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El arte nunca ha sido democrático. Y sólo cuando ha empezado a serlo, ha dejado de ser arte. No quiere esto decir que el mero hecho de que un artista resulte indescifrable lo convierta en un genio. En todo caso, hubo una época, la que media entre los filólogos alejandrinos del siglo III a.C. y la consolidación —a partir de los años sesenta y hasta nuestros días: la posmodernidad— de la cultura como industria y de la hegemónica clase media como consumidor poco cualificado, en que la función crítica se ejercía con un saludable desparpajo elitista y más o menos independiente. En nuestras sociedades del espectáculo sigue habiendo algún que otro crítico valiente y culto, pero no suele dejársele hablar muy alto. Los demás son publicistas.

El arte se ha vendido y comprado siempre. Miguel Ángel no esculpía gratis, ni Velázquez retrataba por puro gusto, ni Cervantes pudo publicar su famosa novela sin adular bajunamente al noble de turno. Lo que sucede es que hoy no hay nobles, ni reyes, ni papas y cardenales expertos y sofisticados como Julio II o Scipione Borghese, sino una gran multitud de personas que compran entradas de cine o libros en las grandes superficies y que no han podido dedicar años al cultivo de su gusto porque tienen que trabajar ocho horas diarias para ganar el sueldo mediano del que extraerán la cuota dedicada a eso que se llama ocio personal y que engloba en nuestros días toda la variedad de la experiencia estética. Y sobre todo, carecen de formación porque sus padres fueron iguales que ellos, y la biblioteca excepcional o el conservatorio quizá no entraban entre las prioridades de la somera economía familiar. Y otro tanto sucederá con sus hijos. Esto es la cultura en la democracia contemporánea. Es justo reconocer que el sistema de prosperidad y libertades civiles que rige en un país como España permite cosas tan previas y perentorias al disfrute de un cuadro como comer todos los días y no ser represaliado por escribir contra un alcalde, más o menos. Y es justo reconocer también que hoy salen sabios y buenos escritores que no han nacido precisamente de padres ricos —tampoco de padres pobres, digámoslo todo, porque uno pasea por los suburbios madrileños y no tropieza con un Baudelaire castizo en cada esquina—, lo que quiere decir que el que tiene suerte y entra en contacto de niño con ese libro iluminador que desata una vocación creativa, tiene el camino hacia la excelencia mucho más despejado que en los tiempos en que los libros se imprimían a mano. Esta es la parte buena de la prosperidad tecnológica.

Sin embargo, el hecho de que el mercado marque hoy el canon literario o artístico, y de que sus creaciones sean consideradas estrictamente productos, nos hace dudar de que las nuevas generaciones sean más cultas e inteligentes —libres, por tanto, de espíritu— que las pasadas. Los nuevos poderosos de este mundo ya no encargan grandes obras ni dan la alternativa a artistas talentosos, porque ya no acompañan sus meteóricos ingresos de una formación amplia y una sensibilidad cultivada, que era lo mejor de la clase aristocrática.

Aparte del capitalismo y de la democracia, existe otro factor deletéreo de la excelencia artística. En realidad, es una consecuencia de la coyuntura social, al tiempo que su causa: nos referimos a la ideología. ¿Qué ideología impera en nuestro tiempo en el mundo desarrollado? Pues la ideología de la crisis de las ideologías. Agotados y sin crédito los grandes relatos deterministas que estudia la filosofía de la historia —resumibles en la idea del eterno progreso que forjó el Renacimiento y culminó trágicamente el comunismo—, vivimos más que nunca en la elusión de la funesta manía de pensar, es decir, en el puro presente. Sin embargo, el hombre no puede vivir sin pensar cómo vive. Por tanto, si la vida es hoy consumo, la superestructura ideológica que asista a la vida habrá de presentar una liviandad correlativa. Si la filosofía de Marx acompañaba la vida trabajosa de un obrero decimonónico, los eslóganes publicitarios se convierten en el vademécum intelectual de los adolescentes eternos que pululan por lujosos despachos lo mismo que por populacheros centros comerciales.No cabe siquiera apelar a Epicuro: se vive en la absorción de un irrazonado hedonismo, únicamente articulado a base de imágenes y anuncios. La publicidad es cada día más importante: en política —no hay más que atender a los discursos del hombre que preside España, y al nivel retórico general de nuestra política posmoderna—, en las empresas, en la industria del ocio y del espectáculo.

