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Quienes por razón de edad estamos en condiciones de recordar sucesos acaecidos entre los meses de agosto y octubre del año 1978, podemos apreciar hasta qué punto fue aquél un período singular en la historia tantas veces centenaria del pontificado romano. El «verano de los tres Papas» ha sido llamado con alguna inexactitud, ya que aquel tiempo se repartió entre el final del verano y el comienzo del otoño. El 6 de agosto murió en Castegandolfo Pablo VI, tras un pontificado que había durado más de quince años. El 26 de aquel mismo mes fue elegido Juan Pablo I, «el Papa de los treinta y tres días», fallecido el 28 de septiembre, tras uno de los pontificados más breves que se han conocido. El 16 de octubre, la elección de Karol Wojtyla abrió el tercer papado más largo de la historia de la Iglesia, tan sólo superado por los de san Pedro y Pío IX. Juan Pablo II falleció a las 21 horas y 37 minutos del sábado de la Semana de Pascua, 2 de abril de 2005.

No se trata aquí de esbozar una síntesis de la vida y el pontificado de Juan Pablo II. Tiempo habrá de prolongar hasta el final de su existencia terrena las valiosas biografías que ya se han escrito, sin aguardar a que llegase el fin de su gobierno pastoral. Mi intento va a ser mucho más modesto y se limitará en esta hora, dominada aún por la conmoción suscitada por su muerte, a destacar algunos rasgos relevantes de la personalidad del difunto Papa y de la huella que ha dejado su obra en la más reciente historia de la Iglesia.

Un primer punto sobre el que conviene llamar la atención es que Karol Wojtyla fue Papa sin haber sido antes papable. Su nombre nunca figuró en las quinielas previas a la elección pontificia. En la Iglesia del siglo XX ha habido ocasiones en qué, vistas las cosas con ojos humanos, la sucesión parecía bastante previsible, mientras que en otras no. En 1939, a la muerte de Pío XI, la figura del cardenal Pacelli, secretario de Estado, destacaba como probable sucesor y, efectivamente, Eugenio Pacelli fue elegido como el papa Pío XII. También en junio de 1963, a la muerte de Juan XXIII, el arzobispo de Milán, Juan Bautista Montini, tenía tal personalidad en el colegio cardenalicio, que no sorprendió que este «papable» fuera el nuevo papa Pablo VI. Otras veces, en cambio, ocurrió lo contrario. Juan XXIII «sorprendió» a los «vaticanistas» como sucesor de Pío XII e igual sucedió con Juan Pablo I a la muerte de Pablo VI, en agosto de 1978. Tras el inesperado fallecimiento de Juan Pablo I, en el cónclave del siguiente mes de octubre, la lista de candidatos parecía mucho más incierta y ningún «experto» se atrevió a incluir en ella el nombre de Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia. Es lógico que así fuera.

EL EMPEÑO ECUMÉNICO

Una  tradición ininterrumpida de más de cuatro siglos y medio, que se remontaba a la muerte de Adriano VI en 1523, demandaba que el Papa fuera italiano, natural de tierras de la península en que estaba enclavada la sede romana. Karol Wojtyla no era italiano, sino polaco, eslavo, y nunca un eslavo había ocupado la cátedra de Pedro. Polonia, su patria, formaba parte por entonces del bloque de Estados políticamente dependientes de la Unión Soviética, con un gobierno de inspiración comunista que restringía drásticamente la libertad religiosa y condicionaba sobremanera la vida de la Iglesia. Un papa no italiano sino extranjero —polaco—, procedente de un país del este de Europa, constituía una hipótesis tan inverosímil que escapaba a las cábalas de los más audaces «vaticanistas».

Juan Pablo II fue elegido obispo de Roma, se hizo romano y, como tal, ecuménico, universal. Así lo proclamaba ya solemnemente en noviembre de 1979, apenas cumplido un año de su elección, en Éfeso, visitando la casa que la tradición considera la morada terrena de la Virgen María,-en la época siguiente a la Ascensión  del Señor. «Queremos — dijo — asumir hoy un compromiso, a los pies de esta nuestra Madre común: nos comprometemos a llevar adelante con toda nuestra energía y en actitud de total disponibilidad a las sugerencias del Espíritu el camino hacia la plena unidad de todos los cristianos». La Iglesia — y en concreto la de Europa — no debía ser ni oriental ni occidental, porque había de respirar con sus dos pulmones, Oriente y Occidente. Pablo VI había proclamado un patrono para Europa y escogió a san Benito, el patriarca de los monjes de Occidente. Juan Pablo II, sin enmendar la plana a su antecesor, completó el grupo de patronos de Europa, otorgando el título de copatronos a dos santos más: los hermanos Cirilo y Metodio, venidos en el siglo IX desde Constantinopla a misionar los pueblos eslavos occidentales. La encíclica Ut omnes unum sint (25.V. 1995) ha de considerarse como un documento clave para comprender este anhelo ecuménico que ha constituido uno de los empeños fundamentales de su pontificado.

