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Los momentos de crisis económica siempre ponen a prueba, de una manera u otra, la cohesión de las sociedades. Evidentemente, y con especial fuerza, las entidades supranacionales, o aquellas en las que los lazos económicos no son muy fuertes. En el primer caso se encuentra lo sucedido con la ruptura de multitud de tráficos comerciales como consecuencia de la Gran Depresión.

Kindleberger nos presentó de manera gráfica todo el enlace que así se produjo: el proteccionismo rebajaba el peso del comercio internacional; a causa de ello, al disminuir el tamaño de los mercados, caía el PIB de todas las naciones; para evitarlo, las diversas economías nacionales, reforzaban su aislamiento, pasando incluso del proteccionismo a modelos autárquicos; como consecuencia de esta disminución del comercio internacional, todas y cada una de las naciones se empobrecían y eso, al buscar una salida, condujo, a una implosión formidable. Otra situación parecida fue la que siguió a la I Guerra Mundial, hasta provocar una crisis económica muy importante, en buena parte como consecuencia de la política de sanciones que criticó con mucha dureza Keynes en Las consecuencias económicas de la paz. Por ello, al disgregarse el Imperio Austriaco en todo un amplio conjunto de naciones, cada una de las cuales busca montar su propia política económica, se originó una evidente pobreza en toda la Cuenca Danubiana, como nos muestra Frederick Hentz en The economic problem of the Danubian States. A study in Economic Nationalism (Victor Gollancz, 1947). O bien, no se entiende la Guerra de Secesión norteamericana, que se inicia en la primavera de 1861, sin tener en cuenta las consecuencias de la crisis económica de 1857, con una serie de frenos entre los Estados del Norte y del Sur, realidad muy bien expuesta por O. C. Lightner en su The History of Business Depressions, New York, 1922.

Ahora, la crisis se precipita sobre los países de la Unión Europea con especial contundencia. El sueño, que pareció convertirse en realidad, de una Europa unida, el que tuvo Carlos V, el que movió a Napoleón, el que intentó Hitler, y el que impulsó el general Marshall a partir de su discurso al recibir el doctorado “honoris causa” por la Universidad de Harvard, al lanzar su Plan, para lograr que las economías europeas se uniesen y, de esta manera, convertirlas en prósperas y aliadas en la lucha contra la amenaza soviética, pareció cristalizar como consecuencia de la coincidencia de pensamiento y de decisión de cuatro personas fundamentales. Por un lado, Monnet, con su planteamiento en búsqueda de un mecanismo que impidiese para siempre los choques franco-alemanes; por otro, tres hombres de frontera típicos. Hay que decir esto porque Schuman había nacido en Luxemburgo y se había convertido en francés tras la I Guerra Mundial; Adenauer—recordemos las denuncias que sobre él se hacen en las Memoriasde von Papen—se convirtió, desde su puesto de alcalde de Colonia, tras la I Guerra Mundial, en claro partidario de una Renania independiente, que sirviese para algo así como lo que parecía que había intentado la Lotaringia entre los monarcas Carlos II el  Calvo y Luis el Germánico en ese siglo IX.

Finalmente, De Gasperi había nacido austriaco, hijo de un funcionario del Imperio de Viena, y tras la I Guerra Mundial, se convirtió en italiano, pero al pasar a la burocracia de la Santa Sede, para todo el que conociese el talante del Risorgimento, al menos hasta el Tratado de Letrán, evidentemente no lo podría considerar como un italiano heredero del pensamiento de Mazzini.

Todo esto cristalizó, primero, con la creación de la CECA, y tras el conflicto de Suez, al percibir Guy Mollet que Estados Unidos imponía sus dictados sin tener demasiado en cuenta los intereses europeos, convenció a Adenauer para que se siguiese el camino, marcado por Spaak, de unir las economías de las naciones europeas, y no caminar por el sendero, que parecía del nunca acabar, de enlazar mercados concretos, como había sido la vinculación del carbón y el acero en la citada CECA.

En ese tiempo, dentro del movimiento europeísta que José Larraz impulsaba en España, surgió una preocupación. Lo que se estaba creando en Europa era Unión económica. Pero ¿esto iba a ser viable a largo plazo? ¿En cuanto llegase una seria crisis económica, el espíritu político nacionalista no podía hacer saltar en pedazos esa marcha que parecía tan sólida? Larraz en una conferencia pronunciada el 7 de junio de 1962 en la Cámara de Industria de Madrid, que se publicó en Arbor (septiembre-octubre 1962), tomó base en el famoso Memorandum sur l’ organisation d’ un regime d’ union fédérale européenne, oMemorandum Briand, aparecido en 1930. En este documento Arístides Briand había escrito: “Toda posibilidad de progreso en la unión económica está rigurosamente determinada por la cuestión de seguridad, y esta cuestión está íntimamente ligada con la del progreso realizable en la unión política; así que sobre el plano político debe ser situado inmediatamente el esfuerzo constructor que dé a Europa su estructura orgánica”.

