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El autor describe a Vicente Cacho Viu como un historiador esforzado e infatigable cuya obra se vio truncada por su temprana desaparición. Con todo, Cacho será siempre un pilar de referencia en la Historia intelectual y cultural de la España contemporánea.


VICENTE CACHO VIU, desaparecido hace unos meses, constituye un buen ejemplo de que eso que lamentamos en la ausencia de los seres queridos cuando nos abandonan resulta especialmente cierto en el caso de las personas relevantes del mundo intelectual y cultural. El vacío en los afectos puede irse atemperando con el transcurso del tiempo, pero cuando un gran intelectual desaparece, el hueco que deja no se cubre nunca. Perdemos definitivamente el contacto no sólo con la persona sino también con el conjunto de las posibilidades de apertura y enriquecimiento intelectual que nos proporcionaba y con la esperanza de ver su obra granar definitivamente y, leyendo textos largamente prometidos, recibir una iluminación irrepetible porque nadie nos la podrá proporcionar como ellos. La desaparición de un ser querido es siempre una mutilación en los afectos, pero en el caso de un gran intelectual, se siente la sensación de que es la propia inteligencia, la capacidad de entender el mundo circundante, quien queda afectada de forma irrecuperable.


Todo cuanto antecede, siendo estrictamente cierto y producto de una efusión sentimental espontánea y sincera, parece remitir a un género literario tan convencional como es la necrología, propicia a la acartonada alabanza retrospectiva. Pero aquí no se pretende transitar por estos caminos, y la prueba el lector la habrá encontrado en las líneas inmediatamente anteriores. Lo que se intenta, por el contrario, es esbozar, con modestia, algunas cuestiones que alguna vez habrá que abordar mucho más extensamente cuando se haga la Historia de la Historiografía española contemporánea.


Vicente Cacho no fue, en muchos sentidos, una persona de trato íntimo fácil. En el fondo tímido y frágil, se rodeaba de una concha protectora que a veces hacía difícil entenderse con él. En más de una oportunidad y de una cuestión daba la sensación, no se sabía bien por qué, de adoptar poses en las que se adivinaba un carácter postizo, como si necesitara de una barrera para enfrentarse con el mundo de alrededor. Cuando ha desaparecido, se han hecho grandes alabanzas de su labor como historiador. En muchos sentidos son merecidas porque lo fue, pero no creo que resulte correcto describirlo como uno de los grandes maestros de la historiografía contemporánea. Me parece mucho más adecuado, en cambio, decir que fue un muy esforzado e infatigable trabajador que, por la inteligencia y la brillantez con la que cultivó su parcela de dedicación científica, abrió muchas sendas pero que, remiso a publicar, por desgracia, su obra se vio truncada por una muerte temprana que hace más patente su vacío. Por las peculiaridades de su forma de ser, Cacho, en realidad, no tuvo discípulos o apenas se puede hablar con propiedad de ellos, en el estricto sentido del término. Pero, en el momento en que ha desaparecido, se ha descubierto que todos los buenos contemporaneístas españoles le deben mucho. Afortunadamente, por mucho que desde fuera los conflictos ideológicos o los afanes de instrumentación de la Historia traten de provocar divergencias ficticias, lo cierto es que vivimos en tiempos de consenso historiográfico. El propio Cacho sabía de sobras que los historiadores, como las personas, no se dividen según adscripciones sino por ser listas o tontas, buenas personas o regulares. Si hay un calificativo por completo inadecuado para su persona, es el de sectario. En este ambiente, al que venturosamente hemos llegado, creo que para todos los contemporaneístas, cualquiera que sea su escuela y dedicación, Cacho es y será una muy sólida pieza de referencia. Lo que se escribe sobre aquellas materias que él tocó en su tarea como historiador no podrá ser abordado sin tener en cuenta de manera decisiva lo que él hizo. Y esto, que resulta tan fácil de afirmar de tantos como infrecuente es que sea, además, cierto, me parece que hoy es bien patente para todos.


