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Actualmente las comisiones supranacionales de Bioética están teniendo un papel decisivo, no sólo en lo que se refiere a la discusión y debate sobre los distintos retos que continuamente plantea la bioética, sino también en relación a la elaboración de documentos y declaraciones de alcance internacional e incluso mundial. Fruto de estas comisiones ha sido, por ejemplo, la aprobación de La Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos o la Declaración Internacional sobre los Datos Genéticos Humanos, en lo que se refiere al Comité Internacional de Bioética de la UNESCO. También la Convención Europea de Derechos Humanos y Biomedicina, es, en gran medida, el resultado de los trabajos del Comité Director para la Bioética del Consejo de Europa.

En este breve artículo me propongo responder, fundamentalmente, a las siguientes cuestiones:

¿Es positivo, e incluso necesario, crear comisiones supranacionales para unificar los criterios y principios que deben inspirar la bioética a nivel internacional?

¿Es factible conseguir acuerdos internacionales en este ámbito, o tales comisiones  supranacionales están condenadas de antemano a conseguir sólo fórmulas vagas e inútiles en la práctica biomédica diaria?

¿Finalmente, qué requisitos, si es que hay alguno, debe reunir la composición y el modo de trabajo de estas comisiones para que sus resultados sean aceptables?

Es una realidad que en las últimas décadas la bioética ha contribuido decisivamente a revitalizar la importancia de la ética a muchos niveles, ya sea social, profesional, legislativo, etc. Si miramos hacia atrás en el tiempo, podemos comprobar que, con anterioridad a los años setenta del siglo XX, la ética parecía abocada al relativismo y al subjetivismo más radicales. Muchos defendían con convicción que no existen valores ni principios éticos universalizables. El mundo de la ética, en su opinión, es siempre relativo a tradiciones y culturas, o bien depende exclusivamente de las preferencias subjetivas. Para otros, la referencia a la ética remitía al terreno religioso, de modo que sólo los que profesaban algún credo debían sentirse apelados por las cuestiones morales.

Ciertamente, aún quedan claros defensores de estas visiones. Pero, como decía al principio, hay que reconocer a la bioética parte del mérito de haber contribuido a rescatar el debate ético del campo estrictamente relativista o religioso. En la actualidad, una gran mayoría de personas entiende que la importancia y trascendencia de los derechos e intereses que suscitan las nuevas posibilidades técnico-científicas en relación a la vida, sea o no humana, requieren principios y derechos universalizables, apoyados, a su vez, en sólidos principios éticos. No se trata ya de cuestiones relegadas al ámbito de las creencias privadas o religiosas, sino de temas que despiertan el interés nacional, e incluso internacional.

Esta es la razón por la que, en los últimos años, se han creado multitud de foros y comisiones de bioética que pretenden establecer criterios éticos en los que apoyar decisiones de gran relevancia para la vida humana. La trascendencia práctica de estas comisiones es indiscutible. Así, por ejemplo, en España, los resultados de los trabajos del Comité Asesor de Ética en la Investigación Científica y Tecnológica tuvieron una influencia trascendental en la modificación de la Ley 35/88, de 22 de noviembre, de Técnicas de Reproducción Asistida.

Centrándonos en las comisiones supranacionales, considero que éstas poseen aún más influencia práctica que las nacionales. Ello se debe a que se trata de foros que pretenden elaborar normas o directrices que sirvan de inspiración a las legislaciones de los diversos Estados. Su repercusión es, por ello, decisiva a nivel mundial. Un ejemplo claro lo podemos encontrar en los trabajos del ya mencionado Comité Internacional de Bioética de la UNESCO, en los que he participado en varias ocasiones. En sus sesiones intervienen no sólo los miembros del comité, treinta y seis representantes de diversos países, sino también delegados de diversos gobiernos y observadores de todo el mundo. Ya he señalado que como fruto del trabajo de dicha comisión se han aprobado, hasta la fecha, la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos y la Declaración Internacional sobre los Datos Genéticos Humanos. La primera fue posteriormente sancionada por la XXIX Conferencia de la UNESCO, el 11 de noviembre de 1997, y ratificada, el 9 de diciembre de 1998, por la Asamblea General de Naciones Unidas. La segunda fue aprobada por unanimidad el 16 de octubre de 2003 por la Conferencia General de la UNESCO.

