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I


Casi a diario, de modo vertiginoso, nos llegan noticias asombrosas que provienen del mundo de la ciencia y de la investigación. Precisamente son esas llamadas «ciencias de la vida» las que nos asombran, al mostrarnos ciertos ámbitos de la naturaleza en los que somos capaces de ganar terreno. Hacía mucho tiempo que los avances en Biología y Medicina no nos impresionaban tanto como hoy en día.


Enfermedades que hasta ahora considerábamos invencibles, hoy nos parecen curables. Puede que podamos corregir los defectos genéticos. Nuevos tipos de plantas saciarán el hambre de regiones enteras del mundo.


Hoy los sueños de la humanidad parecen hacerse realidad. Nos convertimos en coprotagonistas de la evolución.


Al mismo tiempo, sin embargo, afloran los temores.


Vivimos, efectivamente, un auténtico contrasentido: por un lado, escuchamos que dentro de poco se clonará al primer ser humano; pero, por otro, no somos capaces de controlar una epidemia animal que se conoce desde hace siglos.


Escuchamos también que en el futuro será posible determinar por anticipado las características del ser humano, pero al mismo tiempo somos incapaces de evitar que nuevas enfermedades se extiendan.


Algunos se preguntan, inquietos: ¿es que nos estamos convirtiendo en aprendices de brujo que ponen en marcha procesos cuyas consecuencias no podemos abarcar ni dominar?


Los nuevos conocimientos científicos y posibilidades tecnológicas nos sitúan ante cuestiones fundamentales:


– ¿Cómo utilizaremos la naturaleza?
– ¿Qué haremos con el género humano?
– ¿Qué significa el progreso en nuestros días?


 


Pero también se plantean cuestiones puramente prácticas:
– ¿Se establecen los auténticos puntos esenciales en la investigación y la ciencia, o nos dejamos llevar por determinadas modas?
– ¿Nos guiamos sólo por los caprichos de unos pocos?
– ¿Desatendemos, al actuar así, campos de investigación de los que depende la supervivencia de muchos hombres?


En este marco, plantea la ciencia cuestiones que nos afectan a todos. Cuestiones que debe debatir la sociedad en su conjunto y que a continuación deben ser objeto de decisiones políticas en el Parlamento. Precisamente son los científicos, los investigadores y los ingenieros los que reclaman un marco de actuación definido. Les debemos mucho de lo que habitualmente denominamos calidad de vida. Trabajan en infinidad de campos para mejorar nuestras condiciones de vida, incluyendo parcelas donde no están en juego hallazgos espectaculares.


itbpupaeh1.jpgTodos nosotros vivimos de la curiosidad de las investigadoras y los investigadores, de su trabajo tenaz, de la pasión que ponen en todo ello. Sus logros merecen un gran reconocimiento y un amplio respaldo. Por eso quiero animar desde aquí especialmente a los jóvenes a dedicarse a la ciencia y la investigación.


Hoy, con mi aportación, quisiera contribuir a que en todos nuestros debates tengamos presente lo que llamo «escala humana». Para ello quiero dirigir la atención hacia un ámbito de nuevas posibilidades en el que, como en ningún otro lugar, se han producido cambios radicales: la actuación sobre la vida humana.


II


Hablar de «escala» significa hablar de límites. Pues sin límites, sin delimitaciones, no hay escala posible.


¿Pero no es una contradicción hablar de progreso al mismo tiempo que de límites? «Pensar es rebasar» -así rezaba el lema Ernst Bloch, el gran filósofo alemán de la – Sí: pensar -investigar, conocer, descubrir- significa rebasar.


Pero también sabemos otra cosa: toda acción para rebasar los límites nos sitúa ante nuevos límites: los límites del conocimiento, los límites de la capacidad humana, los límites de nuestras responsabilidades. Para ello necesitamos medidas o escalas que nos ayuden a distinguir qué actuaciones son lícitas y cuáles no. Tenemos que plantearnos una cuestión que -sólo en apariencia- resulta simple: ¿qué es bueno para el ser humano?


Pero ¿cómo se mide, pues, lo hecho a escala del ser humano? ¿En qué consiste lo «humano» de la «medida humana»? ¿No es precisamente «lo humano» una categoría muy ambigua? Sófocles, en su drama Antígona, escrito hace casi 2500 años, menciona los grandes logros y descubrimientos de la humanidad. Y resume su asombro en este verso: «Muchas cosas hay misteriosas, pero ninguna tan misteriosa como el hombre ».