UNA ESTRATEGIA DE PUBLICACIONES EQUIVOCADA


La especialidad a la que se dedicó Cacho fue la Historia intelectual y cultural de la España contemporánea. No cabe la menor duda de que, en el origen de esta dedicación, hubo —como siempre en cualquier buen historiador— interrogantes personales en el marco de un conjunto de realidades colectivas de un determinado momento. Lo que importa, sin embargo, es la perdurabilidad de la obra que, en el caso de la Historia contemporánea española, resulta mucho más complicada que en otras disciplinas. Lo que llama la atención, en efecto, de su gran libro acerca de la Institución Libre de Enseñanza es que sigue siendo, con mucho, el mejor texto largo sobre esta institución clave en nuestra vida intelectual y que resulta modélico, además, en la combinación entre distancia y cercanía espiritual ejercida por persona que no procedía de esos medios. Lo sorprendente de Cacho es que, habiendo publicado este importantísimo libro, luego, durante mucho tiempo, se limitara tan sólo a dar a la imprenta algunos artículos cuya calidad resultaba indudable, hasta el punto que luego se dirá, pero que sabían a poco precisamente por ello, y hacían desear que aquello que estaba en estado germinal apareciera en forma definitiva. Persona de una capacidad de trabajo enorme, pero de quien no era tan fácil convencer a terceros de que, en efecto, tenía ese bagaje a sus espaldas, publicó poco. La conversación con él descubría, en cambio, una sabiduría reflexiva, decantada y originalísima, a veces plasmada en fórmulas muy felices que los historiadores no dudaremos en plagiarle durante mucho tiempo. Pero se equivocó en su estrategia como profesional de la Historia contemporánea. Si hubiera publicado más, quizá sus libros hubieran sido menos definitivos que el primero que apareció con su nombre, pero nos hubiera enseñado todavía más de lo que hemos aprendido de él. Sólo al final de su vida, consciente de que su obra iba a quedar truncada, hizo todo lo posible por hacer aparecer esa obra que había ido acumulando con el transcurso del tiempo. Lo había hecho con pasión y, en cierta manera, obligado por los propios temas con los que se enfrentaba porque cada uno de ellos le llevaba a otros.


Eso revela lo mucho que había que hacer en la especialidad a la que se dedicó, y nos da la clave interpretativa de estos libros que, por desgracia, han resultado postumos. Tras su muerte ha aparecido, por ejemplo, una colección de artículos acerca del 98 que cuenta entre lo mejor que se ha publicado durante el año pasado sobre el particular, en un espléndido resumen de sus ideas sobre este momento crucial de nuestro pasado cultural. También ha publicado una Revisión de d’Ors que sin duda es el mejor libro que tenemos, en el momento actual, sobre el intelectual catalán, y un tercer libro acerca del catalanismo al que haré mención más detallada líneas más adelante. Lo que ahora me importa recalcar es que no deben ser considerados como libros escritos en las condiciones en que redactó La Institución Libre de Enseñanza. Se trata de textos que no se pueden desligar de las circunstancias en que los agrupó o los redactó. Lo que maravilla en ellos no es la condición de obra definitiva sino hasta qué punto abundan en fogonazos sencillamente deslumbrantes sobre esa parcela de nuestro pasado. Señalan caminos inevitables para cualquier historiador y dan un vuelco a interpretaciones admitidas hasta ahora y que, de pronto, leyendo a Cacho, se descubren carentes de fundamento.


En principio, eso que denominamos Historia de la cultura o del mundo intelectual del siglo XX español podría parecer la especialidad menos necesitada de un cambio metodológico o de planteamientos fundamentales. La bibliografía publicada sobre el particular es inmensa y, además, ha contado desde siempre con una sólida cohorte de cultivadores tanto españoles como extranjeros. Pero lo cierto es que necesitaba una renovación profundísima de cuya importancia no nos hemos dado cuenta hasta que la realizó el propio Cacho, en gran medida en solitario, al menos desde el punto de vista de la Historia como disciplina científica.


