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A mediados de la década de los setenta el escritor inglés Christopher Derrick visitó el Thomas Aquinas College de California y quedó vivamente impresionado por el modo de vida y de enseñanza que dominaba en aquella pequeña universidad católica. Inspirado por esa experiencia, escribió el opúsculo Huid del escepticismo. Una educación liberal como si la verdad importara, publicado en 1977 en la versión original inglesa, donde reivindica una determinada tradición de la “educación liberal” y propugna una serie de cambios en la enseñanza universitaria para hacer frente al relativismo y escepticismo reinantes en la sociedad.

La posición de Derrick entronca con una nutrida tradición británica de escritores y pensadores como G. K. Chesterton, Charles Williams, Hilaire Belloc, C. S. Lewis y, por supuesto, la fuente común de todos ellos: el cardenal John Henry Newman. Como escribió el periodista Paul H. Hallett sobre Huid del escepticismo: «Este libro es comparable a Una idea de Universidad de Newman. Derrick tiene ingenio y un brillante estilo aforístico. Bien podría servir como un manual para la reforma de la educación superior católica actual”. Desde el punto de vista formal, Derrick sigue el modelo de Lo pequeño es hermoso, breviario de su amigo el economista E. F. Schumacher.

“Las universidades parecen ser centros de escepticismo, desesperación y desamor”, comienza lamentándose Derrick ante la situación de la enseñanza superior en una época en la que el Oxford de Retorno a Brideshead es ya sólo un vago recuerdo para nostálgicos. Recordemos que estamos en la década de los setenta, en pleno desarrollo de la contracultura y el hippismo triunfante, donde todavía coleaban los efectos y secuelas de los movimientos estudiantiles del 68.

Nacido en 1921 y educado en Oxford, Derrick tuvo que abandonar los estudios durante la Segunda Guerra Mundial para enrolarse en la Royal Air Force. Posteriormente trabajó durante más de una década en la oficina de publicaciones de la Universidad de Londres. Fue también lector y asesor para distintas editoriales, así como escritor y crítico literario, hasta su muerte en octubre de 2007.

El concepto de “educación liberal”

Como explica Derrick, el concepto anglosajón de “educación liberal” proviene de la gran tradición humanista de la Edad Media europea. Al hablar de “artes liberales” o de “educación liberal” se parte de una visión amplia sobre un campo de actividad y de estudio que abarca desde la literatura y la filosofía hasta las ciencias y la tecnología, pasando por las bellas artes o la historia, entre otros saberes o disciplinas. Todo un espectro cultural, por tanto, que no se limita a las humanidades sino que también incluye a las ciencias. El amor por la palabra y la defensa del sentido común serían dos de sus bases fundamentales.

Una “educación liberal” no es aquella que cualifica al estudiante para ejercer una profesión específica sino la que le habrá estimulado a desarrollarse como persona de la manera más completa posible: le convertirá, por tanto, en alguien informado, sensible y con hábito de lectura, que apreciará el arte y será capaz de comprender los fenómenos del mundo y de la historia, que tendrá espíritu tolerante (venciendo los prejuicios o intereses particulares), que sabrá leer críticamente, escribir con propiedad y pensar con rigor, que dispondrá de recursos valiosos y que será alguien con quien merezca la pena conversar.

El liberalis es el hombre libre, en contraposición al servus o esclavo. Al decir que un hombre tiene mentalidad servil Derrick se refiere a que “sus pensamientos y respuestas son mezquinas, calculadoras, insignificantes, deleznables y ruines. Puede ser inteligente, agudo y listo, pero no es magnánimo, es incapaz de pensamientos elevados y emociones generosas”. Hay determinados tipos de educación que fomentan este servilismo de espíritu, que evalúa cada cosa en términos de ventaja económica o réditos inmediatos.

Para Aristóteles el hombre libre es el que vive para sí mismo y no –como esclavo– para otros. En el mismo sentido, la filosofía es el más “libre” de los saberes porque se emprende solamente por sí mismo y resulta absolutamente “inútil”. A partir de esa idea surge la educación “liberal”, que nos enseña a hacer cosas que no son “necesarias” ni supuestamente útiles, que no están dictadas por consideraciones de tipo práctico o económico, sino que vale la pena hacerlas por sí mismas.