Habrá gente que esté muy contenta con todo esto. Con que los ricos no sean cultos sino que vayan a ver las mismas películas superficiales que el común de los mortales, lean los mismos libros y escuchen la misma música prefabricada; con que del cuello de un traje carísimo emerja una cabeza tan fachendosamente peinada como toscamente educada. Posiblemente sea este afán profundo de compartir miseria o de expiar en otro las limitaciones propias el resorte psicológico que sostiene la industria de la prensa rosa. La excelencia y la sabiduría, en todo caso, siguen reservadas a la élite, porque biológicamente no es viable una sociedad sólo de inteligentes, como es inviable una colmena sólo de abejas reinas. Eso sí: hoy la élite cultural no tiene por qué asociarse ya a ostentación, riqueza, abolengo o posición social; es más probable encontrar un hombre culto en un piso mediano que en una mansión ajardinada. Ellos debieran ser los amos de la sociedad, y algunos llegan a ser influyentes empresarios o periodistas merced al puro autodidactismo, que tal como está la enseñanza escolar y universitaria (especialmente en España, pero no sólo) es el único medio eficaz de formación. Pero hay que reconocer que las élites ya no fijan el canon.

Esta concepción del darwinismo intelectual ligeramente nietzscheana que mantengo es absolutamente reaccionaria y políticamente incorrecta —porque la corrección política quiere imponer la creencia de que todos somos iguales—, pero en la práctica la asume todo el mundo, sobre todo en los departamentos de recursos humanos de las empresas. Lo que se constata por doquier es que este equilibrio social saludable se ha descompensado en favor de los necios.

¿Por qué ha triunfado la publicidad sobre el pensamiento? ¿Por qué aquellos que se felicitaban de la caída de los viejos ídolos —el paradigma cristiano, principalmente— se entregan ahora al culto más ridículo, al mito más insolvente, a la moda más efímera? «Ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados es una pasión profundamente vulgar, que nos deja vacíos», advierte George Steiner. A nadie parece importarle, pero las consultas de los psiquiatras se abarrotan y los medicamentos psicoterapéuticos se han generalizado a parecido ritmo que la comida rápida. Mucho de esto se ahorraría la sociedad con entendimientos bien cultivados, que supieran subvenir con verdades probadas e imaginación viva las contradicciones de la vida moderna y urbana. El pueblo no sabe tratarse porque sus médicos también son el pueblo, y también necesitan medicinas. A nadie se le reconoce salud y autoridad. Estamos todos locos y nos gusta la televisión, valga la redundancia.

La respuesta, evidentemente, está en los libros. En leer mucho (mínimo, un libro a la semana). No cualquier libro, sino los buenos: aquellos que la gente que sepa mucho le confirme a uno que sean buenos libros. Leer no es un entretenimiento: es un acto de constitución antropológica y de formación moral. El que no lee a los clásicos no llega a ser del todo humano. Mientras no cierren las bibliotecas, algunos ejemplares de la especie pervivirán en su estadio civilizado. Aquellos que lean mucho y bueno, por mediana que sea su extracción social, constituirán la aristocracia de nuestro tiempo. Los demás sólo verán la televisión y continuarán entregando sus cuerpos macilentos al bombardeo envilecedor de la publicidad. Acretinándose con revistas ligeras, por toda lectura.

EL BUCLE DEL MITO POP

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La cultura pop es un sucedáneo de alta cultura. Cuando la masa se rebeló y tomó el control —según el lúcido dictamen de Ortega—, descubrió que no era tan sencillo deleitarse con la ópera, puesto que exige una maduración previa de las papilas gustativas de la estética. Y como no entendían nada, entonces las masas inventaron el musical, o sea, una cultura pop (popular), una cultura a su medida, porque sin cultura no se puede vivir. Por supuesto, baja cultura había en tiempos de Shakespeare, y el propio Shakespeare disfrutaba también con las canciones tabernarias. A todos nos gustan los Beatles, y con razón. Con más razón aún Bob Dylan, por citar a alguien capaz a veces de lograr con los medios de masas los efectos de la élite. Pero el público que se emocionaba con los dramas shakesperianos estaba formado, aparte de por aristócratas, por hosteleros y costureras. Y no imponían en los escenarios el género de la canción tabernaria, sino que aceptaba el magisterio del literato, y acababa ilustrándose. Esto es lo que ha cambiado. No que haya cultura popular, sino que nadie la distinga de la otra y que a nadie le interese hacerlo. Y el que acierta a sugerir algún criterio de canonicidad distinto del mercado, no tiene ningún crédito.

