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«Cuando la historia se repite y ovilla sobre sí misma en espirales concéntricas, el cronista que la reseña se ajusta por fuerza a una rotación similar: Girar y girar en torno a los círculos de la gehena, la ronda de estaciones de un asedio sin fin. Los cuadros y escenas son los mismos: todo ha sido dicho y escrito. ¿Qué puede la usura de la palabra, frente a la reiteración del horror? Juan Goytisolo iniciaba de este modo un artículo titulado «Reserva privada de caza». Después explicaré por qué he decidido encabezar con esta cita este artículo.

Hace unos treinta años, cuando abandoné las aulas y obtuve mi primer trabajo, creía ingenuamente que el periodista era tan solo un protagonista más de los hechos que vivía, limitándose su trabajo a procurar difusión y explicación lineal, en el marco de una situación dada. Eran tiempos en que nuestra sociedad estaba dirigida por un autócrata, y los medios de comunicación servían para ensamblar la vida cotidiana en unos principios emanados de aquella única fuente de poder, para articular, con la eficacia por todos conocida, el simulacro de una vida política.

Todo era plano, aparentemente, porque la historia seguía describiendo siniestros círculos concéntricos sobre la vida de los españoles, que pugnaban por escapar de las revueltas de la espiral. Así las cosas, en la revista de actualidad en la que conseguí mi primer trabajo, alternábamos semanalmente portadas en cuatricomía entre el mercado monárquico y el folklórico: algo parecido a las actuales revistas del corazón, solo que entonces la oferta era bastante limitada: La monárquica iba de Fabiola a Soraya, y la folklórica de Lola Flores a Carmen Sevilla. La fórmula, milagrosamente viva, sirve para abrir hoy en día telediarios, cuando las cosas van mal políticamente, lo que prueba lo conservador de ciertos gustos.

En una de éstas, me tocó cubrir una multitudinaria boda principesca, tarea en la que hicimos nuestras primeras armas casi todos los periodistas que pudimos iniciarnos por aquellas fechas en el «oficio». Allí me encontré perdido en una atmósfera de irrealidad: tomé conciencia, por vez primera, de que yo era la única persona extrañamente «real», de todas las que asistían al acto. Me sentía dotado de esa mirada especial, distante, penetrante y lúcida, única, que creemos debe respaldar nuestra condición de periodistas. Inquieto, me preguntaba el porqué de ese síndrome, que después bauticé como del «ojo de pez». La respuesta vino sola cuando me senté, aislado de nuevo en medio del bullicio de la redacción, a escribir mi reportaje: yo era lo único real, porque estaba contando aquello que sucedía.

¿Qué tiene que ver todo esto con el tema de este artículo? ¡Estamos solamente al principio, y ya filosofa! Simplemente, he atraído vuestra atención hacia la realidad y contradicciones de la condición de periodista, para entrar de lleno en el tema y para que me perdonéis hacerlo en primera persona; los datos que os voy a dar están necesariamente preñados de mis propias impresiones y creencias, pero no quiero estar solo en esta historia. Quiero compartir lo vivido y estar seguro de que todo lo que ha sucedido no es irreal, y que nos preguntemos cómo es posible que hayamos llegado, pasivamente, hasta estas orillas donde la vulneración de todo principio ético ha tomado la apariencia de la normalidad.

Mi historia profesional afinca sus raíces en los últimos lustros del franquismo. Se desarrolla en la transición. Sobrevive en el felipismo, solamente para ver de qué modo hierve su savia en la esperanza de un cambio. La historia de este periodista hinca sus raíces en la prensa escrita y alcanza su juventud en la Televisión de Estado, en la década de los sesenta. Se desarrolla más adelante, durante los años setenta, trabajando para un híbrido entre Televisión de Estado y un frustrado parto de Televisión Pública. Languidece después en los ochenta, y se anima por último, ahora mismo, en una esperanza: el abandono de las prácticas dirigistas y totalitarias por parte de quienes tengan en el futuro la tarea de gobernar el Estado en democracia, para dar lugar a una Televisión Pública cuyo Estatuto coincida punto por punto con la Constitución Española.

