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La unidad de toda visión estética no es una unidad sistemática y significativa, sino una auténtica unidad arquitectónica dispuesta en torno a un concreto centro de valor que es posible pensar, ver, amar. Se halla el hombre justo dentro de ese centro y todo en este mundo solo adquiere significado, sentido y valor si se pone en relación con el hombre, en cuanto elemento humano. Todas las posibles formas de ser y todo el sentido posible se disponen alrededor del hombre como centro y unidad de valor; es preciso que todo —y aquí la visión estética no tiene límites- esté en relación con el hombre, que esté de parte del hombre. Lo que no significa, sin embargo, que el héroe de la obra deba ser literalmente representado como valor absolutamente positivo, en el sentido de que se le atribuya un concepto positivo de valor: «bueno», «bello», etc., estos epítetos también pueden ser completamente negativos. El héroe puede ser malvado y mezquino, puede resultar vencido o incluso apabullado desde cualquier punto de vista; y sin embargo, puesto que es a él a quien dirijo mi mayor atención en la visión estética, es también en torno a lo malvado alrededor de lo que, como en torno a un único centro de valor intrínseco, aquélla se dispone desde cualquier punto de vista. Aquí el hombre no es en ningún modo amado porque es bueno, sino que resulta bueno porque es amado. En ello reside la especificidad de la visión estética. Si el héroe no hubiese estado presente en este centro de valor, toda la posición axiológica de los valores y toda la visión arquitectónica habrían sido por completo inútiles.

Si yo contemplo una escena que representa la caída de mi amadísimo héroe y su infamia, esta escena será para mí completamente distinta de otra en la que la destrucción ha correspondido a una persona que me es completamente indiferente. Y no por esto trataré de absolver al héroe, a pesar de mi sentido de la justicia; quizá, teniendo en cuenta todo esto, la escena puede conservar un contenido imparcial, justo y realista y sin embargo lo pintado será distinto en su lugar esencial, en su posición concreta, tanto en las partes como en los detalles; en toda su arquitectura yo veré otras cosas válidas, otros momentos y otra posición, porque el centro efectivo de mi visión y de mi posición respecto al cuadro será otro…

Por lo tanto, el hombre constituye el centro de valor de la estructura arquitectónica de la visión estética no como algo sustancialmente idéntico a sí mismo, sino como una realidad concreta que se afirma a través del amor. Además, la visión estética no se separa en absoluto de los distintos puntos de vista axiológicos, no pone límites entre el bien y el mal, entre la belleza y la fealdad, entre la verdad y la mentira; la visión estética conoce y halla todas estas distinciones dentro del universo contemplado, pero estas diferencias no se subordinan a ella como criterios últimos, como principios de consideración y sistemas de especulación, dado que éstos están dentro de ella como momentos de su estructura arquitectónica y todos, de la misma manera, justifican plenamente el amor por la validez del hombre. La visión estética, en fin, conoce los «principios específicos», pero todos ellos están arquitectónicamente subordinados al supremo centro de valor de la contemplación, que es el hombre.

En este sentido, se puede hablar objetivamente de amor estético sin dar a esta palabra solo un significado pasivamente psicológico. La pluralidad axiológica de un suceso existencial como el humano (es decir, relacionado con el hombre) se puede atribuir solo a una contemplación de amor y solo el amor puede contener y conservar esta diversidad sin perderla, sin dispersarla, sin dejar desprovista su estructura de sus líneas esenciales y de sus momentos significativos. Sólo el amor desinteresado, según ese principio de «no amado porque bueno, sino bueno porque amado», solo la atención amorosa y desinteresada puede desarrollar una fuerza tan intensa que consienta abrazar y preservar la concreta multiformidad de la existencia sin empobrecerla y esquematizarla.

Una reacción fría y hostil es siempre una reacción que empobrece y disgrega el objeto, es un ir más allá del fenómeno en toda su diversidad, ignorándolo o superándolo. La misma función biológica de la indiferencia es para nosotros una liberación de la multiformidad de la existencia, la abstracción de lo práctico no es tan fundamental para nosotros como lo sería la economía, el ahorro de la dispersión en la diversidad. Tal es quizás la función del olvido.

La falta de amor, la indiferencia, no confiere nunca suficiente fuerza para «detenerse intensamente» en el fenómeno, para fijar y modelar todos sus pequeños y particulares detalles. Solo el amor puede ser estéticamente productivo, solo en relación al amor se encuentra la posible plenitud de la diversidad.