Por tanto, pensar en una “educación liberal” es pensar en estudios y actividades que valen la pena por sí mismas y no por las ventajas que nos puedan aportar. El peligro, según Derrick, es que la educación liberal se quede en mero complemento o adorno para el tiempo libre o las horas de ocio, merced a su encomiable capacidad de promover actividades de tipo artístico, literario o cultural. Con el fin de evitar ese riesgo, apunta, debe incorporar o presuponer una filosofía de vida plausible y generalmente aceptada, intentando partir de un consenso sobre los valores humanos y sobre el tipo de persona que quisiéramos idealmente ser. Sin embargo, este acuerdo no parece existir en la sociedad, tan dividida y fragmentada, no sólo pluralista sino también relativista y escéptica (esto es aplicable tanto en la época de Derrick como en la nuestra). En nuestra sociedad la educación servil –habilidad respecto a los medios– goza de buena salud, pero no hay consenso ni seguridad respecto a los fines, a los valores últimos. No hay respuesta al “para qué” de la vida humana.

En último término, para Derrick la educación liberal debe ser una “educación para la libertad” nacida de la experiencia cristiana vivida y meditada, pues “sólo puede darse una educación libre a partir de un sentido cierto de la vida”, de una concepción del mundo, del conocimiento y de la propia libertad; en caso contrario, somos esclavos de la carencia de sentido último de nuestra existencia, pues no sabemos nada del fin del universo, de nuestra naturaleza y nuestro destino, de modo que la educación resultaría estéril y moriría desde su raíz.

Obviamente, estas ideas pueden encajar en una escuela o universidad privada que enuncie de manera transparente los valores o principios morales sobre los que se asienta su ideario o plan educativo, pero no parece aplicable a la enseñanza pública, pues desde el criterio de aconfesionalidad del Estado que comparten todas las sociedades “liberales” modernas se interpreta esa vinculación religiosa como una forma de adoctrinamiento. En cualquier caso, lo que parece innegable es que para formar de manera básica a una persona culta resulta imprescindible la enseñanza de historia de las religiones, desde principios que conjuguen la defensa de la libertad de cátedra con el respeto a la libertad religiosa, de culto y de pensamiento, pues sin esos conocimientos fundamentales difícilmente se puede comprender la historia de la humanidad, del arte o de la cultura.

Verdad, realidad y sentido común frente a escepticismo

¿Existe esa cosa que llamamos “verdad”o “realidad”?, se pregunta Derrick, ¿o estamos condenados a una vida de radical escepticismo y de perpetua incertidumbre?

La filosofía debe ser un modo de aprender a conocer la realidad; si no, se convierte en un mero juego de palabras. En la medida en que la verdad va siendo conocida, dice Derrick, se convierte en una limitación para nuestra libertad de pensar y enseñar lo que queramos. En la duda perenne la mente está abocada a paralizarse, a encadenarse, a ser esclava de su propia ignorancia. Y el escepticismo es un dogma que se autocontradice. Para Derrick la mayoría de las universidades y colleges imparte una educación excelente de tipo práctico o “servil”, pero a la vez se les forma a los alumnos en el escepticismo, y esto es algo que paraliza y aprisiona el espíritu.

¿Qué fundamentos filosóficos mínimos debemos asumir? En primer lugar, que la realidad es real, que existe independientemente del hecho de que nosotros podamos percibirla, que puede ser conocida por nosotros y que puede ser objeto de afirmaciones o predicciones que, a su vez, pueden resultar verdaderas o falsas y ser conocidas en cuanto tales. “Llamadlo dogma arbitrario si queréis; podría llamarse sentido común o salud mental” sentencia Derrick. Es el punto de partida necesario para cualquier libertad de espíritu que sea real y verdadera, pues deja de lado ese juego verbal sin fin que exhibe la duda epistemológica y proporciona un fundamento básico en tierra firme. Sin eso no es posible pensar.

El primer objeto de la inteligencia es la realidad, no las ideas sobre la realidad. Y es signo de salud básica confiar en los propios sentidos y en el propio poder de razonamiento, así como reconocer cierta bondad ontológica en el hecho de que así sea. Santo Tomás de Aquino se erige, de este modo, en el más eminente filósofo del sentido común y de la bondad del ser, así como en el más grande de los educadores y civilizadores. Para él el mundo está ahí y podemos afirmar cosas verdaderas a su respecto, sacar conclusiones y alcanzar certidumbres de forma segura. Desde ese punto de vista realista y racionalista, “dogma” y “libertad” no son términos antitéticos; de hecho, afirma Derrick, “Santo Tomás es uno de los grandes liberadores del intelecto humano”.

