Tiempo de lectura: 13 min.

Fue el mismo Karol Wojtyla quien se presentó como un forastero llegado «de un país lejano». En aquel entonces —corría el año 1978—, aquella definición suya tuvo un significado especial. Desde 1945 Polonia formaba parte del bloque soviético y, además, desde hace mucho se la veía como una parte periférica de Europa, casi ni del todo europea. « ¿Es un negro Wojtyla?», se preguntaron cuando fue anunciada su elección. Después comprobaron con alivio que el nuevo papa hablaba «nuestro» idioma. Juan Pablo II les corrigió enseguida con precisión: hablaba el idioma del amor. Y eso es lo esencial, puesto que este pontificado ha dado testimonio del amor de Cristo al hombre. ; Es que un observador polaco podría ver de otro modo todo lo que más importa en la obra de Juan Pablo II? ¿Es que las raíces polacas pueden dar alguna otra explicación? Me gustaría analizar ambas posibilidades y con plena consciencia de arriesgarme a una reflexión hecha al instante. La dimensión universal de la obra de Karol Wojtyla es tan obvia como su arraigo en lo polaco. Juan Pablo II no sólo fue polaco, sino que fue un gran patriota polaco. Sin embargo, ya desde los inicios de su camino sacerdotal, en su actividad notamos un profundo sentido universal.

La perspectiva polaca de Karol Wojtyla viene dada ante todo por la experiencia vivida en Polonia, por toda la formación cultural recibida. A esto habría que añadir las enseñanzas que dirigió a sus compatriotas, su papel en la Iglesia polaca. Y por último, un aspecto aún más difícil de concebir: la percepción polaca de las enseñanzas de Juan Pablo II. Esas tres corrientes de pensamiento hay que tratarlas de forma conjunta.

Su llamamiento: «¡No tengáis miedo!», fue lo esencial. Juan Pablo II disminuyó el distanciamiento, abrió la Iglesia y se abrió a la gente. Así mismo, y como consecuencia de este llamamiento, Polonia no sólo se encuentra en la Unión Europea sino, simplemente, en el mundo, más cerca de Roma. La frontera que dividía a Europa desapareció en grado sumo. Al mismo tiempo, la Iglesia católica entró sin temor en la época global y aceptó el reto que tenía planteado desde el principio. Ese proceso significó el comienzo, y no un mero intento de rescatar a la Iglesia. Al eliminar las divisiones, Juan Pablo II salía al mundo y por todo el mundo.

Con esta tarea cumplió su misión de forma extraordinaria, aunque a veces pudiera parecer que las formas prevalecieron sobre el contenido. Así podrían pensar aquellos que midieron su pontificado sólo por la cantidad de países visitados, por los miles de kilómetros de su peregrinación, por los millones de oyentes, por las docenas de miles de páginas de sus encíclicas, exhortaciones, ponencias, sermones y otros enunciados. La faceta exterior del pontificado tuvo un atractivo sin precedentes desde el punto de vista de los medios de comunicación. Juan Pablo II, por primera vez en la historia, consiguió hacer cosas tan importantes como visitar una sinagoga, rezar en una mezquita, pedir perdón por las culpas cometidas y no cometidas en el pasado por la Iglesia católica o en nombre de la misma. Los logros de Juan Pablo II son incontables, pero no fueron el motivo por el cual el mundo ya lo ha nombrado Grande. No fue ese el motivo por el que la gente reunida en la plaza de San Pedro reclamó que lo anunciasen como un santo. Siendo todo ello muy importante, lo esencial de su acercamiento fue su profunda reflexión sobre el hombre como tal. Con amor. Algo obvio pero que, de repente, se descubrió como una revelación.

El significado histórico de la presencia de Juan Pablo II en la Iglesia se encuentra en la atención centrada en la misión pastoral. Por lo tanto, lo primero fue el amor hacia el hombre, que es el camino de la Iglesia.

Lo segundo, la apertura hacia el mundo, que se coronó con el establecimiento de la fiesta de la Divina Misericordia. El objetivo del Papa fue conducir a la salvación a todos los hombres y llevar la Buena Nueva a toda la comunidad. Esto centró las enseñanzas del Papa en valores como el amor, la verdad, la justicia y libertad. Y todo ello otorgó al pontificado una dimensión civilizadora y, a la vez, le convirtió en un ejemplo de superación de las fronteras de la civilización, europea en nombre de, la universalidad  del Evangelio. Ese es el mayor  logro del pontificado: volver a predicar el Evangelio para todos. Para todo el mundo, sin perturbar su identidad. Este mundo comenzaba en Europa, a la que Juan Pablo II se dirigió ya desde el principio con un mensaje derivado de su experiencia polaca.

