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LAS INQUIETUDES ANTE UN DISCURSO

Los especialistas recomiendan abstenerse de navegar por Internet, pues señalan que esa red mundial está diseñada para facilitar el acceso a lo que se necesita, mientras que una navegación sin rumbo conduce, cuando menos, al naufragio de la pérdida de tiempo.

Hace poco, desoyendo tales consejos, me encontré en la red con el discurso de la Ministra de Educación, pronunciado ante el Rey el pasado 4 de octubre, en la solemne apertura del curso 2005-2006. Como es sabido, poco cabe esperar de ese tipo de discursos protocolarios, en los que son indudables sus límites de contenidos y de duración, criterio que quizá ponderó insuficientemente el teniente general Mena, lo que le ha costado el puesto y su sorprendente descalificación pública por parte del Ministerio de Defensa.

A pesar de estas limitaciones, movido por una curiosidad, no sé si malsana, leí el discurso citado, en el que encontré las generalidades previsibles y sólo dos citas de autores: una de ellas de escasa relevancia y de poca significación en el autor de referencia y otra de John Stuart Mill, mencionado como «gran pensador», de mayor interés.

Reconozco que esta cita me ha provocado una cierta turbación sobre el futuro político de la ministra, pues me parece mucho más políticamente incorrecto que una autoridad del ministerio cite a Mill que el hecho de que a una autoridad militar se le ocurra traer a colación el artículo 8 de la Constitución española.

En efecto, Mill expuso con detenimiento sus ideas acerca de la educación, especialmente, en el capítulo quinto de su libro Sobre la libertad 1, que podemos resumir en las siguientes tres tesis:

1. «Una de las obligaciones más sagradas de los padres consiste en dar a ese ser [que han traído al mundo] una educación que lo capacite para desempeñar con éxito su objetivo en la vida» (pág. 163).

2. «Desapruebo tanto como pueda hacerlo cualquiera que la educación en total o cualquier parte de ella deba estar en manos del Estado. […]. La educación general por el Estado sólo es un medio de hacer que todos sean exactamente iguales, y como el molde que emplea para ello es el que escoge la fuerza predominante en el gobierno en proporción a su eficacia y éxito, establece un despotismo sobre la mente que, por tendencia natural, lleva al despotismo sobre el cuerpo» (pág. 164).

3. «Sólo debe existir una educación establecida y controlada por el Estado, si acaso, como uno entre los muchos experimentos competidores que se lleven a cabo para que sirvan de ejemplo y estímulo y que hagan que los demás mantengan ciertas normas de excelencia» (pág. 164).

Es evidente que el horizonte intelectual que diseña Mill tiene escasos puntos de contacto con el que defiende la Ley Orgánica de Educación (LOE) tal como ha llegado al Senado, horizonte que, por el contrario, me parece se encuentra mucho más cerca al Mundo feliz de Huxley, donde el Estado anula el esfuerzo ante las dificultades y el compromiso existencial de la persona, sustituyéndolos por una falsa felicidad cifrada en el libertinaje sexual ajeno a todo compromiso y en el rechazo a la reflexión crítica, y en el que el Estado repartirá una poción mágica, llamada soma, a quienes de repente les surgieran «esas horribles ideas»2 de apartarse de lo socialmente vigente. La LOE, como luego veremos, hace un uso engañoso del término esfuerzo, así como el soma aparece bajo el nombre de Educación para la ciudadanía, instrumento dotado de una eficacia al parecer milagrosa para que se consigan los que pasan en esta ley a convertirse en fines primordiales de la educación, como el pleno desarrollo de las capacidades afectivas del alumnado, la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, la educación en el ejercicio de la tolerancia y la resolución pacífica de conflictos, etc.

Alguien podría objetar que esta apreciación no otorga la justicia debida a diversos textos de la LOE. Y, efectivamente, esa objeción es correcta. Por ello la lectura de la ley me ha recordado esa vieja canción de la yenka, que apareció a mitad de los sesenta, y que animaba a bailar «izquierda, izquierda / derecha, derecha / adelante y detrás / y venga ya», aunque otros podrían simplemente responder al objetante que el texto aprobado es una magnífica muestra del «doble lenguaje» descrito por Orwell, usado con la finalidad de tranquilizar a los inquietos, al mismo tiempo que se les priva de toda seguridad jurídica, pues al poder siempre le cabría agarrarse al texto que deseara para imponer sus criterios a la ciudadanía.

Analicemos, así, algunas de las ideas de Mill para contrastarlas con las bases ideológicas de la LOE.