De «la primavera de Pío» a «la tormenta de Alcubierre»

Una anécdota personal. A principios de los años setenta, me encontraba en uno de los que ahora se llaman, en anglicismo mal traducido, «momentos dulces» de la profesión. El régimen autoritario del General Franco anunciaba una lenta y ambigua transformación, y algunos periodistas empezamos a practicar con cierto éxito el periodismo político, apoyándonos en el hambre de participación de la mayoría de los españoles. El Ministro de Información y Turismo, dueño y señor por ley, de la Televisión de Estado, era Pío Cabanillas, quien se revelaría más adelante como acendrado demócrata y liberal. Iniciaban por aquél entonces, tímida y tácitamente, tanto el Ministro como algunos compañeros suyos, y casi en la misma clandestinidad que los partidos en el exilio, lo que hoy se llama «pre-transición» y entonces bautizamos los neo-natos comentaristas políticos como «La Primavera de Pío».

A éste periodista le mandó llamar aquel ministro para decirle que leía su columna atentamente y quería que hiciese lo mismo, pero desde la capital madre de la democracia formal: Quería verme hablando de lo que era un parlamento, frente a la Asamblea Nacional de París. Ojalá que esta sea la última consigna que tenga que dar un ministro a un periodista, añadió Cabanillas. Será la primera que yo me empeñe en cumplir, le contesté. Y esa fue desde entonces, y hasta poco después de la muerte de Franco y las primeras elecciones libres, mi tarea profesional, que coincidía plenamente con mis aspiraciones personales.

Pío Cabanillas deseaba abrir la puerta para la sustitución de los funcionarios del régimen, que entonces realizaban las funciones de propaganda, por auténticos periodistas. Quería que se empezara a hablar de democracia desde la Televisión de Estado. Daba así los primeros pasos hacia la lenta transformación del Régimen y el cambio de la Televisión Unica, hacia lo que hoy debería de ser la Televisión Pública que nuestro país merece y necesita.

La «Primavera de Pío» quedó frustrada transitoriamente por «la tormenta de Alcubierre», nacida de una famosa sesión del Consejo Nacional del Movimiento. Solo escampó cuando la muerte del General y el buen viento que trajo a Adolfo Suárez, suministraron al Régimen autoritario los elementos para hacer posible su desaparición y alumbrar la constitución de un Estado Democrático.

La transición televisada

Uno de los mecanismos que utilizó Adolfo Suárez para forzar la transformación del Régimen, evitando la ruptura que muchas fuerzas políticas de oposición a Franco propugnaban por entonces, fue precisamente, su propia Televisión. Muchos de los excelentes periodistas que invernaban en sus pasillos tomaron las riendas de la información, dedicaron programas a exaltar las virtudes de la convivencia, del pluralismo, de la tolerancia… Y salvo alguna que otra anécdota debida a la ambición personal de alguno de sus directores generales -hoy en día asesor de imagen-, puede afirmarse que Televisión Española cumplió con probidad la tarea a la que estaba obligada, tras contribuir durante decenios a la represión de la libertad de conciencia y de palabra. Ayudó a los españoles a llegar al consenso, la tolerancia y la concordia que importa un régimen de democracia parlamentaria.

Nuestra Televisión se ganó definitivamente los galones el día 23 de febrero, gracias a la valiente actuación de un realizador centrista, José Marín que desobedeció la orden de Tejero de cortar la retransmisión desde el Congreso. Más tarde, la odisea de dos periodistas, Jesús Picatoste y Pedro Erquicia, atravesando de noche las hileras de blindados, logró llevar a buen puerto la alocución del Rey que disolvió definitivamente el golpe de Estado. Al abrigo de toda ésta historia de honradez política e informativa, se terminaron de recomponer -periodísticamente, como políticamente lo hicieran con la creación de UCD no pocos virgos y honras. Todos los periodistas que en TVE trabajaron y dieron consignas eran ya demócratas por decreto. Todos los políticos que aceptaban las reglas del juego parlamentario, empezando por el nuevo Jefe del Estado, también. Lo más difícil estaba hecho. Una modélica transición de poderes, protagonizada por Eugenio Nasarre como director general y Juan Roldán en su cargo de director de los Servicios Informativos, aseguró finalmente el traspaso del medio, de la UCD al PSOE, en un ejercicio impecable de espíritu democrático y probidad informativa.

