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El ruido ambiental, que ensordece nuestra vida política, está impidiendo el desarrollo de debates serenos, con amplitud y profundidad, sobre asuntos de máximo calado, en los que, sencillamente, está en juego el futuro de nuestras sociedades y, en este caso, el futuro de la humanidad misma. La Ley de Técnicas de Reproducción Asistida es un claro ejemplo de esta anomalía que caracteriza al momento histórico en que vive la sociedad española.

Porque lo que está sucediendo es que la «agenda» de José Luis Rodríguez Zapatero, que responde a lo que certeramente se ha llamado «ideología invisible», y que es una ideología radical, que resulta urgente desenmascarar, se va abriendo camino paso a paso de modo inexorable. La llamada «democracia deliberativa» se ha convertido en una farsa. La sociedad, desarmada, perpleja y en parte inquieta, asiste a la vorágine de los cambios sin percibir a dónde nos conducen, porque «todavía» no nos afectan personalmente y podemos sobrevivir en nuestras confortables conchas. La sociedad de la abundancia tiene esta aparente ventaja.

La Ley de Reproducción Asistida —que acaba de culminar su tramitación parlamentaria en el Congreso— participa de todos los ingredientes de la «agenda» de Zapatero: es una ley que utiliza el lenguaje como trampa, como trampa adormecedora; y es una ley que traspasa barreras éticas de enorme trascendencia, al abrigo de motivaciones «blandas», que pueden ser compasivas, falsamente altruistas o cómodamente egoístas (el «buenismo» como coartada).

En efecto, la ley es, en primer lugar, tramposa en el lenguaje. Se presenta como una ley cuyo objetivo es regular las técnicas para resolver los problemas de la esterilidad de las parejas aquejadas de esta patología y posibilitar que puedan procrear. Pero, si se analiza con atención, ésta no es la verdadera finalidad de la ley. Para tal objetivo no era necesaria ninguna norma legal nueva. La reciente ley de 2003 establecía un marco jurídico idóneo para tal fin y resolvía algunos problemas que la primera ley en esta materia, la ley de 1988, había generado.

La ley del 2003 había depurado, en efecto, conforme a los avances científicos experimentados en los últimos lustros, las técnicas de reproducción asistida, estableciendo criterios más sólidos en defensa de la salud de la madre y para evitar la generación de embriones sobrantes. Es ésta una preocupación a la que han respondido las legislaciones más responsables europeas de los últimos años (Alemania, Austria, Italia, Suecia, Finlandia), que han establecido drásticas limitaciones en la producción de embriones sobrantes. Nuestra legislación, por lo tanto, estaba en una situación equiparable a la de una buena parte de los países europeos y obedecía a una tendencia orientada a limitar al máximo de lo posible la producción de embriones sobrantes, también para evitar partos múltiples en beneficio de la salud de la madre y de los hijos.

La nueva ley española va en la dirección contraria. No sólo no establece límites para generar embriones sobrantes, sino que está hecha para que, al amparo de las técnicas de reproducción asistida, no haya barreras para que el embrión humano sea objeto de investigación y manipulación. Es una ley que permite la comercialización, el uso industrial e incluso el uso cosmético de los embriones. En suma, el objeto prioritario de la ley deja de ser el reproductivo para pasar a ser el de la apertura a la investigación y manipulación de embriones humanos.

La ley utiliza, si bien no por primera vez, el engañoso término de «preembrión» (así llama al embrión hasta los catorce días de su fecundación), que puede tener, para algunos, efectos tranquilizantes. Definido así, el embrión humano, en esta fase incipiente de su desarrollo, queda desprovisto de cualquier protección jurídica. Pero el lenguaje no resuelve, desde luego, los problemas conceptuales y éticos, si de vida humana estamos hablando. ¿A qué se debe la frontera de los catorce días? La pregunta no es impertinente; resulta incluso ingenua. Nadie ha podido dar razones convincentes para justificar esta distinción arbitraria. De modo que ese plazo puede perfectamente modificarse por otra decisión tan arbitraria como la del legislador del año 2006. Pero lo que tenemos que tener muy claro es que el «preembrión» en sus catorce primeros días de vida no es simplemente un grupo de células o de tejido como otro cualquiera sino que tiene toda la capacidad de convertirse en un ser humano completo y, por lo tanto, goza de todas las características del ser humano, incluida su dignidad. Las implicaciones éticas del paso que da la ley, al desproteger radicalmente al «preembrión» humano, son de una enorme envergadura.