LA TITULARIDAD DEL DERECHO A LA EDUCACIÓN

La posición de Mill sobre el titular del derecho a la educación es clara: son los padres quienes tienen esa sagrada obligación. Esa claridad está completamente ausente en la LOE. Es cierto que en ella se recoge el art. 7.1 de la LOGSE, donde se afirma la «responsabilidad fundamental de los padres» en la educación infantil, e incluso se mejora el artículo 4 de la LODE, nombrando a los padres como «primeros responsables de la educación de sus hijos»3. Pero también es cierto que la educación es calificada cinco veces como servicio público, casi el doble de veces que lo hace la LODE.

Es evidente que quienes se mueven en el ámbito de la novela pueden afirmar que las palabras significan lo que ellos desean, como se le dijo a Alicia en el País de las Maravillas. Ahora bien, si de la novela (aunque hay que reconocer que la vida política cada vez se parece más a la novela) pasamos a un texto legal, habrá que conceder a estos términos la significación que les atribuye la doctrina jurídica. En ella, como es sabido, el servicio público, que aparece en Francia a mediados del siglo XIX y es consagrado en las obras de Lean Duguit, de Gaston Jeze y de Maurice Hauriou, maestro de mi catedrático de Derecho Político, Carlos Ruiz del Castillo,   se diseña como una parte de la actividad de la administración pública, que, mediante concesión administrativa, puede ser prestada por personas de derecho privado. Tal concesión lleva consigo unas responsabilidades concretas, fijadas por la Administración Pública, como titular del derecho, que el concesionario debe satisfacer.

De ahí que, en el fondo, para la LOE, el verdadero titular del derecho a la educación es el Estado, que se sirve de diversos concesionarios para su prestación. A esa titularidad estatal no cabe oponer el reconocimiento de la responsabilidad fundamental de los padres, pues tal responsabilidad también la mantenían los países comunistas, en los leapdy1.jpgque la familia podía recibir «la visita común de padres activos y profesores» y donde los profesores estaban autorizados a «hacer prescripciones a los niños respecto a su comportamiento en el tiempo libre»4, precisamente porque los padres eran concesionarios responsables, pero no titulares del derecho a la educación.

Naturalmente no faltará quienes arguyan que ese concepto de servicio público está desfasado y que ahora se habla, como hace algún italiano -que son muchos menos dogmáticos que los franceses-, de servicios públicos virtuales, ajenos ya a la concesión administrativa, pero no al permiso del Estado. Ahora bien, si realmente nos encontráramos ante una nueva doctrina jurídica, habría que señalarlo y explicar con claridad su significado, en primer lugar a quienes apoyan las tesis de la LOE, quienes es patente que entienden el servicio público en su estricto sentido francés, siendo también franceses algunos de los otros errores que mantienen.

Quizá sea conveniente precisar el alcance de la afirmación de que los padres son titulares del derecho a la educación y de que es un error conceptualizar a la educación como un servicio público. En efecto, dejando a un lado a los fanáticos del servicio público que desearían que todos los intercambios sociales tuvieran esa configuración jurídica, pues creen ver en ella la posibilitación de servicios ajenos a cualquier interés y favorecedores de los pobres -fanáticos que disminuyeron sensiblemente cuando, al caer el Muro de Berlín, se comprobó la verdad del socialismo real-, y olvidándonos también de los comodones que han descubierto en el servicio público la gran panacea para trabajar lo menos posible, no faltan quienes defienden que la educación es un servicio público porque entienden que ese es el único instrumento jurídico válido para que el Estado no se desentienda de las importantes responsabilidades educativas que posee, tanto para hacer posible que sean educados quienes no tienen dinero, como para promover una educación en la que se respeten los valores fundamentales de una sociedad democrática.

Estas inquietudes son muy razonables, aunque es preciso señalar que puede perfectamente responderse a ellas sin entrar en la dinámica del servicio público, que desapodera a los ciudadanos de derechos que les son propios, que origina graves daños en el libre desarrollo de las jóvenes generaciones, y que confunde la función del Estado, a quien incumbe la tarea de ordenar que se enseñe, en cuanto ello es exigido por el bien común, y no la ocupación de asumir directamente la enseñanza.