Es cierto que los esfuerzos de Juan Pablo II en pro de la unión de los cristianos chocaron con la oposición del patriarcado de Moscú, impidiendo la realización de uno de los mayores deseos del Papa: visitar Rusia y dar un paso más en el camino hacia la unidad de los que comparten una misma fe y unos mismos sacramentos. Pero no deben caer en olvido los avances que ya se han conseguido. Quienes fueron testigos de las exequias de Juan Pablo II recordarán los responsos entonados por los jerarcas de las Iglesias orientales, encabezados por el patriarca ecuménico de Constantinopla. Los encuentros religiosos de Asís tuvieron también su reflejo en la plaza de San Pedro donde se hallaban presentes delegaciones de las grandes religiones monoteístas descendientes de Abraham —judíos y musulmanes— y aún de otros credos religiosos. Las doscientas representaciones que asistieron a las exequias —entre ellas los tres últimos presidentes de Estados Unidos — dan idea del prestigio alcanzado por el pontificado en el largo gobierno de Juan Pablo II.

JUAN PABLO MAGNO

Juan Pablo II ha marcado una huella indeleble en un dilatado período de la Iglesia contemporánea. Maestro y apóstol son dos rasgos característicos de su personalidad. Como maestro, resulta impresionante el legado doctrinal que deja a la cristiandad de hoy. Un legado que aborda las cuestiones más diversas, planteadas en un tiempo, decisivo para la historia religiosa y moral del mundo. Catorce encíclicas y un centenar de cartas apostólicas son el exponente de una inmensa labor magisterial, ilustrando la fe de la Iglesia ante los problemas, muchos de ellos inéditos, que han agitado las sociedades de la tierra durante el último cuarto de siglo. El Papa ha sido el heraldo de la verdad, expuesta sin ambigüedades y con valentía, bogando siempre que ha sido preciso a contracorriente de la degradación de los valores fundamentales de la ley natural y evangélica.

Pero Juan Pablo II ha sido también el varón apostólico que ha llevado las «palabras de vida eterna» por toda la faz de la tierra. Así lo atestiguan más de cien viajes en los que ha buscado a los hombres de todas las lenguas y culturas, acercándose a ellos con su presencia y su palabra. Estos viajes de misión le pusieron en contacto con las realidades de la Iglesia actual, que han desbordado sus antiguas fronteras europeas, entrando profundamente en las dos Américas, y entre los pueblos de más reciente evangelización de Asia y África. Unos continentes que han de ser tierras de promisión para la Iglesia, tanto la de hoy como, con más razón, la de mañana.

Estas —más la contribución a la emancipación liberadora de los pueblos del este de Europa— son algunas de las razones que parecen justificar el apelativo de «Magno» que el cardenal Sodano, secretario de Estado, atribuyó a Juan Pablo II en la homilía de una misa celebrada a raíz de su muerte. Este término no fue bien comprendido por muchos comentaristas que lo interpretaron como una alusión a la fama —por otra parte innegable— dé la santidad personal del Papa difunto. Es conveniente aclarar, por razón de exactitud histórica, que no todos los papas santos han sido llamados «Magno» en dos milenios de vida de la Iglesia. No ha sido llamado Magno Pío X, el único papa canonizado en el siglo XX; ni Pío V, el impulsor de la Liga Santa, victoriosa en Lepanto; ni siquiera lo fue Gregorio VII, el defensor de los derechos de la Iglesia en la lucha de las Investiduras. León I y Gregorio I son los dos únicos papas «Magnos» que registra la Historia.

San León Magno (440 – 461) desempeñó un papel fundamental en la configuración doctrinal del primado romano. Su magisterio doctrinal, expuesto en la epístola dirigida al obispo Flaviano de Constantinopla, fue aclamado en el concilio ecuménico de Calcedonia (451) —« ¡Pedro ha hablado por boca de León! » — y sirvió de base a la definición dogmática de las dos naturalezas de Cristo, «perfecto Dios y perfecto hombre». En el plano político, León hizo frente a la terrible amenaza que representó para Europa la invasión de los hunos, y consiguió su retirada, tras entrevistarse personalmente con el rey Atila cerca de Mantua, en el norte de Italia.

Gregorio I (590- 604), siglo y medio más tarde, recibió el título de «Magno» por muchas razones: por su obra escrita entre la que nos ha dejado 850 cartas y tratados doctrinales tan notables como la «Regla Pastoral» o las Moralia; por su empuje evangelizador, que puso las bases de la Europa cristiana de la primera Edad Media. Gregorio, impulsor de la conversión de los longobardos, fue el amigo de san Leandro de Sevilla y contemporáneo de Recaredo, el primer rey visigodo-católico; y envió a Agustín de Canterbury a implantar el cristianismo en la Inglaterra sajona. En el propio campo de la liturgia, todavía recuerda su nombre el canto «gregoriano». Hasta ahora, en la historia del pontificado ha habido muchos papas santos, pero sólo dos han sido llamados Magnos. Juan Pablo II parece que va a ser el tercero.

