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Y el undécimo «no molestar». Ya se sabía; aunque ahora quizá haya que añadir que los otros diez mandamientos se encierran en éste, según los textos sagrados de la educación para la ciudadanía. Pero no es de ellos de donde robo el título (quizá ya no sea pecado hacerlo, si no se molesta…), sino (asómbrense…) de los mismísimos Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, en los que un magistrado emérito del Tribunal Constitucional ha tenido la santa paciencia de inventariar un selecto ramillete casuístico de lo que caracteriza como jurisprudencia «menor»: fallos de instancias iniciales de nuestra jurisdicción, que dejan al descubierto hilos para engrosar más de cuatro madejas.

¿Podemos seguir pensando que sólo es derecho el derecho positivo? ¿Quién y cuándo lo pone?, o, lo que es lo mismo, ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Puede el Constitucional dictaminar que se ha vulnerado un derecho fundamental y contemplar luego, beatíficamente, cómo el Supremo decide por su cuenta la indemnización que subsane el destrozo, sin que se desencuaderne el ordenamiento jurídico?

A Rafael de Mendizábal Allende, autor del artículo que comento, no le duelen prendas. A estas alturas de la película, lo de lo políticamente correcto no parece importarle un ardite. Pasen y vean: «Cualquier persona razonable entiende muy bien que haya un derecho natural a no lucir las imperfecciones físicas», como «flacideces, celulitis, cartucheras o pistoleras». Duro asunto el de defender el derecho a la intimidad, con arreglo al cual para un inglés su casa es su castillo, en una España donde, a falta de castillos, se tiene a orgullo no tener nada que ocultar, y se considera el chollo del siglo que, además, te paguen por contarlo.

Nuestra Constitución se tomó el asunto en serio, con no poca sorpresa del personal, y hete aquí que tenemos derecho, fundamental y todo, a que nos dejen en paz. En el artículo 18 está puesto, que lo he visto yo; o sea, que es derecho positivo de estricta observancia. Claro que el legislador tiene que desarrollarlo, para que tan loable protección no quede en agua de borrajas. No hubo problema; la ley orgánica de turno ya cumplió los veinticinco. Sólo queda pues un pequeño detalle: que cuando a alguien, como ha dibujado «El Roto», le diagnostiquen «un rumor maligno, y además infundado, de los que no tienen cura», algún juez acierte a la hora de calcular a cuánto sale la ronda. A setenta y cinco euros por barba, según nos cuenta don Rafael, les salió la juerga a dos lumbreras marcianas, que aprovecharon la vuelta para dedicar otro programa a pitorrearse del angelical juez de turno. Puro derecho positivo; para ellos…

Habíamos quedado en que «las normas se interpretarán», entre otros muchos criterios rara vez acordes, con arreglo a «la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas»; lo dice el Código Civil, que lo he leído yo. El Supremo lo intentó a su modo, en el culebrón de la maltratada ciudadana Preysler, comparando verrugas con caídas del andamio; la verdad es que a la nursey largar le acababa saliendo casi tan barato como a los marcianos. Aunque no cobrara a cambio tanto como ellos, no dejaba de llevarse una pasta.

Al magistrado Mendizábal se lo llevan los demonios. Hay jueces por ahí que se conforman con fijar —eso sí, solemnemente— una indemnización simbólica. El asunto le parecería «hasta estéticamente atractivo a finales del siglo XIX o dentro del XX en el marco de la belle époque para dirimir un litigio entre caballeros, sustitutivo de los juicios de Dios o de los románticos duelos», pero no frente a «grandes empresas, a veces multinacionales, cuya voracidad insaciable de beneficios y su pareja falta de escrúpulos son notorias». ¿A cuánto habría que cotizar la intimidad cuando, según nos recuerda, a los reclusos de Alhaurín de la Torre les pagaban a 60.000 euros los vídeos caseros sobre sus vecinos de la cosa marbellí?

Al Tribunal Constitucional se le acabó ocurriendo que declarar vulnerada la intimidad de un ciudadano, sin garantizar que le acabe doliendo el bolsillo a quien de eso vive como un rajá, sería una broma pesada. Aún dura la bronca con el Supremo. Al fin y al cabo, uno y otro predican con el ejemplo; se muestran elocuentemente celosos de su intimidad; o sea, del derecho fundamental a que los otros les dejen en paz. Don Rafael no tiene nada claro que el pueblo llano lo tenga tan fácil.

Catedrático de Filosofía moral y política. Universidad Rey Juan Carlos