En la sociedad cunde la impresión de que expresar dudas es signo de modestia y de democracia, mientras que se considera dogmático y dictatorial demostrar certidumbre. Para Derrick, en cambio, hay que ser escépticos con el escepticismo, pues el escepticismo sistemático se ha convertido en una ortodoxia consagrada. La educación, en este sentido, debe ser un proceso de crecimiento que elimine la libertad infantil de la ignorancia y nos proporcione la libertad propia del conocimiento, del adulto.

En consecuencia, para Derrick la educación liberal debe ser necesariamente dogmática y tiene que basarse en el axioma evangélico “La verdad os hará libres”. No es que seamos libres para conocer la verdad, sino que es la verdad la que nos hace libres. Si uno no cree en la verdad, la educación liberal puede acabar convirtiéndose sólo en un adiestramiento para adquirir elegancia cultural, advierte Derrick, lo que terminaría conduciendo a la desilusión y a la amargura.

En este punto cabe achacarle a Derrick una falta de aclaración, profundización, descripción o al menos tanteo de ese reiterado concepto de verdad, que queda así suspendido en el vacío como si de un comodín relativista se tratara. Esto es: la apelación constante a la “verdad” sin más, desprovista de todo comentario o explicación, resulta tan contradictoriamente relativista como contradictoriamente dogmática es la afirmación relativista “Todo es relativo”. Otros dos aspectos cuestionables son la insistencia en el elitismo y la excelencia y la obstinación por el dogmatismo: en el primer caso, el elitismo y la excelencia son valores que deben demostrarse con hechos, no de los que haya que presumir o alardear (como si por su sola mención se pudieran cumplir mágicamente); en el segundo caso, poca fe en la fortaleza de la fe (y en su capacidad para abrirse camino en las mentes y corazones de los seres buenos e inteligentes) parece destilar quien opta por el adoctrinamiento, la propaganda, la censura o el recorte de los derechos individuales por miedo a que los estudiantes puedan desviarse de la senda correcta.

El programa de los “grandes libros” y las siete artes liberales

El llamado “Programa de Grandes Libros” parte de la idea de que los verdaderos maestros deben ser las grandes mentes de todos los tiempos, con los que los estudiantes se pondrán directamente en contacto a través de las obras maestras de todas las épocas y culturas, más que mediante las interpretaciones y comentarios que se han hecho sobre ellas. Pero para Derrick no es suficiente con lograr hombres muy leídos que dispongan de buena información y sean expertos en la historia del pensamiento, pues eso suele abocarles a un escepticismo de base que les dejará indefensos ante las violentas presiones de las modas culturales o intelectuales. De ese modo la educación liberal fracasaría en su propósito de transmitir la sabiduría que necesita un hombre libre y racional, ya que éste sería esclavo de sus caprichos personales o de las tendencias del momento.

Por tanto, conviene utilizar los grandes libros como forma de conocer la realidad, no quedándose en ellos. El objetivo al leer los textos originales es llegar a la verdad, a la realidad, no a las diferentes visiones u opiniones que los hombres han expresado sobre el mundo, aunque sin duda es conveniente una explicación cabal sobre el contexto en que surgieron dichos libros.

Además, el estudiante debe aprender a usar el lenguaje y el cerebro como instrumentos de precisión; por eso deben impartirse la gramática o arte de leer, la retórica o arte de escribir y de hablar, y la lógica o arte de pensar. Es el clásico “Trivium” (“artes de la palabra”) de las artes liberales. También se deben estudiar las “artes de los números” (“Quadrivium”): la aritmética y la geometría, que después se aplican a la música y la astronomía.

Por último, recuperando la vieja noción inglesa de college –sobre todo vigente en Oxford y Cambridge–, que se centraba en la triple idea de una capilla para el culto común, una biblioteca para el estudio común y una residencia para la vida en común, Derrick propone el modelo de “un college católico como lugar de compañía, de comunidad cristiana vivida, de amor, ayudando a sus alumnos a ser hombres y mujeres plenos, corteses, educados, conscientes de estar creados a imagen y semejanza de Dios, ciudadanos de una ciudad eterna, con un destino de esplendor sin límites, atribuyendo cierto carácter formal, cortés y ceremonioso a la rutina de la vida cotidiana”.

En definitiva, Derrick apuesta por una educación integral y profunda que sirva para captar la realidad a la luz de la fe católica, en el marco de las artes liberales y sirviéndose de la lectura de los grandes libros.


Christopher Derrick: Huid del escepticismo. Una educación liberal como si la verdad contara para algo. Editorial Encuentro. Madrid, 1992. 240 páginas.

Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos.