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Observa Martin Kriele que los derechos humanos vienen a ser la concreción más clara en el nivel internacional de las principales aspiraciones y exigencias de una ética política contemporánea. Pero al tiempo que son teóricamente suscritos por la mayoría de los países, no pocas veces son pisoteados en la práctica por esos mismos países¹. Para comprobarlo basta echar un vistazo a los informes anuales de Amnistía Internacional. Este hecho debe hacernos reflexionar.

EL DERECHO COMO LEY PRÁCTICA

En principio, la situación descrita podría explicarse por dos razones: o bien por la dificultad de interpretar ciertos derechos humanos, o bien por el conflicto de unos derechos con otros.

En relación a lo primero, el caso más próximo que tenemos en nuestro país es la ambivalente interpretación del derecho a la vida de «todos», como dice la Constitución Española. En efecto, en ese «todos» hay quienes ven a todos los humanos nacidos y sólo a ellos, mientras que hay otros que entienden que se ha de incluir también a los no nacidos².

Por otra parte, puede haber dificultades en forma de conflicto de derechos. La discusión más habitual en nuestro entorno atañe al que frecuentemente se verifica entre el derecho a la información — o la correlativa libertad de expresión— y el derecho al honor.

Sin entrar en el fondo de estos asuntos, me parece que no basta apelar a estas causas para justificar la contradicción entre el respeto teórico que los derechos humanos suscitan en todo el mundo y su respectivo atropello práctico.

Para explicar la peculiar exigencia de los derechos humanos hay que acudir a la filosofía moral, que ha acuñado dos sentidos para la palabra «deber», bien expresados en alemán por los verbos Müßen y Sollen. Müßen se refiere a la necesidad natural («debería caerse si lo sueltas»), mientras que Sollen se refiere al deber moral («debes respetar a los demás»). Cuando hablamos de leyes prácticas —leyes, tanto morales como jurídicas, que apelan a una libertad— lo hacemos en el sentido expresado por Sollen; nos referimos a la exigencia o exigibilidad moral de algo. Pero eso es muy distinto de la necesidad física, por ejemplo, de que se cumpla la ley de la gravedad. La caída de una piedra no puede interpretarse como un acto de obediencia de ésta a la ley de la gravedad. «Obediencia» —que procede del verbo latino audire— es una conducta que sólo puede darse en un oyente que, además, entiende lo que oye, lo que supone, por un lado, que quiere oír y, por otro, que oye de manera inteligente, actividades que no consta puedan ejercer las piedras.

La necesidad natural se impone a los seres inertes, sin conciencia, sin iniciativa. Al hombre —que por supuesto también está sometido,como cualquier otro cuerpo de la naturaleza, a leyes «naturales» de ese tipo— le afectan además otro tipo de legalidades. Estas —las leyes prácticas— sin dejar de ser ley, no se imponen a una naturaleza inerte sino que se proponen a una voluntad libre.

Una ley práctica, tanto jurídica como moral, no se puede «imponer» en sentido estricto. Dicho de otro modo, obligar no es exactamente lo mismo que imponer una pauta de conducta. Incluso aunque la ley práctica se exprese en un Derecho penal, éste no llega a hacer imposible la desobediencia. En la filosofía moderna ha sido Kant quien, entre otros, lo ha subrayado de manera más radical: la condición que afecta a toda ley práctica es que en caso de ser secundada lo sea libremente y, por tanto, que quepa la posibilidad de que también libremente no sea obedecida.

La ley positiva no hace imposible su transgresión. Sólo la constituye como no debida, e incluso, merced al refuerzo negativo, como inconveniente. La confusión de los dos sentidos de la necesidad es lo que conduce a la «falacia naturalista», que no consiste tanto en deducir el deber a partir del ser como en confundir la necesidad física con la exigencia moral. Sin entrar en la compleja discusión que lleva aparejada la falacia naturalista, lo que ahora interesa destacar es que la exigencia de cualquier ley jurídica y, desde luego, la de los derechos humanos, es claramente una exigencia de tipo moral, si bien ello no obsta que su requerimiento quede reforzado, a su vez, por el aparato coactivo del Derecho.

VALIDEZ Y VIGENCIA

Muy próxima a la confusión entre los dos sentidos mencionados del «deber» aparece la que a menudo se da entre validez (Gültigkeit) y vigencia (Geltung). No es lo mismo una ley o un criterio moral válido que una ley o criterio sociológicamente vigente, a no ser que se acepte el postulado positivista.