La profunda reflexión sobre el hombre tiene tres dimensiones: la de la persona; la de la comunidad y la de la humanidad. Esa es una división banal-y por razones obvias no requiere mayores explicaciones; de ese modo, la perspectiva pastoral la constituyó el mismo Jesucristo. La cuestión está en la manera de llevarla a cabo. Sin embargo, eso no quiere decir que los logros de Juan Pablo II en materia de la doctrina tengan menos importancia. Sus encíclicas han jugado un papel muy importante y siempre se hará referencia a ellas, pero todos los papas las han elaborado desde siempre. El fenómeno de un pontificado no se manifiesta en el potencial intelectual de sus enseñanzas, ni tampoco debería, valorarse por la personalidad de un papa. Karol Wojtyla aportó a su misión pastoral «a la Ciudad y al Mundo» una inmensidad de talentos: un excelente intelecto acompañado de una erudición académica y experiencia vital; habilidades teatrales acompañadas de una voz cautivadora; una memoria extraordinaria y una vitalidad inagotable; fue poeta y filósofo. Pero todas esas cualidades, incluso antes de su elección, estuvieron siempre sometidas a la vida de un hombre.

A CADA PERSONA

La experiencia vivida polaca de Juan Pablo II es por tanto importante, porque le ha formado como hombre. Fueron los polacos los que tuvieron ese privilegio especial de ser sus colegas de escuela o de escenario, de universidad o de senderismo en la montaña. A nosotros, los polacos, nos habló en su idioma materno, al que concedía el valor de un instrumento musical. Nuestra concepción de su formación, es decir, su cultura, su manera de percibir los valores o su modo de servirse en la vida las experiencias vividas, es único. Esa riqueza de la cultura propia no siempre se puede traducir a otro idioma, a otra cultura. Y esto no se le concede a todo el mundo en forma de talento. Karol Wojtyla lo supo. Y quiso y supo emplear su talento y experiencia en función de la misión para todos y cada uno. No fue el Papa de los polacos, aunque estamos orgullosos de haber sido los que dimos al mundo a alguien de esa talla. Esto ni nos sorprendió entonces ni sorprende ahora. Este país lejano guardaba suficiente riqueza de ideas y hazañas acumuladas, como para dar lugar a un hombre de esta personalidad tan poco común.

Fue la misma tradición la que le enseñó el papel del amor y de la libertad. Su propia experiencia vivida le enseñó la importancia de la verdad en las relaciones con las otras personas. Estos tres valores son el fundamento de diálogo. Ya antes, siendo párroco universitario, Karol Wojtyla practicó el diálogo, antes de ocuparse de ello como intelectual.

¿Hay algo específicamente polaco en su tratamiento de la libertad humana? Juan Pablo II no elabora sus opiniones desde la reflexión filosófica o teológica. Su punto de partida es la práctica. Había experimentado el cautiverio impuesto por ambos sistemas totalitarios y se impuso ante los dos, siendo un hombre formado por la tradición polaca y cristiana. Esa tradición se remonta hasta los tiempos de la Respublica polaco-lituana de los siglos XVI-XVII, multinacional y multirreligiosa, pero de una sola libertad, la del estamento noble de ciudadano. Dentro de esa tradición, la única limitación de la libertad fue la fe en Dios. La nación, a la que se privó de su propio Estado a finales del siglo XVIII, creó una fuerte convicción en un derecho irrenunciable a la libertad y una confianza casi mesiánica en la fe católica. Juan Pablo II convirtió esas experiencias en una práctica pastoral basada en el amor.

