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La bioética es una disciplina cuya vida apenas alcanza un cuarto de siglo, pero en este breve periodo de tiempo su desarrollo y difusión han sido extraordinarios, especialmente en el mundo occidental. Y sobre todo en países de tradición cristiana y democracias liberales. Pero no hay una bioética sino muchas bioéticas y muchas formas de racionalizar y dar forma «correcta» a una determinada acción en el mundo de la medicina y de la ciencia biomédica. Es obvio también que, por la naturaleza de sus raciocinios y su apertura a marcos interpretativos diferentes, puede darse y así ocurre una bioética de perfil juridicista, una bioética de desarrollos filosóficos y una bioética marcadamente clínica o sanitaria. Además, como ética aplicada a los dilemas morales de la vida biológica en su más amplio sentido, el modelo de argumentación de la bioética se abre a las influencias de todas las éticas modernas, neoaristotélicas, neoescolásticas, kantianas y postkantianas, neoempiristas y fenomenológicas, utilitaristas, amen de los modelos weberianos o discursivos.

 

No parece adecuado introducirse en el debate que plantea este libro sin disponer previamente de una perspectiva clara de la bioética. Me propongo por tanto hacer una introducción al debate bioético que sitúe al lector en su significado y en su crisis interior, en el contexto de las democracias liberales; enfrentado a cambios históricos de calado más profundo de lo que se habría podido sospechar, donde el poder del Estado se magnifica y sobredimensiona y la ciencia se convierte, interesadamente, en aliada del poder. Más adelante abordaré el objetivo y el significado de este libro de bioética, de pretensiones divulgadoras y limitadas, pero abierto a un discurso culto y reflexivo en diálogo con la sociedad.

ÉTICA MÉDICA Y BIOÉTICA: ¿DOS CARAS DE UNA MISMA MONEDA?

Su origen y su éxito indudable son inseparables de la creciente pluralidad moral de las sociedades occidentales, especialmente de las menos homogéneas como ocurre con Norteamérica pero visiblemente ya, por razones de inmigración, en regiones más cercanas a la vieja Europa. La mezcla de razas y religiones y el pluralismo político de las democracias liberales han jugado un papel determinante en el nacimiento de la bioética. Sin duda, también ha contribuido a ello la participación de otras disciplinas más allá de la medicina (farmacia, biología, filosofía, derecho y teología) en el debate bioético, aunque las cuestiones planteadas se refieran al ámbito del cuerpo humano, de la salud y de la investigación científica a ella vinculada. Pasados los años es fácil comprender la inevitable confrontación de mentalidades que habría de producirse en el marco de la gestión de la salud; y especialmente entre los viejos «deberes» deontológico, hipocráticos -en conciencia- de los médicos y la pluralidad moral de las nuevas sociedades.

En realidad, la diferencia esencial que distingue a la vieja ética médica de la bioética es que la primera es una ética en conciencia, individual, del médico, que responde a la clásica y aristotélica pregunta: «¿Qué debo hacer yo para sentirme contento conmigo mismo, en la forma de abordar y resolver mi intervención en el cuidado de la salud de un enfermo o de una población determinada?». Es, pues, una ética en primera persona, una ética que me exige hábitos de conducta virtuosos si quiero estar a la altura de mi conciencia, si quiero dotar de excelencia al servicio que voy a prestar a mi paciente. No es necesario que alguien me vigile porque me lo exijo yo mismo.

En el caso de la bioética, la pregunta no responde a una cuestión interior de la conciencia del profesional, sino a la kantiana cuestión de cómo debe ser la relación del médico con el paciente o de cómo debe ser el diseño de un ensayo clínico, con arreglo a qué criterios compartidos debe ser llevada a cabo una experimentación con personas. Es, pues, una ética en tercera persona, de la cual surge una imposición de fuera hacia dentro, de la sociedad hacia la medicina; y en casos más concluyentes, desde el acuerdo mayoritario a la ley civil.

