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Se cumple este año el cincuentenario de la muerte de Eugenio d’Ors, el gran profeta de la catalanidad. Penetrante filósofo y pensador incansable de lo cotidiano, es hora de reavivar el interés por el contenido de su obra y poner ai día el atractivo de su lucha por el triunfo de la luz.

En sus glosas, d’Ors llevaba a cabo su «heliomaquia» o lucha por la luz, una filosofía basada en lo habitual, que convertía en inseparables la acción y la contemplación, el juego y la ciencia, la cultura y el trabajo, La misión que Eugenio d’Ors se propone es tan dinámica como pueda serlo el afán por recoger «las palpitaciones de los tiempos». Para ello, transforma en «categoría» lo simplemente anecdótico, remansando los acontecimientos diarios en una detención momentánea, pero sin obligarlos a estancarse sino, una vez elevados a categoría, dejándolos seguir libremente su curso.

Pero, ¿qué es «filosofía» para d’Ors? La filosofía no es una aislada contemplación, separada de la vida y de su acción. Es más bien «contemplación inscrita en la acción». Porque «en todo trabajo y en todo juego se esconde una "semilla de eternidad". "Filosofar" es "hacer germinar la semilla de eternidad" que todo trabajo y todo juego encierra. Y esto sin que se deje de trabajar ni de jugar, sino suspendiendo a cada instante el trabajo y el juego». Aquí es donde alcanza su sentido la idea de la «obra bien hecha», y la admiración que por la vida ordinaria se expresa en el epílogo de La bien plantada: «Rememos, Nando, rememos […]; es preciso remar cada día. Las inspiraciones significan momentos divinos; pero la continuidad representa también una inspiración que santifica una larga serie de momentos. Deja, pues, Nando, mi pescador, que [….] te dé las gracias por la lección que me has dictado y que sabrás dictarme todavía más de una vez: la lección de la callada energía, del trabajo cotidiano y humilde». Es en la vida y en el trabajo, en donde el filósofo encuentra la materia de su discurrir. Y es ella (la vida) y éste (el trabajo) los que deben ser convertidos en metafísicos y trasplantados a lo categórico.

Separa d’Ors dos zonas en la actividad del hombre. Por un lado, aquello con lo que tropieza y trabaja, exterior a él y que se le impone, e incluso, sus sentidos y potencias, en cuanto no forman parte estricta de su «yo»; en definitiva, todo lo que constituye para él «fatalidad». Por otra parte, esa realidad «que no se me puede arrebatar», irreductible, que soy «yo» y «mi libertad»; el campo donde mi albedrío reina sin limitación.

Ahora bien, cuando el hombre actúa y despliega su dinamismo, se produce una unidad inseparable entre los dos campos: el de la «potencia» o del «albedrío» (el yo estricto y la libertad) y el de la «resistencia» o de la «fatalidad» −los instrumentos que utiliza, sus órganos y facultades, y los esfuerzos de todos los hombres−, de manera que no hay medio de decir, en ningún acto del hombre, qué parte corresponde al individuo y cuál a sus hermanos en la humanidad. Esa unión entre el no-yo y el arbitrio es lo que propone llamar «albedrío naturado» o, al revés, «naturaleza arbitrada».

En ella, de nuevo pueden encontrarse dos aspectos, dos mundos: las facultades anímicas, el cuerpo, los instrumentos, las conquistas inmediatas, sobre lo externo: el «espíritu»; y también la colaboración que al esfuerzo de un hombre traen todos los esfuerzos históricos de los demás hombres: la «cultura». «Espíritu» y «cultura» están regidos por la «razón» o, en terminología de divulgación, el «seny». De este modo, la ciencia o razón es parte esencial de la realidad y encuentra su origen en el trabajo, en el juego y en la curiosidad; en una palabra, en el principio que impulsa al hombre a la relación. El «hombre que trabaja y juega» hace suya la naturaleza en torno o, lo que es lo mismo, alcanza la máxima humanidad cuanto más se empapa de «espíritu y cultura».

Para d’Ors, existe un mundo de conocimientos derivados de las experiencias: es el mundo de la ciencia que se ocupa de la «verdad de razón»; pero al lado de ella existe la «verdad de aspecto», a la que podemos llamar «inteligencia». La filosofía sería así la «doctrina teórica sobre la inteligencia». Veámoslo con un ejemplo:

«Un niño introduce un bastón en el estanque. La parte inmersa del bastón parece "quebrada", formando un plano cuyo vértice coincide con la superficie del agua. Viene el pedagogo y obliga al niño a meter la mano en el agua para persuadirle por el tacto de que el bastón es "recto" y no se ha quebrado. O bien, le manda sacar el bastón del agua para que lo mire y vea que continúa "recto"».

Así, hay una verdad en la afirmación de que el bastón está derecho («verdad de razón»), de la cual se deriva todo el tesoro de la ciencia; pero también hay una verdad en la afirmación de que se ha torcido («verdad de aspecto»), verdad de la cual se derivan doblemente la poesía y la actividad práctica. O, si se quiere, que en las dos afirmaciones o verdades hay la misma ilusión, pero una ilusión tan fecunda que, gracias a la primera, contamos y medimos; y gracias a la segunda, curamos las enfermedades o nos recreamos oyendo música.