En efecto, hoy casi nadie niega que el Estado deba comprometerse en conseguir que ninguno sea excluido del bien de la educación por carecer de recursos económicos. Mill, por ejemplo, afirma que el Estado habría de «ayudar a pagar los gastos escolares de los niños de las clases más pobres y a cubrir los de aquellos que no tienen a nadie que los pague»5, posición mayoritaria durante no pocos años, aunque ahora se considera más promotora de la cohesión social la solución de establecer la enseñanza gratuita para todos, al menos en sus niveles básicos. Obviamente, como «la gratuité n’est pas gratuite», será el Estado quien habrá de hacerse cargo de los gastos, existiendo diversos instrumentos jurídicos (algunos, como el bono escolar, especialmente denostados por los que aman el monopolio) que compaginan la titularidad de los padres del derecho a la educación con la satisfacción por parte del Estado de los gastos originados.

leapdy2.jpgPor otra parte, afirmar que los padres son titulares del derecho a la educación no significa que sean los únicos titulares. La fórmula que utiliza la Declaración Universal de Derechos Humanos es que «los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos»6, del mismo modo que el Pacto Internacional de Derechos Civiles, firmado por España al inicio de la etapa democrática, obliga a los Estados partes a comprometerse «a respetar la libertad de los padres para garantizar que los hijos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones»7, lo que poco tiempo después se recogerá en nuestra Constitución. En otros términos, la tarea educativa debe responder a las necesidades de las jóvenes generaciones, de modo que en ella han de colaborar todas las personas e instituciones que faciliten, a quien se abre a la existencia, encontrar «el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida»8. Los padres, responsables de la generación del niño, son así los primeros titulares del derecho y de la obligación de educar a ese nuevo miembro de la especie humana, formando una familia en la que el niño encuentra, de modo natural, el amor que necesita para su estabilidad afectiva e incluso para su desarrollo físico, como han mostrado los que han descrito el síndrome hospitalario, que aqueja a los que crecen amparados por organismos públicos, ajenos al calor familiar. Pero, junto a los padres, se encuentra también la comunidad cultural que acoge al niño en sus instituciones, en su historia, en su lengua, etc., dotándole de un importante capital social, que exige esté amparado por ciertos derechos, aunque no sean preferentes, que hagan posible la promoción del conocimiento y del respeto de sus valores identitarios básicos.

La experiencia muestra que, cuando hay buen sentido en los padres y en los gobernantes, no es tarea imposible la convivencia de los derechos de la familia con los del Estado, que, como decía Ortega, es un modo o porción de la sociedad, cuyas funciones en relación con la sociedad, el pueblo y la nación pueden legítimamente ser diversas siempre que no pretenda eliminar o absorber a esas realidades anteriores a él. Pero la experiencia también advierte que allí donde hay un pluralismo social muy destacado, tal convivencia de derechos a veces es complicada. En esos casos, la parte más fuerte, que es el Estado, debe tener cuidado para que la custodia de la identidad nacional mayoritaria no sea sofocante para los grupos minoritarios, siempre en el horizonte del respeto, común, a los derechos humanos y en el ámbito constitucional de libertad, de lo que fue expresión la sentencia del Tribunal Constitucional que amparó, en 1994, a los miembros de una secta perseguidos por la Generalitat acusados de actuar al margen del sistema oficial de enseñanza.

Por último, es necesario añadir que los padres tienen libertad para solicitar la ayuda educativa que pueda proporcionarles la religión que deseen. Esa petición de ayuda es muy razonable, también porque, como dice Benedicto XVI, refiriéndose a la Iglesia Católica, «ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: «Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro», hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano […] reconoce que en la Iglesia actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro»9.

LA TENTACIÓN DEL DESPOTISMO

La segunda idea de Mill, cuya vigencia en el Ministerio de Educación se trata de investigar, se refiere a la tesis de que cuando la educación se encuentra en manos del Estado nos encontramos ante un intolerable despotismo sobre los ciudadanos.

Las autoridades ministeriales, y sus acólitos, afirmarán que ese no es el caso de la LOE, ya que en ella se reconocen -como, por otra parte, no podría ser menos- los derechos constitucionales a que los hijos reciban «la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con las convicciones de los padres y a que éstos puedan «escoger centro docente tanto público como distinto de los creados por los poderes públicos»10.leapdy3.jpg

Pero no es menos cierto que hay dos motivos importantes de inquietud. El primero es que la tradicional inquina que el PSOE ha mostrado ¿desde la LOECE, 1980? contra el ideario educativo de los centros docentes (sin perjuicio de la evolución que este asunto ha tenido, con el tiempo, en las sucesivas leyes socialistas sobre educación) ha llevado no sólo a que el término ideario nunca aparezca en la LOE, sino que su sucedáneo, el proyecto educativo, haya de elaborarse, en los centros privados concertados -a diferencia de los centros privados- en el «marco general» que determinen las Administraciones educativas11. En este caso, bastará con que una de tales Administraciones exija que los proyectos educativos se muevan en el marco del respeto a la legalidad vigente -inocente exigencia, en principio- para que cualquier funcionario deseoso de medrar pueda rechazar un ideario en el que se exprese el objetivo de difundir el concepto tradicional de matrimonio y familia, aduciendo que ello comporta una falta de respeto a esa ley que instituye el matrimonio de homosexuales, tan esperada por la ciudadanía que a ella se ha acogido un escaso puñado de parejas, entre las que no se encuentran algunas que esperaba con ansia la prensa rosa.