Ambas comparten la búsqueda del mejor bien para el enfermo, que ya es mucho, pero poco más. La primera, con todos sus defectos e insuficiencias es una norma individual orientada por la razón práctica y la ley natural; la segunda, en representación de la pluralidad moral de la sociedad, pretende alcanzar un acuerdo social y sancionarlo mediante una ley civil. Son dos enfoques diferentes, ambas seguramente imprescindibles, pero que necesariamente habrían de chocar y es lo que, desde hace varias décadas, viene sucediendo. ¿Pueden una y otra visión de la ética de la medicina y de la ciencia ir por separado?

EL NACIMIENTO DE LA BIOÉTICA

Con este telón de fondo y cada vez con mayor dependencia de la opinión pública es como nace la bioética. También, está claro, en respuesta a viejos demonios de la medicina, su dependencia excesiva de las ciencias básicas herederas de un empirismo al que es ajeno el acto médico; así como a la insuficiente reflexión de los médicos sobre su identidad como profesionales, o sobre los límites tolerables frente a algunas tecnologías en apoyo de los tratamientos; de las limitaciones e insuficiencias de la ética deontológica para frenar algunos excesos en el seno de las corporaciones y, por supuesto, de su creciente indefensión y sometimiento al poder político como fuente de la ley en los últimos siglos.

El autor de este libro, Jean-Frédéric Poisson, dedica algunas páginas al recuerdo de ciertos eventos médicos que hicieron saltar las alarmas de la sociedad en el ecuador del siglo XX. En primer lugar, el horror suscitado por los médicos nazis durante la II Guerra Mundial en aras de alguna suerte de investigación con fines inconfesables que demostró la incapacidad o el fracaso de la ética médica tradicional frente a un poder político desalmado. Aquella experiencia daría lugar pocos años después a la elaboración del Código de Núremberg, donde cristalizaría un concepto nuevo, de ámbito jurídico, para un modo nuevo de entender la utilización de seres humanos en la investigación científica: la exigencia de obtener el consentimiento de los participantes en cualquier experimento médico-científico, tras ser convenientemente informados. Un concepto hoy ampliado a cualquier aplicación terapéutica, en el contexto de la relación médico-paciente ante una enfermedad. Un «principio», en fin, que la bioética difundió y que las leyes sanitarias han configurado como «consentimiento informado», oral o escrito, sobre todo en casos de potencial riesgo para la vida del enfermo y también como reconocimiento por la ley del principio de autonomía moral de la persona en la gestión de su cuerpo.

Más tarde, otro de los nefastos hitos que el autor recuerda en su libro es el de algunos experimentos llevados a cabo en los años sesenta en Norteamérica con los que se violaban principios morales similares. El escándalo afloró en la opinión pública tras la publicación de un artículo de Beecher -un anestesista de Harvard- en la prestigiosa New England Journal of Medicine, donde se censuraba una serie de conductas reprobables de médicos norteamericanos, que avivó la indignación popular e hizo intervenir más tarde al gobierno creando la llamada National Commission, un organismo plural de expertos al que se encargó la redacción de un proyecto ordenador de la investigación médica y de la experimentación con personas, que vio la luz en Belmont en 1973. Un sencillo documento que desencadenó la aparición de la bioética. El mérito del denominado Informe Belmont nos parece hoy vinculado al acierto de dotar a la sociedad, a los médicos y sobretodo a la justicia, de un procedimiento simple, pero articulador de los juicios morales más elementales respecto de la cuestión, lo suficientemente formal y civil para universalizar el acceso a «lo correcto» o «incorrecto» en el diseño y realización de un determinado experimento.

El hallazgo de los denominados principios de la bioética por los miembros de la National Commission iniciaría este modelo ético moderno de entender el acto médico. Un lector que pretenda comprender la bioética no puede desconocer los tres principios más famosos de su historia, los principios que más adelante se denominarán de «beneficencia» -la obligación de buscar la mejor opción curativa o sanadora para el paciente-; de respeto o «autonomía» del enfermo en la gestión de su cuerpo; y finalmente de «justicia», en clave americana entendido como un cierto derecho de igualdad de los hombres en la distribución de los bienes sanitarios, en el acceso a los medios para la conservación de la salud. Y ello porque, desde entonces, todo juicio ético sobre una determinada actuación médica o sobre una nueva tecnología pasa, necesariamente, por el cribado de los principios.

