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A continuación se reproduce una selección de las cartas recibidas como respuesta al artículo de Eduardo Torres-Dulce titulado «La justicia en España», publicado en nuestro anterior número.

Un espectáculo ridículo

El lúcido análisis de Eduardo Torres-Dulce realizado en Nueva Revista me anima a abordar uno de los aspectos a los que él alude: la elección de los jueces miembros del Consejo General del Poder Judicial; y no sólo por la obvias consecuencias de la modificación del sistema originario, sino porque los jueces, aun siendo independientes, nunca podrán parecerlo.

Cuando se habla de un problema de mayor gravedad, como es la situación que se vive desde hace unos años en el País Vasco, se señala con acierto cómo allí el daño producido por el terrorismo no se limita a su intolerable coste en vidas humanas. Al mismo habría que añadir, por si fuera poco, la consiguiente degradación ética y el encanallamiento implícito que provoca en la vida social. Nos lo desvelan con pelos y señales Savater o Arteta.

Salvando la distancias con el caso mencionado, sería miope reducir el problema del Consejo General del Poder Judicial al destrozo de la independencia objetiva de los jueces, que sería lacra suficiente. El asunto va más allá, en la medida en que el sistema convierte al Consejo en escenario lamentablemente privilegiado de la notoria carencia de sentido institucional que asola la vida política de nuestro país. La existencia de las instituciones sirve de poco si quienes las ocupan no cumplen la función que las justifica. La diferencia entre una democracia moderna y un sistema bananero radica en que, en el primero, los policías ejercen de policía y se les paga como a funcionarios; en el segundo, son delincuentes con placa, lo que como toda profesión liberal acaba saliendo más barato.

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La teoría es bien conocida. Si hay que elegir miembros para el Consejo, qué instancia más democrática que las propias Cortes para decidir los más aptos. Esta hipócrita canonización se convierte en instrumentalización partitocrática a través de un cuádruple ingrediente.

En primer lugar, el deliberado olvido de lo dicho por el Tribunal Constitucional en la que es, sin duda, su sentencia con mejor doctrina y peor fallo imaginable: aplicar al gobierno de los jueces el juego partitocrático, propio del parlamento, tendrá efectos previsiblemente catastróficos.

En segundo lugar, se pone de relieve que las Cámaras —que lo son menos de diputados o senadores que de grupos parlamentarios— pueden acabar convertidas en un guiñol, donde el Gobierno y sus preceptivos acompañantes escenifican sus apetencias cotidianas. Es obvio que no los nombrarán las Cámaras (las papeletas se reparten a sus miembros ya rellenas) sino los partidos.

Como consecuencia de todo lo anterior, los nombrados se sienten obligados a guardar lealtad; pero no a la institución y sus finalidades, sino a los intereses de quienes les propusieron para ocupar el puesto. Las votaciones mecánicamente previsibles hablan por sí solas.

Por último, y esto es sin duda lo más grave y menos denunciado, la sociedad acaba esperando que los vocales se comporten así y llegan a censurarlos si no ocurre. Más de una vez oí comentar que mientras los vocales progresistas del Consejo (cabe extender, lógicamente, el dictamen a otras instituciones) actuaban como un grupo acorde y estratégicamente disciplinado, los conservadores incurrían en imperdonables personalismos, iban cada cual a su aire o incurrían en inadmisibles ingenuidades por su falta de estrategia. El problema no es que lo hicieran mal; eran duramente censurados por pretender hacerlo bien.

Por si fuera poco, cuando finalmente optaron por hacerlo mal, como todo el mundo esperaba, el Gobierno cambia formalmente las reglas del juego en pleno partido para que no puedan frenarle. Cuando luego llega la hora de elegir a sus sucesores, pretende volver a cambiarlas —esta vez por la vía de hecho— disfrazando de pluralismo la imposición de su ortopédica mayoría sin freno alguno.

¿Cuándo terminará el espectáculo?

Andrés Ollero Catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos

Amanece, que no es poco

El título, que tomo de una comedia cinematográfica surrealista, viene a reflejar la realidad de nuestro sistema judicial. Que cada día todos los órganos judiciales se pongan en marcha no deja de ser un milagro que, como todos, sorprende. Unos, como aquellas viejas y pesadas locomotoras a vapor, entre resoplidos de vapor y hollines, lo hacen tirando de una larga y pesada cadena de vagones cargados de pleitos; otros, silenciosamente, alcanzan una más que aceptable velocidad. Es el resultado de una Justicia modernizada a base de parches pero que desde hace ya demasiado tiempo tiene una revolución pendiente.

La razón es obvia: en la Justicia de la España constitucional, la política ha sido la protagonista. Primero —no quedaba más remedio— tuvieron que asentarse sus bases como poder del Estado: independencia, separación de poderes, el derecho a la tutela judicial, autogobierno, etc. Pero diseñada esa estructura básica, esas señas de identidad, el protagonismo ha estado en reformas que han llevado la Justicia al campo de los intereses políticos. Ocurre con la elección parlamentaria del Consejo General del Poder Judicial —y todo lo que de esto se deriva, que es mucho— o la autonomización de la Justicia.

Esta preponderancia de lo político frente a lo debido al ciudadano, lejos de acabar, promete intensificarse. Ahí está el proyecto de crear Consejos de Justicia autonómicos y jueces de proximidad; el barrunto de un Ministerio Fiscal que sustituya al juez de instrucción y, en definitiva, todo lo que rodea al Estado autonómico que hace que más que política judicial haya política territorial —con sus intereses localistas— aplicada a la Justicia. ¿Dónde estaría la revolución pendiente? Muy sencillo: en pensar y procurar una Justicia para el ciudadano; una Justicia que al objetivo general de prosperidad y bienestar aporte seguridad, certeza, eficacia en la resolución de conflictos, en definitiva, algo tan elemental como que el Estado de Derecho sea real y efectivo.

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Nuestra Justicia sigue viviendo todavía de un capital que allá por 1870 se depositó en el banco de la historia judicial y, aunque ya escasas, sigue dando rentas. Sería injusto ignorar que, tanto en lo procesal como en lo organizativo, no ha habido reformas que han procurado —y siguen haciéndolo— eficacia, pero hay aún muchos puntos negros, algunos excesivamente negros. Y es aquí donde está pendiente esa revolución. Librar a la Justicia de la maraña de intereses profesionales que coartan las reformas estructurales; ver en la Justicia algo más que jueces; escapar de esa visión «territorial» o de cifrar toda solución en el «más» (más jueces, más juzgados…) que lo único que hace es multiplicar y consolidar esquemas superados; garantizar la unidad de nuestro sistema jurídico y judicial; desterrar la lentitud como nota congénita a la Justicia; disuadir a los que ven los tribunales como una barra libre donde todo puede plantearse libre y gratuitamente; hacer de las nuevas tecnologías algo cotidiano; implantar criterios de organización que escapen a las apetencias corporativas o territoriales, etc., son aspectos de esa revolución.

Todo esto y mucho más es pensar una Justicia moderna para el ciudadano, aunque antes habrá que pensar en una clase política que se mueva por y para ese ciudadano, capaz de pagar esa deuda que tiene con sus electores y que haga de la Justicia un terreno neutro, apolítico, de Estado y no de intereses políticos en el sentido más negativo de la palabra.

José Luís Requero Magistrado y Vocal del CGPJ