Sin embargo Larraz contemplaba que desde el Tratado de Roma de 25 de marzo de 1957, la línea era la marcada por una declaración del primer presidente de la Comisión Europea, Hallstein. Este había declarado que la construcción de Europa semejaba la del lanzamiento de un cohete de tres tiempos.

Primero, era preciso lograr una unión aduanera; luego, una monetaria; finalmente, habría llegado el momento de plantear la unión política. Larraz se revolvió contra esto en esta conferencia. Dijo: “La historia certifica que las economías nacionales modernas han surgido previa la acción unificadora de las Monarquías absolutas continuadas por los Estados nacionales de la Revolución.Estos poderes políticos extensos lograron fusionar las economías feudales aldeanas, urbanas y comarcales de sus respectivos ámbitos, de modo que la unidad política precedió a la económica. De contrario, el empeño económico de crear un mercado cosmopolita, que ni estuvo precedido ni acompañado de un poder de la misma magnitud –caso del librecambio en el siglo XIX–resultó efímero”.

El impulso derivado de Hallstein pareció haber triunfado. El gran ímpetu de unión se dio, como expuso magníficamente Marcelino Oreja, cuando se derrumbó el Muro de Berlín. La Guerra Fría había sido ganada por los Estados Unidos, debido al efecto creado por el planteamiento de Reagan de la “guerra de las estrellas”, que la débil economía soviética, como aclaró el premio Nobel de Física, Basov, aunque científica y tecnológicamente podía ser seguido por la Unión Soviética, no era posible que se desarrollase a causa del esfuerzo económico que significaba. El cambio político que se derivó hizo comprender a los dirigentes europeos que los Estados Unidos, liquidado el peligro soviético, y por tanto, coronado el planteamiento iniciado por el Plan Marshall, de aliado en lo militar se iba a convertir en rival en lo económico. Las ventajas del gran mercado norteamericano ya habían sido expuestos con orgullo por Samuelson cuando en plena Guerra Fría, al contemplar el debilísimo desarrollo económico de Europa, había declarado que las naciones de este continente, tenían sobre sí, por ser mercados pequeños, el dilema de Göring, el de “cañones o mantequillas”, mientras que su gran mercado nacional permitía a Norteamérica tener “cañones y la vaca entera”.

Eso es lo que late en el impulso que se da al proceso de la unificación económica europea con el Tratado de Maastricht. De él se desprende la puesta en marcha de una liquidación de las barreras arancelarias dentro del ámbito de los países de la Unión Europea, y la creación del euro, con todas las instituciones anejas, como fue, en primer lugar, el Banco Central Europeo. Y ahí vemos, de modo muy destacado, la deserción del Reino Unido.

Simultáneamente, ¿y la marcha hacia la unión política? Poco, desde el punto de vista operativo se hizo, como se prueba con los fracasos sucesivos en relación con la Constitución europea. Y, de pronto, para poner todo esto a prueba, a partir del 15 de septiembre de 2007, con la quiebra de Lehman Brothers, estalló una formidable crisis económica en el mundo, que ya era visible desde el 9 de agosto de 2007, cuando, como dice Guillermo de la Dehesaen “La primera gran crisis financiera del siglo XXI (Alianza, 2009), “se secaron repentinamente los mercados financieros”. Los países de la Eurozona, por las características de su vinculación con un “área monetaria óptima”, para seguir la expresión del Premio Nobel de Economía, Mundell, se encontraron con que tenían que aceptar un equilibrio presupuestario grande, que no podían tener déficit en sus balanzas por cuenta corriente, pero que la política cambiaría y la monetaria, con su secuela de los tipos de interés y de la oferta monetaria de euros, pasaba a estar en el seno del Banco Central Europeo.

Con toda esa confluencia de crisis económica fuerte y esas restricciones, se observó que el grito de “sálvese el que pueda” pasaba a reinar en el ámbito de la Eurozona.