CACHO, RENOVADOR DE LA HISTORIA DE LA CULTURA ESPAÑOLA DEL XX


Un punto de partida esencial de su tarea historiográfica consistió en librar a los planteamientos que se hacían antaño del regusto de casticismo que había constituido en ellos toda una tradición. Unamuno, Ortega o d’Ors, sencillamente, no se entienden si se aislan del contexto universal. Llama la atención, pues, en la obra de Cacho, la abundancia de lecturas cosmopolitas y sofisticadas que testimonian hasta qué punto éste último sirve en términos comparativos para entender la realidad nacional. Pero también la obra de Cacho tiene como ventaja haber sido capaz de superar muchos otros escollos existentes para una comprensión histórica de esa porción de nuestro pasado. Sobre él han escrito filósofos que tratan de dar cuenta del pensamiento de autores, como si de forma necesaria tuvieran una filosofía tras de sí, e historiadores de literatura, con más formación en la segunda que en la primera, pero muchas veces se ha olvidado la explicación estrictamente histórica. Además, a menudo ha fallado la capacidad para ver la globalidad en un momento cultural desde todas sus perspectivas. Otra tentación ha sido la de encerrarse en una única biografía intelectual, tentación muy evidente dado el atractivo de los personajes, o la de situar a un personaje en el centro de gravedad explicativo del conjunto. Además, en Historia de la cultura o del mundo intelectual, se ha pecado en exceso al compartimentar el tratamiento dado a las figuras relevantes de la creatividad intelectual o cultural de acuerdo con su dedicación —literaria o plástica, por ejemplo—, cuando lo esencial es ver los tiempos y los climas intelectuales en su globalidad. A veces, además, se ha hecho una interpretación excesivamente política o basada en las generaciones para interpretar la vida intelectual de este pasado. A este respecto, hay que señalar que la gran ventaja de la obra de Cacho —y lo que, sin duda, habrá de durar durante mucho tiempo— es el utillaje de análisis que proporciona. Ideas como la de moral colectiva de un grupo intelectual o reflexiones sobre el liderazgo intelectual de personas o instituciones habrán de ser empleadas por los historiadores mucho tiempo después de haber sido acuñadas por Cacho. En definitiva, gracias a él comprendemos mucho mejor un momento crucial de nuestro pasado que ha sido descrito ni más ni menos que como la Edad de Plata de la cultura española.


GRAN INTÉRPRETE DEL CATALANISMO


El estudio de la vida intelectual y cultural española a comienzos del siglo XX le sirvió, además, a Cacho para convertirse en uno de esos escasos intelectuales españoles que, afincado en Madrid y sin ninguna raíz en Cataluña, supo descubrir, comprender y amar la realidad catalana. Llegó a ella por dedicación a la Historia pero, así como hay hispanistas que son capaces de entender mejor que los especialistas españoles aspectos importantes de nuestra cultura, también a él le correspondió el mismo papel respecto del complejo mundo de la cultura catalana. Así se demuestra en su último texto, El nacionalismo catalán como factor de modernización (Quaderns Crema-Residencia de Estudiantes, 1998), un librito de pocas pero muy densas páginas que es, quizá, el mejor texto suyo y, además, una lectura imprescindible para quien quiera interpretar la realidad de la Cataluña contemporánea sin las anteojeras del prejuicio.