Por otro lado, la filosofía se compone de «palabras». No debemos olvidar que el vocablo griego «logos», con el cual se alude al pensamiento a la vez que a la razón, y del cual sale el derivado «Lógica», significa «palabra», «lenguaje», «discurso».

Pero si en la ciencia las palabras son realmente «signos», por los cuales es expresado el pensamiento, en la filosofía, el pensamiento mismo se encarna y se desarrolla en la expresión. No son los «conceptos», los que entran en la composición de la filosofía, sino las palabras en las cuales se implica; según se hace en los «conceptos» una «generalidad»; igualmente como en las «cosas reales», una «concreción». Por esto, de los términos que maneja la filosofía, no cabe en rigor dar «definiciones», sino meras «interpretaciones».

Toda palabra, según d’Ors, tiene, de una parte, «una forma»; de otra parte, «un significado» y, por último, y esto es lo más misterioso de ellas, «un sentido». La más profunda, la más valedera de las comprensiones de un vocablo será aquella que penetre en la profundidad de su sentido. Las palabras que, por ser «formas», son también «ideas», quiere decirse, «realidades» a cuyo lado los conceptos puros son meros signos y las perfecciones, efímeras, cambiantes ilusiones. Porque todo en las palabras es «símbolo» y todo en las palabras es «realidad». Y Eugenio d’Ors nos recuerda muchas veces este pensamiento de Humboldt: «el lenguaje no es un ergon, es una energeia» . Y concluye d’Ors: «al suspirar Hamlet: "palabras, palabras, palabras", traducimos "energías, energías, energías"».

Establece nuestro filósofo la necesidad absoluta del «diálogo», fuente filosófica por excelencia. Y dice: «"Dialéctica" y "diálogo", ya emparentados estrechamente por la etimología, se enlazan más aún en la profunda realidad de las cosas». La «dialéctica», es decir, la «filosofía», es a manera de una «epifísica» sobretemporal y sobreespacial (es decir, por encima de lo protofísico y de lo metafísico): la flexibilidad irónica, el margen de contradicción, de rectificación y de duda se colocan ahí.

Veamos por último la Teoría del saber, que constituye la etapa final del itinerario del discurrir filosófico de nuestro autor. Apuntemos de entrada que «teoría», en la acepción orsiana, significa más bien «procesión», es decir, «espectáculo en marcha», y no propiamente «conocimiento»; sino conocimiento en comunión y cópula con el pensar. En el epígrafe titulado «saberes y sabores» se pregunta: «¿Cabe creer que tenga un carácter enteramente fortuito ese parentesco etimológico establecido entre el logro de las actividades intelectuales en un concepto, el «saber», y el logro de las actividades sensuales en una perfección, la del «sabor»? «Saber», «sabor», «sabiduría», en un caso como en otro, «la sabiduría es sabrosa; lo no sabio es insípido». Y «si atribuimos al "saber" una entidad, la intelectual, no es porque nos "instruya", sino porque nos "apetece". Si atribuimos al "sabor" entidad extrasensual, no es porque nos "regale", sino porque también lo sabroso nos "informa". El saber poco "me sabe poco". El no saber "no me sabe a nada". El saber bien "me sabe bien"». Con este concepto se introduce una nota de humanismo en la filosofía.

El «saber» necesita ser coherente, o sea, total y centrado. La dualidad central del saber da la clave de un «orden», haciendo en él mismo compatible la «unidad» y la «multituicidad». Pero no olvidando nunca la sentencia de San Agustín: «la razón humana es una fuerza que tiende a la unidad». El recurso a la «ironía» supone una superación, no ya tan sólo del racionalismo cartesiano sino también de Leibniz y de Hegel con su fórmula de «tesis – antítesis – síntesis», sin necesidad alguna de hacer intervenirel tiempo. Entonces el antiguo «pensar según identidad» viene a ser sustituido por «pensar según jerarquía». A esta unión entre la unidad y la multituicidad es a lo que cabalmente se refiere la palabra «totalidad», esto es, la totalidad del saber.

El sabio, «sabe». Su «saber», en infinitivo sustantivado, alude a lo mismo que su «saber» como sustantivo de posición atribuida. Fijémonos bien en esto: el contenido se identifica en este caso con la realidad. Se fundirían «ergon» y «energeia», «saber» y «sabor», el «verbo» y el «sustantivo» en una unidad indiscernible. «La filosofía es al saber, lo que el saber es a la cultura».

Para concluir, diremos que para Eugenio d’Ors se entiende la «vida» como una «filosofía de la acción», por tanto, construida a partir de la contemplación de la actividad del «hombre que trabaja y juega», para quien «una persona es siempre algo colectivo, civil», no pudiéndose en absoluto considerar la plenitud funcional del Espíritu como «individualidad», sino únicamente como «socialidad». Porque, como dice el propio D’Ors, «¿hay algo más social que el pensamiento?». Y, en la cumbre, hay una visión metafísica de la razón, basada en el enfrentamiento primario del «yo» con lo exterior; en eso consiste la «vida».