Hoy, como Sófocles entonces, volvemos a asombrarnos de los prodigiosos logros de los que nosotros, los hombres, somos capaces -y ante los que a veces nos detenemos temerosos-.


III


Las respuestas a la pregunta «¿Qué es bueno para el ser humano?» no las encontramos ni en la naturaleza ni en nuestras posibilidades técnicas. Sólo podemos hallarlas si formulamos principios éticos para nuestra vida personal y para la convivencia en sociedad, que respetemos y vivamos en primera persona. Independientemente de lo que hagamos o dejemos de hacer, tomamos siempre decisiones evaluadoras -sea deliberada o irreflexivamente, consciente o inconscientemente-.


Aunque hablemos de las nuevas posibilidades que ofrecen las «ciencias de la vida», no se trata ante todo de cuestiones científicas o técnicas. Por encima de todo se trata de decisiones evaluadoras. Tenemos que saber qué imagen tenemos del ser humano y cómo queremos vivir.


Formular principios éticos implica ponerse de acuerdo respecto de las medidas y los límites.


Desde luego, siempre es muy fácil rechazar las uvas que cuelgan, inalcanzables, en lo alto. Lo difícil es fijar y aceptar límites donde sería posible transgredirlos. Respetarlos aunque incluso haya que renunciar a determinadas ventajas. Pero creo que es justamente eso lo que tenemos que hacer.


Creo que hay cosas que no debemos hacer, por muchas ventajas que, efectiva o supuestamente, nos reporten. Los tabúes no son reliquias propias de sociedades premodernas, no son signos de irracionalidad. En efecto, reconocer un tabú puede ser el resultado de un modo de pensar y actuar ilustrados.


IV


En el debate sobre las posibilidades de las ciencias de la vida juegan un enorme papel las esperanzas.


Lo que mucha gente espera de los avances de la biotecnología y la ingeniería genética es, ante todo, la curación de las más graves enfermedades. El sufrimiento de algunos es tan grande que, tanto ellos como sus parientes, anhelan posibilidades de curación y modos de atenuarlo.


La mayoría de nosotros conoce enfermos a los que, hoy por hoy, nuestras médicas y médicos no pueden ayudar, o al menos, no de modo suficiente. ¿Quién no comprende que se aferren a cualquier avance que les prometa ayuda?


Afortunadamente se investigan y se trabajan en todo el mundo fármacos y tratamientos que ayuden a los enfermos. Así sucede también -y con buenas perspectivas- con aquellos métodos de la biotecnología y de la ingeniería genética que no tienen por qué dar a nadie problemas de conciencia. Estas investigaciones merecen todo nuestro aliento y apoyo.


Existen, en efecto, grandes tareas: basta con pensar en algunas enfermedades presentes a diario en nuestro mundo: diabetes, cáncer, esclerosis múltiple, Parkinson, Alzheimer. Pero no debemos olvidar que, en otras partes del mundo, cientos de millones de seres humanos tienen que luchar todavía con otro tipo de enfermedades. No pienso sólo en el SIDA, que para gran parte del continente africano sigue siendo una amenaza incomparablemente mayor que para nosotros; pienso en la malaria, en la hepatitis o en las enfermedades parasitarias que padece casi la mitad de la población mundial.


A veces bastan unos pocos medios para ayudar de forma eficaz a un gran número de personas aquejadas de estas enfermedades. Si realizamos un esfuerzo extra en ciencia y en investigación, podemos conseguir un beneficio extraordinario para millones de seres humanos en todo el mundo.


Abrigo el firme convencimiento de que podemos hacer muchísimo bien sin necesidad de que la investigación y la ciencia se adentren en terrenos delicados desde el punto de vista ético. Hay mucho sitio a este lado del Rubicón.


V


Algunas de las promesas que escucho en relación con las formidables posibilidades de las ciencias de la vida me recuerdan la euforia que se desató entre muchos en los años cincuenta y sesenta. Lo que entonces estaba en juego era el uso pacífico de la energía nuclear, que yo mismo entendí durante años como el camino correcto.