En la actualidad, el mencionado comité internacional está trabajando en la elaboración de una Declaración Universal de Bioética. Como es lógico, el número de cuestiones que se pretende incluir en el texto es muy amplio: desde la protección que merece el embrión humano en el ámbito de las técnicas de reproducción artificial a la problemática relativa a los xenotrasplantes o la protección de la biodiversidad. Actualmente también se está trabajando en una futura Declaración sobre Diagnóstico genético preimplantatorio e intervenciones en la línea germinal humana.

Creo que no hace falta insistir en el hecho de que estos textos, con independencia de su carácter no vinculante jurídicamente, son una referencia mundial para estudiosos y para aquellos profesionales que se enfrentan a cuestiones bioéticas. Por otro lado, estos documentos son también referentes indiscutibles en el ámbito del Derecho Internacional de la Bioética.

Dicho esto, podemos volver a las preguntas que hacía al principio del texto. La primera era: ¿hasta qué punto es positivo, e incluso necesario, crear estas comisiones y otorgarles un poder tan contundente y decisivo en la configuración de los principios que deben inspirar la bioética a nivel internacional?

Lo primero que quiero señalar es que estas comisiones son, en cierta medida, un resultado más del proceso de globalización qué caracteriza a nuestra época. Tal fenómeno, que se advierte en muchos ámbitos, como la política, él comercio o la cultura, alcanza también a la resolución de los difíciles dilemas derivados del desarrollo biomédico. En este sentido, podemos decir que son un fruto, difícilmente evitable, de la realidad actual.

Cuestión distinta es si su contribución a la resolución de los gravísimos problemas que actualmente la bioética está llamada a resolver es positiva, e incluso necesaria. Se trata de una pregunta cuya respuesta es muy compleja y requiere matizaciones.

Para algunos, el problema de los límites del desarrollo biomédico debe resolverse, fundamentalmente, mediante mecanismos de «autocontrol» ético o deontológico. Se trataría de un sistema de autodisciplina que incluiría, en palabras de Martín-Municio, desde una «actitud crítica frente a los trabajos de otros miembros de la comunidad científica hasta la implicación en graves cuestiones sociales, pasando por la debida presentación de los límites de la incertidumbre de sus propios resultados y criterios, la liberalidad en el intercambio de opiniones y la comunicación medida y honesta en el entusiasmo o la denuncia». En esta instancia ocuparían un lugar fundamental los códigos deontológicos. Pero conviene insistir en que se trata de instancias de regulación internas, del propio colectivo profesional.

En mi opinión, esta instancia es imprescindible, ya que fomenta la base de todo comportamiento ético: la conciencia de la importancia del esfuerzo por adquirir la honestidad e integridad profesional. Además potencia la asunción de responsabilidad personal. Ninguna ley, norma o directriz, ya sea nacional o internacional, puede sustituir la intransferible labor de ¡formación de una recta conciencia, la búsqueda de la verdad y del bien en el propio trabajo profesional. Si queremos una sociedad mejor y más humana, es absolutamente imprescindible formar conciencias íntegras y, al mismo tiempo, críticas e independientes.

En relación a este tema, quiero hacer un inciso sobre una cuestión que no siempre se entiende bien: en la búsqueda de soluciones a los graves problemas bioéticos no hay que remitirse al Derecho, entendido como la «panacea» para resolver todos los conflictos que puedan surgir. El Derecho marca pautas, aporta normas y principios, pero éstos son susceptibles de múltiples interpretaciones, que pueden ser incluso contradictorias. Ciertamente, el Derecho ayuda a resolver problemas, aporta seguridad. Pero no podemos olvidar que también puede «equivocarse». Las normas jurídicas pueden ayudar a resolver un problema o, por el contrario, crearlo y multiplicar sus efectos nocivos para los seres humanos. Tal es el caso, en mi opinión, de la regulación española sobre técnicas de reproducción artificial. Por ello, es imprescindible, como acabo de señalar, la existencia de profesionales que, siendo conscientes de que el progreso no es tal si no está al servicio del ser humano individualmente considerado, no se vendan al espejismo del sentimentalismo, los beneficios económicos o del prestigio profesional, conseguido por cualquier medio y a cualquier precio.