El Estado emite

Pero de una u otra manera, y en escalada continua y arrogante, a partir de entonces «el Estado siguió emitiendo». Parecía que quien detentaba el poder no se fiaba de la sola fuerza que le habían dado los votos, y necesitaba nuevamente de ese poderoso medio de galvanización de masas. Creía a pies juntillas que la «caja idiota» formaba parte del equipo más elemental del perfecto gobernante. ¿Cómo vivimos ese momento ingrato los «valientes» periodistas españoles? Muchos conversos, aferrados a su celo de neófitos y alejados por tanto de los principios de la profesión, militaban ya abiertamente en favor de los partidos que les habían acogido desde el inicio de la Transición. Y entre ellos, sobresalía el que mostraba su vieja vocación resucitada de «Partido único». Comenzó así un proceso de politización progresiva de muchos periodistas que no pudieron, supieron o quisieron diferenciar la legítima adhesión a una ideología, o lo que es lo mismo, a una particular y personal interpretación del mundo, con las actitudes políticas concretas y circunstanciales para hacerla posible.

Entre unos y otros se crearon bandas, oficinas, gabinetes de «técnicos en información», o de «imagen», que trabajaban desde el interior de las redacciones, ya fuera fielmente para un partido, o alternativamente para uno u otro, dependiendo del viento que soplase. Cayó la UCD, de la shakespeariana forma que todos sabemos, dejando en herencia y de modo impecable el instrumento de gobernar con imágenes a un PSOE nutrido por una militancia de aluvión, hambrienta de poder de Estado y considerando a éste un bien mostrenco. Coherentemente, lejos de perfeccionar el lugar de encuentro que recibía, donde mayorías y minorías pudieran pactar la convivencia y administración de lo común, lo tomó alegremente por asalto, disponiéndose a utilizarlo, remendando al Régimen pasado, como un Ministerio de Propaganda. Aquellos responsables de imagen se convirtieron pronto en comisarios políticos… Recuerdo aquí, a propósito, la famosa boutade de Santiago Carrillo, quien refiriéndose a los sindicatos verticales franquistas, pretendía heredar todo el aparato, «con los ascensores funcionando». Coherente y pillo, el viejo discípulo de Stalin sabía de lo que hablaba. Pero ese fue el talante con que González Márquez tomó también la que él llama todavía Televisión Pública: como soporte fundamental de su perpetuación política. No en vano Carrillo dormita plácidamente en el felipismo, felicitándose de la misión cumplida que le ha proporcionado una jubilación feliz.

Es verdad que muchos periodistas que habían militado activamente en vanguardias antifranquistas durante la dictadura, habían «devuelto el carnet» algo precipitada e ingenuamente en los albores de la transición, pensando que en un régimen de libertades, su misión debería de ser incompatible con la militancia activa. La UCD había mantenido con ellos una tolerancia interesada, fruto acaso de la mala conciencia de algunos de sus dirigentes, aún no convencidos del todo de lo fácil que había resultado la conversión a la nueva religión democrática. Otros ingenuos pensaron que por fin «habían llegado los suyos», y con ellos el disfrute pleno de las libertades de la Edad de Oro, entre las cuales la princesa de sus sueños: la libertad de información. La princesa pronto saltó en sapo, y perdonadme el tópico. Los ingenuos fueron «fusilados al amanecer». Los más recalcitrantes a la obediencia ciega, deportados. Y colocados en libertad vigilada los demás. El propio José Luis Balbín, autor de la apertura de una de las más valientes ventanas de libertad en la televisión de todos, fue el primero en caer. Siguieron otros como Juan Roldán, Pablo Irazazábal, Martín Ferrand, Miguel Ángel Gozalo, Manuel Piedrahita, Luis Angel de la Viuda y naturalmente, un largo, etcétera de buenos periodistas anónimos, de los que siempre han constituido la base de un eficaz cuadro de redacción.