La actividad con los jóvenes tuvo una importancia decisiva. Esto se puede entender como consecuencia de sus propias vivencias, antes de que nadie se hubiera dado cuenta de la necesidad de salir para enfrentarse con los problemas de la gente joven. Desde que empezó su labor pastoral en los ambientes universitarios de Cracovia, vio que lo que necesitaban era amor. Sabía que aquello consistía en una profunda reflexión sobre la causa esencial del otro. Los testimonios de la gente con la que trabajó en la parroquia de San Florián de Cracovia siendo un joven sacerdote, le marcaron claramente. La facilidad extraordinaria de Juan Pablo II para entablar una relación, la convicción de que en ese instante el otro es para él la persona más importante, tiene su origen indudablemente en un verdadero amor. Karol Wojtyla detectó esa necesidad, al igual que sus propias habilidades para saciarla, de la relación con los jóvenes. De mi propia experiencia vivida en la parroquia universitaria de los años cincuenta resulta que su modelo funcionó y también lo emplearon otros sacerdotes con bastante éxito. Sin embargo, al tener en cuenta memorias y lazos que hasta hoy día unen a la gente que formó parte del llamado «Srodowisko»1, descubrimos que el sacerdote — y después, obispo— Wojtyla tuvo un talento excepcional. Estas cosas no se pueden medir, pero creo que vio en esa habilidad suya un don que tenía que desarrollar. Su experiencia de la actividad con los jóvenes fue una inspiración evidente para el importante programa de los Días Mundiales de los Jóvenes, que se vienen celebrando desde hace ya veinte años.

A CADA COMUNIDAD

La segunda dimensión de su servicio pastoral es la comunidad. Juan Pablo II estaba convencido de la importancia de la nación para el hombre, para su camino de salvación. Es en la nación donde nace y se preserva una cultura que propicia el diálogo. El hincapié que ponía al hablar de esta cuestión no derivaba exclusivamente de su patriotismo. Su programa para Polonia no se limitaba sólo y únicamente al llamamiento del Espíritu Santo. Aunque es cierto que en su homilía pronunciada en Varsovia en 1979 reclamó qué el Espíritu Santo renovase el rostro de la tierra polaca, pero con ello se refería a la renovación del corazón humano. Con menos frecuencia se recuerda que, en, la misma homilía, dijo que no se podía entender la historia de la nación polaca sin Jesucristo.

En la percepción polaca de las enseñanzas del Papa en aquellos años se intentó buscar sobre todo las connotaciones políticas en las que él insistía. Es cierto que en los años ochenta nos habló a nosotros y por nosotros. Sus viajes a Polonia fueron muy incómodos para el gobierno comunista polaco. Pero hay que subrayar que sus enseñanzas dirigidas a la comunidad polaca tuvieron, por encima de todo, una dimensión religiosa. En ellas hizo hincapié, esencialmente, en la cuestión de la responsabilidad del hombre por su propia vida y por la de su nación. El programa para Polonia fue el llamamiento de Jasna Gora anunciado en el año 1966 con motivo de las celebraciones del milenio del bautismo de Polonia: «Santa María, Reina de Polonia, estoy a tu lado, recuerdo, vigilo». Es un programa de fidelidad, de amor y, asimismo, de apoyo a la identidad y a los vínculos nacionales. A l hablar, la velada destacó especialmente como una defensa de valores y de la solidaridad de las gentes. Les recordó a los polacos que tenían que ser fuertes y no doblegarse ante al mal, sino vencerlo con el bien.

A TODA LA HUMANIDAD

Ya desde el principio del pontificado resaltó expresamente la unidad entre el afán de formar a un hombre capaz de evangelizar a través del ejemplo de vida cristiana, el reconocimiento del papel de la comunidad de la nación como un vínculo cultural enraizado en Cristo, y la perspectiva universal. Juan Pablo II lo expresó de manera contundente en una conmovedora enseñanza en el Blonie de Cracovia el 10 de julio de 1979 al indicarnos que teníamos que ser fuerte con el poder de la fe. Pero también con el poder de la esperanza y del amor. Esa fuerza « nos ayuda a entablar ese gran diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo del mismo Dios…el diálogo de la  salvación». Dios… el diálogo de la salvación». El ruego del Santo Padre — que «jamás dudéis ni os canséis, y que no os desaniméis, que vosotros mismos no cortéis esa raíz de la que crecemos » — contiene en sí mismo todas las dimensiones de su preocupación pastoral: por el hombre, por la nación y por toda la humanidad. Ese modelo encontró en Polonia una aceptación absoluta, ya que derivaba de la experiencia polaca. Juan Pablo II daba esa experiencia a una dimensión universal.