Dicho esto, y volviendo al tema de las comisiones supranacionales de bioética, quiero destacar que la labor de las mismas, encaminada fundamentalmente a dar directrices que inspiren la legislación de los diversos Estados, es, en mi opinión, algo positivo y deseable. Parece claro que, en la actualidad, los países no pueden enfrentarse de un modo aislado a los grandes desafíos derivados de la medicina y la genética. De hecho, la mayoría de los especialistas insisten en la necesidad de conseguir una legislación similar en los distintos países, evitando así la creación de lo que podríamos denominar «paraísos genéticos». Realmente no tiene mucho sentido que normas aprobadas en un determinado país puedan ser impunemente negadas con tal sólo cruzar una frontera.

A ello habría que añadir otro factor que, en las últimas décadas, también ha contribuido a mostrar con mayor claridad la necesidad de los foros internacionales. En la actualidad, como nunca antes en la historia, existe una clara conciencia de la necesidad de asegurar el respeto de los derechos humanos a nivel mundial. La convicción de que existen ciertas exigencias derivadas directamente del hecho de pertenecer a la familia humana y que por lo tanto son universales, está profundamente arraigada en nuestra época. Pero conviene tener presente que una verdadera cultura de los derechos humanos debe conllevar, lógicamente, una exigencia de universalidad. Ningún ser humano debe quedar excluido de su reconocimiento. Podríamos decir, en términos coloquiales, que los derechos humanos «o son de todos o no son de nadie».

Estas ideas empujan a considerar que las cuestiones bioéticas, que en gran medida remiten a problemas de derechos humanos, no son, tan sólo, un asunto interno de los diversos países. Además, los mismos Gobiernos deben abstenerse de franquear determinados límites y a ello pueden contribuir los documentos internacionales de bioética.

Hasta ahora me he referido a aspectos positivos. Sin embargo, la unificación internacional de las normas y principios de la bioética también plantea grandes riesgos y dilemas. Por ello, no quiero pecar de optimista, ignorando las profundas carencias, dificultades y limitaciones a las que están sometidas de antemano estas Comisiones. Quizás uno de los peligros más graves sea precisamente el de influir a nivel mundial, en la difusión de una bioética excluyente, en la que queden al margen de su protección precisamente los que más la necesitan: enfermos terminales, ancianos, fetos y embriones, personas con deficiencias, etc. De este modo se conculca gravemente la mencionada exigencia de la universalidad de los derechos humanos.

En esta línea, el gran reto actual es conseguir la universalidad en el reconocimiento de la dignidad inherente a cada miembro de la especie humana. Ello presupone, entre otras cosas, que todo ser humano, y en cualquier circunstancia, debe ser considerado como «otro yo». De este modo, este principio dejaría de convertirse en un enunciado teórico para traducirse en una realidad práctica. Sobre este punto volveré más adelante.

La segunda cuestión que me planteaba al principio es si tales comisiones supranacionales pueden ser capaces de conseguir acuerdos internacionales en este ámbito o, por el contrario, están condenadas de antemano a no alcanzar más que fórmulas vagas e inútiles para la práctica biomédica diaria.

Acabo de hacer mención de las profundas limitaciones a las que están sometidas, desde un principio, estas comisiones. Entre ellas destacaría ahora la influencia en las mismas de una realidad incontestable: la mentalidad cientificista y economicista que impregna profundamente la cultura actual. Tal mentalidad presiona de una manera sutil, pero dramática, para sustituir las razones éticas por las pragmáticas. A nadie se le escapa que una primacía definitiva de la razón técnica o instrumental sobre la razón moral en la toma de decisiones supondría transformar estas comisiones en foros que podríamos considerar como «antiéticos».