El periodista que os habla, a quien dejamos momentáneamente en la corresponsalía en París de TVE, después de asesorar más adelante a Pío Cabanillas desde el nuevo Ministerio de Cultura, y tras cubrir plaza en las corresponsalías de Rabat y Londres, siguió también en suerte al viejo amigo y veterano director de La Clave y los demás colegas. Uno tras otro fueron cayendo los periodistas independientes y ocupando su lugar algunos agentes del nuevo Movimiento Nacional. A los funcionarios en nómina que abrazaron la nueva fe se les ascendía, a los demás se les contrataba, o se les organizaban oposiciones amañadas, como las de un presentador recental, que hoy en día ejerce sus funciones de vicepresidente de una cadena privada, a quien se puso como tema la confección del telediario… que había presentado la noche anterior. A los demás, se les implantó un sistema de «pluses» que permitía, al mantenerse inmóviles los viejos sueldos, otorgar gabelas a quienes obedecían sin preguntar, y mantener en niveles de hambre al resto, hasta que «comprendieran» lo que supone -en una profesión ya de por sí muy mal pagada- estar inmovilizados en un trabajo empobrecedor, infravalorado y peor pagado. La situación, vigente hasta hoy día, ha sido aceptada y ratificada por algunos sindicatos dóciles, cómplices del felipismo. Hace diez años que en el Ente Público no se convocan oposiciones. Solo se contrata y se despide.

El Ente… ¿es público?

Estábamos pues, en que nuestra TVE se llamó, desde la firma de la Constitución y posterior redacción de su nuevo Estatuto, oficial y pomposamente, «Televisión Pública». A ella, y para terminar con el monopolio existente, debían de añadirse nuevos canales privados, amén de otras televisiones públicas de carácter autonómico. El nuevo régimen legal de la difusión de imágenes, aseguraría el preciso pluralismo proporcionando buena información y entretenimiento a todos los ámbitos de la sociedad. La cruda realidad consistió en que, muy pronto, tanto las autonómicas como las privadas vinieron a reforzar la acción del neonato Ente Público, con el mismo trabajo sucio de la antigua y conocida Televisión Estatal. Evidentemente, el Partido socialista, consciente de que debía cumplir su promesa de resistir veinticinco años en el poder, a resultas de una lectura mitómana de la mayoría absoluta alcanzada en 1982 había decidido preservar en lo público el manual de uso de la TVE de la dictadura, aplicándolo de paso a la privada. Al fin y al cabo, disponía de un poder solo comparable en la práctica al que disfrutara el invicto Caudillo, pero bien conquistado en las urnas y sin necesidad de matar un gorrión -además de la inapreciable ayuda que prestó en su día el miedo a un golpe militar-. Todos los dirigentes del Partido Socialista olvidaron esa ley fundamental de la democracia, que exige un respeto absoluto a las minorías.

Bien es cierto que se desaprovecharon los tiempos de buena voluntad y bonanza constructora de la transición, para poner en pie de obra los cimientos de una auténtica televisión pública, que afrontara con garantías de probidad y credibilidad la inexorable llegada del capital privado a la difusión de imágenes por televisión, y que hiciera por tanto viable la explotación legal y legítima de las inversiones realizadas en productos televisivos. Así lo hicieron en su día Gran Bretaña y Alemania, por poner dos ejemplos modélicos y que gozan de un estado de convivencia entre cadenas públicas y privadas, que si no es perfecto ni está exento de roces y conflictos de intereses, sí funciona en un marco de equilibrio entre intereses públicos y privados. Como de costumbre en nuestro triste país, asistimos estos días al bochornoso espectáculo del intento por parte del poder de introducir subrepticiamente capital público en una cadena privada, para proteger mejor sus intereses ya próximos al K.O. técnico.

Competencia desleal

Recordemos aquí que la primera medida que tomó el primer mandarín del PSOE en aterrizar en Prado del Rey, -un curioso personaje de ademanes mussolinianos- consistió en suprimir la financiación pública de la vieja RTVE, con el argumento de que no debía gravarse el bolsillo del ciudadano, ya que con los ingresos publicitarios de TVE podían sufragarse todos los gastos del nuevo Ente Público, amén de que la competencia sería sana una vez que existieran las emisoras privadas, pues se desmitificaría la emisora pública, al tiempo que la industria audiovisual y el espectador saldrían ganando.