El Informe Belmont no surgió de un verdadero acuerdo moral, como se pretendió inicialmente, sino más bien como una forma práctica de resolver la carencia de un procedimiento, por parte de la justicia, para dilucidar las presuntas demandas médicas que habían aflorado en el ámbito judicial. En1997, un cuarto de siglo después, con ocasión de un encuentro internacional en Madrid, tuve ocasión de departir unos minutos con Albert Jonsen, miembro de la National Commission y redactor físico del acuerdo de Belmont. Hablábamos del significado del modelo de los principios, al que inocentemente aludí como «modelo moral». Jonsen, hombre abierto y expansivo, sonriente, me interrumpió diciendo: «No, doctor, nosotros no pretendimos crear un modelo moral, nosotros quisimos articular un procedimiento para resolver problemas ante la justicia. Simplemente eso. Han sido ustedes -dijo mirando a los presentes- quienes lo han convertido en un modelo ético». Evidentemente Jonsen hacia referencia al principialismo jerarquizado que, años antes, había elaborado Diego Gracia, y que indudablemente había dotado de consistencia ética a la «versión médica» de los principios.

Porque, en efecto, al Informe Belmont sucedería un año después la «versión médica» de los principios, desarrollada ampliamente en el famoso libro Principles of Biomedical Ethics (1974) escrito por Tom Beauchamp y James F. Childress, un texto que trasladaba a la medicina clínica la aplicación de los principios elaborados en Belmont con destino a la investigación con humanos. Pero ahora con una mayor elaboración y con la pretensión de constituir una nueva ética médica. Sus autores añadieron un cuarto principio a los tres de Belmont, el de «no maleficencia», que distinguieron del de «beneficencia» y que, ciertamente, respondía a una antigua convicción de los médicos, la importancia de procurar el mejor bien al enfermo, ciertamente, pero sobre todo de no añadir un daño severo al paciente en el objetivo y búsqueda de ese mejor bien para el enfermo; una virtud médica de base prudencial, elevada ahora a categoría de «principio», que el mundo médico conocía como primum, non nocere, primero no hacer daño.

LA CONFRONTACIÓN ENTRE LOS DESEOS DE LOS PACIENTES Y LAS CONVICCIONES DE LOS MÉDICOS

Es evidente que la articulación de los cuatro principios entre sí habría de provocar dificultades. No es el momento de profundizar aquí sobre esta cuestión, pero el lector debe conocer que el recurso al procedimiento de arbitrio aportado por Beauchamp y Childress, para resolver los reparos de la conciencia del médico en algunos de los actos médicos que se le exigían (en correspondencia a los principios de «no maleficencia» y «beneficencia») frente a las intenciones de algunos enfermos (en aplicación del principio de «autonomía») vendría tarde o temprano a suponer el fracaso de la nueva ética. Sobre todo ante decisiones de vida o muerte -ante decisiones morales importantes- que la conciencia de los médicos, desde tiempos inmemoriales, ha estimado como graves transgresiones. Así, por ejemplo, el aborto voluntario o la eutanasia, pero también otras muchas situaciones de menor dramatismo, de un largo etcétera de casos o dilemas complejos del acto médico, que no es el momento de abordar.

El recurso a los planteamientos de un filósofo neoaristotélico de principios de siglo, David Ross, para resolver el conflicto entre dos deberes igualmente exigibles a un médico -según la nueva ética- pero enfrentados entre sí en su conciencia, supuso una decepción para la medicina. Permitió a la clase médica comprender la insolvencia del método, que casi siempre arrinconaba sus criterios más identificadores. De hecho, la aplicación de los principios de la bioética ha devenido en el predominio radical del principio de autonomía moral, la anteposición o imposición de los deseos del enfermo sobre las convicciones del primun non nocere ya aludido, sobre todo en el ámbito de la medicina privada.