La victoria de Warhol consistió en sacralizar lo banal, que es la función propia de la publicidad, o sea, el reverso exacto del arte genuino. Por supuesto, Warhol no fue ningún estúpido, puesto que se hizo inmensamente rico. Pero a su público, al ser ya masa, le bastaba con una alfabetización exigua para admirar cosa tan facilona y, necio de suyo, encumbró al personaje e instituyó el modelo para otros visionarios con su cohorte de necedad asombrada. Hay mil casos iguales en el siglo XX. Antes, mal que bien, los ignaros hacían un esfuerzo por acercarse al arte; ahora, el arte se ha acercado tanto a los ignaros que ellos mismos se han hecho artistas. De ahí viene la generalización casi siempre certera de que lo comercial es basura. Libro que vende mucho, malo; canción que se oye mucho, mala. ¿Por qué? Porque la mayoría de los compradores no ha estudiado en Harvard. Esto no es así siempre, y hay honrosas excepciones: precisamente porque hay autodidactas de clase media.

Roland Barthes escribió Mitologías en 1957. Preconizaba el imperio de la posmodernidad, y desde posiciones entonces marxistas —luego evolucionó—, censuró lo que consideraba decadentismo burgués sin saber que diagnosticaba el funcionamiento de la industria cultural vigente cincuenta años después. Definió el mito como mensaje y describió su circularidad superficial, la correosa resistencia de los tópicos, a la manera de ciertas bacterias. Sobre todo, se dio cuenta de que el mito proliferaba en las sociedades de consumo como sustituto de la razón, como una vuelta atrás en el paso civilizatorio griego del mythos al logos. Los mitos, vio Barthes, son la publicidad. Lo mismo una camiseta del Ché que una pegatina de un icono —sinónimo de mito, pero más particular y menos duradero aún— de Hollywood. De hecho, hoy los medios de comunicación se desesperan por vender nuevos mitos, cuando la obscena vulgaridad de nuestro tiempo no ofrece otra cosa que iconos fugaces. Con Internet llega la apoteosis de la creación desvalorizada, publicable únicamente en razón de su particularidad. «Mira lo que hago» es la frase infantil que hoy basta para justificar el lanzamiento de un producto cultural. La pronuncia una nueva clase social, tecnificada y urbana, sedentaria y cultivadora de una erudición fragmentaria y banal. Son los friquis. Individuos socialmente deficientes los ha habido siempre: lo que caracteriza a los de hoy es su voluntad de proyección cibernética como medio de obtener un aval social que los redima de su marginalidad. Al principio se requería alguna habilidad especial; hoy, el bucle creado por la alianza entre la tecnología y la cultura pop genera monstruos diarios y anodinos.

Rodolfo Chiquilicuatre, la creación de una productora de humor televisivo, es un ejemplo del funcionamiento de la cultura pop en la era de la información y la vulgaridad democrática: un actor que alberga la sabia intención de parodiar la iconización urgente de seudoartistas de la canción pop, acaba convertido en uno de ellos merced al efecto multiplicador e invasivo de Internet y la televisión. Y ese proceso no es lo más significativo, sino el hecho de que la mitad de los que se pronunciaban sobre él no llegaban a entender la parodia y entraban a juzgar su actuación o a deplorar la fama concedida a semejante espantajo en vez de a un musculoso generador de gorgoritos vocales; es como si el cura y el barbero, en Don Quijote, desaprobaran las aventuras desquiciadas de Alonso Quijano no porque saliera a matar gigantes inexistentes, sino porque se dispusiera a hacerlo con armas oxidadas. Que una gran parte de esta sociedad, incluyendo aquella que puede acreditar estudios superiores, ni siquiera sea capaz de discernir la ironía y la parodia de trazo grueso, revela hasta qué punto somos proporcionalmente menos inteligentes que los distinguidos nobles europeos de la época de la Ilustración o los burgueses del París decimonónico que paseaban en carruaje por los Campos Elíseos en pos del estreno de la última ópera, o de la actuación del emergente virtuoso del piano.

