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Nacido en Ávila en 1934, Olegario González de Cardedal ejemplifica el valor de la teología española en este último siglo. Formado en Múnich y en Oxford, profundo conocedor de la teología centroeuropea que ha definido el pensamiento cristiano desde el Concilio Vaticano II, en la ingente obra de Olegario González de Cardedal se persigue el diálogo entre la tradición y la actualización del mensaje cristiano al lenguaje y las claves hermenéuticas de nuestra época. Merecedor del prestigioso Premio Ratzinger en 2011, Olegario González de Cardedal acaba de publicar Ciudadanía y cristianía (Ed. Encuentro), una honda reflexión sobre el vínculo que existe entre el humanismo, la ciudadanía y la cristianía. Nueva Revista digital dialoga con el autor, entre otros temas, sobre el aggionarmento de la fe, el nuevo ateísmo, los gestos proféticos de Benedicto XVI y los retos de la evangelización en una sociedad líquida y desligada.

 ¿Cree usted que sería posible en España plantear los debates que se han dado en países como el Reino Unido, Alemania o Italia entre un miembro de la jerarquía de la Iglesia y un intelectual no creyente? Que yo sepa, en España no se ha intentado y quizás sea debido a que resulta muy complicado encontrar figuras que puedan o quieran hacerlo.

Es una tristeza pero en España nos falta el diálogo público y crítico sobre las cuestiones fundamentales de la vida humana y de la sociedad; no solo sobre las cuestiones religiosas o teológicas. El desconocimiento del cristianismo por nuestros intelectuales es sobrecogedor, unas veces por la ignorancia que supone y otras por la insolencia con la que se expresan. No salimos de un clericalismo decimonónico. Y tampoco tenemos en la Iglesia hombres y mujeres del campo de la ciencia, de la cultura  y de la Universidad que con toda libertad y rigor planteen las cuestiones científicas, teóricas y  prácticas en relación con la fe cristiana. En este orden reina un silencio mortal. La ausencia de esas personalidades de valor trasversal, cualificadas por su dignidad, saber y capacidad de diálogo, es una indigencia moral suprema en nuestra sociedad.

 El papa Benedicto XVI nos invitó a pensar “como si Dios efectivamente existiera”, en lugar de “vivir como si Dios no existiese”. Es una cuestión importante porque plantea la pregunta de Ciudadanía y cristianía. Brevemente, en su opinión, ¿qué pueden aportar la fe y la razón cristianas al mundo secular de hoy? ¿Cómo pueden iluminar y acompañar los problemas actuales? De hecho, en su libro, usted señala que ésta es precisamente para Joseph Ratzinger la pregunta crucial: “En un mundo donde se apaga la luz de Dios, ¿permanece entera y encendida la luz del hombre?”.

En los últimos años se ha utilizado la frase de Hugo Grocio (1583-1645) para proponer una comprensión de la vida humana sin Dios y vivir como si él no existiera. Pero el texto original de Grocio está en otra línea. “Aun cuando concediéramos la hipótesis impía de que Dios no existe, permanece válido el derecho natural como fundamento del Estado y de las naciones”. A esta cuestión dediqué unas páginas en mi libro: “El hombre ante Dios” (Salamanca 2013)  exponiendo cuál es el verdadero objetivo que intenta aclarar Grocio. Él parte de la existencia de Dios, de la naturaleza y de la revelación divina como fundamentos del derecho. Se apoya en el origen natural de éste y afirma que el derecho puede ser notificado a quienes no creen en Dios. Considera el más grave delito negar la existencia de Dios, pero aun cuando se la negase, el derecho seguiría teniendo su fundamento y validez universal. Los creyentes tenemos la inexorable y sagrada misión de vivir en la luz, la presencia y el agradecimiento    a Dios tal como él se nos ha manifestado en Jesucristo. Es decir, vivir como quienes existen ante Dios y ante un Dios que existe para los hombres. Y desde ahí creer en Dios y creer en el hombre; servir a Dios y servir al hombre. Dios no es demostrable por razón ninguna pero es mostrable en la vida vivida de quienes se confían a él; es iluminable  desde las realidades personales, morales, y escatológicas sin las cuya consideración el hombre no puede existir con dignidad, libertad y alegría en el mundo. A la vez  tenemos que reconocer que creer es una real posibilidad humana, pero es a la vez una gracia divina.  Tarea sagrada de los creyentes es reconocer y mostrar la  propia fe como don  de Dios. Y un don se acoge, no se exige, aun cuando uno pueda hacerse digno de recibirle. Vista así la fe decimos que es sobrenatural (gracia de Dios, que recibimos pero que no podemos conquistar o reclamar); que es libre (implica predilección y decisión sin las cuales no hay verdad); que es racional (la racionalidad propia de lo humano espiritual y no solo la mera  racionalidad positiva de lo cuantitativo y material).