En general, el positivismo se caracteriza por reducir la realidad a la facticidad, el ámbito del ser al de los hechos: lo real es lo que hay, lo que está ahí, lo que se me da mediante una observación directa e inmediata, lo que se impone (eso es lo que significa positum en latín, lo puesto o lo impuesto). «Esto es lo que hay, y punto», diría el positivista: no hay más. En términos, insisto, muy generales —aunque yendo a lo esencial— tal reducción se traduce, jurídicamente, en la afirmación de que sólo posee valor jurídico el Derecho positivo, entendiendo por tal el conjunto de normas vigentes, lo que de hecho está mandado.

Esta mentalidad induce violencia. Por su propia constitución, la razón humana no puede dejar de plantearse «porqués», y además «porqués» últimos, aquellos que nunca quedan satisfechos desde lo inmediato, desde los hechos. Si a la pregunta por el «por qué» de un fenómeno o un hecho se responde con otro hecho, sigue siendo posible plantearse: Y este otro hecho, a su vez, ¿por qué?, y así indefinidamente, hasta advertir que el porqué último de un hecho —esto lo explica muy bien Husserl— no se encuentra en el ámbito de los hechos, es metafáctico, o metafísico: una idea o un ideal, un valor o algo así. La razón se rebela razonablemente contra una respuesta que, frente a su búsqueda de ultimidades, se limita a constatar hechos o a reconocer que «no hay más». Sólo con lo fáctico la razón queda profundamente insatisfecha (y, al cabo, frustrada).

En el ámbito del Derecho, el precipitado cultural de la mentalidad positivista es una tremenda insatisfacción sociocultural que constituye la base de una cultura de la violencia. En el fondo, si no se es capaz de responder a los porqués últimos, lo que estamos diciendo es que hay que aguantarse: «Esto es así porque así está dicho o mandado». Semejante planteamiento, cuando se incultura en una sociedad, supone un factor de violencia de primer orden³.

LA COACCIÓN DEL DERECHO

Todo esto está en el fondo del positivismo jurídico tal como aparece en las tesis de uno de sus principales inspiradores, Hans Kelsen: la esencia del Derecho es la capacidad de coacción. La razón última del Derecho —diría este autor— es que está mandado por la autoridad legítima,a saber, la democráticamente legitimada. Lo esencial en Derecho es la normatividad, entendiendo que toda norma auténtica viene ligada auna fuerza coactiva y, por tanto, respaldada por la punibilidad de las conductas desobedientes.

El Derecho, para ofrecer seguridad jurídica, para dotar de vigor a una serie de valores sociales, necesita un mínimo de coactividad, de kratos (potestas). Si no existe esa coactividad —por mínima que sea— no puede hablarse propiamente de «Derecho». Ahora bien, si la garantía última de la validez —no simplemente de la vigencia— no es otra cosa que la capacidad coactiva de quien lo impone, entonces llegaríamos a aporías de gran envergadura, a dificultades teóricas, y por supuesto también prácticas, que son las que se derivan de la cultura positivista.

La coactividad no es la esencia del Derecho, sino una propiedad suya. Para comprender la diferencia, bien puede valemos el ejemplo que usan los lógicos medievales para explicar qué significa una «propiedad» (proprium). La definición, si está bien hecha, es la expresión de la esencia de lo definido. Por ejemplo, es clásica la definición del ser humano como«animal racional». A su vez, en función de lo que tal definición dice acerca del hombre, podemos deducir que es risible (lo que no significa que cause risa, sino más bien que es capaz de reír, aunque sea reírse de sí mismo). La risibilidad no forma parte de la definición esencial del hombre; no es una buena definición suya aquella que lo cataloga como un «ser risible». Y, sin embargo, que el hombre es risible se deriva directamente de lo que el hombre esencialmente es: animal racional. En efecto, la risa es un acto fisiológico para el que sólo sería apto un animal. Pero además de ser animal, para reírse es menester ser racional, porque cuando uno se ríe ha de saber por qué se ríe; la risa humana no es lo mismo que la risa de una hiena, ni tampoco es comparable a la del loro que imita la carcajada, sino que es un acto inteligente en el que uno comprende las razones de una situación cómica. Una propiedad, por tanto, no es la esencia sino una característica derivada de la esencia. Algo análogo pasa con la violencia. Esta no es la esencia del Derecho, sino algo que se deriva de lo que el Derecho esencialmente ha de ser, en tanto que afianzamiento de una serie de valores sociales.

