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«La broma Sokal», ciertas columnas de la revista Physics Today y el libro Higher superstition: the academic left and its quarrels with science, de Paul Lewitt y Paul Gross, han servido al autor para relatar, con singular ironía, una de las contiendas más particulares y enriquecedoras que ha tenido lugar en los últimos años entre la comunidad científica y un grupo de pensadores denominado de Edimburgo. Precisamente fueron las declaraciones de dos de los máximos exponentes de este grupo, Pinch y Collins, en su libro The Golem: What Everyone Should Know about Science, las que sirvieron como detonante para la encarnizada «guerra» que se desataría poco después.

Las guerras no suelen comenzar de sopetón, sino precedidas de escarceos, reyertas y disputas, de una escalada de crispación. No se alarme el lector, pues el conflicto del que me propongo hablar no pasa de batalla de merengues o de intercambio de platos de tarta como en el cine mudo. Se viene hablando en algunos medios de la «guerra de las ciencias» para referirse a un movido debate entre integrantes de las llamadas dos culturas, cuyo punto de arranque se halla en la suspicacia que levantan los saberes científicos entre los humanistas.

Después de un siglo de avances espectaculares, la ciencia se presenta hoy como uno de los saberes más sólidos e indiscutidos, sobre los que básicamente se llegan a poner de acuerdo personas de muy distinta cultura, raza, religión, etc. De ahí el prestigio de que goza y que han tratado de emular, con éxito desigual, las denominadas «ciencias» humanas y sociales, como la sociología o la economía.

Desde estos ámbitos, ayudados por la filosofía de la ciencia, los expertos tratan de desentrañar los presupuestos y métodos de las teorías científicas, buscando algo similar para las «ciencias» humanas. Por eso han surgido en los últimos años un conjunto de instituciones dedicadas a los estudios sobre ciencia, casi siempre al amparo de la sociología.

PRIMERAS ESCARAMUZAS

En este contexto surge el conflicto. Una escuela concreta de sociólogos, el llamado grupo de Edimburgo, emprendió la tarea de desmitificar la ciencia afirmando que ésta no es más que otro tipo de «construcción» social —término muy en boga entre los pensadores posmodernos— sobre la que una comunidad ha alcanzado un consenso notable. Uno de los exponentes más significativos es el libro de los sociólogos Pinch y Collins, The Golem: what everyone should know about science1 , en el que se da una peculiar visión de cómo se llevan a cabo las grandes teorías científicas. El golem es un personaje de la mitología hebrea, «un tonto grandote que no es consciente de su fuerza ni de su torpeza e ignorancia; no es una criatura malvada, sino simplemente chiflada». Ésta es la imagen que se propone para la ciencia desde el título del libro. Simplificando mucho, sus autores sostienen que la ciencia no es más que el resultado de la admirable aquiescencia alcanzada por un colectivo o comunidad como otro cualquiera, de modo que sus resultados no son fruto de una comprensión más profunda de la «realidad natural», sino simples construcciones mentales intersubjetivas. En su libro, Pinch y Collins muestran numerosos ejemplos de asentimiento que no se pueden considerar —dicen ellos— fruto de la verificación empírica. Una construcción sociológica, eso sí, en una comunidad con férreas reglas, que maneja un lenguaje hermético e ingentes cantidades de dinero. No cabe duda de que esta visión tiene un atisbo de razón, pero al tratar de meter la compleja realidad de la creación científica por el tubo de los esquemas «posmodernos» convierten un suculento solomillo en una vulgar hamburguesa. Escrito con un estilo retórico y desenfadado, salpicado de anécdotas, el libro resulta de fácil lectura, pero a veces los autores incluyen afirmaciones categóricas totalmente superficiales. No recuerdo si es del libro, pero en un artículo leo que los mismos autores afirman: «Muchos científicos son, evidentemente, fundamentalistas científicos. Piensan que la ciencia es el camino real de todo conocimiento. Piensan que pueden proporcionar el tipo de certeza que antes daban los sacerdotes. Piensan en aquélla como un una visión total del mundo, en una cuasi-religión».