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En nuestra época no hay cerebros individuales, sino mass media, que son los que tienen delegadas las funciones de la reflexión. Se habla de la publicidad agresiva: crearse incluso una mala imagen de marca con tal de que la marca gane visibilidad y fama a raíz del escándalo. La sentencia de Wilde parece inspirar esta práctica: «Lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien». Barthes lo explica en su libro: «Destruir el mito desde dentro resultó extremadamente difícil. El mismo movimiento de desembarazarse de él, cae de inmediato presa del mito: el mito siempre puede, al final, significar la resistencia a sí mismo». Así, no me sorprendería descubrir en una calle de Austria un puesto de camisetas estampadas con el retrato del carcelero de Amstetten, el hombre que secuestró a su hija en el sótano oculto de su propia casa y tuvo con ella varios hijos, a los que igualmente encerró y torturó durante décadas. Por supuesto, las camisetas se agotarían rápidamente. Los friquis se encargarían de su canonización pop.

Este mecanismo publicitario hunde sus raíces en la rebelión cultural de los sesenta, que en Europa suele circunscribirse simbólicamente a los acontecimientos parisinos de mayo de 1968. En realidad, ni siquiera murió nadie. El gobierno untó a los líderes sindicales y compró la paz social. Fueron unas jornadas de novillos generalizados que los chicos burgueses excusaron con grandes palabras y un mito subyacente: la idealización del obrero asumida por el estudiante, acomplejado por su falta de compromiso con la causa comunista que entonces llegaba a Francia —también a España— tamizada por una aureola romántica. El mismo procedimiento mitificador aplicaron autores como Walter Scott o Alejandro Dumas a la figura del forajido Robin Hood, por ejemplo. Y antes Homero a los guerreros griegos primitivos. Sin la roja insignia del valor, los estudiantes se avergonzaban de poder dormir calientes y comer en abundancia; aunque no sospechaban que el obrero luchaba nada más que por manta y comida, y que en cuanto las tuvo se convirtió en neoburgués revanchista, o sea, Stalin.

En todo caso, la comunicación pública a base de consignas experimentó en esos días una importante catálisis, y hoy sus tesis siguen surtiendo de ingenuos y sonrosados lemas a las campañas publicitarias. El silogismo fue derrotado por el efectismo verbal. El argumento, por el poema cursi.

LA PRETENCIOSIDAD INDIE

Los iconos —el Che Guevara, Marilyn, James Dean, Maradona, Bob Marley, Nelson Mandela, la furgoneta Volkswagen Westfalia de los hippies, la hoz y el martillo, la A del signo anárquico, Tim Burton y sus muñecos, etc.—, poseen la virtualidad de suministrarle a uno una identidad personal evitando la costosa tarea de pensar, estudiar, confrontar la historia verídica con una determinada atribución mediática. Es una identidad vicaria y epidérmica, pero es más llevadera que la abstención pura, bartlebyana. Al aislar los objetos o personalidades míticas de su nacimiento y desarrollo históricos, pasan a ser mercancía de consumo, lo cual tiende a diluir el abuso ideológico que entraña su imposición coetánea. Tampoco es cuestión de pararse a ilustrar en la verdad histórica a todo necio adolescente portador de una camiseta del famoso guerrillero argentino. Para él tiene un sentido: un aura romántica de heroísmo que él quisiera imitar, lo mismo que los oyentes de Homero cuando le oían cantar las hazañas del sanguinario Aquiles. La vigencia del pensamiento mítico queda probada una vez más por el reciente éxito del biopic protagonizado por Benicio del Toro. Opino que el director no sólo ha dedicado seis años de rodaje hagiográfico para rentabilizar en entradas la mitomanía guerrillera, lo que le convertiría en un simple cínico codicioso; sino algo mucho peor: Soderbergh se encuentra sinceramente fascinado, acríticamente seducido por el icono barbudo de la boina. Y este es el síntoma malo de verdad, que los directores de cine resulten intelectualmente asimilables a sus espectadores más pueriles.

