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Los tres objetivos propuestos en la Declaración de Río de Janeiro como prioritarios en tal celebración fueron:

1 • Que la comunidad matemática aclare los grandes retos matemáticos para el siglo XXI, emulando lo que el gran matemático David Hilbert hizo el año 1900 en París para el siglo xx en una célebre conferencia en la que proponía los principales problemas de la Matemática de su tiempo.
2 • Puesto que la Matemática es una clave fundamental para la comprensión del mundo y el desarrollo integral del ser humano, resulta esencial que la cultura y la información científica, y en particular la Matemática, sean bienes suficientemente compartidos por todos los países. Una educación y formación matemática bien diseñada en los diferentes niveles es un medio necesario para conseguirlo.
3 • Que la sociedad tenga una imagen cabal de lo que la Matemática ha representado y representa en la historia de la humanidad. La Matemática está menos presente en la sociedad actual de lo que debiera, y no pocas veces queda distorsionada por falsos estereotipos relativos a su naturaleza, para muchos abstrusa e inútil.

Es de esperar que a lo largo del año 2000 muchas voces traten, desde los más diversos ambientes, de hacer realidad estos objetivos. Mi intención en esta breve nota consiste en tratar de señalar, volviendo la vista a los comienzos de nuestra ciencia, cómo algunos aspectos del quehacer matemático están relacionados con las actitudes éticas de la persona, poniendo así de manifiesto que el quehacer matemático, bien desarrollado, estimula actitudes humanas profundamente valiosas.

La Matemática, tal como la entendemos y practicamos hoy, nació en la comunidad científicoreligiosa de los pitagóricos, en el siglo VI a. C., y fue concebida como una vía o método a través del cual el hombre podía asomarse a lo profundo del universo, a eso que los pitagóricos expresaban como «las raíces y fuentes de la naturaleza». En aquel tiempo, el quehacer matemático estaba muy lejos de ser una mera técnica rutinaria para dominar algunos aspectos de nuestro entorno físico, tal y como en gran parte puede ser entendido en la actualidad. Lo que Pitágoras y los pitagóricos comenzaron a percibir en su contemplación matemática, hasta llegar a ser de ello muy conscientes, fueron las armonías más hondas presentes en la estructura misma del universo en el que habitamos. Tal contemplación proporcionó los fundamentos de su vida ética y religiosa.

Si los fundamentos del universo entero, se decían, están construidos de forma tan armoniosa como lo percibimos a través del conocimiento matemático, parece claro que nuestra propia vida humana debería tratar de acomodarse a esa armonía. Contemplándola primero, y después respetándola y favoreciéndola tanto en sus aspectos físicos más externos como en los específicamente humanos, a través del respeto especial hacia los seres vivos, y muy en particular a través de las relaciones mutuas con los demás seres, tanto humanos como divinos.

El quehacer matemático fue entre los pitagóricos, en cierto modo, una guía de contemplación y de comportamiento. Lástima que en buena parte se haya transformado entre nosotros en una rutina un tanto vacía, especialmente en las aulas de formación de los jóvenes, donde más necesario sería hacer uso de su poder formativo. Y, sin embargo, a lo largo de la historia ha habido muchos filósofos, científicos y matemáticos que han permanecido fieles al espíritu de los pitagóricos y han seguido viendo en la Matemática mucho más que el mero juego de fórmulas y figuras. Platón es el gran transmisor del espíritu pitagórico. A través de su profunda originalidad de pensamiento y de su capacidad poética para plasmar sus ideas, consiguió que el pensamiento pitagórico calara en nuestra cultura con una intensidad que el tiempo no ha debilitado.

El espíritu pitagórico ha aflorado pujantemente en científicos tales como Kepler, en el Renacimiento, y en nuestro siglo en algunos de los más eminentes matemáticos que han reflexionado en nuestra ciencia con amplitud y profundidad. En el mismo Kurt Gõdel, uno de los matemáticos más eminentes de nuestro siglo, las resonancias platónicas y pitagóricas son manifiestas y a veces explícitas. Con toda razón se puede afirmar que, entre quienes más han hecho avanzar la Matemática y la ciencia en todos los tiempos, ha permanecido vivo e intensamente activo el espíritu de los pitagóricos.

¿Podrían señalarse algunos aspectos más concretos y tangibles de naturaleza ética que sean específicamente estimulados por el quehacer propio de la Matemática? Tan sólo enunciaré brevemente algunos, que merecerían desde luego un desarrollo más extenso.