De modo ilegal -de modo anticonstitucional para ser más precisos, ya que el mandato de nuestra Carta Magna exige taxativamente su financiación con dinero público-, la televisión pública dejó de ser sufragada por el conjunto de los españoles para financiarse exclusivamente con los ingresos publicitarios. Es decir, se planteaba de entrada la competencia desleal a las privadas, al tiempo que se anunciaba a bombo y platillo su creación como clara expresión de una concepción liberal del mercado. La abundancia de publicidad empezó a incrementarse en los dos canales públicos. Se interrumpieron brutal y continuamente las películas, en contra del movimiento de intelectuales y realizadores de toda Europa, que defendían la integridad de la obra cinematográfica.

De la televisión del Estado a las privadas

Al mismo tiempo, había cundido la consigna en los ámbitos próximos al poder de que «había que prepararse», y preparar la llegada de las «privadas». Poco a poco empezaron a abandonar la casa algunos profesionales adictos al sistema que fundaron productoras, a menudo con préstamos públicos, y a los que se aseguraba la compra de sus programas previo ingreso de un porcentaje en las cajas recaudadoras del partido. Cayó paulatinamente, como consecuencia de tales prácticas, la producción propia y los pasillos empezaron a llenarse de realizadores, guionistas o montadores de vídeo que, o bien vegetaban o negociaban contratos con dichas productoras privadas. Primero trabajaron clandestinamente para ellas, después lo hicieron a las claras, más tarde encabezaron el éxodo desde la casa madre hasta las flamantes cadenas. Los archivos de documentación audiovisual, auténtico tesoro patrimonial de la vieja televisión pública, fueron saqueados sin piedad. Y dio comienzo la lenta descapitalización de nuestra televisión pública, sin que por supuesto, sus servicios informativos, dirigidos por militantes de nómina, hicieran bueno ese calificativo en ningún momento.

La historia reciente y sus causas

Anuncié al principio que solo os contaría la historia de un profesional a lo largo de su andadura pública como periodista en los últimos años, tan ligados en nuestro país a profundísimos cambios. Pero me resulta muy difícil no lamentar las ocasiones pérdidas para dotar a la sociedad española de un excelente instrumento de educación e información, administrado por manos democráticas, al margen de los apetitos electorales que cada cuatro años malbaratan los mejores propósitos, e impiden planificar, y mucho menos realizar, proyectos a medio o largo plazo. Acaso por la carencia de un espíritu del tantas veces denostado «Estado» por parte de quienes se consideran sus valedores, ayudados por liberales que olvidaron que el liberalismo más auténtico, el que ayudó a levantar la democracia más potente de la tierra, es el nacido de aquella revolución burguesa que se levantó sobre las columnas de la Ilustración llamadas libertad, igualdad, fraternidad y tolerancia. Liberal no es sólo quien cree en una doctrina económica, sino quien profesa responsablemente la práctica de las libertades.

La historia que vivimos a partir de entonces la podéis recordar todos, ya que es muy reciente. Aparecen las deseadas «privadas», mediante concesiones a empresas afines, o que desean ser amigas de un poder que ha demostrado ya ampliamente su modo de comerciar con sus concesiones. Los nuevos empresarios televisivos, sus presentadores, sus comentaristas, exhiben sin excepción rostros conocidos por su militancia activa en el partido que lidera todavía González Márquez, y que han sido previamente «rodados» y entrenados en «la pública» RTVE. Excepción que confirma la regla: La única antena que se rebela y amaga unas valientes formas de oposición, Antena 3, liderada por Martín Ferrand y Luis Herrero, es rápidamente reducida. El afán de lucro fácil desborda todas las expectativas, quebrando uno tras otro todos y cada uno de los supuestos del pudor más elemental, del comportamiento ético, y no digamos ya del periodístico.

Vale todo. Se transgreden los derechos de seres indefensos. Los niños sufren las más brutales agresiones mediante la programación de series violentas en sus horarios habituales de audiencia. La publicidad ha dejado ya de ser subliminal, para aparecer descarada y claramente confundida con la información. Y la nuevamente mal llamada pública, que no debía costar un duro al ciudadano, no solo se ve privada de sus recursos mediante una administración incapaz y posiblemente corrupta, sino que se ve obligada a regresar a la doble vía de financiación, endeudándose en miles de millones de pesetas -que deberán ser costeadas por el dinero público- por la carrera desenfrenada e interesada por competir con las privadas.