Con esta perlita —de las que dan grima o urticaria— tenemos bastante por ahora. Cualquier lector medianamente cultivado descubre enseguida las estupideces que encierran afirmaciones como ésta, carentes de un mínimo rigor intelectual, aunque —eso sí— dichas con palabrería al uso. Evidentemente existe algún científico que sostiene que sus modestos cálculos acabarán por explicar todo lo que en el universo acaece; evidentemente hay alucinados que creen a pie juntillas en el mito cientifista. Pero de eso a afirmar que la ciencia está hecha por fundamentalistas hay un salto irracional, fruto del prejuicio más que del análisis serio.

Insisten Pinch y Collins, una y otra vez, en que la verdad objetiva sobre el mundo natural que predicamos los científicos no es más que el convencimiento poderoso fruto de la anuencia. Es decir, ustedes, científicos, son fabricantes de mitos que nos quieren hacer pasar por evidencias objetivas. Sus realidades, los hechos que quieren demostrar no son ni más ni menos objetivos que lo que sostiene cualquier echadora de cartas, cualquier astrólogo: éstos alcanzan «su verdad», su mito, tan respetable como el de ustedes. Como se puede deducir, admitiendo este relativismo, todo vale.

SEGUNDO ROUND

Los científicos no tardaron en lanzar el siguiente plato de tarta, de la mano de Paul Lewitt, de la Universidad Rutgers, y Paul Gross, antiguo director del Laboratorio de biología marina del Instituto Woods Hole, al dar a la prensa su libro Higher superstition: the academic left and its quarrels with science2, en el que acusan al grupo de Edimburgo de haber orquestado un ataque frontal contra la ciencia y la razón a todos los niveles: «En nombre de la democracia hacen una defensa truculenta de la Nueva Era, de las sofisterías tradicionales y de la charlatanería».

Por supuesto, estos autores discrepan radicalmente de los sociocientíficos de aquel grupo. Aquellos científicos denuncian que esa «extendida, poderosa y corrosiva hostilidad hacia las ciencias», con esas posturas antirracionalistas y relativistas hacen el caldo gordo a los charlatanes, a los curanderos y, no sería la primera vez, a las tiranías.

Los clamores de protesta, los contraataques más virulentos llegaron desde las filas de los físicos, destacando por su altura e influencia los de David Mermin, desde las columnas de la revista Physics Today de la American Physical Society, junto a los de Kurt Goddfried y Kenneth Wilson —premio Nobel de Física—, los tres de la Universidad de Cornell. Defienden éstos una visión menos escéptica de la ciencia, según la cual se llega a conclusiones a partir de hipótesis parciales, intuiciones corroboradas por experimentos, tentativas, inferencias analógicas, discusiones que desvelan la coherencia lógica y también estética, mediante un proceso que tiene la complejidad de toda empresa verdaderamente humana.

El poder predictivo de la teoría científica se pone a prueba por medio de ulteriores experimentos hasta que alcanza carta de naturaleza. Y como resultado, a diferencia de lo que hace la echadora de cartas o el astrólogo, la ciencia predice con mucha antelación un eclipse, por ejemplo, independientemente de opiniones, ortodoxias o ideologías.

Particularmente esclarecedor en este rifirrafe resultaron las réplicas y contrarréplicas entre Collins y Pinch, de un lado, y Mermin, del otro, que provocaron también un enriquecedor flujo de cartas de los lectores en el Physics Today. Muchos de los comentarios, reflexiones sobre la tarea del científico, del proceso creador en ciencia, rayan a gran altura si exceptuamos el siguiente comentario de los autores de The Golem a los contragolpes de Mermin: «No entendemos por qué las afirmaciones [de nuestro libro] despiertan estas inquisiciones religiosas, procesos de macartismo entre los fundamentalistas científicos».