La expresión puede parecer dura, pero lo que quiero subrayar es que se daría una profunda perversión de la naturaleza de estas comisiones si sus decisiones, en lugar de estar apoyadas exclusivamente en la búsqueda del respeto a la verdad y a la dignidad de todo ser humano, se contaminaran con razones pragmáticas, economicistas o utilitaristas. Así, por ejemplo, considero que por elevados que ellos sean, «los objetivos de la investigación médica no pueden predeterminar el momento a partir del cual debe protegerse o no la vida humana» (J. Rau, Discurso del «18.06.2001).

Desgraciadamente, no siempre ocurre así. En mi opinión, una muestra de la primacía de este tipo de razones la podemos encontrar en la raíz de la desprotección, por parte de muchas Comisiones, del embrión humano antes de los catorce días o, incluso, antes del nacimiento. Así, por ejemplo, resulta cuanto menos chocante que, por un lado, la Convención Europea de Derechos Humanos y Biomedicina, elaborada en el seno del Comité ad hoc de Bioética (CAHBl) sostenga, en su artículo 2, que «el interés y el bienestar del ser humano deben prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad y de la ciencia». Ello, por pura lógica, significa que ninguna razón de eficiencia económica ni de progreso científico, por muy prometedor que sea, puede justificar la instrumentalización de un solo ser humano. Sin embargo, por otro lado, la comisión y el texto definitivo de la convención no prohíben la experimentación con embriones humanos. El artículo 18, inciso 1, establece, con una tremenda ambigüedad que, «cuando la experimentación con embriones esté admitida por la ley, ésta debe asegurar una protección adecuada del embrión». En verdad, no se entiende bien a qué tipo de «protección» se hace referencia, cuando al mismo tiempo no se prohíbe el uso de embriones como material de experimentación.

Otro ejemplo lo podemos encontrar en el. Protocolo europeo sobre Clonación. Se trata de un texto adicional a la Convención Europea de Derechos Humanos y Biomedicina. El documento prohíbe, en su artículo 1, «toda intervención que tenga por objeto crear un ser humano genéticamente idéntico a otro ser humano, vivo o muerto». Sin embargo, en el informe explicativo del protocolo se deja a cada Estado la libertad de interpretar la noción de «ser humano» de un modo acorde con su propia legislación.

Estas cuestiones nos sitúan en el núcleo de la segunda cuestión planteada: la relativa a si las referidas comisiones están condenadas de antemano a no alcanzar más que fórmulas vagas e inútiles en la práctica biomédica.

Como ya he señalado anteriormente, el Derecho posee, por su propia naturaleza, profundas limitaciones. Las verdaderas soluciones provienen de una mentalidad social que entiende el valor de la vida humana y la profunda riqueza de la cultura del respeto universal al otro.

No obstante las evidentes limitaciones de sus resultados, creo que la estrategia de estas comisiones es razonable: se trata de fijar un marco mínimo en el que existe un consenso mayoritario, de tal modo que, al menos determinadas prácticas de extrema gravedad sean evitadas.

Hay que admitir que el trabajo de estas Comisiones es difícil y que, en muchas circunstancias, los acuerdos no son plenamente satisfactorios para los distintos miembros. Las ambigüedades son, en ocasiones, modos de alcanzar relativos acuerdos que, de otro modo, sería imposible conseguir. En cualquier caso, hay que tener presente que en los resultados finales de los trabajos suelen estar presentes unas notas características:

En primer lugar, el minimalismo de las propuestas. Dado que se abordan problemas a los que subyacen concepciones muy distintas de la vida y la sociedad, vinculadas a tradiciones culturales y religiosas diferentes, no suele resultar fácil la adopción de normas comunes. Por ello, los acuerdos comienzan a gestarse a partir de lo que se puede considerar un «mínimo común denominador». En mi opinión, y como ya he señalado, entre este mínimo debe encontrarse el principio de la dignidad humana o, lo que es lo mismo, el valor inconmensurable de cada individuo humano.