¿Qué consecuencias tiene esto? Este desequilibrio entre principios supone que la exigencia de una intervención o tratamiento concreto por parte de un paciente a un médico, que administrativamente le es asignado, por ejemplo la petición a un urólogo de una vasectomía -una forma de esterilización masculina- o a un ginecólogo de una ligadura de trompas, le es impuesta por la ley sanitaria, incluso contra lo más sagrado, su conciencia. Es evidente que si el médico no experimenta ninguna restricción moral o científica contra la vasectomía o la ligadura, el problema no existe. Pero si el médico tiene la firme convicción de no colaborar en un acto médico de esterilización, la sociedad y la nueva ética le imponen algo contra su propia conciencia. Como para mucha gente lo legal o lo que se lleva es lo lícito y moral, al experimentar una respuesta negativa de su médico a su petición, que cree legítima, el conflicto y, probablemente también, la incomprensión y el rechazo quedan servidos.

Si los conflictos de conciencia en la medicina actual se pudieran resolver con la objeción de conciencia de los médicos o sanitarios, el sistema resolvería de una forma u otra cualquier petición técnica objetable, aunque legal, y el conflicto sería desactivado. Pero si la objeción de conciencia sanitaria para estos casos -y para actos de mayor gravedad- es obstaculizada o denegada por la autoridad, el ejercicio de la actividad profesional para ese o esos médicos será insoportable. Es evidente, por otra parte, que a menores convicciones morales mayor disponibilidad para asumir las acciones médicas trasgresoras de la ética médica histórica, y de paso menor conflictividad administrativa para las autoridades sanitarias. Es obvio, por tanto, cuál de los profesionales resultaría más cómodo para los gestores sanitarios y quedan patentes los riesgos que, por esta razón, asume el objetor, cuando en el fondo debiera ser al revés.

Es indudable que la autonomía de decisión del enfermo juega, desde entonces, un papel estelar en la relación médico-paciente; y que, como consecuencia, debilita las reservas morales de los médicos y magnifica la crisis de la ética deontológica de los profesionales para con sus pacientes. Lo que en realidad parte de un principio indiscutible para cualquier moral, la libertad de las conciencias de las personas, ha devenido en presión sobre los médicos y otros sanitarios, especialmente sobre aquellos con convicciones éticas y/o religiosas más profundas. Así ocurre hoy en algunos países respecto de la aplicación de las leyes de aborto o con algunas formas de anticoncepción o esterilización, de diagnóstico prenatal orientado al aborto de los niños malformados y en otros muchos ámbitos de la clínica médica; frente a los que sólo cabe el recurso, cuando es legal, de la objeción de conciencia.

Aunque conservan la virtud de estructurar el análisis moral de las acciones médicas, tras un inicio fulgurante, los principios de la bioética han perdido prestigio y experimentan un futuro incierto; sobre todo en la medida en que la ley civil encorseta gradualmente la legitimidad de muchas acciones médicas, en otro tiempo trasgresoras para la mayoría de los profesionales, y en la medida también en que la cultura se decanta aceleradamente por el utilitarismo moral -por aquello de que el fin justifica los medios– y las objeciones de los médicos son cada vez menos comprendidas y apreciadas por la sociedad.