Otra perlita que muestra una superficialidad y estulticia dignas de mejor empresa y que predisponen al más pintado en contra de estos emancipadores de los grilletes científicos. Pero dejemos al golem, ese personajillo de la mitología hebrea, y a sus adláteres para revisar otro capítulo de la reyerta, de mayor enjundia.

EL MISIL SOKAL

En los últimos conflictos bélicos hemos tenido la desgracia de apreciar el poder destructivo de los misiles —los Exocet, los Scud—. Pues en la trifulca que venimos comentando el misil más famoso es «la broma Sokal». Alan Sokal, un físico teórico de la Universidad de Nueva York, encorajinado por tanta pamema, decide dar una prueba de la ligereza con que son juzgados los trabajos de los intelectuales «posmodernos». Se empapa bien de los textos de los principales epígonos de dicho movimiento, se hace con su jerga y prepara un texto sobre un asunto científico, preñado de afirmaciones delirantes, mezcladas con una profusión de citas de aquellos pensadores, aliñadas con algunas frases visceralmente izquierdosas, con la pimienta de un feminismo sentimental, la sal de sensiblerías ecologistas y el relleno de un abundante bla, bla, bla. El título reza así: Towards a transformative hermeneutics of quantum gravity. El autor logra colocarlo en un número especial sobre «La guerra entre las ciencias» de la revista Social Texts, tenida como el portavoz más importante de la intelectualidad de izquierda en Estados Unidos. En el prólogo de dicho número especial los editores —para mayor abundamiento e inri— añadieron un comentario que los deja en cueros y los exime de cualquier otra explicación: «Un intento serio de un científico profesional de buscar a partir de la filosofía posmoderna afirmaciones útiles para los desarrollos de su especialidad».

A las pocas semanas, Sokal desvela el carácter paródico de la «broma» en la revista Lingua Franca, explicando las barbaridades que su artículo contiene. La noticia se esparce como una mancha de aceite por las redacciones —es noticia en portada en The New York Times y en The Times y es comentada en Newsweek y en los principales periódicos europeos— aventando un conflicto que hasta entonces se mantenía en un estricto ámbito académico. Los editores de Social Texts se lamentan de la infamia, pero lo cierto es que les llega la penitencia por donde más abundó el pecado: el misil que preparaban contra la ciencia les explota en plenas manos. No pudieron o no quisieron darse cuenta de que palabras tan graves como «gravedad cuántica» no quedan al albur de opiniones promiscuas, de tarots o zodíacos, sino al juicio de los expertos. Prudente hubiese sido hacer revisar el escrito por algún especialista que inmediatamente hubiese desvelado la engañifa, lo demencial de muchas de las afirmaciones «científicas» que contiene. Ya en el primer párrafo Sokal ridiculiza: «el dogma impuesto por la larga hegemonía posiluminista sobre el punto de vista intelectual en Occidente: que existe un mundo exterior, cuyas propiedades son independientes de cualquier individuo y, por tanto, de la humanidad como un todo; que esas propiedades están codificadas en leyes físicas «eternas», y que los seres humanos pueden acceder a un conocimiento fiable, aunque imperfecto y tentativo, de esas leyes mediante los procedimientos objetivos y epistemológicamente exigentes prescritos por el método científico».

Cualquier científico cabal suscribe sin reservas la afirmación que sigue a los dos puntos.  Un poco más adelante Sokal añade sin ningún género de prueba o argumentación: «La «realidad» física es, en el fondo, una construcción lingüística y social».

No sólo nuestras teorías, sino la misma realidad que la física trata de elucidar. En tono de guasa Sokal invita a los corifeos de esta doctrina, a los que piensan que las leyes de la física son puras convenciones sociales, a: «que traten de transgredir esas convenciones desde las ventanas de mi apartamento. —Vivo en un vigesimoprimer piso—».

Otras afirmaciones que no hubiesen escapado a un científico son, por ejemplo:
«El concepto de campo morfogenético es la piedra de toque de la teoría cuántica de la gravitación».
«Las especulaciones psicoanalíticas de Lacan han sido recientemente confirmadas por la teoría cuántica de campos».
«El axioma de la igualdad de conjuntos —dos conjuntos son idénticos si tienen los mismos elementos— refleja los orígenes liberales decimonónicos de la teoría matemática de los conjuntos».

Al final del artículo, Sokal se desmelena sugiriendo que la «liberación» de la ciencia pasa por una subordinación a las estrategias políticas, que la ciencia debe revisar el canon de las matemáticas, que se encuentran señales de una nueva matemática emancipatoria en la lógica no lineal de los sistemas borrosos, pero esta nueva perspectiva está lastrada en su origen por la crisis de las relaciones de producción tardocapitalista, y un largo etcétera.

Algo más que la simple broma de un quintacolumnista, se trata de una prueba empírica de la superficialidad reinante en ciertos foros intelectuales. Por supuesto, Sokal recibió todo tipo de acusaciones —deshonesto, superficial, desconocido, pretencioso, picajoso, aprovechado—, pero lo cierto es que se salió con la suya al desenmascarar la frivolidad de planteamientos que, so capa de posmodernidad, quieren imbuirnos en una nueva modalidad de alquimia o astrología. Resulta descabellado pensar que alguno de esos sociólogos de la ciencia lograse publicar en una revista del gremio científico —Nature, Science, The Lancet o Physical Review Letters, pongamos por caso— una réplica equivalente a la «broma Sokal». ¿Y saben por qué? Pues porque esas revistas cuentan con censores probados de los distintos temas —dos al menos para cada artículo— que lo someten al más estricto juicio crítico. Y aunque a esas revistas se les cuelan gazapos, éstos no son como las trampas que se esconden tras la ampulosa verborrea del artículo de Sokal.

Desde las filas de los sociocientíficos se quiso ver estas reacciones airadas de los científicos como una muestra de histerismo frente a los recortes que la ciencia básica está sufriendo en todo el mundo. Por eso, deberían llamar ahora la atención de la sociedad para no perder los privilegios adquiridos en este último medio siglo. Algo de esto podría haber, aunque se trataría de algo marginal que apenas afecta al núcleo de la cuestión: ¿objetividad o relativismo en la ciencia? Que haya quien aproveche la disputa para hacerse publicidad no va contra ninguna ética, que cada cual hace el marketing como puede y le dejan.

IMPOSTURAS INTELECTUALES

No contentándose con la broma en Social Texts, Sokal, ayudado por su colega belga Jean Bricmont, acaba de publicar un libro en francés titulado Impostures intellectuelles en la editorial Odile Jacob, especializada en libros de divulgación científica. Sokal aprovecha las lecturas posmodernas realizadas para perpetrar su broma, usadas como pátina de autoridad a su artículo, para dar un repaso a los principales representantes de ese movimiento filosófico-literario, la mayor parte de los cuales son franceses y publican en francés, que tanto han influido en los ambientes intelectuales norteamericanos. El libro apareció a principios de octubre y está siendo objeto de una amplia polémica en Francia sirviendo para amplificar la «guerra de las culturas»3.

Los dos físicos se propusieron con este libro, según sus propias palabras, «aportar una contribución, limitada pero original, a la crítica de la nebulosa posmoderna. No pretendemos analizar ésta en general, sino más bien llamar la atención sobre aspectos poco conocidos, pero que alcanzan, al menos, el nivel de impostura, a saber, el abuso reiterado de conceptos y términos provenientes de las ciencias físico-matemáticas. Más en concreto, analizaremos ciertas confusiones mentales, muy extendidas en los escritos posmodernos, que conciernen a la vez al contenido del discurso científico y a su filosofía».