En el planteamiento del positivismo, por el contrario, la capacidad coactiva no aparece sólo como una propiedad derivada, o esencialmente derivada, sino como la esencia misma del Derecho. Aunque no sea ninguna idiotez, esto es socioculturalmente letal, y en relación al significado de los derechos humanos, la garantía de no llegar a comprenderlos nunca a fondo.

Es muy razonable que exista un poder coactivo que haga plausible la vigencia —esperemos que algún día llegue a ser efectivamente universal— de los derechos humanos, considerados como modos prácticos de respetar la dignidad de la persona humana, que es lo que intentan ser. Pero la punibilidad de las conductas desobedientes no los hace menos necesarios moralmente, menos exigibles. Y el Derecho sólo secundariamente es coacción; en primer lugar es la exigibilidad moral de una acción: el poder fundado en el valor de la ley.

Se trata aquí de una exigencia moral, no de una coacción fáctica, y mucho menos de una vigencia sociológica, si bien es cierto que esas tres cosas están relacionadas. Aunque de hecho en muchos países no se respeten, ello no significa que los derechos humanos sean menos Derecho o que exijan menos. Dicho de otro modo, lo que primariamente significa la expresión «derechos humanos» no es que el respeto a la dignidad de la persona —que ellos pretenden llenar de contenido práctico— sea una vigencia universal, sino que debe serla. Incluso la hipotética situación en la que dicha dignidad sea efectivamente respetada por todos, tampoco anula o aminora su respectivo «deber serlo».

La debilidad del positivismo jurídico se advierte en su incapacidad para comprender esto último. De ahí que no pueda categorizar el concepto de justicia —que para Kelsen es un concepto «metafísico», vale decir, metajurídico— así como tampoco el de «ley injusta»: la norma es justa por ser norma. Según el esquema mental del positivista, la expresión «normajusta» sería tautológica, redundante. Para un positivista, si la ley satisface todos los requisitos que formalmente la cualifican como tal —es decir, con independencia de los contenidos materialmente prescritos—es imposible que sea injusta.

Probablemente debido a la influencia que el cristianismo ha tenido en la configuración cultural de Europa, y en contraste con lo que sucede, por ejemplo, en la cultura ancestral china, Occidente adscribe un sentido muy concreto a la expresión «ley injusta», al igual que al «abuso de poder», testimoniando así la distinción —que no incompatibilidad, por supuesto— entre validez y vigencia.

Con las consideraciones precedentes en modo alguno se pretende que el Derecho positivo no sea necesario. Entiéndase bien que una cosa es el positivismo jurídico y otra bien distinta el Derecho positivo. Evidentemente, los preceptos de lo que podríamos llamar derecho natural —o sentido común moral— son abstractos, y necesitan concretarse en el tiempo y en el espacio. La concreción temporal y espacial de esos preceptos es precisamente el Derecho positivo. (Este, por cierto, es Derecho justamente si es una buena concreción de tales preceptos). Ahora bien, la validez de éstos no es temporal o espacial, es a-histórica y a-geográfica. El Derecho positivo es necesario en una comunidad que todavía no es la «comunión de los santos», pero eso no implica que lo único que tenga valor jurídico sea lo que manda el que manda, y que, en consecuencia, no exista un dique de naturaleza extrajurídica —concretamente moral— al poder del gobernante.

¿QUÉ PRETENDEN GARANTIZAR LOS DERECHOS HUMANOS?

Hasta aquí nos hemos referido a la índole esencialmente moral de los derechos humanos. Hay que decir algo también sobre su entraña metafísica.

Los firmantes de las modernas declaraciones el hombre, en virtud de lo que es, es acreedor de un tratamiento especial que corresponde a una peculiar nobleza, a su carácter sobresaliente —o al menos notable— en relación a las demás realidades no personales: es lo que llamamos dignidad. Como se ha mencionado, los derechos humanos tratan de ser una concreción práctica, en lo moral y en lo jurídico, de esa exigencia.