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El universo en el que una acción se desarrolla efectivamente, en el que tiene lugar, es un universo unitario que se puede percibir concretamente: es decir, que se puede ver, oír, tocar y pensar, completamente impregnado de tonos emotivos y volitivos que confirman su significado axiológico. La unicidad de este universo, difícil y problemática no desde el punto de vista del contenido y del significado, sino desde el emotivo-volitivo, garantiza el efectivo reconocimiento de la unicidad de mi participación en él, de mi «no tener una coartada» en él…

Este universo me ha atribuido una función exclusiva, concreta y única. Gracias a mi facultad de conocer, que es activa y participativa, aquél, como conjunto arquitectónico, se sitúa en torno a mí como centro unitario desde el que se propaga mi acción: se encuentra en mí, en cuanto yo me baso sobre él para poder ver, comprender, para llevar a término mis acciones. En relación a mi función unitaria de activa participación en el mundo, todas las posibles relaciones espacio- temporales adquieren un centro de valor, se componen en torno aél en un todo arquitectónicamente estable y concreto — por lo que la única unicidad posible es la unicidad de lo real—. Mi función única y activa no constituye sólo una centralidad geométrica abstractamente concebida, sino el centro concreto, responsable —desde el punto de vista emotivo-volitivo— de la realidad efectiva y de la diversidad del mundo. Aquí se concentran, en una unidad concreta, según puntos de vista abstractos, las diversas actividades: la determinación espacio-temporal, los matices emotivo-volitivos y los significados. «Encima», «sobre», «bajo», «al final», «tarde», «todavía», «ya», «es necesario», «hace falta», «más allá», «más cerca», etc., todo esto adquiere un significado que no solo es pensable desde el punto de vista del contenido y del sentido, sino que es también un significado real, perceptible, difícil y problemático, concretamente definible a través de la unicidad de mi función y de mi participación en los sucesos del mundo. Esta efectiva parcipación mía en la existencia desde un punto de vista unitario da el espesor real del tiempo y el valor perceptible del espacio, vuelve difíciles, no cognoscibles, inaudibles todos sus límites -razón por la que el mundo se vuelve una unidad efectivamente perceptible como un todo unitario-.

Si me alejo de ese centro, dispersando mi participación unitaria en la existencia y distanciándome, a causa de él, no sólo de su participación sustancial (espacio-temporal), sino incluso de su definición emotivo-volitiva, inevitablemente la unidad real y la compleja existencia del mundo se descomponen. Estas se disgregan en momentos y relaciones posibles solo como momentos abstractos. La estructura arquitectónica concreta del universo perceptible sustituye a la unidad sistemática no espacio-temporal ni axiológica de esos momentos abstractos…

Nadie más que yo puede encontrarse en el mismo punto de vista unitario en el que yo me encuentro ahora, en el espacio y en el tiempo únicos de una sola existencia. En torno a este punto de vista unitario se coloca de forma única e irrepetible toda la unicidad de la existencia. Lo que se puede cumplir en mi caso, en el de otro puede no cumplirse nunca. Este hecho, es decir mi «no tener coartadas» en la existencia, que se basa y fundamenta en una acción concreta y responsable, se determina y se afirma en una forma unitaria (…).

Ciertamente que esto se puede dañar, se puede empobrecer: se puede ignorar la acción y vivir pasivamente, se puede tratar de demostrar la propia coartada en la existencia, se puede ser un impostor. Se puede negar la propia responsabilidad frente a la unicidad.

La acción responsable es una acción que se funda sobre el reconocimiento de la responsabilidad ante la unidad. Esta afirmación de «no tener coartadas frente a la existencia» es la base de una vida efectiva, problemática, a la vez ya determinada y por determinar. Solo el no tener coartadas frente a la existencia transforma una posibilidad vacía en una acción que reconoce la responsabilidad…

Y todo en mí debe tender hacia esta acción: cada sentimiento mío, cada gesto, emoción, pensamiento, sentimiento —solo con esta condición yo vivo realmente y no me aparto de las raíces ontológicas de la existencia— Yo soy en el universo una realidad imprescindible y no una fortuita posibilidad.

Considerada en abstracto, la parte dotada de sentido no está en relación con la unicidad irremediablemente real, proyectiva; considerada así no es más que el torpe ejemplar de un hipotético trabajo, un documento sin firma o una obligación de alguien hacia algo. La existencia, aislada del centro unitario y emotivo-volitivo, es como un boceto de una primera versión, que no reconoce las posibles variaciones de la existencia; solo a través de la responsable y activa participación de una acción concreta puede salirse de las infinitas variantes de la primera versión y reescribir la propia vida en un hermoso ejemplar de una vez por todas.

(Traducción de Fernando Iscar)