Concretamente los abusos son del tipo: 1) profusión de terminología científica de la que el público general tendrá, a lo sumo, una idea muy vaga; 2) trasvase de conceptos de las ciencias exactas a las ciencias humanas sin la menor justificación empírica; 3) una erudición superficial a base de usar palabras sabiondas fuera de contexto, y 4) manipulación de frases desprovistas de sentido y del sentido de vocablos científicos. Como es obvio, Sokal y Bricmont no desean  — ni aunque quisieran podrían— desautorizar ni las ciencias humanas, en general, ni la filosofía en su conjunto, sino «deconstruir» una reputación, un prestigio de un modo de hacer en esas ramas del saber, que desdicen del rigor que es marchamo de honestidad intelectual. Se proponen decir que «el emperador está desnudo» como el niño del cuento, propugnar una actitud crítica entre las personas que se acercan a los escritos posmodernos. Pasan revista a los escritos de autores como Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Felix Guattari, Luce Irigaray, Julia Kristeva, Bruno Latour, Jean-François Lyotard, Michel Serres…

Se podría aducir que Sokal y Bricmont se apoyan en párrafos marginales de aquellas obras para hacer una caza de brujas entre sus enemigos. Pero insisten en que no recogen simples inexactitudes, sino errores, al escribir que «trataremos de explicar, para cada uno de los autores, en qué consisten los abusos cometidos en materia de ciencias exactas y por qué éstos son sintomáticos de una falta de rigor y de racionalidad en el conjunto de su discurso».

Para hacernos una idea de los textos que se critican, ahí van unas muestras  — no voy a explicitar los autores, para no menoscabar la curiosidad de los potenciales lectores del libro—:
«La constante de Einstein no es una constante, no es un centro. Es el concepto auténtico de juego, de variabilidad… es, finalmente, el concepto de juego. En otras palabras, no es el concepto de algo… , de un centro a partir del cual un observador puede manejar el campo… , sino el concepto de juego».
«La ecuación E =mc2, ¿es sexuada? Puede que sí. Supongamos que lo es en la medida en que privilegia la velocidad de la luz frente a otras que nos son menos necesarias».
«La vida humana podría ser definida como un cálculo en el que cero sería irracional… Cuando digo irracional me refiero a lo que se conoce como número imaginario».
«Las guerras tienen lugar en espacio no euclídeos».

Hasta aquí, someramente, un espigueo de los argumentos que se desarrollan en Impostures intellectuelles… En la introducción del libro, Sokal y Bricmont salen al paso de las posibles críticas —«estos científicos no comprenden las realidades filosóficas profundas; no entienden el sentido de las «metáforas» y de las «analogías»; no distinguen el uso poético de los términos; toman textos marginales demasiado en serio»—, argumentando contra cada una de ellas de modo más o menos convincente.

En un artículo posterior a la publicación del libro, aparecido en el diario Liberation del 18-19 de octubre de 1997, se lee: «No decimos de ninguna manera que esto —la utilización abusiva y algo arbitraria de términos científicos— invalida el resto de su obra, sobre cuya validez nos declaramos agnósticos».

Matizando la afirmación recogida antes en la que arrojaban serias dudas sobre la «racionalidad de su discurso» y hablaban de «confusiones mentales». Como los propios Sokal y Bricmont señalaban en el artículo que publicó La Vanguardia el 17 de octubre de 1997 (pág. 51):
«Contrastémoslo con la obra de Newton: un  9 0% de sus escritos sería fruto del misticismo o de la alquimia. ¿Y? El resto está basado en consideraciones empíricas y racionales sólidas. Y eso es lo que sobrevive. Si puede decirse lo mismo de los autores citados en nuestro libro, nuestras críticas tienen una importancia marginal. Por el contrario, si su rango de estrellas internacionales se debe a distintas razones sociológicas y, en parte, a que son maestros del idioma, capaces de impresionar a sus auditorios gracias a una terminología sabionda, en ese caso, lo que hemos descubierto puede ser útil».