¿Cuál ha sido la causa de tal estado de cosas, que repudia la razón? El propio poder suministra un razonamiento de gran simplicidad: para que TVE tuviera eficacia como instrumento público debía conservar la mayor audiencia posible, y por tanto se veía forzada a ofrecer la misma «tele basura» que las privadas. Un galimatías que quizás solo entiendan quienes se benefician aún hoy descaradamente, tanto política como económicamente, del subproducto financiero de la situación, ya que, en lugar de rebelarse contra esa brutal competencia que desborda la adjetivación de desleal, proporcionan una coartada perfecta a las privadas para pelear por la audiencia de cualquier manera, incumpliendo la propia legislación española sobre saturación publicitaria, y presionando al gobierno para que no aplique la normativa vigente en la Unión Europea. ¿Cuál es el pago que deben brindar por el disfrute de esta situación de tolerancia? Seguir manteniendo al frente de sus informativos a los incondicionales del felipismo, y no crear ni un solo problema al partido en el poder.

Algunos testimonios

Me viene a la memoria a éste respecto, un párrafo del libro La crisis de la Televisión Pública del Profesor Pere Oriol Costa i Badía, de la Universidad de Barcelona, que compartió aulas conmigo hace ya más de treinta años. Dice este experto, al referirse a la televisión y los sistemas políticos, que algunos países con sistemas dictatoriales, han legalizado emisoras privadas junto a la televisión estatal, o incluso sin que ésta exista. Es una situación que se da en varias Repúblicas latinoamericanas y en algún que otro país tercermundista. En tal caso, hay en el emisor privado una identificación, al menos objetiva, con los intereses del grupo político dominante. La empresa privada a la que se concede titularidad de algún medio audiovisual, tiende a reducir los espacios destinados a la información política y a cualquier tema que le pueda hacer entrar en conflicto con el gobierno. «Pactos de este tipo son los que estuvieron vigentes en España en el campo de la radio durante el franquismo». Este texto no solo ha resultado exacto, sino extraordinariamente profético aquí en lo que se refiere al comportamiento tercermundista de los empresarios privados en nuestro país. (Su reflexión fue formulada a principios de los ochenta, y su libro se publicaba en el año 86, cuando aún no existía la situación descrita en España).

Es la misma situación que hace poco describía el director del diario El Mundo, afirmando que «en España se ha llegado a ese punto de no retorno en el que ni siquiera es preciso guardar las formas. Es decir, que los comisarios políticos de TVE se sienten lo suficientemente protegidos de eventualidades como para prescindir incluso del engorro de tener que disfrazar su sectarismo bajo una apariencia de «neutralidad». Corrobora estas apreciaciones, que comparten cada día mayor número de ciudadanos, un insigne teórico de la izquierda tradicional, Antonio Elorza, que en una columna publicada en el diario pro-gubernamental El País, el día 30 de junio de este mismo año, argumentaba refiriéndose a la cobertura del escándalo del CESID por TVE: «con el Informe Semanal de la Televisión de Estado (sic) uno se siente rejuvenecer. Especialmente cuando los asuntos conciernen a la política española, refulge con brillo propio el enfoque de información reconstituida que los profesionales del NO-DO tomaran de sus maestros alemanes. En realidad, no se proporciona información alguna acerca del tema de actualidad en cuestión: se transmiten pura y estrictamente los mensajes del Gobierno, aderezados con imágenes que aparentan objetividad». Este mismo programa motivó poco tiempo después la dimisión irrevocable del sociólogo Amando de Miguel, del Consejo de Administración de RTVE, quien refirió la náusea sentida ante el «convoluto» emitido por la «Televisión privada del Gobierno».

Más duro fue el periodista Ánder Landáburu, redactor jefe de Cambio 16, primer miembro propuesto por el PSOE que dimite en la historia del Consejo, quien declaró contundente y expresivamente al marcharse hace pocas semanas, que «La pertenencia al Consejo de Administración de Radiotelevisión Española, es del todo incompatible con el libre ejercicio de la profesión de periodista». Imaginad entonces lo que puede representar para cualquier periodista auténtico como el propio Landaburu, el trabajo cotidiano en unos Servicios Informativos cuyas noticias y reportajes llevan a decisiones y diagnósticos como los que acabamos de ver.

