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Walker Percy nació el 28 de mayo de 1916 en Birmingham, Alabama. Tuvo una dura primera infancia: su padre se suicidó y, poco después, en un accidente de tráfico, moría su madre. Fue adoptado por su tío William Alexander Percy, el autor de Lanterns on the Levee, las deliciosas memorias del propietario de una extensa plantación en el sur de los Estados Unidos. «Uncle» Will era un gentleman culto, honorable y en el buen sentido de la palabra bueno; vivía en Greenville, Mississipi, y allí se llevó a Walker y a sus dos hermanos. Con su pasión por la música y la literatura clásica y su ejemplo de escritor transmitió a su sobrino una educación que éste consideró siempre como «una deuda impagable».

Percy se licenció en Medicina en Columbia. Mientras hacía prácticas en un hospital neoyorquino enfermó de tuberculosis. Pasó una larga temporada en un sanatorio, durante la cual no se limitó pasiva y pacientemente a no fallecer, sino que decidió hacerse escritor, convertirse al catolicismo, casarse con Mary Bernice Townsend y trasladarse a vivir con ella a Covington, Louisiana. «Técnicamente hablando -escribirá— Covington es un no-lugar con una cierta relación a un lugar (Nueva Orleans), una relación que evita los horrores de estar totalmente situado, los de no estar situado en absoluto y los de estar mal situado».

Desde esa ideal nonplace, seis novelas y decenas de artículos le han situado en una plaza de lujo en la cultura norteamericana reciente. Miembro, entre otras, de la American Academy of Arts and Sciences, fue nombrado Jefferson Lecturer en 1989 por el prestigioso National Endowment for the Humanities (sucediendo a figuras de la talla de Lionel Trilling o Saul Bellow). Publicó en revistas tan distintas entre sí -en público e intereses ideológicos— como pueden serlo Esquire o The Journal of Philosophy, Harper’s o Thought, Commonweal o The Southern Review y la Vartisan Review o The New Scholasticism: todo un record para un escritor de convicciones, pero su indudable arte hace interesante su  obra a públicos plurales hasta la disparidad. Pues Percy es un antimodelo para escritores complacientes.

Sus artículos se ocupan de temas variados: desde el presente y el pasado del Sur natal (New Orleans Mon Amour, The American War), hasta la ética (A View of Abortion, with Something to Offend Everybody) y la religión (The Holiness of the Ordinary), pasando por los que dan muestra de su conocimiento, serio y profundo, de la ciencia, la filosofía, el misterio del lenguaje y la literatura (Is a Theory of Man Possible?-, Naming and Being, The coming Crisis in Psichiatry, From Facts to Fiction). A su olfato literario se debe el descubrimiento de John Kennedy Toole (el autor de las fantásticas La conjura de los necios y La Biblia de Neón) y el redescubrimiento de A Canticle for Leibowitz de Walter M. Miller Jr. (una novela de ciencia ficción que no necesita de Independence Days o de inacabables coreografías de mulantes para, haciendo presente el futuro a base de convertir el presente en pasado, conseguir una perspectiva inédita sobre nuestro presente).

En 1975 publicó una colección de esos ensayos, escritos o leídos a lo largo de veinte años, The Message in the Bottle (de la que ha sido extraído el artículo que traducimos a continuación). Patrick Samway ha editado además, con el título  de Signposts in a Strange Land, un volumen que recoge casi todos sus restantes trabajos. También de ese año 83 es Lost in the Cosmos. The Last Self Help- Book, una hilarante -y profunda— parodia de las supersticiones de la cultura moderna, de la desorientación del individuo a pesar de la todopoderosa ciencia («cómo es posible que sepamos más acerca de un planeta como Júpiter, que está a millones de años-luz, que de nuestro propio yo, teniendo en cuenta que nos pasamos la vida junto a él») y de su falso recetario de psicobasura para que el ciudadano sea feliz, se conozca, se «autorrealice» o adelgace.

Pero Percy fue, sobre todo, un novelista. Con su primera novela, The Moviegoer (1961), ganó el National Book Award de 1962. Le sucedieron, publicadas por la prestigiosa Farrar, Straus & Giroux, la aguda The Last Gentleman (1966), la sin duda alguna genial Love into Ruins. The Adventures of a Bad Catholic at a Time Near the End of the World (1971), la amarga y maestra Lancelot (1977), la más seria y larga The Second Coming (1980) y, por último, The Thanatos Syndrome (1987). Están traducidas al castellano la primera y la última: El cinéfilo (trad, de Javier Lacruz, Alfaguara, Madrid, 1990), y El síndrome de Tánatos (trad, de Jaime Collyer, Mondadori, Madrid, 1990). Grijalbo publicó Lancelot bajo el título «La confesión de Lancelot», pero la edición debe de estar agotada porque, lamentablemente, no hay quien la encuentre. Percy pertenece a la gran tradición de escritores americanos, muchos ellos de extracción sureña, la de los Faulkner, Flannery O’Connor, Eudora Welty, Carson McCullers o Salinger, y se ha alimentado además de las grandes figuras de la literatura centroeuropea. En filosofía estuvo cercano a Kierkegaard, al existencialismo de Camus y Sartre y, sobre todo, a Gabriel Marcel y a la semiótica de Charles Sanders Peirce (1839-1914). Su talento literario y su dominio en la elaboración artística del lenguaje ajeno (magistral en muchos personajes de Love into Ruins, por ejemplo, o en los «Diarios» de Sutter Vaugh en The Last Gentleman) evitan que sus historias se conviertan en argumentos filosóficos camuflados, sus personajes en soportes de teorías abstractas y sus novelas en lo que alguien ha llamado «novelas no novelescas».