Otra cuestión fue que las enseñanzas del Papa pasaron más inadvertidas por el surgimiento del movimiento de «Solidaridad», la ley marcial del 13 de diciembre de 1981 y, finalmente, por la transformación pacífica del año 1989. El Papa acabó con el comunismo… El mismo lo negó tajantemente, señalando (por ejemplo, en Memoria e identidad) que el sistema había caído por sí mismo. Aun así, no cabe duda que a Juan Pablo II se le consideraba a la cabeza de la nación. Después de 1989, cuando empezó a construirse la democracia en Polonia, fue cuando salieron a la luz las discrepancias entre las enseñanzas del Papa y la actitud de sus compatriotas. Se puede decir que Juan Pablo II esperaba más, puesto que exigía de los polacos mucho más. Sus reflexiones acerca de la patria, del patriotismo y de la nación no dejan ninguna duda. Todo cristiano tiene un deber que cumplir respecto a la comunidad con la que convive.

Juan Pablo II fue plenamente consciente no sólo de los sentimientos de sus compatriotas sino que también del papel que se le había otorgado como «cabeza» de la nación. En la tradición polaca, durante la época de interregno, el primado cumplía con el papel de interrex y esa función de rey no oficial se fortaleció durante la época del cautiverio en el siglo XIX. Por eso, bajo el mando del gobierno comunista, el primado Stefan Wyszynski cumplió con un papel que sobrepasaba bastante sus competencias relativas a la Iglesia. Sin embargo, tras su muerte en el año 1981, este papel fue transferido a Juan Pablo II. El Santo Padre se dio cuenta de los sentimientos y del ambiente vivido en aquel entonces. Uno de los observadores de su primera peregrinación a Polonia, al ver a los jóvenes reunidos delante de la iglesia universitaria de Santa Ana de Varsovia, anotó que serían capaces de llamar rey al Papa (como en Juan 6, 15). En ningún otro país, tal y como en la Polonia de aquel entonces, fue tan fuerte la tensión entre el papel religioso y una esperanza secular.

De la misma manera hay que hablar sobre su visión de Europa como unidad orgánica del Este y Oeste. En el sermón pronunciado en Gniezño el 3 de junio de 1979, Juan Pablo II formuló una tesis que volvería a repetir varias veces, de varias maneras y en varias ocasiones: «¿No es así que el mismo Cristo quiere, o el Espíritu Santo resuelve, que este papa polaco, este papa-eslavo, ahora mismo, desvele la unidad de la Europa cristiana?». Se refería, por supuesto, a las dos grandes tradiciones cristianas que forman la base de Europa, y sin las cuales la civilización actual estaría condenada a la extinción.

Pero también nos hizo comprender el escándalo que había supuesto la partición impuesta a Europa como consecuencia de la II Guerra Mundial y la aceptación en Yalta y Potsdam de la dominación soviética sobre la parte oriental del continente. Asimismo recordó los versos de Juliusz Slowacki quien, llevado por una inspiración profética en el año 1848, trazó en un poema la visión de un papa-eslavo. Sin embargo, tanto el poeta como sus lectores sabían que aquel eslavo era un polaco. Así fueron recibidos esos versos en Polonia en el momento de la elección de Juan Pablo II. Él lo sabía perfectamente. Ahora, después de la muerte de Juan Pablo II, esos versos dan mucho más que pensar al trazar la visión de la salvación del mundo a través del amor.

El Santo Padre quiso darnos a entender que sólo era posible conseguir la unidad de Europa en la cristiandad, no fuera de ella. Lo expresó con precisión en el libro Memoria e identidad.  Es, sin embargo, una visión marcada por el amor y el deseo de convencer de la necesidad de respetar nuestro patrimonio. Cuando Juan Pablo II interrogó a Francia por su patrimonio cristiano, se refería también a todos nosotros como responsables del mismo. No fue una reconvención a todos cuantos se olvidaban de él. En su voz siempre se pudo escuchar amor, preocupación, ánimo, para que eligiésemos unas soluciones difíciles: unas soluciones basadas en la esencia de la civilización, en el sistema de valores.

Mucho más difícil parece describir la visión polaca de las enseñanzas del papa en todo tipo de materias claves. La encíclica Laborem exercens fue leída muy a menudo por la gente que se dedicaba a la labor sindical bajo el gobierno comunista. Sin embargo, el actual movimiento sindicalista de Polonia ya no suele guiarse por sus palabras.