Más grave se antoja la pretenciosidad de cierto sector social, autodenominado indie (independiente), que deplora como nosotros la mercantilización de la cultura… para acabar adorando el becerro de oro de productos culturales alternativos, igual de caros e igualmente ayunos de valores estructurales que aquellos mayoritarios en cuya denostación basan la noción de prestigio. Sólo hay que darse un paseo por el madrileño barrio de Malasaña o por la calle Fuencarral. Tiendas carísimas de prendas raídas venden a los jóvenes incautos una supuesta autonomía de criterio y la pretendida resistencia a la uniformización representada por los grandes centros comerciales. Como los del mayo del 68, venden conceptos atractivos, que lo serán siempre para el ser humano: la libertad, la distinción, la rebeldía contra lo hegemónico, la especificidad artística. La misma noción de exclusivismo venden en la calle Serrano a los yuppies, quienes están tan interesados como los indies en que se reconozca a simple vista dónde realizan sus compras. Unos llevan las iniciales de Hermenegildo Zegna en la bocamanga de su chaqueta; otros, la chapa del enternecedor personaje gótico Eduardo Manostijeras en la solapa de su chupa de cuero, como queriendo transmitir al resto de viandantes la bondad de sus corazones latente bajo la crisálida de triste extravagancia a la que el capitalismo salvaje los tiene condenados.

Un viaje reciente a París le sirve a uno para constatar idéntico fenómeno en la otrora capital mundial de la cultura. La famosa margen izquierda del Sena está recorrida por las simpáticas casetas de los vendedores de libros, al estilo de una cuesta de Moyano kilométrica y paralela al río. En esas casetas, además de viejos libros de bolsillo a precio de saldo —sobre todo novelas de intriga y misterio, aunque hay también viejos clásicos y títulos de gran impacto generacional, como algunos de Freud, Foucault o Lévi-Strauss—, se exponen principalmente pegatinas, pósters, postales, cromos, cuadritos y estampas de todos los iconos pop imaginables, desde Sinatra a Morrison, pasando por un Sartre más citado que leído. Incluso se venden antiguos números de revistas eróticas en un intento de mitificar, convirtiéndola de hecho en mercancía de valor coleccionable, a tal o cual musa en cueros de los ochenta. Los turistas se paran a curiosear, pero casi nadie compra libros. El negocio de estos tenderos, me cuenta un amigo de París, sería ruinoso de no ser porque el propio ayuntamiento subvenciona su simbólica presencia, que tanto tipismo y gloria añeja aporta a la orilla del viejo río. Esta forma de publicidad, más preocupada de sostener una imagen que de la oferta y demanda real de una cultura meritoria, resume a la perfección la situación que venimos denunciando y que está vigente en todo el mundo.

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La posmodernidad ha instalado a la ciudad de la luz en la vivencia de presentada por los grandes una paradoja fundamental. Aquello que distingue a París es justo aquello que París odia, y a ambas operaciones sentimentales debe su prestigio mundial, por no hablar del turismo. Todo lo que llevó a París a ser el centro cultural del planeta fue construido, edificado, emprendido y fomentado durante los años del imperio hegemónico de la burguesía decimonónica y primisecular hasta la Gran Guerra. El urbanismo, la ópera, la gastronomía, la jardinería, los institutos científicos y las sociedades artísticas, la aplicación práctica y por extenso de las conquistas de la Ilustración fue acometida por hombres conservadores, blancos y profundamente orgullosos de su elitismo, como en cualquier parte de Europa y EE.UU., por otro lado, en esa época. Fueron los pintores de Montmartre y los poetas simbolistas de la bohemia de entresiglos los que, desde su vanguardismo nuevamente burgués, configuraron sin buscarlo la primera autocrítica nacional, cuyo legado puramente estético fue traducido política y mediáticamente por los estudiantes, nuevamente burgueses jugando a malditos, de mayo de 1968. Hoy, el mito de París como tierra prometida de malditismo artístico —«Voy a París a escribir una novela, que allí me saldrá bien»— sigue funcionando y atrayendo a estudiantes de todo el mundo, singularmente de la sensible Latinoamérica. En París parece obligatorio ser escritor, fotógrafo o cosa por el estilo, porque allí hasta los vagabundos recitan versos, se diría. Ahora, los supuestos indies de medio mundo que viven de alquiler en la capital gala lamentan que Sarkozy vaya a acabar con el vergel de libertades sociales y exuberancia cultural de París, identidad que juzgan una conquista de la izquierda. Sin embargo, Hugo, Pasteur, Foucault (no el polígrafo gaseoso, sino el astrofísico que con su péndulo probó el movimiento de rotación de la Tierra), los urbanistas de Napoleón III, Flaubert, Renoir, Baudelaire (también) y De Gaulle eran consumados burgueses. Lo era igualmente Sartre, de hecho, y todos sus estudiantes atrincherados. Así, a nuestros pijoprogres de Malasaña y Gran Vía los llaman, en el París de Las Halles y el barrio latino, los «bo-bo» (bourgeois-bohémiens): gozan de una posición desahogada pero ponen los ojos en blanco tras pagar la cara entrada de ese espectáculo anticapitalista y antieurocentrista de cánticos swahilis tradicionales que oferta tal o cual teatro, cuyo programador anda ansioso por sacudirse el estigma conservador que infama el repertorio de la belle époque. Un amigo español, profesor en la Sorbona y ya con años de residencia en la ciudad, me confirma que el clasismo parisién se manifiesta relampagueante en cuanto alguien contesta a la pregunta: ¿En qué distrito vives? Porque todos saben que tal número o tal otro corresponde a un Salamanca, o bien a un Usera. O sea, que por debajo de la cosmética integración racial, encontramos los mismos atavismos de identidad pobre o rica ya diagnosticados por Marx. Lo mismo sucede en cualquier gran metrópoli moderna.