Según él, su fe católica -que Percy caracterizó this side of grace y en su caso como «romana, artúrica, semítica y semiótica»- le concedió un ojo especial para la irreemplazable singularidad de cada individuo, para la importancia de lo ordinario y lo concreto en la vida («Whereas and in fact my problem is how to live one ordinary minute to the next on a Wednesday afternoon. Has not it been the case with all ‘religious people’?»: The last Gentleman);  le dio efectivamente el sentido del matiz -el de la encarnación— para la mezcla entre lo material y lo espiritual en que la vida consiste. Como médico, tuvo un «ojo clínico» capaz de diagnosticar la falsedad y las poses literarias, y de penetrar en las complejidades de la vida humana (no hay un solo personaje plano en sus novelas; solo un ejemplo, de Love into Ruins, donde describe así un carácter: «There was a scoffing irish behaviorist, the sort whom irony is so plied up in irony, jokes so encrusted in jokes, winks and nudges and in-jokes so convoluted, that anticlericalism has become anti-anticlerical, gone so far out that it has come back in as clericism and comes down on the side of Rome where he started»).

Percy dispuso a sus personajes en un mundo que nos resulta reconocible aún, aunque hoy nuestra conciencia acerca de él haya perdido virulencia pesimista: el mundo en el que los ideales de la modernidad han sido desmentidos en parte por horrores como dos guerras mundiales, en el que la ciencia y la técnica tienen un estúpido y reductivo papel preponderante en la visión del mundo, en el que el cristianismo parece hundido en un fracaso moral, y en el que la propia palabra humana parece haber colapsado (como anota Binx Boiling en su diario: «Abraham vio los signos y creyó. Hoy el único signo es que todos los signos dan lo mismo»: The Moviegoer). Un mundo en crisis para el que hay esperanza, pero no grandes soluciones teóricas infalibles y definitivas. Percy parece apuntar al tipo de soluciones que tienen más que ver con tomar conciencia de la desesperación (de la falta de esperanza) e iniciar, como Binx Bolling o Bill Barrett, una «búsqueda» («la búsqueda es lo que cualquiera emprendería si no estuviese sumido en la rutina de su propia vida», dice en El cinéfilo)  y no tanto con grandes panaceas moralistas en forma de grupos interdisciplinares de estudio del comportamiento o «proyectos para una ética mundial». Ese es el contexto de crisis y esperanza en el que Percy escribió sus «Notas para una novela acerca del fin del mundo», y también desde el que escribió sus novelas, que no se agotan en darle respuestas, sino que genialmente lo rebasan.

Solo un apunte más: aparte de todos sus méritos, me parece que los personajes de Percy han inaugurado un estilo de héroe (o antihéroe) contemporáneo que se desliza en una estela distinta a la del estereotipo más habitual, también en nuestras letras: muy por encima del tipo de argumentos y de personajes que parecen clonaciones literarias de Burroughs y Bukovski (pero muchos años más tarde que Burroughs y Bukovski), o repeticiones de Kerouac a base de sustituir la A-66, los moteles y la Ginger Ale por cerveza Cruzcampo y la carretera de Andalucía con su infinito yermo; más allá de historias Pulp sin el talento de Tarantino, en las páginas de Percy comparecen el drama y la comedia
humanas con una mezcla de esperanza y desesperanza: Binx Bolling, Percival, Thomas More o Billingston Bill Barrett son conmovedores y divertidos aventureros metafísicos, Hamlets sureños, Principes Mischkin en pleno Central Park, «Idiotas» del Sur (Peter Handke, otro de los admiradores de Percy, tradujo con esa expresión al alemán The Last Gentleman). Percy ha creado una estirpe festiva de personajes autónomos y personalísimos, y cada uno de ellos es otro héroe de la novela postmoderna, distinto del plano y pseudotrágico antihéroe de serial.

Serio y divertido, deliciosa y elegantemente escéptico, esperanzadamente inteligente e indefinidamente susceptible de ser releído, Percy es un novelista que interpela; leyéndole, cada uno puede tener la misma sugestiva y casi personal impresión que tuvo Binx Bolling, el protagonista de El cinéfilo, de otro personaje de esa novela, un cierto Mr. Sartalamaccia: que a Walker Percy «le gustó hablarme del pasado y confabularse conmigo contra el futuro».

Murió en Covington, Louisiana, hace poco más de seis años, el 10 de mayo de 1990.

Doctor en Filosofía. Director del Instituto Cervantes de Lisboa