El segundo motivo de inquietud radica en la nueva asignatura Educación para la ciudadanía. No puedo aquí dedicarle la atención con que la he analizado en otros foros. Baste señalar que nada hay que objetar a quien enseñe los principios democráticos de la convivencia y las libertades fundamentales. Sin embargo, hay numerosos indicios que mueven a pensar que tal materia responde a una ideología iluminista-laicista, que desea convencer a los ciudadanos para que luchen contra lo que los corifeos del gobierno entienden que son las oscuridades y supersticiones del pasado, olvidando la advertencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la que se prohíbe al Estado buscar unos objetivos «que pueda considerarse que no respetan las convicciones religiosas o filosóficas de los padres»12. Mucho desearía que el futuro desautorizara este pronóstico. Ahora bien, recordemos que Mill afirma que del despotismo sobre la mente se suele pasar al despotismo sobre el cuerpo, despotismo que parece presente en la fanática campaña contra el tabaco -ribeteada de insufribles acentos de moralina-, consolidando así el temor de que tal actitud despótica anida en nuestros actuales gobernantes

¿LE INTERESA AL GOBIERNO LA EXCELENCIA EN LOS CENTROS DOCENTES?

Por último, vamos a detenernos en la tercera idea de Mill, que mantiene que si el Estado establece directamente algún centro docente sólo se justifica si con ello busca mostrar unas prácticas de excelencia que sirvan de ejemplo y guía a los demás.

Ha habido tiempos en que esa era la tónica de los centros docentes estatales en diversos países europeos: basta recordar cuántos catedráticos de instituto en España y en Francia han sido personas de un firme reconocimiento intelectual. Lamentablemente, hablo de tiempos pasados. No puedo menos de entristecerme con la suerte de los catedráticos de institutos -venerable cuerpo en el que inicié mi carrera docente antes de acudir a la universidad-, con la falta de disciplina que reina en los centros, con los sonrojantes resultados que, comparativamente, alcanzan nuestros escolares… Por supuesto, es fácil echarle la culpa a la falta de dinero, a la ampliación de la edad de escolarización o a la llegada de inmigrantes. Pero la realidad es más compleja. En efecto, es cierto que para la educación todo el dinero es poco. Pero ello significa que, siendo necesario, el dinero no es la causa mecánica del éxito educativo. Baste observar que nuestros profesores de enseñanzas no universitarias que son funcionarios públicos se encuentran entre los mejor pagados de Europa (desgraciadamente no cabe decir lo mismo de los profesores de centros privados y tampoco de los profesores de universidad), mientras que varios países en los que reciben honorarios más bajos se alcanzan resultados académicos mejores, lo que ha llevado a que se inicien investigaciones que permitan saber cuáles son las condiciones para que la enseñanza de la escuela sea realmente significativa para la vida extraescolar13.

En segundo lugar, es oportuno recordar que cuando el preámbulo de la LOE o las declaraciones de los políticos nos hablan de que la LOGSE amplió la edad de escolarización, realizan un ejercicio de ignorancia o de engaño: tal edad no ha cambiado desde la Ley General de Educación, sino que lo que ha cambiado ha sido que tal escolarización se realiza impartiendo una educación común, como se repite tres veces en la LOE, dogma logsiano que ha llevado al nacimiento de la nueva figura de los objetores escolares y que ha conducido al fracaso a muchos estudiantes, mayormente varones. En tercer término endosar la responsabilidad de los males actuales a la llegada de los alumnos inmigrantes, que son un modesto porcentaje de la totalidad del alumnado, me parece un «Viva Cartagena» de dudoso buen gusto.

No faltarán quienes afirmen que debe evitarse cualquier dramatismo al enjuiciar la situación actual de la enseñanza no universitaria. Me parece prudente evitar actitudes de lamentación estéril. Pero tampoco me parece de recibo esconder la cabeza bajo el ala, como ocurrió en 1997, cuando el Instituto Nacional de Calidad y Evaluación, aprobado por la LOGSE, planteó hacer un diagnóstico sobre el sistema educativo español en el último tramo de la escolaridad obligatoria, y Andalucía no quiso que se realizara en su territorio, así como Canarias no permitió que se aplicaran los instrumentos de medición del rendimiento escolar que se repartieron por el resto de España. Más aún, tras presentarse al público los resultados, hubo una tormentosa reunión del consejo rector del INCE, constituido por representantes de las comunidades autónomas, en la que se tomó el acuerdo de que nunca más los datos saldrían ordenados por comunidades, teniendo en cuenta que varias de ellas obtuvieron resultados deplorables.