 Me gustaría conocer su opinión acerca de dos gestos proféticos del papa Benedicto XVI. El primero fue su motu propio Summorum Pontificum, con el que facilitó la recuperación de la conocida como misa tridentina. El segundo fue, indudablemente, su renuncia al papado por cuestiones de edad y de salud. ¿Qué opinión le merecen ambos?

 El motu propio “Summorum pontificum” fue uno de los actos que más lucidez, humildad y coraje exigieron a Benedicto XVI. Y prevaleció en él el corazón de padre, llegando hasta el extremo máximo de tender la mano hasta el mismo límite de lo posible, a esos hijos alejados del Concilio. La carta que escribió a los Obispos explicando las razones de su decisión es uno de los textos más cristianos y más bellos que he leído en los últimos años. ¡El alemán Ratzinger no quiso que se volviera a repetir lo que algunos dijeron a propósito de Lutero: que con una mayor misericordia de Roma se habría evitado la ruptura de la Reforma protestante! La renuncia al pontificado es un gesto supremo de responsabilidad, de humildad y de valentía. No fueron motivos externos los que le movieron a dar el paso sino la conciencia de las exigencias objetivas del cargo y la precedencia de la misión sobre la persona. En su último libro él mismo ha explicado estas razones. El hecho no es solo un ejemplo individual; establece un criterio moral para toda la Iglesia.

 La liturgia ocupa un espacio central en lo que podríamos denominar la “guerra cultural” entre progresistas y conservadores en el seno de la Iglesia. A nivel de la teología y de la Iglesia, ¿cree que es posible crear espacios de diálogo entre progresistas y conservadores, o realmente existen espacios opacos donde resulta muy complicado el encuentro y el intercambio?

 Es una inmensa tristeza que la liturgia, ámbito y fuente de nuestra comunión con Cristo y de comunión con los hermanos, formando el único cuerpo de Cristo,  se haya convertido en un motivo de discordia. Hemos pervertido el fundamento de la unión en raíz de la contraposición. En realidad, más allá del mantenimiento del misal  San Pío V lo que está en juego con los seguidores de Lefebvre es la actitud ante el Concilio, sus expresiones y su normatividad; más aún, la actitud  de acogimiento o de rechazo de mucho de lo que en la Iglesia ha acontecido después de la Ilustración. Por eso es tan difícil el diálogo con  ellos, ya que no se trata de aspectos puntuales, de meras normas disciplinares sino de la valoración de la apertura de la Iglesia a los logros de la conciencia humana y también a los logros de la propia experiencia eclesial en los siglos después de Trento, en temas tan de fondo como la libertad religiosa, el ecumenismo, las relación con otras religiones…  Antaño hubo las diferencias entre escuelas teológicas y entre órdenes religiosas, pero eran menores y parciales, no afectaban a la lectura global de la revelación. Hoy  el diálogo es tan difícil porque lo que está en juego es una lectura diferente del cristianismo, una distinta percepción de la relación del universo y del hombre con Dios.