Las investigaciones de Cacho sobre el mundo cultural catalán del fin de siglo y el primer tercio del XX resultan sencillamente fundamentales. Se trata de textos breves, pero de una erudición profunda y original, llenos de frases felices, que inciden en aspectos cardinales de aquellos temas que tratan y de los que sólo cabe deplorar su carácter fragmentario porque el autor no tuvo tiempo de convertirlos en libros. A pesar de ello, proporcionan una visión acerca del nacionalismo catalán enormemente interesante, original y que, sin duda, cambiará la concepción que acerca de él deben tener los historiadores. Frente al paleonacionalismo español que arrastraba toda una herencia de contubernio entre el Trono y el Altar y estaba anclado en una mentalidad del Antiguo Régimen, el nacionalismo catalán, práctico, racional y muy al día de las novedades culturales, fue un factor de modernización no sólo en la propia Cataluña sino para el conjunto de España. Eso explicaría su sintonía esencial con la otra gran moral colectiva de la España de entonces, la del liberalismo radical conectado con la ciencia moderna. Por eso sus representantes, como Giner, se llevaron tan bien con un Maragall, por ejemplo.


Frente a lo que se ha solido decir, el fundamento filosófico del catalanismo —asegura Cacho— debe localizarse no tanto en el romanticismo como en la filosofía positivista que dominó el pensamiento español finisecular. Producto de la independización cultural de Barcelona con respecto a Madrid, el nacionalismo catalán tuvo modelos en otros pueblos. Irlanda y Hungría, con sus afanes de autonomía frente a Imperios poderosos, lo fueron en un primer momento pero lo acabó siendo, de forma mucho más coherente, la actual república checa, cuyos jóvenes nacionalistas se lanzaron inmediatamente por la senda de la participación en la vida pública y la victoria en las elecciones. Esa actitud tenía mucho que ver con el sentido práctico, dirigido a la inmediata construcción de un país, que caracterizó al catalanismo. Y de este punto de partida nació, además, una nueva visión del conjunto de España. Cacho hace una finísima descripción de quien fue sin duda el mejor político de su época, Cambó. De él cita una frase memorable, escrita en 1940, y verdaderamente definitoria de lo que es toda la tradición del catalanismo: «Yo no veo la manera de dar un gran ideal a Cataluña si llegara a cometerse el pecado contra natura de separarla de la comunidad hispánica».


La capacidad modernizadora del catalanismo se aprecia en muchos aspectos: desde la política a las artes se vieron favorablemente transformadas por su aparición. Pero quizá la manera en que resulta más patente esta realidad es teniendo en cuenta el papel que tuvo sobre el catolicismo. Toda la tradición integrista e intolerante del catolicismo hispánico se vio transformada por el impacto del catalanismo en el terreno cultural y político. Con relación a ella, afirma Cacho, el catalanismo sirvió como una especie de «detergente», que la libró de la ganga de sus obsesiones ancladas en el pasado. Fueron católicos la mayoría de los políticos y gran parte de los intelectuales catalanistas, pero de una forma tolerante y comprensiva, capaz de llegar a coincidencias con quienes no lo eran. Carner se burlaba, en cambio, de aquellos católicos carpetovetónicos, «cuya ingenuidad les hacía ignorar su ineptitud social y política».


Este libro, por lo tanto, tiene el mérito de rescatar una importante verdad del pasado de Cataluña. Hoy, en Madrid, se presenta a los nacionalismos periféricos como doctrinas ancestrales basadas en el apego a lo ridiculamente provinciano. Pero este libro demuestra todo lo contrario. El catalanismo fue obra de plenitud espiritual y política, de modernidad y de deseo de transformación no sólo Cataluña sino el conjunto de España. Fue una fuerza constructiva, desgraciadamente no siempre bien aprovechada, cuya magnitud y eficacia era necesario desvelar en toda su magnitud. La labor historiográfica de Cacho no sólo fue capaz de revelar una profunda realidad de nuestro pasado sino que, además, resulta de mayor interés en un momento como el presente, en el que la vida pública española se enfrenta a problemas de identidad colectiva y de convivencia entre comunidades culturales distintas.

Catedrático de Historia Contemporánea, UNED