Por una televisión pública

Esta es la situación que ha hecho, por fin, que la oposición democrática mayoritaria (lo siento, ya no queda más remedio que utilizar el término empleado en tiempos pretéritos para designar a la oposición antifranquista) -y me refiero al Partido Popular- liderado por José María Aznar, abandone su empeño de privatización de la televisión pública y, ante el infringimiento de todos los códigos morales por parte de las empresas privadas, hoy en día en manos de capital extranjero en buena parte, y de RTVE en su forma actual, asuma programáticamente la causa de la televisión pública, alineándose en su defensa con los trabajadores del Ente y sus organizaciones sociales y sindicales.

Hace unos días me comentaba Antonio Fontán, mi ex-decano y maestro, gran periodista que fue director del diario Madrid, ex-ministro y presidente del Senado, que ha sido precisamente la programación de las privadas la que ha hecho de nuevo imprescindible la defensa de la Televisión Pública. Quiero explicitar aquí mismo, pues, el alivio que muchos periodistas y cuadros de TVE, cuya situación ya he descrito y cuyo estado de ánimo puede fácilmente adivinarse, hemos sentido después de las últimas elecciones, al notar que cambiaba el viento y que ese viento comenzaba ya a oler a lluvia. O al menos, eso nos ha parecido: que esta sociedad, que no ha gozado históricamente de las libertades que permitieron a otros países articular reglamentos y códigos adecuados, en el momento en que el avance tecnológico derribaba todas las compuertas posibles al aluvión incontrolado de imágenes, podía contar ya con un programa político que contemplaba la reforma drástica del ámbito televisivo, y contaba con reedificar una televisión pública para todos los españoles. Una televisión destinada a contrarrestar el legítimo afán de lucro de los empresarios privados, mediante opciones neutrales, bien realizadas, atractivas y alejadas del mercado publicitario, por muy justo que resulte ganar dinero en una economía de mercado.

Reciente está la dura condena del Papa Juan Pablo n a los excesos del capitalismo salvaje, más expresivas todavía por provenir de quien había sido presentido y presentado al principio de su Pontificado como adalid del sistema capitalista, a raíz de su lucha personal e institucional contra el comunismo totalitario. De la gravedad de la situación actual, da cuenta el hecho de que José María Aznar haya colocado la reforma del Ente al mismo nivel que la del poder judicial, en las conversaciones para lograr lo que se llamó «impulso democrático» hace un par de años, y que la irresponsable actividad política del partido socialista, unida a su proverbial confusión entre lo público y lo privado, hizo necesario bautizar así, antes de que muriese de inanición.

¿Reforma del Estatuto? Cumplimiento del Estatuto. González Márquez se justificaba no hace mucho ante Luis del Olmo, diciendo que ahora había llegado, por fin, el momento de la reforma, dado que había terminado ya el régimen de monopolio, olvidando que el monopolio terminó en el año noventa. En todo caso, reforma hay, planteada sobre el tapete, pero debido a la insistencia machacona de la oposición centrista, que desea que el debate político se realice en el Parlamento, y que el Consejo de Administración simplemente trabaje en lo que se le pide ha dicho órgano en cualquier empresa: esto es, administrar.

Parece que ya es un poco tarde, por otra parte, para sensibilizar a los contribuyentes españoles para el soporte financiero de «su» Televisión por otros medios que no sean los Presupuestos Generales del Estado. Los países en los que el cánon o tasa por televisor hizo creer, con toda razón, que la televisión era de los ciudadanos, y por lo tanto debían defenderla de la rapiña política y publicitaria, contaron con un buen impulso social para agruparse en asociaciones, sobre las que incluso los directores generales, como en el caso de la BBC en numerosas ocasiones, podían apoyarse en caso de querella contra el Ejecutivo. En España no ha podido ser así, ni podrá serlo de ese modo. Pero pienso que aún es tiempo para devolver a la sociedad un bien que le pertenece, mediante un Estatuto que, sobre todo, cuente con el respeto de las fuerzas políticas, y por lo tanto sea respetado por todos.