 De Benedicto XVI al papa Francisco, las prioridades eclesiales parecen haberse movido. Francisco, por ejemplo, es un papa mucho más interesado por la política que Benedicto XVI. Si Ratzinger confiaba el futuro de la Iglesia a unas minorías creativas, Bergoglio no descree de la movilización popular y, en cambio, parece menos interesado por las cuestiones identitarias propias del catolicismo. En su opinión, ¿se trata sólo del paso de una sensibilidad claramente europea a otra no europea o Francisco define claramente un cambio de época?

 Dos papas han acentuado dos orientaciones fundamentales en la iglesia, ya que cada uno ha conformado la misión de acuerdo con lo que consideraba su peculiar vocación personal, el legado anterior que había recibido, las primacías y necesidades que consideraba más urgentes en la Iglesia. Son, por tanto, incomparables. Y con su personalidad cada uno de ellos arrastra e introduce en la iglesia el horizonte cultural, pastoral y moral del que proviene, en el que se ha forjado y para el que se siente especialmente cualificado. ¿En qué se parecen Alemania y la República Argentina? Ambas son porción de la única humanidad y porción de la única iglesia, pero cada una de ellas ha hecho su historia, ha troquelado lo humano y lo cristiano con unos acentos. En mi libro: “Ciudadanía y cristianía.  Una lectura de nuestro tiempo” he analizado esos acentos distintos  bajo el título: “Vuelcos en la Iglesia”. Porque no se trata de cosas aisladas, el vocabulario o algunas decisiones particulares, sino de la percepción diferenciada de lo que el cristianismo puede y debe aportar hoy a la humanidad, del lugar que debe escoger  la iglesia en la historia presente. A la pregunta: ¿Qué es lo más urgente hoy en la Iglesia?, cada uno de los papas responderá con unos u otros acentos. También ellos son expresión de la catolicidad, es decir de la capacidad del evangelio para informar desde dentro vidas, situaciones y tareas distintas.

Mi última pregunta quería dirigirla hacia el futuro. Usted señala en Ciudadanía y cristianía que uno de los grandes dramas del hombre contemporáneo es haber roto por completo con la tradición. En una sociedad líquida y desligada, ¿cómo se puede transmitir una fe que no sólo es memoria, pero que es también memoria? Una fe que, como usted señala, “deja de ser transmitida por la exterioridad social y comienza a ser transmitida sólo desde la interioridad eclesial”.  

La fe es fundamentalmente testimonio; en primer lugar de una historia que nos precede, de la presencia y acción de Dios encarnado con nosotros y por nosotros, pero es a la vez testimonio de unas realidades actuales, sanadoras y santificadores; y no en último lugar testimonio de la promesa de Dios que funda nuestra esperanza. Son las dimensiones que ofrecen las tres virtudes teologales, que se implican y en el fondo tienen el mismo contenido: el Dios que está en el principio de nuestro se y de nuestra historia (fe), el mismo que funda nuestro presente (caridad) y garantiza nuestro futuro (esperanza). Testimonio personal del individuo creyente poniendo en juego su inteligencia y libertad, en una forma específica de vivir la existencia moralmente; es lo  que he descrito como cristianía. Pero no menos testimonio comunitario, eclesial, por el que aparecen las realidades cristianas objetivas, anteriores y posteriores a cada individuo. El cristianismo es decisión referida a Dios (‘Yo creo’) pero a la vez es adhesión a la comunidad que nos precede y entrega el contenido objetivo de nuestra fe en el Símbolo, que de ella recibimos en el bautismo (‘Nosotros creemos’). No ha habido cristianismo sin iglesia concreta, sin articulación institucional y sin acción social. Es comunidad con autoridad y nada tiene que ver con el espíritu de secta que aísla lo común y lo privatiza, excluyendo al prójimo. El cristianismo es una religión pública, no de selectos o predestinados. Es comunión de pobres pecadores que imploran cada día el perdón y la alegría de Dios. Donde surgen una vida personal y una comunidad eclesial así, allí la fe se convierte en una palabra significativa para los otros; allí se manifiestan ante  los hombres el tesoro y la perla que son  el reino de Dios,   con  su justicia, su misericordia y  su amor.

Licenciado en Derecho. Columnista, crítico literario y asesor editorial.