Todo el mundo está de acuerdo en afirmar que el hombre es un ser muy digno, pero a la hora de justificar tal dignidad surgen gruesas dificultades. Quizá para sortearlas cómodamente, el positivismo acaba proclamando que la razón de que el hombre sea especialmente digno es que nos hemos puesto de acuerdo en afirmarlo; casi todos los países, en efecto, han suscrito una declaración de derechos humanos que presupone esa dignidad que, a su vez, hace al hombre acreedor de un trato especial.

Además de su patente petitio principii, este planteamiento no explica nada. El consenso es siempre un dato fáctico; es un «hecho», y los hechos carecen de la facultad de fundar valores, como ha puesto de relieve la filosofía fenomenológica. (Más bien ocurre lo contrario: son los valores los que fundamentan ciertos hechos). Una valoración es un hecho, no un valor. Y el consenso constituye sólo una valoración, una vigencia sociomoral relevante en una determinada cultura. Cuando se habla de «valores sociales» habría que decir «valoraciones» sociológicamente mayoritarias; eso sí que son hechos. Pero los valores a los que el Derecho positivo tiene que dar garantía y vigor no son hechos.

Decir que el fundamento de los derechos humanos descansa en el hecho de que nos hemos puesto de acuerdo universalmente en afirmarlos no es sólo insuficiente, sino que no representa, en el fondo, justificación alguna. Y aquí debemos ser cuidadosos, porque nos jugamos mucho.

Examinemos en primer término la facticidad histórica. Vemos que el positivismo hace causa común con el historicismo en la relativización de los de derechos humanos están de acuerdo en que valores: sólo lo serían a partir del momento histórico en que son proclamados. Hay aquí una confusión gruesa: aunque el descubrimiento de los derechos humanos constituye un proceso histórico, la validez de éstos es estrictamente a-histórica. Fijémonos, por ejemplo, en la abolición de la esclavitud. Interpretada desde el positivismo, este fenómeno sería el de la sustitución de algo que antes era considerado como un valor —la esclavitud— por su respectivo contravalor: a partir del siglo XIX, sobre todo con la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, resulta que mayoritariamente pasa a pensarse lo contrario. Por una especie de evolución de los parámetros psicomorales de la especie humana, el hombre habría transformado el valor «esclavitud» en el de «no discriminación racial», o «igualdad».

La conducta esclavista no está en armonía ni con la naturaleza ni con el ser de la persona humana, y no sólo a partir del siglo XIX, sino desde que existen personas en la Tierra. Lo que ocurre es que en este punto sí ha habido un progreso —moral, no biológico— en el descubrimiento de una consecuencia práctica de la dignidad humana. Representa un efectivo logro de humanidad el reconocimiento prácticamente universal en afirmar algo que siempre ha sido verdad, a saber, que no hay razas humanas superiores a otras. Pero no cabe pensar que eso es verdad a partir del momento en que nos hemos puesto de acuerdo en afirmarlo.

En segundo lugar, si los derechos humanos se fundamentaran en la promulgación de una ley positiva, con el refuerzo jurídico del Derecho internacional, por ejemplo, entonces sería imposible garantizar su universalidad, que es algo que con toda razón queda claro en la Declaraciónde la ONU de 1948. Tendríamos que reconocer que las leyes positivas están promulgadas por una determinada autoridad para un determinado tiempo (legislatura) y para un determinado espacio político: fuera de ese espacio y de ese tiempo carecerían de validez. Por el contrario, la universalidad geográfica de los derechos humanos hace razonable que la ONU trate de hacerlos valer tanto en Europa o Norteamérica —donde han tenido lugar las correspondientes declaraciones— como en el resto del planeta. El positivista que fuese coherente interpretaría este afán de la ONU como un eurocentrismo injustificado, como una especie de imperialismo cultural.

Eso es inaceptable. Y además todos deseamos que la ONU logre que de una vez los derechos humanos sean efectivos —efectivamente respetados—, y no sólo en Europa, sino en todos los países.