¿Qué ocurre cuando, debido a este minimalismo, en un determinado informe o declaración no se prohíbe una práctica concreta que es contraria a la dignidad humana? Un ejemplo de ello lo podemos encontrar en los debates y posteriores acuerdos de la Comisión Internacional de Bioética de la UNESCO en relación a la clonación humana con fines experimentales. En el texto de la Declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos se sostiene, en su artículo 11, que deben estar prohibidas aquellas prácticas contrarias a la dignidad humana, como la clonación humana con fines reproductivos. Pero no se menciona la clonación humana con otros fines.

En estos casos, es importante entender que del hecho de que una determinada práctica no sea expresamente prohibida no puede deducirse, automáticamente, que está permitida. Significa que ha habido un acuerdo en un determinado aspecto. Pero ello no implica que otras prácticas deban estar permitidas. No se pueden juzgar estos documentos como si se tratara de leyes nacionales en las que se presupone el principio de que «todo lo que no está prohibido, está permitido». Estamos ante lo que podemos denominar textos-marco, en los que se establece un mínimo común denominador. Éste recoge aquellos puntos en los que todos los miembros de la comisión están de acuerdo.

En consecuencia, aunque no se haya llegado a un acuerdo en un punto conflictivo, los Estados y los profesionales deben tener plena libertad para limitar o incluso prohibir una determinada práctica. De hecho, la misma Convención Europea de Bioética prevé, en su artículo 27, este aspecto. Lo contrario conduciría al absurdo de que, precisamente porque no se ha llegado a un acuerdo o, lo que es lo mismo, porque existe una clara discrepancia en un determinado aspecto, una práctica debe considerarse permitida.

Otra nota que suele caracterizar a estos textos es su flexibilidad y no vinculatoriedad. Los textos se adoptan, en muchos casos, en base a acuerdos parciales y no vinculantes. De hecho, la única comisión que en la actualidad trabaja con la perspectiva de que sus acuerdos puedan, una vez seguidos los preceptivos trámites y aprobaciones, tener carácter vinculante es el Comité Director para la Bioética del Consejo de Europa.

Para acabar con este punto, sólo quiero insistir en la idea, ya apuntada, de que a pesar de estas importantes restricciones siempre parece mejor poder fijar algún tipo de límite a los abusos, aun cuando sea mínimo, que no contar con ninguno.

La tercera y última cuestión que enunciaba al principio de mi reflexión es la relativa a los requisitos que deben reunir las comisiones y el modo de entender el trabajo de las mismas para que sus resultados puedan ser considerados aceptables. Ciertamente, en la composición de las comisiones supranacionales de bioética, así como en los textos surgidos de las mismas, deben concurrir ciertas exigencias. Tales requisitos deben ser tan estrictos, o más, que los relativos al Derecho común. La razón es que de estas comisiones surgen textos que van a tener una influencia decisiva a nivel mundial. A ello se añade que en ellos se abordan cuestiones de una gran trascendencia para la dignidad del ser humano, e incluso de las futuras generaciones. Entre estos requisitos se podrían distinguir aspectos formales y exigencias materiales.

En relación a los aspectos formales destacaría, en primer lugar, el requisito de la capacidad de los miembros de las comisiones. Resulta evidente que, desde el surgimiento de la ciencia moderna, se ha producido una fragmentación del saber. Los antiguos «sabios» han sido sustituidos por especialistas o técnicos, cuyos conocimientos se centran en ámbitos muy limitados del saber. Sin embargo, existe una verdad elemental: no se puede comprender en profundidad la realidad sin ser capaz de abordarla desde diversas perspectivas, de integrar lo que aparentemente está disgregado.

Esta capacidad de saber integrar saberes procedentes de diversos campos es, en mi opinión, un requisito especialmente importante para aquellas personas que están llamadas a tomar decisiones sobre problemas relacionados con la vida humana. Es necesario que, además de conocer los aspectos biológicos o médicos del problema, posean una formación humanística, ética y antropológica que les permita acercarse a la realidad de una manera no reductiva o excesivamente cientificista. Sin embargo, este requisito no siempre se cumple. De hecho, en muchas Comisiones se encuentran profesionales, muy prestigiosos en su especialidad, pero profundamente ignorantes de otros aspectos del problema, éticos o antropológicos, por ejemplo. Es una realidad que en las sociedades occidentales se ha producido un gran desfase —podríamos incluso denominarlo «abismo»— entre los avances técnicos y la reflexión ética. Por ello, si lo que se trata es de «humanizar» los avances científicos, se debe potenciar la formación integral.