Esta decisión, por otra parte, se adopta en medio de un amplio debate científico, que no se puede soslayar. A este respecto, la ley también es engañosa. Porque toda su justificación es presentar la investigación de células madre embrionarias como absolutamente imprescindible para poder curar determinadas enfermedades. Y la realidad es que a día de hoy —y este dato se pretende ocultar— no hay un sólo paciente en el mundo que haya sido ayudado o curado por la utilización de células madre embrionarias. En cambio, es cierto que más de ochenta enfermedades se están tratando con células madre adultas. Por eso, como defienden muchos investigadores, ¿no resulta una opción aconsejable, por razones éticas y también con el aval de razones científicas, apostar decididamente por la investigación de células madre adultas? Resulta interesante subrayar que el partido socialista rechazó una enmienda presentada por el partido popular, que proponía promover la conservación y utilización de la sangre del cordón umbilical para el tratamiento de determinadas enfermedades. Parece como si hubiera una obsesión en los promotores de la ley de centrar la investigación en las células madre embrionarias y de excluir o marginar otras líneas de investigación.

Esa opción del legislador impregna toda la filosofía de la ley. Y, por ello, se abre la puerta a la clonación de embriones humanos con fines de investigación. Esta ley es el primer paso para la clonación de embriones humanos, al prohibir exclusivamente la clonación con fines reproductivos. El escenario que abre es inmenso: se podrán clonar embriones humanos para la industria farmacéutica y para avanzar en el sendero de la ingeniería genética. Esta puerta abierta entra en contradicción con la prohibición de clonación de seres humanos del Protocolo Adicional del Convenio de Oviedo. Es cierto que hoy asistimos a un debate mundial en torno a la clonación terapéutica. ¿Somos conscientes de a dónde nos conduce y cuáles son sus implicaciones? Como ha dicho agudamente Leon Kass, la clonación terapéutica será terapéutica para otros, pero no es terapéutica para el embrión.

El «deslizamiento» de la ley hacia la banalización y concepción instrumental del embrión humano se hace patente también por lo que suprime de la legislación anterior. La ley elimina la prohibición de la comercialización y del uso industrial de los embriones humanos y deja de considerar como infracción muy grave el uso comercial, el uso industrial y el uso cosmético de los embriones, que estaba tipificada en la legislación hasta ahora vigente.

Además, la ley abre otra vía con implicaciones éticas de enorme gravedad. Se trata de lo que vulgarmente se ha venido en llamar la procreación de bebés-medicamento, es decir la autorización de las técnicas de diagnóstico genético preimplantacional con la finalidad de poder seleccionar embriones sin ningún tipo de límites, puesto que la ley somete tales prácticas únicamente a la autorización administrativa. Queramos o no reconocerlo, bajo estos términos se esconde la autorización legal para la manipulación genética y para la procreación de seres humanos con fines utilitarios, aunque sean por motivos compasivos y pretendidamente terapéuticos (ayudar a curar la enfermedad de un hermano es el supuesto que se nos ha presentado como razón justificante de esta puerta abierta a la selección y manipulación genética).

Desde mi punto de vista, este paso, más allá o más acá de fundamentaciones de índole religiosa, representa el ataque más grave contra la concepción de la dignidad humana que ha ido construyendo, con aportaciones y fundamentaciones diversas, nuestra civilización, y que en la formulación kantiana consiste en afirmar que el ser humano nunca puede ser considerado medio sino fin; que la dignidad del hombre impide que jamás pueda ser concebido como instrumento, aunque sea con objetivos presuntamente loables o compasivos. La aceptación del diagnóstico genético preimplantatorio con la finalidad de una selección embrionaria constituye el primer paso para proporcionar (hasta ahora a los padres) un control sobre la composición genética de sus hijos y abre la puerta a prácticas de carácter eugenésico.

Hitler con el nazismo nos provocó una conciencia de horror ante la posibilidad de un Estado que adoptara prácticas eugenésicas. Esa vacuna todavía subsiste en la humanidad. Nadie legitimaría a un Estado para realizar tales prácticas. Pero nos tenemos que preguntar: ¿por qué un padre o una madre han de estar legitimados para ello? ¿La paternidad implica unos derechos que incluyen decidir cómo ha de ser el ser humano que voy a procrear?

Estas son algunas de las graves cuestiones que plantea esta ley mal llamada de reproducción asistida. Los legisladores españoles han traspasado límites de los que la sociedad española debería ser consciente. La falta de debate, en todo caso, provoca desazón. El sometimiento a las pretensiones científicas sin límites parece ser una fuerza irresistible entre nosotros. Pero, como afirma Fukuyama, «no tenemos por qué considerarnos esclavos de un progreso científico inevitable si éste no sirve a los fines humanos». Y no sirve a los fines humanos si camina hacia una sociedad que arroje por la borda el concepto de dignidad humana.

Artículo original en el N108 de Nueva Revista.

Político y periodista (1946-2024). Ha sido a lo largo de su dilatada trayectoria, director general de RTVE y secretario general de Educación.