LA CUESTIÓN DEL FUNDAMENTO DE LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Lo que en todo caso interesa subrayar es que el vigor de los derechos humanos es esencialmente ético. Por supuesto que no sobra que, además, cuenten con el refuerzo externo de la punibilidad de las conductas disidentes. Pero sin ese refuerzo no serían más exigibles desde el punto de vista moral. Está bien el esfuerzo por hacerlos valer con eficacia —es una necesidad del Derecho dar garantías jurídicas, seguridades— y aunque en ocasiones ese esfuerzo por parte de la ONU haya podido quedar empañado por intereses menos claros, globalmente hemos de felicitarnos, cumplido ya el medio siglo, de su balance sustancialmente positivo. Pero la ONU, aunque haya puesto por escrito los derechos, no es la autoridad de quien provienen los valores que esos derechos procuran concretar.

En este punto resulta ineludible el planteamiento de una fundamentación rigurosamente teocéntrica de los derechos humanos.

Desde su posición agnóstica, Kant se limita a explicar el concepto de dignidad (Würde) como el valor intrínseco (innere Wert) propio de la persona, que nunca es un mero medio, que siempre es un fin, como destaca en la segunda formulación del imperativo categórico. Esto correspondería a la persona por su condición de ser libre. Aquí puede apreciarse una «elucidación» de lo que significa el concepto de dignidad humana, pero no propiamente una «fundamentación».

Este problema que detectamos en la teoría moral kantiana existe en la práctica totalidad de las declaraciones de derechos humanos. Todo el mundo se pone de acuerdo en reconocer que el ser humano es titular de una especial dignidad y por tanto capaz de exigir el respeto debido a quien no es un mero medio. Pero si hurgamos y tratamos de ver por qué el hombre es especialmente digno, nos encontramos con problemas teóricos de gran envergadura. Desde la biología no se puede decir que el hombre sea algo sobresaliente respecto al resto de la escala zoológica; más bien está en franca desventaja, y probablemente es el más débil de todos, el peor dotado.

La explicación kantiana es insuficiente, se limita a parafrasear lo quesignifica dignidad: valor intrínseco de lo que es un fin en sí mismo, un serpara-sí. La libertad, en efecto, es un ingrediente esencial de esa dignidad, pues constituye al hombre como una cierta causa sui, le otorga la capacidad de poseerse a sí mismo y a su propia actividad (dominium sui actus). Pero a su vez, la libertad no es algo que el hombre se haya dado libremente a sí mismo: se ha encontrado con ella, al igual que con su ser finito.

El valor de la dignidad humana no es propiamente un resultado cultural. Que el hombre sea especialmente digno no es algo que esté hecho por él. Tal declaración, cuando la hace el hombre, podría ser sospechosa de narcisismo si se fundara sólo en que el hombre lo dice, aunque esto lo haga con el consenso mayoritario de sus congéneres. En el fondo, el hombre es especialmente digno no porque lo diga él, sino porque ha sido creado por Diosa su imagen y semejanza, y ha sido Dios quien le ha querido como un fin en sí mismo, mientras que a las demás realidades las ha querido y las ha puesto en el ser para que sirvan al hombre. Como El, el hombre es un ser personal y libre; en consecuencia, la dignidad de la persona humana descansa y es reflejo de la dignidad de su origen, que evidentemente no es ella misma.

Si no se tiene en cuenta la auténtica raíz de la dignidad humana, la justificación de los derechos humanos queda en una situación de máxima fragilidad, sometida a la contingencia propia de todo lo humano,vulnerable a excepciones, manipulaciones y violaciones de todo tipo según la conveniencia política —aquí sí que cabe «remitirse a los hechos». No hay, en fin, ninguna razón sólida para considerar los derechos humanos dotados de una validez absoluta —por tanto, incondicionada— si éstos no se basan en el derecho que Dios tiene a ser respetado en lo que ha hecho cuando creó al hombre.

En definitiva, todos los derechos —humanos y no humanos, por decirlo de alguna manera— se pueden resumir en el derecho general a ser tratado como lo que uno es, como persona humana; y los deberes—todos los deberes— podrían también reducirse a uno genérico: el de comportarse a la altura de esa dignidad ontológica que nos caracteriza. De ambos modos estamos ante la necesidad moral de un respeto absoluto hacia la persona humana, que no es un ser absoluto, el fundamento último de lo cual sólo puede consistir en el haber sido querido absolutamente por el Ser Absoluto

¿ES SUFICIENTE UN «MÍNIMUM MORALE»?

El déficit actual de los derechos humanos, en la línea señalada en la reflexión inicial, es de tipo ético: tendemos a hablar más fácilmente no pocas veces ambos son recíprocos— y el concepto de deber es un concepto esencialmente moral.