Otro requisito de tipo formal es la independencia de los miembros de las comisiones. Pero esta independencia debe ser bien entendida. Se trata de la exigencia de que tales miembros no tengan intereses económicos o personales que dependan de los resultados de la comisión. Así, por ejemplo, parece muy lógico que no formen parte de una comisión ética que va a abordar el problema de la crioconservación de embriones humanos personas que tienen intereses en clínicas de fecundación in vitro.

Sin embargo, la independencia no debe entenderse como «neutralidad moral» o «asepsia ética», por la sencilla razón.de que nadie la tiene. Todos poseemos nuestra visión de la vida y de la sociedad, ya sea más o menos acertada. Por ello, resultaría cuando menos chocante, que sólo se admitieran como miembros de las comisiones éticas precisamente a aquellos profesionales conocidos por carecer de cualquier ética o convicción sólida, descartando a los que sí que la tienen.

Para finalizar, esta breve reflexión, voy a referirme a cuestiones de fundamento o materiales. Entre ellas destacaría una exigencia que debe encontrarse en el transfondo de toda comisión de bioética: la clara conciencia de que el fundamento de sus decisiones no se encuentra en el mero acuerdo. La comisión no puede creerse depositaria de un poder ilimitado. No «crea» principios o normas, sino que comprende e interpreta la realidad, en toda su riqueza. A partir de ahí, debe intentar aplicar principios de justicia subsistentes a las nuevas situaciones creadas por los avances biomédicos. Entre estos principios se encuentran los derechos humanos, entendidos como inalienables e independientes de las características físicas, de edad, raza, sexo, condición social o religión. Son derechos directamente derivados de la condición humana de un ser viviente, con independencia de que, de hecho, hayan sido reconocidos en las diversas legislaciones.

Por ello, el acuerdo explica el procedimiento fáctico, el camino a través del cual se concretan ciertas exigencias que se derivan natural y previamente de todo ser humano. En definitiva, los miembros de estas comisiones deben trabajar con la clara conciencia de buscar la verdad y el bien para todos los seres humanos, sin olvidar las exigencias de respeto al resto de los seres vivientes.

En conclusión, en los últimos años algunas comisiones supranacionales han venido realizando un considerable esfuerzo con el fin de encontrar soluciones coordinadas a los nuevos problemas derivados del desarrollo biomédico. Este trabajo es positivo, en la medida en que siempre es mejor poseer normas y principios de referencia que carecer de ellos. No obstante, es importante tener presente que el trabajo de estas comisiones debe realizarse en el marco de unas determinadas coordenadas.

Lo que, en última instancia, cualquier comisión debe dilucidar es la distinción entre lo justo y lo injusto, lo lícito y lo ilícito en relación a una situación concreta. Ello implica la previa indagación dialéctica de lo que corresponde a cada uno, según su propio estatuto ontológico y, en consecuencia, de acuerdo con su dignidad. Por ello, se presupone que existen ciertas verdades sobre el ser humano y el resto de lo creado que deben ser buscadas en común a través del debate y del diálogo. En realidad, se podría afirmar que la existencia de estas ciertas verdades previas es lo que da verdadero sentido al diálogo, entendido como algo más que una búsqueda de un mero consenso fáctico. Entre esas verdades se encontraría la dignidad humana, entendida como el principio ético y jurídico fundamental, y los derechos de ella derivados. La dignidad sólo se puede basar en la idea de que todo ser humano posee un valor inherente y merece un respeto incondicionado. Se presupone su valor inconmensurable que lo eleva (cuerpo y espíritu) por encima de los objetos. El ser humano es valioso por lo que es, nunca por el beneficio científico o social que produce.

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Navarra