El rechazo a la clasificación izquierda-derecha, el escepticismo frente a la oposición del progreso al conservadurismo no fue ni en la obra ni en la actitud de Juan Pablo II un intento de evitar la confrontación. Me cuesta dar el visto bueno a la insinuación frecuente de que Juan Pablo II no comprendía suficientemente la motivación de los católicos implicados en los procesos revolucionarios, pese a entender el peligro del totalitarismo. Creo que fue exactamente todo lo contrario. La falta de libertad del hombre, su pobreza y falta de esperanza eran las mismas y originadas por la misma falta de amor. Rechazaba el análisis de la lucha de clases, no sólo por el motivo de su experiencia vivida: lo hacía también por el respeto al hombre como tal, por el respeto a los valores. Frente a un mundo arrastrado por todo tipo de conflictos, el camino que había elegido siguió siendo el hombre.

Los polacos fueron y siguen estando orgullosos de su compatriota. Su visión del mundo que no se deja llevar por la tentación totalitaria ni por el consumo se asemeja mucho a la ética de «Solidaridad». No parece en absoluto extraño. El movimiento polaco de contestación tuvo la misma raíz que el pensamiento de Juan Pablo II sobre el problema del trabajo y del capital. Hoy día se ve muy claramente que, en todas las dimensiones, ese pontificado unió la experiencia nacional con la visión global. Eso hizo que Juan Pablo II pudiera abordar sin miedo el fenómeno de la aculturación. Su apertura hacia todos los continentes y variedad de experiencias no fue un mero un trato diplomático, sino que derivaba de la experiencia de un mundo multicultural de la res publica.

¿Es que la perspectiva polaca de ese extraordinario pontificado debe limitarse a señalar las distintas fuentes polacas é influencias en múltiples aspectos de la realidad polaca? Por supuesto que no. Es muy comprensible que al ser polacos, nos fijemos con más atención en lo que se refiera a nosotros, es decir, a la comunidad polaca. Sin embargo, no es lo único. En las enseñanzas de Juan Pablo II podemos encontrar las instrucciones acerca del papel que preveía que desempeñase Polonia: tenía que aportar a Europa unas fuerzas nuevas y fortalecer el proceso de una nueva evangelización. Algunos lo han tomado con una actitud profética, quisieron ver en esa referencia a las raíces cristianas una misión especial para ellos mismos. Pero no era eso lo que esperaba Juan Pablo II. Al dirigirse a sus compatriotas sólo tenía en cuenta el hecho de que a finales del siglo XX, Polonia seguía siendo un país menos afectado por el progreso del laicismo. Por eso quiso protegerla, para que se salvase de ese proceso. Lo que proponía era la perspectiva de diálogo, es decir, de una comunidad y de una apertura hacia el mundo en las que los valores estuvieran al alcance de todos y fuesen adoptados por todos.

En mi opinión, el intento de clasificar a Juan Pablo II con base en las categorías de progreso y conservadurismo, a través de las clases políticas, da lugar a unos efectos lamentables. El fue un hombre completamente inmune a la corrección política. Aun cuando pidió perdón por las culpas cometidas por los cristianos, incluso, por las no cometidas, lo hizo con amor y no por motivos de interés. Para Juan Pablo II, la salvación de la gente fue lo esencial, la anunciación de la Buena Nueva fue un instrumento y nunca un objetivo. Nos hizo recordar insistentemente que la Iglesia la creó Jesucristo y no nosotros. Por lo tanto, no debemos dar demasiadas vueltas presumiendo de nuestro papel en la victoria en las puertas del infierno. Por otro lado, al dirigirse al hombre, Juan Pablo II, simplemente, cumplió con la instrucción: «Por ello os reconocerán como discípulos míos». El Santo Padre fue seguidor de Jesucristo y sugirió que ese era el camino que deberíamos seguir cada uno de nosotros. Un camino de diálogo, es decir, de adopción del amor, de la verdad y de la libertad, como valores que nos guíen cada día.

 

NOTA
1 O bien pequeña familia, así se denomina el grupo unido por Karol Wojtyla en los años de su trabajo pastoral universitario.

Catedrático de Historia de Polonia, Universidad de Varsovia