Los déficits del sector público menudearon; nada digamos de los de sus balanzas exteriores; se exigieron ayudas al Banco Central Europeo que éste había de conducir a través de facilidades crediticias. Cada país simultáneamente, contemplaba las caídas de su PIB, los incrementos del desempleo en su población activa, y procuraba reaccionar en solitario.

De pronto se observó que Gran Bretaña, precisamente a causa de la crisis, aumentaba la distancia política respecto a la eurozona; también que, fruto de políticas de desarrollo llevadas a cabo por países con poca competitividad, y  atenazados porque no podían devaluar, les llevaba a endeudarse con fuerza en instituciones bancarias de otros países, sobre todo en la Eurozona. La situación más grave, a poco que se examinase severamente su realidad, surgía en el conjunto periférico constituido por Irlanda, Portugal, España, Italia y Grecia.

Pero poner orden pasaba a ser muy difícil. Cada uno de estos países no se sentía más que débilmente unido a los demás, si esa unión podría significar sacrificios adicionales. Además, Alemania se orientó, no sólo a impulsar su economía, sino que, visiblemente, indicó que los sacrificios que podría imponer a su pueblo no iban a dirigirse hacia cualquier segmento agobiado de la Zona del euro, sino que su ímpetu se dirigiría siguiendo el lema prusiano, que tanto ha significado desde 1870, ese que procedía de los Caballeros Teutónicos: la “Drang nach Östen”. Los eslavos, los otros países más o menos germanizados, vinculados hacia esa “marcha hacia el Este” debían tener prioridad.

Y de pronto se observó con espanto que buena parte de la Banca de los países europeos estaba trufada de créditos concedidos a negocios industriales y comerciales, a instituciones crediticias, a economías domésticas, en cantidad tal, que su posible falta de devolución más el abandono del pago de intereses, podía crear una quiebra gigantesca en el sistema bancario europeo. Además, para impulsar cada economía, medidas por el lado de la demanda, esencialmente con impulso de gasto público, se habían puesto en marcha, con lo que el problema del endeudamiento, a causa del mercado de la deuda pública, se agravaba.

Con todo ello, la propia existencia del euro se ha puesto en notable riesgo, con plena conciencia en todos y cada uno de los miembros de la Eurozona de que esa desaparición supondría un golpe temible para las economías europeas. Pero con plena conciencia de que el esfuerzo colectivo para mantener esa moneda única, no era posible dejar de llevarlo adelante, pero que supondría quizás cargas intolerables.

Esa realidad es la que se ha puesto de relieve con la crisis de Grecia.

Efectivamente, en Estados Unidos tenemos algo parecido a lo que ocurre en la economía financiera de California, pero como consecuencia de su unión política, es evidente que las medidas de reordenación de esta crisis concreta en este Estado, nada tienen que ver con lo que sucede en la Eurozona y Grecia.

Es evidente que el que España suponga un riesgo muchísimo mayor, aumenta las tensiones internas. Es claro que un fuerte poder político comunitario hubiera impedido, en el caso concreto español, la existencia de realidades extravagantes en el mercado laboral, en el  mercado interior o en el terreno energético. Es patente que si no estuviésemos en la Unión Europea las cosas para nosotros hubieran marchado mucho peor. Pero es cierto también, que al actuar de la forma que hemos hecho, a causa de la carencia de un poder político muy fuerte y superior todo ha empeorado de tal modo que cuando redacto esta nota, he de considerar que el panorama está cada vez más oscuro.

Larraz hizo unas declaraciones a Le Fígaro que se publicaron el 19 de febrero de 1965. Decía: “Gracias a la fluidez –característica desde 1945–de la política monetaria, Europa vive una onda larga de prosperidad, que hace recordar el reinado de Napoleón III. No tenemos gran experiencia de ritmos económicos de esta naturaleza y es lícito guardar algunas reservas sobre las perspectivas futuras… Por otra parte, a la exaltación de los nuevos gobernantes afroasiáticos Europa debe replicar con una cohesión que en el derecho público no se encuentra en otra figura adecuada que en la puramente federal. Contrariamente a lo que tantos imaginamos, la federación política, más que el techo, es el cimiento de la integración europea”.

¿Nos habremos equivocado al haber impulsado la marcha de Europa con las coordenadas de Hallstein? Claro que, súbitamente, crear una federación europea, ¿era algo posible? ¿No han allanado este camino precisamente los intentos de unión económica, algunos ciertamente culminados, pero no del modo que se desearía? ¿No tiene, pues, Europa ante sí, robando la expresión a Azorín, una interrogación formidable?

Economista. Catedrático de Economía Aplicada. Universidad Complutense de Madrid. De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.