La raíz de este carácter abarcante de la Matemática sobre lo más específicamente humano está en su propia naturaleza. La Matemática es una exploración de ciertas estructuras omnipresentes y más o menos complejas, que aparecen en nuestra realidad y que admiten ese acercamiento racional, manipulable mediante símbolos, que pone en nuestras manos un cierto dominio de la realidad a que se refieren y que llamamos matematización. La Matemática se acerca a la multiplicidad de las cosas y crea la Aritmética, se aproxima a las formas y se origina la Geometría, explora el propio símbolo surgido en la mente y nace el Algebra, analiza los cambios y transformaciones en el espacio y en el tiempo y surge el Análisis Matemático… En este quehacer, el cometido de la mente humana consiste en interpretar racionalmente, lo mejor que puede, unas realidades, unos hechos que se le presentan como dados, como previos. Esto constituye una de las experiencias profundas que todo matemático vive en su tarea ordinaria, que consiste en percibir que está siguiendo unas huellas que hasta cierto punto le guían en su trabajo.

Este sometimiento a la verdad y a la realidad, que está normalmente tan enraizado en el científico, constituye sin duda uno de esos rasgos importantes que deberíamos apreciar y fortalecer en nosotros. La búsqueda de la verdad, de cómo es la situación, constituye el rasgo típico del científico, y muy en particular del matemático, para quien suele estar bastante más claro que para los demás científicos cuándo una situación es una hipótesis de trabajo y cuándo ha llegado a una verdad incontrovertible. La aceptación gozosa de esta verdad, sea quien sea el que la haya encontrado, y contradiga o no nuestras expectativas previas, es otro de los rasgos de generosidad que se dan en el trabajo matemático. El goce en la contemplación de la verdad y en la participación con otros de la belleza que suele resultar de esta actividad, es el premio que el matemático recibe de esa actitud abierta y generosa.

El sentimiento de profunda humildad ante la multitud de verdades aún por descubrir es otra de las actitudes interesantes que la Matemática puede estimular. Newton lo expresó en bellas palabras: «No sé lo que la posteridad pensará de mí, pero me parece haber sido solamente como un muchacho jugando a la orilla del mar y divirtiéndose al encontrar de vez en cuando un guijarro más suave o una concha más bonita que de ordinario, mientras que el gran océano de la verdad yace sin descubrir ante mí».

El quehacer matemático nos hace sentirnos, más que en ninguna otra ciencia, cercanos a todos nuestros antecesores en las mismas tareas. Los teoremas que fueron alcanzados por los babilonios o por los antiguos griegos siguen siendo tan válidos hoy como entonces. Como decía Hardy, ellos son «colegas de otra universidad». El trabajo matemático es tarea común y participada. Newton mismo decía: «Si algo he conseguido, es porque me he encaramado a hombros de gigantes».

La Matemática se fundamenta en su mismo comienzo sobre el consenso. Sus propios inicios se llaman postulados, y las definiciones de los nuevos objetos que se van introduciendo también son convenciones. Sobre ellos se asienta la totalidad del edificio que vamos construyendo. La aceptación del consenso es otra de las actitudes que la Matemática estimula.

La Matemática es consenso, es sometimiento a la realidad, pero es también, y de forma muy importante, libertad creativa. Como Georg Cantor, el creador de la teoría de conjuntos, afirmaba solemnemente a comienzos del siglo XX, «la esencia de la Matemática es la libertad». Y es que, al igual que el artista que pretende expresar para los demás una vivencia, una visión muy especial que tiene, también el matemático dispone de muchos procedimientos posibles para hacerlo. La Matemática es, sin duda, descubrimiento, pero también creación libre, aventura.

Todo esto comporta un gran reto para nosotros los matemáticos y especialmente para los que tratamos de transmitir nuestro saber y hacer a los más jóvenes. ¿Cómo empaparnos en actitudes semejantes, hacernos conscientes de ellas y tratar de compartirlas con nuestros compañeros, con nuestros estudiantes…? Yo propondría a modo de enunciado, para acabar, unas cuantas ideas posibles, que tendrían la virtud de acercar esos dos campos que aparentemente se contraponen en un mundo convertido artificialmente en un universo de dos culturas enfrentadas, la humanística y la científica. Estas ideas podrían ser puestas en práctica en nuestra educación matemática a todos los niveles, con gran provecho y con frutos probablemente mejores que los que resultan de nuestro actual sistema de formación: la consideración de la Matemática más allá de la mera técnica; el conocimiento de la historia de la Matemática; el conocimiento y lectura de los grandes matemáticos; la aceptación explícita de las responsabilidades que se derivan del quehacer matemático ante nosotros mismos, ante nuestros alumnos, ante la sociedad a la que pertenecemos.