El paralelismo que hacen Sokal y Bricmont entre los trabajos de  Newton y los de los posmodernos resulta bastante inadecuado.  Una buena parte de los escritos de Newton son, en efecto, sobre alquimia, escritos que hoy no son citados ni por los eruditos, y que nos parecen anacrónicos. ¿Se le podría llamar falsario a Newton? ¿Se le puede llamar impostor? En absoluto, pues aquellos escritos, sobresalientes en su época, manifiestan la seriedad y la grandeza de una de las mentes más elevadas de todos los tiempos. El método científico estaba en mantillas y la química tardaría un siglo más en echar sus bases, pero no usaba metáforas de dudosa eficacia o lenguaje poético para hacer alquimia, sino que mezclaba y hacía reaccionar sustancias, es decir, se valía de los métodos más rigurosos de entonces. Si bien los trabajos de Newton en este terreno no son tan solventes como los que escribió en mecánica y en óptica, no mostraban errores crasos a los ojos de sus contemporáneos. ¿Se puede decir lo mismo hoy de los trabajos de los filósofos citados en el libro? ¿Se podrá algún día hacer un paralelismo entre los trabajos de alquimia de Newton y los de Baudrillard, Deleuze y demás? La autoridad de esos autores posmodernos ¿cabe situarla en la filosofía? ¿Es más de índole literaria? ¿En la sociología?

EPÍLOGO

Ahora permítanme que explique mi propia opinión respecto a todo este asunto. El lector habrá notado mi inclinación por el bando científico, como no podía ser menos, siendo un físico el que escribe. Soy un realista convicto —y confeso— que no siente empacho al afirmar que con la ciencia se alcanza una forma, no la única ni quizá la mejor, de conocimiento objetivo de una realidad que nos trasciende. Me lo pasé muy bien con la trifulca en el Physics Today y leyendo el manicomial artículo de Sokal. Lo que he leído de Impostures intellectuelles también me ha divertido y me parece que aporta su granito de arena en la clarificación de la humareda posmoderna. Pero ese libro tiene, a mi juicio, un error de perspectiva, pues resulta poco creíble el entredicho que lanzan contra la globalidad de esos autores: no es posible que todos y todo sean condenables. Bien está avivar el debate, suscitar la crítica, denunciar los papanatismos o abusos y desenmascarar los fraudes, pero nunca desde la arrogancia o a base de condenas inapelables, sino desde el respeto mutuo y la modestia, escuchando también las críticas adversas.

Finalmente, ¿qué lecciones cabe sacar de esta «guerra de las ciencias»? La más importante, a mi juicio, es que los científicos deberíamos reflexionar más a menudo sobre los procesos internos de la ciencia, pues nadie que no esté activamente involucrado en esas investigaciones podrá arrojar tanta luz sobre ellos como los que la están llevando a cabo. Y a la vez facilitar el diálogo con los humanistas con una actitud de escucha atenta y respetuosa que enriquezca las reflexiones en los campos respectivos, admitiendo, cuando las haya, las críticas y las disparidades de puntos de vista. El diálogo con los científicos es también necesario para los humanistas, porque aquéllos proporcionan con sus investigaciones, con sus sofisticados métodos de observación, nuevos datos e interpretaciones de la realidad que requieren también una elaboración filosófica. Pensemos, por ejemplo, en las conversaciones de Karl Popper con los mejores físicos de su época (Einstein, Bohr, Heisenberg, Schrodinger) o en la influencia que están teniendo los escritos de Ilia Prigogine en la filosofía actual. Con un diálogo, la «guerra de las ciencias» se transformará en «debate de culturas» que arrojará luces en todos los ámbitos del saber, porque ganará la verdad, que es lo que al fin cuenta.