Por entonces soñaban muchos -no sólo entre los científicos- con una energía inagotable a precios incomparablemente baratos.


La energía nuclear pareció hacer posible cualquier cosa: los desiertos se volverían fértiles, se inventarían nuevos sistemas de propulsión para los vehículos, e incluso se facilitarían las voladuras en la construcción de carreteras. Hoy la mayor parte de la gente se sorprende ante tanta ingenuidad y ante esa fe ciega en el progreso.


Cuando el Parlamento alemán votó la ley sobre el uso pacífico de la energía nuclear, el 3 de diciembre de 1959, sólo se abstuvo un diputado -un físico, por cierto-. Todos los otros votaron a favor. El uso de la energía nuclear se consideraba lo más natural del mundo. Apenas se reflexionó sobre el carácter explosivo de muchos problemas, como por ejemplo la eliminación de los residuos radiactivos, y muchos otros ni siquiera se imaginaron. Esto debería volvernos un poco más escépticos ante esos paraísos terrenales que parecen prometernos las nuevas tecnologías. Quizás Ernst Bloch pensara en tales situaciones al invertir una célebre frase de Holderlin, a modo de aviso: «Pero donde acecha la salvación, anida también el peligro».


VI


itbpupaeh2.jpgHay una novedad cualitativa en lo que está ocurriendo, o en lo que puede ocurrir, en el ámbito de la biotecnología y la medicina de la reproducción: ya no se trata únicamente de oportunidades y riesgos tecnológicos para el hombre y el medio ambiente. Por primera vez la humanidad parece capaz de alterar al ser humano en cuanto tal. Es más, parece capaz de rediseñarlo genéticamente.


En vista de la dimensión moral que tienen estas cuestiones, nadie se sorprenderá de que las Iglesias estén especialmente comprometidas en este punto. Pero sería un error creer que se trata de una mera moral eclesiástica de ocasión.


Es obvio que no hace falta ser cristiano practicante para saber y percibir que determinadas posibilidades y proyectos de la biotecnología y la ingeniería genética contravienen valores fundamentales de la vida humana. Unos valores que -no sólo aquí en Europa- se han ido desarrollando a lo largo de una historia milenaria. Y estos valores también constituyen la base de esa sobria frase del comienzo de nuestra Ley Fundamental, que se antepone a todo lo demás: «La dignidad humana es inviolable».


Nadie cuestiona expresamente estos valores. Pero tampoco podemos permitirnos renunciar, inconsciente o tácitamente, a convicciones éticas o declararlas mero asunto privado.


Tenemos que tener claro qué consecuencias tendría poner en cuestión, como fundamento de toda acción de Estado, ese canon de valores que hemos desarrollado a lo largo de la historia, ¿No seríamos entonces cautivos de una concepción del progreso que toma como medida al ser humano perfecto? ¿No elevaríamos así la selección y la competencia desenfrenada a principio vital supremo?


Nos hallaríamos ante un mundo totalmente diferente, un mundo nuevo, pero no un mundo bello.


Tengo la impresión de que este tipo de concepciones ya se ha extendido bastante. Así lo revelan algunos argumentos que se suelen oír en el debate sobre la ingeniería genética. La optimización para lograr la máxima fuerza y calidad pasa a ser una idea sobreentendida. ¿No se convierte así el propio cuerpo humano en mercancía y objeto de cálculo económico?


Por supuesto que los argumentos económicos ocupan un lugar legítimo en el debate sobre la utilización del progreso médico. Y naturalmente también es un deber éticamente fundado procurar el empleo y unas condiciones de vida seguras. Esto requiere espíritu emprendedor, requiere afán de éxito económico, requiere logros en política. La participación de todos en el progreso y el bienestar es un imperativo de la justicia.


Pero lo decisivo es la jerarquía y ponderación de los argumentos. Evidentemente estamos de acuerdo en que, lo que es éticamente insostenible, no puede admitirse por el hecho de augurar provecho económico.


Los argumentos económicos no cuentan cuando se ve afectada la dignidad humana. Pero a la seriedad y a la integridad les pertenece también que no se haga mal uso de los argumentos éticos para imponer otros intereses.