Lo ideal es que las leyes no lo reglamenten todo. El problema es que el déficit ético reclama un suplemento de juridificación, de legislación, de reglamentación positiva y punición que fácilmente puede llegar a ser excesiva, como es patente en las sociedades occidentales que hoy consideramos más avanzadas.

Como ya se ha observado, no se trata de que el poder (kratos) sea algo malo, y mucho menos que lo sea el Derecho positivo. Siempre es necesario, aunque sea sólo por la situación fáctica del hombre. Pero mucho más necesario es lo que los griegos llaman ethos, un conjunto de vigencias de tipo moral que no tienen por qué estar escritas en un código ni contratadas en un pacto: leyes que están acordadas, en el sentido más estricto del término, es decir, que permanecen en el corazón de las personas que integran la comunidad, y en relación a las cuales existe un fundamental acuerdo, una anuencia «cordial» sobre su validez práctica. «El derecho —decía Ortega— es operación espontánea de la sociedad, pero la sociedad es convivencia bajo instancias. Pudiera acaecer que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea. En este caso, la enfermedad sería la más grave que ha sufrido el Occidente desde Diocleciano o los Severos»4.

El Derecho, en virtud de la eficacia pedagógica que le atribuían los juristas romanos, contribuye a marcar orientaciones, pautas de conducta social, a producir patrones de actuación que, con el tiempo, van troquelando hábitos. Lo que aparece en la ley, en una serie de años todo el de derechos que de deberes —siendo así que mundo lo verá con más o menos normalidad, con naturalidad. Esto es lógico que ocurra.

No puede reducirse el Derecho a la norma escrita. Es más, su ingrediente principal es ese ethos constituido por lo que Ortega llama «vigencias colectivas», sociológicamente relevantes, que han permeado unacomunidad gracias a ejemplos proceres, y gracias también a la ley. ¿Cómo conseguir que algunos valores adquieran vigencia colectiva? En buenamedida, las leyes positivas pueden ayudar mucho en esto, cuando son una buena concreción de un valor que, como tal, no es algo «positivo» —no es un hecho— pero que tiene que ser «positivizado» de algún modo.

Que los derechos humanos se conviertan en auténticas vigencias colectivas no puede plantearse, como hoy a menudo se hace, desde una «ética de mínimos». Tal ética sería una ética «deficiente», y no un déficit en el ethos, el cual es fácil que degenere en la falta de respeto hacia la persona. Por tanto, aunque tenga su sentido, la ética mínima no es la solución. Hay que hablar, por supuesto, de ella, pero también hay que hablar de unos máximos éticos. No cabe esperar que para que se respeten los derechos humanos o,en general, para que se respete a la persona humana, lo único que hace falta es que seamos tolerantes (siendo esto no poca cosa, importantísima cosa).De todos modos, si sobre la base de la común dignidad y radical igualdad entre los hombres no se edifica algo más, la tolerancia se queda corta.

La ética minimalista establece un corte insanable entre lo «justo»,considerado como lo universalmente exigible (los «mínimos» éticos) y lo «bueno», como lo individualmente invitable, que serían las propuestas contenidas en las «morales consiliatorias de máximos». No cabe duda que la distinción entre justicia y beneficencia tiene un fundamento real, precisamente el que hace posible hablar de la tolerancia: no todo lo bueno es exigible, y los poderes públicos a veces no deben reprimir todo aquello que es objetivamente malo, sino sólo lo que atenta contra el bien común y la justicia general. Pero una cosa es la distinción y otra la separación. Aunque no se reconoce explícitamente, lo que está en juego en el fondo del minimalismo ético es el par categorial placer-realidad, tal como lo desarrolla la antropología freudiana. El principio de placer pauta la relación del yo consigo mismo, mientras que el principio de realidad coordina la relación del yo con el medio social. La justicia, en definitiva, sólo se ve como la garantía social del egoísmo (cuya institucionalización sería el Estado liberal), mientras que la beneficencia estaría no en lo exigible sino en lo invitable.