Hoy, como en ninguna otra época, sociedades ricas —de consumo— alientan la proliferación de innumerables tribus o grupos urbanos, nutridos por exponentes de una adolescencia elástica que sobrepasa la treintena. Sus necesidades no son distintas de la de cualquier joven en cualquier época: labrarse un futuro, ser un hombre o una mujer cabal, madurar una personalidad propia. El consumismo y la saturación informativa, sin embargo, son el caldo de cultivo de adolescentes eternos e insatisfechos, que compran en Praga una camiseta de Kafka porque han oído que era un tipo auténtico, un sufridor de los buenos, pero no se animarán a leerlo en profundidad. Cualquier genio es susceptible de revisitación comercial en forma de estampado textil o carátula discográfica. Todo lo que la masa consume de Pessoa es fotografiarse en chancletas y bermudas con la efigie en bronce del poeta que el avispado dueño del A Brasileira colocó a la entrada de este célebre café lisboeta, donde el torturado autor escribía y se embriagaba habitualmente.

CONCLUSIÓN

El panorama esbozado en estas líneas está dominado por los tonos de una crítica melancólica y desabrida, ya que es la postura que, por minoritaria, estimamos más urgente adoptar. Pero es indudable, como hemos dicho antes, que la presente coyuntura ofrece también posibilidades magníficas a la excelencia. Por un lado, el modelo democrático neoliberal que sostiene la sociedad de consumo ha derrotado afortunadamente a otros paradigmas políticos y socioeconómicos donde la cultura era dirigida, y por más que la dirijan ministros geniales hacia elevados criterios —que no fue el caso, además—, el arte sólo florece en libertad. Y en segundo lugar, la instauración del consumismo obliga a generar ofertas de todo tipo, y entre la máxima cantidad se encuentra más fácilmente la anhelada calidad. Sin embargo, es preciso acotar la influencia que en la formación de las nuevas generaciones ejerce la lógica mercantil, tan estrecha y empobrecedora. Su hegemonía ha convertido la cultura en un confuso melting pot de lo popular y lo excepcional en donde muchos no sabrán cómo encontrar y discernir lo mejor. Contra lo que quiera vender la demagogia relativista, no es lo mismo Madonna que Haendel, y ni siquiera que Dylan. No desarrollará lo mismo las potencias cognitivas del ser humano la lectura de Vasili Grossman o Enrique Vila-Matas que la de Ken Follet o Carlos Ruiz Zafón. En esa tarea de desbroce los críticos son, por tanto, más necesarios que nunca. Su labor es contrariar la anulación de las jerarquías que persigue por naturaleza el mercado, para afirmar categóricamente que hay cultura mejor y cultura peor. Que aunque estén desacreditados los viejos sistemas holísticos de legitimación cultural, existe un marco de significados arraigados en la psique y las emociones humanas a los que la cultura debe seguir apelando para poseer un valor, el que le corresponda. Si los anunciantes permiten hablar a los críticos, y éstos saben hacerlo, la gente los escuchará. Si no, en todo caso, queda la esperanza de encontrar tipos afines predicando en el desierto, y hacer amigos.

PERIODISTA Y CRÍTICO LITERARIO