VII


Una de las dificultades del debate que debemos mantener estriba en que los procesos científicos y tecnológicos se desarrollan a enorme velocidad. Hoy por hoy apenas somos capaces ya de calibrar críticamente las oportunidades y riesgos que entrañan. La aceleración y la presión del tiempo son, sin embargo, coacciones fácticas autoimpuestas a las que no debemos entregarnos. La reflexión ética no debe degenerar en mera tapadera para decisiones adoptadas de antemano.


Para poder recapacitar, hay que disponer de tiempo entre el descubrimiento y la aplicación, hay que poder calibrar las posibles consecuencias antes de que se produzcan. El hecho de que, por ejemplo, los medicamentos no se pongan en circulación hasta pasado un tiempo prudencial, y tras un cuidadoso examen, tiene sus buenas razones. ¿A dónde iríamos a parar si sólo pudiéramos reflexionar sobre cambios trascendentales una vez que se hubieran producido?


VIII


En nuestro país no está permitido experimentar con embriones. Así lo decidieron los diputados del Parlamento federal alemán en 1990 a partir de las más diversas convicciones. Establecieron que, a efectos de protección legal de la dignidad de la vida humana, ésta comienza con la fecundación del óvulo.


Quien no comparta esta apreciación sobre el momento en que comienza la vida humana, debe responder a la pregunta: ¿a partir de qué otro momento debería protegerse absolutamente la vida humana? ¿Y por qué precisamente a partir de ese otro momento posterior?


¿No sería arbitraria cualquier otra delimitación, no quedaría expuesta a ulteriores rectificaciones? ¿No existiría el riesgo de que otros intereses terminaran prevaleciendo sobre la protección de la vida? Parece que no todo el mundo tiene claro lo que esto significa más allá de este debate puntual. Significaría que la responsabilidad ética se iría adaptando permanentemente a las posibilidades tecnológicas. Por elevados que sean, los objetivos de la investigación médica no pueden determinar el momento a partir del cual debe protegerse la vida humana.


IX


Algunos exigen que en Alemania también se autorice el diagnóstico preimplantatorio (PID). Se trata de la siguiente cuestión: ¿debe examinarse, en un proceso de fecundación artificial, la existencia de daños genéticos en el embrión antes de implantarlo en el cuerpo de una mujer? ¿Está permitido eliminar o aprovechar el embrión si se constatan esos daños?


Este procedimiento -afirman sus valedores- debe aplicarse únicamente en pocos casos, es decir: en parejas con graves enfermedades hereditarias. Incluso a juicio de sus defensores se trata de un método que resulta tan problemático que sólo debe aplicarse en raras ocasiones -aunque de hecho podría aplicarse en miles de casos-.


Pero debemos preguntarnos:


¿Se respetaría tal restricción una vez que, en principio, se ha autorizado? ¿No va esto en contra de toda experiencia de la vida? ¿No habrá, pues, que comprender los temores de quienes creen que esta nueva modalidad de diagnóstico abre o tiene por objeto abrir la puerta a objetivos muy diferentes? Se alega que el diagnóstico preimplantatorio no se puede prohibir ya, por el mero hecho de que en nuestro país se practican cada año miles de abortos que no son objeto de sanción penal. Este argumento pasa por alto que se trata de dos hechos completamente distintos.


Recordemos el difícil debate sobre el párrafo 218: una amplia mayoría de los diputados del Parlamento alemán estaba convencida de que la vida del niño no puede protegerse contra la voluntad de la madre y de que el asesoramiento y la asistencia práctica protegen la vida más eficazmente que la amenaza de sanción penal. Por eso el párrafo 218 no castiga el aborto, bajo determinadas condiciones.


Éste no es un argumento en favor del diagnóstico preimplantatorio, por cuanto se centra en la situación de conflicto durante el embarazo, que es algo muy distinto. El párrafo en cuestión no justifica una praxis que abre de par en par las puertas a la selección biológica, a una procreación a prueba.