Espero que se me perdone que no suministre aquí cifras concretas, que no cuantifique ni codifique medidas políticas y administrativas necesarias, suficientemente aireadas ya por los medios de comunicación. Solamente he pretendido comunicar la reflexión moral de quien ha vivido en su conciencia más íntima de periodista y de persona comprometida con la realidad acuciante de su patria, este problema que es no sólo profesional, que no se refiere sólo a la comunicación televisiva en nuestro país. Este país, que cuenta todavía con una elevada tasa de población que adolece de analfabetismo funcional, indefensa ante la agresión de un medio de lectura inmediata, fácil, manipulable, deseable y omnipresente, a menudo el único medio cultural disponible, ante el que solamente hay que sentarse, mirar y… dejarse convencer.

Hay que enseñar a «leer la televisión» a la mayoría de ciudadanos de este país (muy probablemente, no solo la televisión). Deberíamos enseñarles a través de ese medio fabuloso a interpretar correctamente los signos de la realidad, los hechos políticos, morales y culturales que suceden en su entorno, en su vida de relación con los demás y con el mundo económico, político y trascendente.

Para alcanzar esos objetivos será preciso llenar el bache que ha producido una ambición desmedida por nuestra televisión pública. Y también tendremos que demostrarnos a nosotros mismos, que esa asignatura pendiente puede y debe ser aprobada. Que de los mimbres de una Televisión de Estado, totalitaria, autoritaria, arrogante, vulgar, agresiva, desculturizada y lo que es peor, intacta, podemos edificar entre todos una televisión pública que ofrezca una cobertura neutral en lo político, que sea beligerante en la defensa de las libertades y de las minorías.

Un ex-periodista que opera en estos tiempos desde la tele basura, emplea abusivamente el símil de Stendhal sobre la novela, afirmando que la televisión es un espejo al borde del camino. Olvida que un espejo, dependiendo del ángulo en que se lo sitúe, puede reflejar las partes más abyectas del cuerpo social, o bien hacer que éstas mismas reciban la lluvia benéfica del pensamiento que emana del cerebro. Pienso que todavía estamos a tiempo; que la voluntad mayoritaria del pueblo español conseguirá que el maravilloso espejo común donde mirarnos que puede ser nuestra Televisión Pública, no recoja el último aliento de un moribundo. En ello trabajaríamos prácticamente todos los que hacemos Televisión Española, obligados actualmente a recibir y ejecutar las órdenes de quienes han sido contratados desde el exterior de nuestro medio, y a menudo de nuestra profesión, y colocados en los puestos de decisión por intereses meramente partidistas.

En ello están, y me consta, políticos que aún sin disponer en la actualidad de la mayoría suficiente, luchan por la regeneración institucional que, en lectura periodística al uso en éstos últimos trece años, podría consistir en doblar el brazo de quien, según la leyenda, nadie podía ganar un pulso. Pienso que ganar ese pulso va a suponer dar el primer paso para salir de la crisis ética, económica e institucional en la que se halla estancada la vida española. Si aprovechando sus contradicciones, su desunión y su mayoritaria minoría, las fuerzas de progreso obligan al actual gobierno a cerrar la primera transición desde la dictadura a la democracia, podrá iniciarse sin duda el camino de la segunda transición, desde el felipismo al disfrute pacífico de la democracia plena.

Esta sería una conquista para todos como ciudadanos, y lo sería aún más para nosotros como periodistas: podríamos por fin contar lisa y llanamente a los demás «las cosas que pasan», tanto en la superficie de las calles como en el corazón de las personas, sintiéndonos parte de una realidad, y no fantasmas del pasado que vagan y ululan por las noches, llorando la libertad perdida por los pasillos del viejo cuartel televisivo del General Franco y sus secuaces, hoy «reserva de caza» del felipismo continuista. «Los cuadros y escenas son los mismos: Todo ha sido dicho y escrito. ¿Qué puede la usura de la palabra frente a la reiteración del horror?». Juan Goytisolo, que vivió y padeció como muchos de nosotros la represión franquista, insistía en esa sensación angustiosa, terminando así el párrafo que cité al comienzo, y que ahora repito para concluir, añadiendo por limpieza de juego que pertenece a un artículo del gran novelista sobre el cerco de Sarajevo, sin que lo posiblemente abusivo de mi empleo de tal metáfora impida su trágico sentido para nuestras conciencias de defensores de la libertad.

Poeta y periodista