento Europeo se verá reforzado en su contacto con los ciudadanos y, haciéndose eco de las iniciativas, tendrá un nuevo argumento para subrayar su representatividad. Sus métodos de trabajo son lógicamente más adaptables a las iniciativas. Dicho esto, no parece que sea institucionalmente adecuada una excesiva visibilidad de los parlamentarios o sus grupos detrás de iniciativas concretas.

La ICE servirá sobre todo como termómetro de la vitalidad social y la dimensión europea de las diferentes corrientes sociopolíticas. El precio de una iniciativa se expresa en términos de movilización ciudadana y de relaciones con movimientos afines de otros Estados.

Es más que posible que las prioridades ex parte populi presentadas por las realidades sociales capaces de organizarse en una escala europea sorprenda a muchos y obligue a revisar muchas agendas previstas ex parte principis. En buena hora.

 

http://ec.europa.eu/dgs/secretariat_general/citizens_initiative/docs/eci-flowchart_es.pdf.

Doctor en Filología por la Universidad Complutense de Madrid.