Entre otras dificultades teóricas, una de las principales que presenta este planteamiento estriba en una concepción sumamente restringida —por excesivamente juridificada— de la justicia. La justicia no es sólo un concepto «jurídico», sino también moral. La justicia no consiste sólo en no hacer daño al prójimo (alterum non laedere), cosa que, por cierto, no es despreciable; pero es mucho más que eso: honeste vivere y, como consecuencia de ello, suum cuique tribuere. Pues bien, la persona merece mucho más que «lo justo», aunque esto le sea debido en primer lugar. La manera más justa de tratar a las personas no es tratarlas con «mera justicia». Como dice el viejo lema latino: Summum ius, summa iniuria.

Sin duda, la relación práctica entre justicia y beneficencia —que conecta con el problema de los límites de la tolerancia— a menudo entraña dificultades de orden político cuya solución no puede ser establecida de forma universal y a priori. Pero en teoría cabe sostener que la beneficencia es un aspecto de la justicia, y que si no se promueven los principios morales necesarios —los máximos— para llevar una vida individualmente recta —honesta— es muy difícil, por no decir imposible, la promoción efectiva de la justicia; no se puede llegar ni al mínimo exigible.

No se trata sólo de neutralizar la agresividad humana. La paz, principal bien común de la sociedad, no es sólo una situación de «no-violencia»; es el resultado de una forma integral de justicia, de una justicia que acoge la benevolencia y la beneficencia. Bien dijo Aristóteles que si se desea que los hombres no se traten injustamente basta con hacerlos amigos.

En este sentido, el ideal regulativo de la teoría de los derechos humanos se resume mucho mejor con el concepto de respeto a la persona que con el de tolerancia. Es justo reivindicar en este punto la figura de Kant. El regio montano expone de manera paladina la diferencia entre las cosas, que pueden suscitar «inclinación» (Neigung) y las personas, que siempre han de suscitar «respeto» (Achtung). En nuestro siglo, E. Lévinas ha insistido de manera particular en la idea del respeto a la persona como alteridad. En general, la ética personalista de raíz fenomenológica ha puesto de relieve estas ideas en nuestro siglo, en un contexto sociohistórico que más bien parecía dar la razón a Nietzsche y sus seguidores. Desde perspectivas diversas y con intereses e inquietudes heterogéneos, autores como E. Husserl,M. Scheler, H. Reiner, D. von Hildebrand, E. Mounier, M. Buber, H. Arendt, S. Weil, V. E. Frankl, E. Stein, K. Wojtyla, etc., muchos deellos desde una experiencia próxima al holocausto nazi, han meditado profundamente sobre lo que significa la dignidad humana como una exigencia moral de respeto incondicionado y, con sus reflexiones, han hechoposible una sensibilidad que ha cuajado en la teoría de los derechos humanos, subrayando enérgicamente el peligro actual de que Europa olvide las raíces culturales y espirituales que han propiciado su grandeza histórica.

El respeto es más rico que la tolerancia, y además es fundamento de ella. Cierto que la tolerancia es una de sus consecuencias, entre otras más importantes, pero no es un ingrediente suyo. La tolerancia puede establecerse procedimentalmente y entra dentro de la exigibilidad deuna ética mínima, pero nunca tendrá el necesario vigor sin el referente axiológico del respeto incondicional que merece la persona en tanto que persona, principio que ancla en una concepción no meramente procedimental, sociológica o socio política, sino estrictamente moral, sin la cual quedaría desfondado y carente de todo vigor.

NOTAS

1 M. Kriele, Los Derechos Humanos en los Pactos de Derecho Internacional de las Naciones Unidas, Universitas, XXVII:3, 1990, pp. 165-172.
2 En relación a este concreto problema, A. Millán-Puelles reconoce que «el hecho de que aún se siga discutiendo esta verdad (se refiere a la índole humana prenatal de quien es hombre al nacer) constituye una de las pruebas más elocuentes y claras del influjo de las pasiones en los argumentos humanos» (El interés por la verdad, Madrid, 1997, p.217). En efecto, poco antes ha observado que «el hecho de no nacer no determina que el nacido sea hombre. El nacimiento le acontece a un ser ya humano, como también le acontece a un ser todavía humano su respectivo morir. El hecho de nacer no hace el prodigio de convertir en un hombre a algo que no lo era» (p. 216).
3 Me he ocupado más ampliamente de este asunto en mi libro Positivismo y violencia. El desafío actual de una cultura de la paz, Pamplona, Eunsa, 1997.
4 J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (Epílogo para ingleses), Madrid, Orbis, 1983, p. 194.

Profesor titular de Filosofía