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EN EL VERANO DE 1814, mi tatarabuelo Cosme Cardenal, que ejercía la carrera de abogado en Valladolid y era perseguido por liberal por los esbirros de Fernando VII, El Deseado, hubo de tomar rápidamente una diligencia, acompañado de su esposa María Oscáriz, que se hallaba en avanzado estado de gestación, y exilarse. Cruzaron como rayos la frontera con Francia y fueron a detenerse en Montaubán, donde mi tatarabuela dio a luz un niño varón, que fue luego mi bisabuelo. Poco después se embarcaron para Cuba a rehacer su vida. Tal vez tenían allí parientes. De todas maneras, en los finales de aquel año de 1814 no estaba Francia como para quedarse en ella un emigrado español tachado de doceañista. En Cuba se instalaron en la ciudad de Matanzas.

No debió irles mal. Su hijo (el niño nacido en Montaubán, mi bisabuelo), Manuel Cardenal y Oscáriz, fue también abogado. De su padre heredó la energía en la vida y la afición a la política. Casó con Andrea Gómez, hija del Conde de Camarioca, perteneciente a una de las treinta familias canarias que fundaron Matanzas en 1693. Llegó a ser dueño de una importante estancia cerca de la ciudad y de un par de cientos de esclavos negros, pero luego, en 1870, formó parte de la junta de notables que redactó el reglamento de la ley de abolición de la esclavitud. No fue separatista, pero sí fundó en 1878 el Partido de Unión Constitucional1, luego autonomista, que si hubiera sido apoyado desde Madrid, habría sido la solución a los levantamientos de los separatistas y ni Céspedes ni Martí habrían tenido éxito. En 1893, Maura, Ministro de Ultramar, comprendió la razón que había tenido mi bisabuelo al alzar la bandera autonomista y consiguió que las Cortes Españolas concedieran la autonomía a la perla de las Antillas. Pero ya era tarde. En 1895, de nuevo se recrudeció la insurrección, ya descaradamente apoyada por los norteamericanos.

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Mi abuelo, Manuel Cardenal Gómez, nacido en 1846, fue un joven rebelde y tuvo una vida accidentada. Empezó rodando de mala manera por el mundo habanero. Se hizo, con horror de su padre, del grupo de los nenes de la acera del Louvre (el Louvre era un gran almacén  a imitación del parisino del mismo nombre). Allí, en la acera del Louvre del Paseo del Prado de La Habana, se reunían para conspirar contra España los jóvenes de buenas familias que comulgaban con la insurrección, los señoritos separatistas. Él lo era. Era también gran deportista, maestro de esgrima, no muy alto ni fornido, pero sí excepcionalmente fuerte (hoy lo habrían clasificado los boxeadores como un welterweight), bello y calavera. De él se cuentan varias proezas divertidas que muestran su valentía y su domino de las armas. Había casado en La Habana con Sacramento Dominicis, mujer muy bella, hija del Marqués de Figliasi, pero quedó viudo muy joven al morir ésta en 1873 en el parto de su único hijo, el que en su día sería mi padre, Manuel Cardenal Dominicis2.

Los abuelos de Matanzas se hicieron cargo de la crianza del niño. Luego, el padre y el abuelo del niño riñeron y empezó el juego repetido del robo de éste: el padre iba a la estancia de Matanzas, robaba el niño y se lo llevaba a La Habana; al poco el abuelo, añorante del nieto y sabedor de que éste no se hallaba en buenas manos, iba a La Habana, lo robaba de la casa del padre y se volvía con él a Matanzas. Así, mi padre se crió la mayor parte del tiempo en la estancia de su abuelo. Colindante a ella se hallaba la magnífica de los Torriente y la de los Márquez Sterling, que tenían hijos de la edad de mi padre y que luego tuvieron algún papel en la alborotada política cubana. Mi padre me habló muchas veces de su vida feliz en aquella estancia. Cuando tuvo quince años, mi bisabuelo lo mandó a la Península para que estudiara la carrera militar. Unos años más tarde, cuando en Cuba estalló la insurrección del 95, muerto ya mi bisabuelo, mi abuelo se hizo abiertamente insurrecto y se unió al bando de los mambises.

A principios del año 1898, cuando se formalizó la intervención armada de los Estados Unidos, mi padre, que era ya teniente de artillería en España y estaba recién casado, fue destinado voluntario a la guerra, ya agonizante, de Cuba. Guerra que España llevaba con singular energía pero con mala técnica, escasos recursos e insuficiente información. La guerra no era ya sólo contra los mambises, los insurrectos cubanos, sino también contra la poderosa República de los Estados Unidos. Todos sabemos que la guerra fue desastrosamente perdida por los españoles y ganada —sin gloria— por los americanos. No es ésta la ocasión de hacer reflexiones sobre lo acontecido. A mi padre le tocó la rendición del ejército español estando con su batería en Santiago de Cuba. A los dos o tres días de la rendición, los yankees dejaron entrar en Santiago de Cuba a un cierto número de tropas nativas. Entre ellas entró un batallón de mambises que mandaba mi abuelo, que tenía entonces 52 años. En la calle, padre e hijo se encontraron. Mi abuelo conoció a su hijo; éste no reconoció al pronto a su padre.

—«¡Prisionero!»—, gritó mi abuelo a mi padre. Y se abrazaron llorando3. «Ahora te quedas aquí y tendrás grados en el ejército cubano. Es precisamente lo que necesitamos, hombres valientes y competentes como tú».

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Mi padre se negó. Se sentía español. En España estaban su esposa (mi madre)4 y yo, su hijo, a quien aún no conocía, pues mi madre quedó embarazada cuando él partió para la guerra. Mi padre decía que Matanzas, donde vivió su infancia, debió ser el lugar del paraíso, tan bella la recordaba, pero su honor y sus amores eran España y en España estaban su esposa y su hijo. Creo que no volvieron a verse mi padre y mi abuelo. Algunas veces se escribieron, pocas.

Málaga, 1971.

NOTAS

1 · Su biografía se halla en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de Literatura, Ciencias, Artes, etc. editado en Londres por W.M. Jackson, y también en la Enciclopedia Espasa.
2 · Mi abuela murió (y mi padre nació) en Sevilla, donde se hallaba el matrimonio, que estaba haciendo una gira de recreo de varios años por Europa. Mi abuelo y el niño regresaron a La Habana tres años después.
3 · Nota de Fernando Cardenal, hijo del autor. Siendo yo muchacho y siendo ya viejo mi abuelo (Manuel Cardenal Dominicis, personaje de la historia que aquí se cuenta), éste me dijo que los hombres que cada uno respectivamente mandaba se abrazaron también los unos a los otros.
4 · También de familia cubana, nacida en Trinidad de Cuba, hija de un coronel de infantería que había guerreado contra la primera insurrección cubana.