EL CAMINO HACIA EL TERCER MILENIO

Juan Pablo II ha sido, tras muchos siglos de historia, el Papa que derramó su sangre por su condición de vicario de Cristo. Una misteriosa conjuración de las fuerzas del mal pretendió acabar con su vida al poco tiempo de elegido, y se valió de un instrumento seguramente incapaz de adivinar quién era el que había puesto en su mano el arma homicida. El pontífice tuvo siempre el convencimiento de que la santísima Virgen — la Virgen de Fátima, cuya fiesta se celebraba en aquel día— le salvó la vida. Y pudo cumplir así la predicción del cardenal Wyszynski, hecha a la hora de la elección: sería misión suya llevar a la Iglesia hasta el tercer milenio de la era cristiana.

A lo largo de este camino —ya se dijo— Juan Pablo II desplegó un incesante esfuerzo para extender la Iglesia católica por nuevas tierras. Y luchó a la vez con denuedo en pro de la salvaguardia de la naturaleza del mundo y de la humanidad que lo puebla. El mantenimiento de la paz fue en él una actitud sostenida con serena fortaleza, incluso, frente a los mayores poderes temporales del momento. Hay que recordar igualmente la preocupación por el hombre y su dignidad, y ¿qué decir de su defensa de la vida, amenazada especialmente en los momentos inicial y terminal de la existencia?, ¿y su magisterio sobre la familia y el matrimonio frente a la «epidemia» del divorcio, extendida por todo el primer mundo?

«Ahogar el mal en abundancia de bien» es el mandato que se desprende de la última obra del difunto Papa, Memoria e identidad. Es su legado doctrinal ante una ofensiva laicista de raíces ilustradas, empeñada en borrar a Dios y a su Ley del horizonte de la existencia del hombre, condenado a la más estricta temporalidad sin posibilidad de acceso a la Verdad y sin otra regla de conducta que el relativismo moral. En la hora que vivimos, el ímpetu de esta corriente antidivina es tan violento que hizo preguntarse a Juan Pablo II, en el mencionado libro, «si no estamos ante otra forma de totalitarismo falsamente encubierto bajo las apariencias de la democracia».

Juan Pablo II preparó el advenimiento del tercer milenio con la dedicación de los años que lo precedieron a cada una de las Personas divinas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El 6 de enero de 2001, al clausurar el jubileo del Año Santo, publicó la carta apostólica Novo millenniineunte, exponiendo un programa pastoral para el milenio recién nacido, que evidentemente no ha podido realizar y que habrá de constituir una directriz fundamental para la Iglesia del futuro. El «testamento» del Papa, publicado a raíz de su fallecimiento, parecía insinuar que al culminar aquel Año Santo inicial del siglo XXI el pontífice pensó que había cumplido su misión y podía entonar el Nunc dimittis, el cántico del anciano Simeón en el templo, estrechando entre sus brazos a Jesús niño: «Ahora, Señor, puedes dejar en paz a tu siervo según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación» (Le II, 29). Pero a Juan Pablo II le quedaba todavía por escribir el último capítulo de su vida.

SANTO SÚBITO!

Ha sido el capítulo de la vejez y la enfermedad. Juan Pablo II ha culminado la epopeya de su vida convertido en un anciano, viva efigie del sufrimiento y el dolor. Estos últimos fueron los años en que el pontífice ha sido el vicario de Cristo Crucificado, que llevaba sobre sus hombros la cruz de la Iglesia y de la humanidad y no renunció a ella —al ministerio pastoral— hasta el fin de su existencia en la tierra, contra lo que le aconsejaban ciertas voces, movidas por la compasión o el criticismo. Durante las semanas finales de su vida, el Papa, incapaz de valerse por sí mismo y perdida incluso la voz, ha estado junto a sus hijos, sin poder hacer otra cosa que bendecirles, desde la ventana abierta de la plaza de San Pedro. En estos días ha brillado como nunca la santidad de Juan Pablo II. Y ha muerto rodeado por la veneración universal, y muy particularmente, por el amor de la juventud, atraída por el «buen aroma de Cristo» que se desprende de su vida. «En el dolor que aparecía en el rostro del Santo Padre — ha dicho Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la celebración eucarística por el inicio de su ministerio petrino—hemos contemplado el misterio de la Pasión de Cristo». Esto tal vez explique la conmoción universal que ha causado su fallecimiento y aquel clamor de «santo súbito!» — ¡santo ya! —, que acompañó a sus exequias en la plaza de San Pedro.

Catedrático emérito de Historia del Derecho, Universidad de Zaragoza