No es dramatismo afirmar que, desafortunadamente, se lleva mucho tiempo sin adoptar las medidas que deberían tomarse para promover la excelencia. Ahora bien, más que detenerse en el pasado, pienso que hay que preguntarse seriamente si hoy se está interesado en cultivar la excelencia, escuchando lo que dicen los expertos y los profesores, o si vamos a continuar en manos de intereses de partido, de ideólogos o de sindicalistas. Por ejemplo, hace pocas semanas, un experto publicaba un artículo sobre el acceso a la dirección escolar, en donde se lee lo siguiente: «Quienes conocen bien la vida de las instituciones educativas públicas saben que en los últimos veinte años ha tenido lugar un progresivo deterioro de su funcionamiento y de sus resultados que, aun admitiendo que tiene múltiples raíces, una de ellas tiene una relación muy directa con la debilidad o inexistencia en ellas de un liderazgo pedagógico adecuado a los tiempos actuales. El desmontaje llevado a cabo a partir de 1983 de las dos principales estructuras sustentadoras o impulsoras de este liderazgo -la inspección educativa y la dirección escolar- abrió paso a un proceso que ha convertido al sistema educativo público español en el más desvertebrado de Europa»14.

Pero hay otros muchos temas en los que habría que dar un golpe de timón, si se deseara instaurar las condiciones que hacen posible la excelencia. El repertorio no es corto, por lo que, sólo como botón de muestra, citaré la urgente necesidad de recuperar la importancia del mérito y del esfuerzo, tanto en alumnos como en profesores, y la exigencia de amparar, en vez de perseguir, todas las iniciativas pedagógicas, aunque se aparten de las dogmáticas gubernamentales. Me parece indudable que no se trabaja a favor del interés superior del niño cuando se rechazan las pruebas externas, se facilita la denominada promoción social -es decir, pasar de curso por aumentar en edad-, se olvidan los exámenes de septiembre, se permiten los novillos democráticos, se proponen unas evaluaciones de diagnóstico de competencias básicas en vez de investigar sobre los conocimientos básicos… Me parece igualmente que se desprecia la experiencia positiva de tantos centros educativos del mundo entero cuando se descalifica y se amenaza con el cierre del concierto a los centros que, expresando esas convicciones pedagógicas que la Constitución europea se compromete a respetar, ofrecen una enseñanza diferenciada por sexo, etc.

No se descubre en la LOE indicio alguno que manifieste se vaya a dar ese golpe de timón, y lamento constatar que muchos de los males que hoy aquejan a la enseñanza pública se deben al partido que se presenta como su defensora. Líbreme Dios de mis amigos.

La ministra acababa su discurso pidiendo a los jóvenes y niños que asumieran el valor de curiosidad. Me permitiría recordar que los tratadistas clásicos observaban que la virtud del alumno no era la curiosidad, indiferenciada y dispersiva, sino la estudiosidad, que animaba al esfuerzo ordenado para salir de esa ignorancia de la que acusan a los españolitos las investigaciones internacionales.

NOTAS
1 John Stuart Mill, Sobre la libertad, México, Diana, 1965, pp. 163-167.
2 A. Huxley, Un mundo feliz, Barcelona, Círculo de Lectores, 1965, p. 90
3 Vid. Ley Orgánica de Educación, art. 12.3 y Disposición Final Primera 1.2.
4 D. Kirchhöfer, Transformaciones en la construcción social de la niñez, Educación, 1999, n.° 59, p. 126.
5 Mill, op. cit., p. 164. 6 Declaración Universal de Derechos Humanos, art. 26.3.
7 Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, art. 18.4.
8 Benedicto XVI, Discurso en la apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6 de junio de 2005.
9 Ibídem.
10 Disposición Final Primera 1.1 c) y b).
11 Disposición Final Primera 1.6 y art. 12.3.
12 Caso de Kjelden, Busk, Madsen y Petersen, 5.XI.1976, n° 53.
13 K. J. Pugh y D. A. Bergin, «The effect of schooling on students’ out-of-school experience», Educational Researcher, 34, 9 diciembre 2005, p. 21.
14 L. Batanaz Palomares, «El acceso a la dirección escolar: problemas y propuestas», Revista Española de Pedagogía, 63:232, septiembre-diciembre 2005, p. 444.