ALIANZA DEL PODER Y LA TECNOCIENCIA

Por otra parte, la creciente presencia en la investigación biomédica de la tecnociencia, la ciencia orientada a la búsqueda de tecnologías que permitan a la medicina resolver ámbitos de la enfermedad sin aparente solución -como el mundo de la infertilidad de la pareja o las enfermedades de origen genético- desempeña progresivamente un importante papel en la eficacia de la medicina. Siempre, eso sí, a través de dinámicas utilitaristas que, por su eficacia mayor o menor -o por su prestigio- han sido incorporadas con escaso rechazo a la lex artis del acto médico. El ejemplo más típico es el de toda la tecnología que circunda a la fertilización in vitro de los embriones.Y menos clara pero también ilustrativa, la presencia de industrias farmacéuticas o de células madres, planificadas por los propios científicos, con una vigorosa orientación hacia el negocio. La investigación impulsada por el acicate de los beneficios económicos ha creado industrias de estructura empresarial, donde los investigadores de mayor prestigio son a la vez empresarios y científicos. Los ámbitos de la genética y de la medicina regenerativa -del mundo de las células madre- han recibido así un formidable impulso, aunque sin exhibir excesivas reservas morales, particularmente en el uso y la utilización de los embriones como fuente de células madre, o el recurso, hoy en decadencia, a la clonación.

En septiembre de 2002 tuve ocasión de comprobar este interés económico, asistiendo como representante del Ministerio de Ciencia y Tecnología al grupo de trabajo de la «Convención Internacional contra la clonación de seres humanos con fines de reproducción», de Naciones Unidas, en NuevaYork. Se debatía una propuesta francoalemana para prohibir la clonación humana reproductiva, como primer paso para una ulterior prohibición total de toda forma de clonación. Ambas naciones ofrecieron discursos cargados de preocupación moral por la indignidad que significaba la posibilidad de que alguien acabara produciendo un niño-clon fuera de la ley. La argumentación parecía razonable, pero era conocido el interés del canciller alemán por promover en su país la investigación genética y sus mercados internacionales. Sin excluir, obviamente, el recurso a la clonación no reproductiva, a la denominada clonación terapéutica, la delegación española tenía órdenes estrictas de votar contra cualquier proyecto que dejara abierto el procedimiento de la clonación de embriones humanos. El embajador español hizo énfasis en la gravedad que suponía permitir cualquier desarrollo humano de la técnica, por la agresión a la dignidad del hombre que representaba y por el impredecible daño que podría representar para las generaciones futuras. Las sucesivas tomas de posición de numerosos países fueron restando apoyos a favor de la propuesta.

Tuve ocasión de hacer una aparte con el representante alemán y reiterarle la posición española, que él calificó de incomprensible y peligrosa, pues en su opinión dejaba al albur que algún irresponsable se propusiera hacer un niño-clon humano. Pocos días después, una vez autorizados a hacer otra propuesta, redacté un nuevo texto que, una vez corroborado y asumido por la delegación española, fue propuesto a la convención y que, casi fuera de tiempo, obtuvo en pocas horas el voto positivo de Estados Unidos, de Italia y de otras diversas naciones -hasta treinta y dos- que hicieron suya la propuesta, a la que se puede acceder en Internet. Fue quizá la alternativa más votada de aquella convención, que remachó el rechazo ya previsible de la propuesta francoalemana. Un año después, Francia y Alemania cambiaron el signo de sus gobiernos y se convirtieron a la oposición de la clonación, especialmente Alemania, y durante el siguiente periodo de sesiones, una propuesta final de Costa Rica, con el apoyo de muchas naciones occidentales, obtuvo una holgada mayoría en la Asamblea General, que aprobó una resolución donde se pedía a todas las naciones del mundo la eliminación pura y simple de toda forma de clonación en humanos en sus legislaciones.

La experiencia muestra la importancia de los esfuerzos diplomáticos y políticos para frenar o imponer la difusión de biotecnologías que no ofrecen garantías morales ni técnicas para el futuro de la humanidad. Desgraciadamente, el gobierno español, que tanto énfasis pone en la necesidad de seguir los acuerdos de Naciones Unidas para otras cuestiones y, pese a que España no defiende intereses o perspectivas de desarrollo industrial de la clonación, ha obviado el mandato de la ONU y ha legitimado la clonación humana en la más reciente reforma de la ley de investigación de 2006, desde su proyecto de alianza con la tecnociencia.

TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE

El lector puede apreciar la conjunción de intereses que confluyen en el marco de las acciones médicas, que hasta hace un cuarto de siglo constituía un ámbito de relación casi secreto entre médico y paciente, entre dos conciencias cuando las acciones a llevar a cabo conculcaban, en uno u otro, sus respectivas convicciones. Como ha destacado el bioeticista Drane, discípulo de Laín Entralgo, sólo una bioética bien desarrollada y ampliamente difundida puede evitar que ocurran los desaguisados y las tragedias éticas vinculadas al campo de la investigación humana.

La necesidad de expertos y de profesionales de la Sanidad con alta preparación en filosofía moral es hoy más visible que nunca, pero no por ello menos problemática. En efecto, es necesario un esfuerzo institucional para la formación de expertos en bioética, bien desde la medicina académica, bien desde el Estado o desde ambos. Pero estos desarrollos vienen precedidos de la necesaria neutralidad axiológica que debería presidir toda forma de debate moral. En mi experiencia esta neutralidad es difícil de conseguir, dada la pluralidad de los modelos éticos contrapuestos; pero aún más debido a la presencia de ideologías omnicomprehensivas, determinantes de las leyes, en el mundo de la política y en la sociedad, a las que estorba la libertad de pensamiento y la oposición de unos u otros modelos morales sobre la implantación de sus ideas.

Por otra parte, la pérdida de influencia de las iglesias sobre amplios estratos de la sociedad occidental y la poderosa maquinaria de comunicación política del Leviatán moderno, arrumba a la disidencia axiológica con una asfixiante retórica del progreso para la humanidad, del que se considera conductor imprescindible; y con el recurso fácil a las promesas de curación de enfermedades como la diabetes, la enfermedad de Alzheimer o las enfermedades cardiovasculares, a las que la sociedad es tan sensible.

El esfuerzo de clarificación necesario y la difusión de los riesgos morales que determinadas técnicas pueden conducir por sí mismas -como la eutanasia o la clonación- se convierte en una pelea desigual entre David y Goliat. Entre los grupos intelectuales que discrepan del poder fáctico y la maquinaria insensible de los intereses ideológicos que puede dominar el poder. Esta perspectiva o estado del arte -como dicen los anglosajones- revierte a los poderes públicos el papel de «conciencia» de los pueblos, a los que puede suplantar, y los inviste de una imagen humanista y defensora de su felicidad, obviamente inmanente, que determina un seguimiento de masas a algunos equívocos planteamientos, ya sea de los médicos ya de los científicos, especialmente sobre los momentos críticos del principio y final de la vida de los seres humanos.

Ante este panorama, sólo las instituciones de bioética independientes, los residuos de la ética deontológica y los recursos intelectuales aislados que puedan surgir de las profesiones más involucradas y obviamente los pensadores independientes -como el autor de este libro- pueden establecer un cierto diálogo con la sociedad y, en alguna medida, servir de contrapeso a la fecunda alianza ya citada. Aunque Estados Unidos, país que en verdad conduce los fundamentos de la bioética, ha pretendido con el prestigio de sus sucesivas Comisiones de Bioética Nacionales racionalizar los desarrollos científicos de equívoca moralidad, el propio devenir de la política ha ido cambiando el signo de sus planteamientos, y paradigma de ello son las distintas actitudes de los gobiernos ante el aborto, desde Reagan hasta Obama.

Así pues, el amplio abanico de cuestiones que constituye la bioética será, desde ahora, uno de los espacios de debate social más encarnizados que se prevé para los años venideros. Sólo el acuerdo y el compromiso de una ciudadanía adecuadamente informada, y el esfuerzo y los sacrificios de muchos, podrán frenar las derivas de una cultura crecientemente cerrada a la razón moral, y proclive a dar patente de «normalidad» a todas las licencias a que puede conducir el desarrollo, cuando éste camina asociado a una anemia de valores en la sociedad y en las instituciones. Que las leyes previstas para legitimar el aborto libre y la eutanasia en España surjan en un escenario de imposición política, sin el refrendo de la sociedad, sólo puede producir estupor.