X


Los hijos son un regalo. Sé qué amargo les resulta a muchos no poder tener hijos. Si existe la posibilidad de concebir hijos artificialmente o de testar los genes de un embrión, ¿no surge con facilidad la actitud de que todas las mujeres y todos los hombres que quieran tener hijos propios tengan también derecho a tenerlos, e incluso el derecho a tenerlos sanos? Ahí, donde pueden cumplirse -o parece que pueden cumplirse- deseos anteriormente irrealizables, surge en seguida una apariencia de derecho. Pero sabemos que tal derecho no existe. No podemos confundir los deseos y anhelos, por comprensibles que éstos sean, con derechos. No existe un derecho a tener hijos. Lo que sí que existe es el derecho de los hijos al amparo y amor de sus padres -y sobre todo el derecho de venir al mundo y de ser amados por su propia razón de ser, por sí mismos-.


XI


La autonomía, la autodeterminación y la responsabilidad de cada individuo se cuentan, como muy tarde desde la Ilustración, entre las grandes conquistas de nuestra civilización.


La libertad de elección de cada cual tiene tal importancia que no debe hacernos perder de vista que también la autodeterminación va unida a unos requisitos y tiene límites.


Y deberíamos considerar otro factor: no toda posibilidad adicional de elegir significa automáticamente un mayor grado de libertad. Esto vale lo mismo para los avances médicos. Lo que tiene apariencia de libre autodeterminación puede convertirse en imperativo fáctico.


Esto es particularmente claro si pensamos en lo que podrían significar las modernas posibilidades de diagnóstico a la hora de ocuparnos de las discapacidades. ¿No se planteará en el futuro cada vez más la cuestión de si habría sido necesario traer al mundo a un niño discapacitado? Hoy nadie está ya obligado a hacer algo semejante. ¿Llegarán a ser así las discapacidades algo reprochable? ¿Llegarán a considerarse nocivas para la sociedad?


XII


Un caso muy reciente ejemplifica bien cómo una aparente autodeterminación puede generar nuevas coerciones. En los Países Bajos se acaba de aprobar una Ley que permite la eutanasia activa. Las encuestas indican que también en nuestro país está muy extendida una actitud favorable a una normativa de este tipo. También en este debate se esgrime como principal argumento la autodeterminación del ser humano, su autonomía.


Cuando de lo que se trata es del final de la propia vida, este argumento parece, a simple vista, especialmente convincente. Pero ¡no es válido lo que ha expresado recientemente un médico en los siguientes términos?: «Cuando el seguir viviendo se reduce sólo a una entre dos opciones legales, todo aquel que imponga a otros la carga de su supervivencia estará obligado a rendir cuentas, a justificarse». Aquello que parece consolidar la autodeterminación del ser humano puede convertirle realmente en objeto de coacción.


Contra ello se arguye que la posibilidad de que algo traiga consigo consecuencias graves no deseadas o dé lugar a desviaciones no es razón suficiente para prohibirlo. Se insiste en que las irregularidades pueden evitarse con ayuda de las correspondientes normas legales.


Ahora bien, ¿no hay motivos sobrados para desechar la esperanza de que puedan llegar a atajarse las irregularidades o, peor aún, los abusos? No nos hallamos ante una cuestión académica. En los Países Bajos los adversarios de la nueva Ley se remiten a un estudio oficial promovido por el Estado. Según el resultado de dicho estudio, durante la llamada fase de prueba previa a la implantación legal de la eutanasia activa se registraban anualmente mil casos en los cuales se realizaron -y cito textualmente- «actos de terminación de la vida sin el deseo expreso» de la persona fallecida. También esto hay que tenerlo presente a la hora de hablar de eutanasia activa.


XIII


itbpupaeh3.jpgSi no me equivoco, la razón de que haya tantas personas a favor de la eutanasia activa es el gran temor de no poder soportar el sufrimiento y el dolor al final de sus vidas. Tienen miedo a quedar abandonados o a ser una carga para otros. Tienen miedo a no poder soportar el dolor y a consumirse perdiendo la dignidad.


Entiendo bien ese temor. También lo tengo yo. Pero la eutanasia activa no es la única respuesta posible a esta comprensible desesperación. Sí, tenemos que enfrentamos de otra manera al morir y a la muerte. Tenemos que volver a aprender que existen muchas posibilidades de asistir a los moribundos, de consolarles y ayudarles. A menudo, lo más importante es no dejarlos solos. En muchos casos, la ayuda médica más eficaz es una buena terapia contra el dolor. Me ha impresionado de modo profundo lo que recientemente ha dicho a este propósito uno de los pioneros de la terapia contra el dolor en Alemania, el profesor Eberhard Klaschik, en una entrevista: «Hace casi veinte años que atiendo a pacientes incurables. Muchos de los que vienen a nosotros nos dicen: así ya no puedo vivir, así ya no quiero vivir, el dolor es demasiado insoportable […] A todos estos pacientes les hemos podido ayudar».