Semblanza de un gran profesional y un amigo HÉCTOR L. MANCINI La tarde del pasado 31 de julio, durante una excursión al Pirineo Aragonés, fallecía en un accidente nuestro querido amigo el profesor Carlos Pérez-García. Catedrático de Física de la Materia Condensada, era profesor ordinario de la Universidad de Navarra, presidente del Grupo Especializado de Física Estadística y No Lineal GEFENOL de la Real Sociedad Española de Física y miembro del comité científico de FISES. Nacido en Barcelona el 2 de septiembre de 1953, allí realizó sus estudios hasta obtener el doctorado en Física en la Universidad Autónoma en 1980. También allí obtuvo la cátedra de Física de la Materia Condensada en la Universidad de Barcelona en 1992. Carlos Pérez-García se trasladó en 1989 a la Universidad de Navarra en comisión de servicios, para hacerse cargo de la dirección del Departamento de Física y Matemática Aplicada y del Instituto de Física, que contribuyó a fundar.

Desde su doctorado, fue un investigador activo que colaboraba en sus tareas con numerosos grupos de investigación españoles y extranjeros. Fue investigador visitante en diversas universidades europeas y sudamericanas y realizó sus investigaciones más importantes en el ámbito de la dinámica de los fluidos, la física no lineal y la termodinámica.

Los pocos rasgos anteriores que reseñan la carrera profesional del profesor Carlos Pérez-García no bastan para trazar un perfil que permita hacernos una idea de su gran personalidad y cultura. Resulta importante agregar, por ejemplo, que durante su etapa en Barcelona realizó una muy importante labor periodística como divulgador de la ciencia, sobre todo en el suplemento de Ciencia del diario La Vanguardia y en otras publicaciones de divulgación científica. Pertenecen a esa época más de 60 artículos de divulgación de temas científicos avanzados y entrevistas a investigadores notables y premios Nobel de esa época. Sus artículos fueron muy leídos en toda la comunidad científica de habla hispana y contribuyeron a depurar su estilo literario, siempre brillante. Continuó esta labor durante toda su vida.

También son importantes sus contribuciones como docente. Entre sus escritos, el libro Física para las Ciencias de la Vida (Schaum-McGraw Hill), en colaboración con D. Jou y J. E. Llebot, es conocido y utilizado en muchas universidades de habla hispana.

Ya en la Universidad de Navarra, Carlos permaneció como director del Instituto de Física y del Departamento de Física y Matemática Aplicada hasta junio de 1996. Durante esos años y hasta su trágico fallecimiento, dedicó sus actividades de investigación a la formación de estructuras fuera de equilibrio —particularmente a problemas en la convección de Bénard-Marangoni—, a la dirección de tesis doctorales y a la formación de alumnos. Muchos grupos españoles contaron con su participación entusiasta en iniciativas conjuntas como la organización de congresos internacionales, la participación en redes temáticas o como jurado en tesis en distintos lugares de España.

Entre las múltiples actividades que realizó durante los últimos años, destaca su participación en un grupo interdisciplinario de la Universidad de Navarra, CRYF, que se ocupa de estudiar las relaciones entre la ciencia, la cultura contemporánea y la fe religiosa.

Esta somera descripción de su personalidad, aunque incluyera la suma de todos sus artículos, sus conferencias, sus múltiples actuaciones en comités de evaluación de proyectos o de revistas y la de tantas otras actividades en las que se volcaba, tampoco reflejaría su cualidad distintiva: Carlos, por encima de todas sus virtudes, era un gran amigo y como tal lo recordaremos. Como aliento, nos queda su gran ejemplo. Que Dios lo recompense por todos sus esfuerzos.

 

N O T A S
1 Pinch y Collins: The Golem: What everyone should know about science, Cambridge, Reino Unido, Cambridge University Press, 1993.
2 Paul Lewitt y Paul Gross: Higher superstition: the academic left and its quarrels with science, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1994.
3 A este respecto se pueden ver el informe preparado por La Vanguardia en su edición del 17 de octubre de 1997 y el comentario de José A. Marina en ABC Cultural del 24 de octubre de 1997.