BIOETHIQUE: L´HOMME CONTRE L´HOMME

El libro Bioethique: L’homme contre l’homme, del filósofo y político francés Jean-Frédéric Poisson, se sitúa plenamente en esta preocupación y responsabilidad ante algunas derivas del mundo de la medicina y de la ciencia, a la que los análisis bioéticos convencionales pueden dejar abandonadas a su curso. Poisson escribe un libro para franceses, sin duda, y divulga en diálogo con la sociedad francesa, pero sus inquietudes y sus argumentos se revelan universales, abiertos a cualquier público interesado. El autor dialoga con la cultura dominante y aflora los determinantes sociales que hacen posible algunas de las polémicas médicas o científicas que afloran en la sociedad. El lector pasa así de una cuestión a otra, entrando en las cuestiones crispadoras que dividen hoy a las sociedades y que fragmentan las convicciones colectivas de los pueblos.

Tras un sucinto abordaje del nacimiento de la bioética y de los avatares que la vieron nacer -de lo que algo se ha apuntado antes- el autor va refutando sin radicalismos desde una argumentación racional, entre suavemente filosófica y jurídica, las teorías o los criterios que sustentan los desarrollos polémicos de la medicina y de la ciencia, ya sea a la clonación, ya la eutanasia, la oposición a los trasplantes, el niño «medicamento» o la selección destructiva de embriones. También, la nueva eugenesia de cuño liberal, entre autónoma y quimérica, entre ficción y realidad, que ya da sus primeros pasos. Siguen los problemas del diagnóstico preimplantatorio y la congelación de los embriones sobrantes, y la reconsideración de estatus que los hombres damos a los animales, incluida la referencia obligada a la naturaleza del hombre como fundamento de la diferencia ontológica, esa que se pretende anular por algunos, una diferencia esencial que genera la dignidad del hombre y es fuente de sus derechos y del propio derecho.

Bioethique: L’homme contre l’homme posee un título desafiante pero no es una divulgación de datos o un documento para catequizar, aunque el autor incorpora ocasionalmente criterios de autoridad del magisterio entre citas acotadas al ámbito de la opinión pública francesa. Es el desahogo de una vocación potente por la bioética desde el escenario de la política y la filosofía, pero conducente a esa exigencia de participación en la cosa pública, de compromiso con la verdad, a que he aludido con anterioridad.

Jean-Frédéric Poisson ha escrito un libro para franceses, ciertamente, como los americanos escriben para americanos, y así sucesivamente, pero sus argumentos y reflexiones nos valen a todos. No decepcionará en ningún caso al lector de lengua castellana, atraído por este nuevo marco de reflexión que es la bioética; que se verá introducido en una argumentación sólida, dialogante, racionalizada e injertada en el humanismo cristiano. Una divulgación que pretende incorporar al lector a cuestiones candentes de la bioética, sin pretensiones sistemáticas ni la ambición de abarcar todas las cuestiones abiertas. En todo caso, su discurso no desacredita los argumentos opositores ni a sus agentes, pero rebate con sereno distanciamiento las cuestiones más crispadoras de la bioética.

Dentro de la diversidad de la respuesta católica que es posible en cuestiones opinables, Poisson se identifica básicamente con la posición del magisterio; pero no busque el lector una argumentación teologizante en su libro, porque fracasará. En otro lugar y refiriéndome al debate de la bioética he subrayado la libertad de los laicos católicos, y en general de los creyentes, a utilizar, en cada caso y cada medio, el lenguaje civil adecuado -científico, filosófico, médico, político o jurídico- que corresponda a la cultura del autor, para defender en su medio las convicciones de la Iglesia sobre el mundo y la sociedad. Que, obviamente no renuncia a otros legítimos modos de expresión. Pienso que, en el fondo, esto es sustancialmente lo que el autor hace en esta interesante aportación divulgadora.

Médico. Presidente de la Asociación Española de Bioética y Ética Médica (AEBI)