Muchos médicos confirman esta experiencia. Si es así, la discusión sobre la eutanasia activa no es el marco correcto de discusión. Podemos y tenemos que hacer mucho más de lo que hemos hecho hasta ahora por la difusión de la terapia contra el dolor. Es un campo que ha estado imperdonablemente abandonado durante mucho tiempo. Yo quisiera que Alemania desempeñe lo antes posible un papel ejemplar en la investigación del dolor y de la terapia del dolor. Esta vía es, en verdad, profundamente humana y redunda en el interés de todos nosotros.


El ejemplo de los Países Bajos o también de Gran Bretaña y otros países muestra que en estos momentos existe en todas partes un intenso y muy serio debate sobre la forma de enfrentarnos a la vida y a las posibilidades que ofrecen los progresos de la medicina. En parte los antiguos principios vigentes están experimentando profundas transformaciones. Nadie toma decisiones a la ligera.


Me parecería bueno que, a medida que avance el proceso de la convergencia europea y vayamos asegurando nuestros valores comunes, también mantengamos un intercambio de pareceres más intenso sobre estas cuestiones.


XIV


Eugenesia, eutanasia y selección: estos conceptos despiertan en Alemania espantosos recuerdos. Con razón provocan un rechazo visceral. A pesar de ello, me parece absolutamente equivocado y falaz el argumento de que a los alemanes no nos es lícito abordar determinados temas, a causa de nuestra historia. Si consideramos algo inmoral y contrario a la ética, es precisamente porque es contrario a la ética e inmoral siempre y en todo lugar. En las cuestiones éticas fundamentales no existe una geografía de lo lícito o lo ilícito.


Lo cierto es que la experiencia que vivimos con el nacionalsocialismo y, en particular, con la investigación y la ciencia en el Tercer Reich, tiene que desempeñar un papel importante a la hora de formarse un juicio ético, y no sólo aquí, en nuestro país. Nosotros no andamos recordándolo porque queramos ser más morales que los demás. No, no se trata de una moral alemana distintiva.


Nadie debe olvidar lo que entonces ocurrió también en el ámbito de la ciencia y la investigación. Algunos procesos que ya habían comenzado antes de 1933 y que también existían en otros países pudieron proseguirse durante el nacionalsocialismo sin ninguna cortapisa. Los científicos trabajaron sin freno, únicamente al servicio de sus objetivos, sin escrúpulos morales.


Siempre suelo recordar que la historia nos ayuda -no sólo a los alemanes- a comprender lo que ocurre cuando se trastornan las medidas; cuando el ser humano deja de ser sujeto y es convertido en objeto. Empezar a instrumentalizar la vida humana, empezar a distinguir entre lo que tiene valor vital y lo que no lo tiene, es abocarse al desastre. El recuerdo entraña una exhortación permanente: nada debe situarse por encima de la dignidad del individuo. Su derecho a la libertad, a la autodeterminación y al respeto de su dignidad humana no debe inmolarse a ningún fin. Una ética basada en estos principios no sale, evidentemente, gratis. Actuar conforme a unos principios éticos tiene su precio.


XV


Como lo que tratamos aquí son cuestiones existenciales en el auténtico sentido de la palabra, debe ser especialmente válida la siguiente norma: si tenemos dudas fundadas acerca de si es lícito o no hacer algo técnicamente factible, debe quedar prohibido en tanto no se hayan disipado todas las dudas fundadas.


Conozco la frase: «Los demás también lo hacen.» Pero, de entrada, a nuestros propios hijos siempre les decimos que tienen que hacer lo que está bien, sin importar lo que hagan los demás. Y tampoco aceptamos este argumento al hablar del trabajo infantil, la esclavitud o la pena de muerte. Lo mismo vale para otro argumento similar: «Si no lo hacemos nosotros acabarán haciéndolo otros». Este argumento refleja una capitulación ética. Eso sí, parece especialmente plausible cuando se le da una connotación económica: si no hacemos tal o cual cosa lo harán otros -y se colocarán a la vanguardia del progreso, gozarán de ventajas comparativas, nos expulsarán del mercado-.


Según este argumento también tendríamos, por ejemplo, que lanzarnos a exportar armas sin restricción alguna. Pero no lo hacemos; con razón -y a fin de cuentas no nos perjudicamos-.


Repito: los intereses económicos son legítimos e importantes. Pero no se pueden contrapesar con la dignidad humana y la protección de la vida. Quien renuncia a proteger la vida en su inicio no tardará en poder hacer valer lo mismo en su final. Entonces quizás se pregunte: ¿podemos permitirnos el elevado gasto asistencial al final de la vida? ¿No sería más razonable desde el punto de vista económico que los ancianos y los enfermos dieran a tiempo su consentimiento para aplicarles la eutanasia activa? Sé perfectamente que nadie hace semejantes propuestas. Pero todos nosotros también sabemos que las mejores intenciones a veces no pueden evitar que ocurra lo que al principio nadie quería. Y también sé que en estos momentos hay gente mayor que ya se siente acosada por tales preguntas.


XVI


Los avances de las ciencias de la vida afortunadamente también alimentan la fundada esperanza de poder mejorar muchas cosas. Todos deseamos que las enfermedades puedan investigarse de forma cada vez más exacta y tratarse de forma cada vez más eficaz. La ingeniería genética y la investigación del genoma juegan un importante papel a este propósito.


Sí, confío en que muchas cosas irán a mejor. Pero no creamos a los falsos profetas que afirman que todo irá bien.


Contra toda promesa de salvación y contra todo sentimiento de impotencia yo afirmo: el progreso a medida humana es un progreso consciente de su valor y sus valores. Lo contrario de un progreso sin límites no es ni el estancamiento ni el retroceso. Quien se opone a un progreso a cualquier precio no es un enemigo del progreso.


En aras de nuestra libertad tenemos que plantearnos la siguiente pregunta: ¿qué hay de bueno entre tantas nuevas posibilidades? ¿Qué tenemos que intentar a toda costa? ¿Qué no debemos hacer bajo ningún concepto?


Al enfrentarnos a estas preguntas tenemos que guiarnos por el respeto de la vida desde su mismo inicio. La dignidad humana no es susceptible de contrapesarse con ningún otro valor.


La vida nos recuerda una y otra vez que los seres humanos -por fabuloso que sea el progreso- somos mortales.


Si representamos las posibilidades de que disponemos como si fueran infinitas no hacemos sino desbordarnos a nosotros mismos. Así se pierde la medida humana.


XVII


Las cuestiones relacionadas con la vida y la muerte nos afectan a todos. Por eso no pueden dejarse únicamente en manos de los expertos. No podemos delegar nuestras respuestas: ni en la ciencia ni en comisiones ni en consejos. Claro que pueden ayudarnos pero las respuestas tenemos que darlas nosotros. Tenemos que debatir estas cuestiones y decidir juntos. Se trata de decisiones políticas. Pretender ceder a la ciencia las decisiones sobre lo que debe hacerse es confundir los cometidos de la ciencia y de la política en un Estado democrático de Derecho. Necesitamos un debate público a ciencia y paciencia, que no obvie absolutamente nada: ni las intenciones ni las finalidades, ni las esperanzas ni los temores que se asocian a las nuevas posibilidades. Necesitamos ilustración en el mejor sentido de la palabra. La ilustración se dirige tanto contra los miedos irracionales y las visiones apocalípticas como contra las puras fantasías de omnipotencia tecnológica. Tenemos que convenir dentro de un proceso de diálogo permanente el derrotero que debe tomar el progreso. Tenemos que definir dentro de un proceso de decisión permanente qué límites estamos dispuestos a traspasar y qué límites queremos aceptar. Una y otra vez tenemos que ponderar y decidir qué posibilidades nos ofrecen realmente un mayor espacio de libertad y qué posibilidades nos someterían meramente a nuevas coerciones o incluso supondrían una intromisión en la vida ajena. El futuro está abierto. No es un sino inexorable. No se nos viene encima. Podemos modelarlo, con lo que hagamos o dejemos de hacer. Tenemos muchas posibilidades, posibilidades formidables. Aprovechémoslas para un progreso y una vida a medida humana.