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El descubrimiento de este librito y, particularmente, la reforma de la Ley del Suelo que el autor patrocina, representó para mí un sentimiento ambivalente: satisfacción y decepción. Decepción porque parece como si el autor me hubiera leído el pensamiento y escrito lo que yo mismo hubiera querido escribir; satisfacción por ver como el autor ataca con claridad y valentía lo que hasta el presente ha sido, y seguramente sigue siendo, uno de los dogmas de la «modernidad jurídica»: la idea de que «el Plan», dirigido políticamente por Ayuntamientos y materialmente por tecnócratas, al margen del funcionamiento normal de la vida económica, es el único modo de hacer urbanismo.

Claro que si este dogma se pudiera circunscribir al ámbito de la pura técnica jurídica quizá el problema no daría lugar más que a unas pocas discusiones de jurisconsultos. Pero no es así. El urbanismo, tal y como fue concebido en el año 1956 con la primera Ley del Suelo, representa hoy para todos un problema de primera magnitud en el ámbito político, económico, social y, por supuesto, también jurídico.

¿Cuál es ese problema? Pues nada menos que, en una materia de la que depende el entorno en el que vivimos y una buena parte de la economía, como es la del urbanismo, rigen normas jurídicas que nos resultarían aberrantes en los demás sectores económicos o sociales, con efectos perniciosos que están a la vista.

El autor hace un diagnóstico clarividente señalando como origen de la «enfermedad» el círculo vicioso o espiral alcista que propicia la intervención administrativa. En efecto: la Ley del Suelo parte de los que llama «tres mitos»: que el suelo tiene un destino natural, que es el agrícola; que el suelo es por definición no urbanizable, salvo que la autoridad diga lo contrario, y que solo el acto administrativo puede cambiar el destino del suelo. Así pues, clasifica el suelo en «urbano», «urbanizable» y «no urbanizable», y condiciona la existencia de suelo urbano, el único en principio edificable, a que se aprueben por parte de la municipalidad, es decir, por el poder político, los planes correspondientes. En consecuencia, limita la oferta del suelo y, por aplicación de un principio económico inexorable, lo encarece.

Todavía peor, la ley favorece lo que estaba destinada a combatir: la especulación. La «raya» que distingue lo urbanizable de lo que no lo es la trazan técnicos en urbanismo al margen de las leyes del mercado y sobre unas previsiones de expansión que pueden ser o no acertadas, lo que produce la operación especulativa típica: comprar terreno rústico al lado de la raya para esperar su recalificación.

Pero no se puede culpar al que lo hace, pues dadas las reglas de juego vigentes es una conducta racional. Y también tiene sentido, «perverso, pero racional», como dice el autor, que ante esta especulación, la Administración, abandonando su papel regulador y tratando de sustituir coactivamente al propietario, se implique todavía más, «publificando» todo el proceso o -lo que es peor- mezclándose extrañamente en él con empresas públicas, o mixtas o con otras mezclas entre poder y dinero. Y que aumente los impuestos sobre las plusvalías, establezca subvenciones a las viviendas sociales (con obligaciones a los adquirentes cuyo cumplimiento se siente incapaz de imponer), controle los contratos de alquiler, y, en definitiva, asigne el suelo de forma nada eficiente, alejándolo cada vez más de la realidad económica. El Estado causa el defecto del mercado (la falta de oferta) y luego interviene agravándola aún más.

Las consecuencias económicas, físicas y jurídicas son desastrosas. Físicamente, es evidente que el urbanismo intervencionista no ha impedido el crecimiento anárquico y desordenado. En el aspecto económico, basta con este dato aportado por el autor: en 1990, el precio de la vivienda de la Comunidad de Madrid era 6,7 veces el ingreso anual de una familia media, mientras que en Francia es el 3,4 y en los Estados Unidos el 2,8.

Pero no solo es eso. Es que además estos «éxitos» se han logrado forzando -cuando no cercenando derechos constitucionales. En este último campo, la Ley 8/90 (última reforma de la Ley del Suelo) ha llevado hasta el último extremo el reforzamiento de los poderes de la Administración, por supuesto en detrimento del propietario, el cual es considerado culpable de la situación y, en principio, especulador nato. Para expiar sus culpas, su derecho de propiedad queda prácticamente vacío de contenido, hasta el punto de que, por poner un ejemplo, si realiza un edificio en un terreno de su propiedad sin la pertinente licencia, el edificio «no entra en su patrimonio». Lo cierto es que nuestra Constitución es deliberadamente ambigua en este y en otros puntos, permitiendo un desarrollo más o menos colectivista o liberalizador. No obstante, parece difícil que su artículo 33 pueda amparar una práctica eliminación del derecho de propiedad, que es lo que el predominio de un pensamiento colectivista en el Tribunal Constitucional ha permitido, propugnando una propiedad como «derecho debilitado», lo que implica que no es un derecho fundamental y que, por tanto, es el legislador ordinario el que debe determinar su régimen, con las consecuencias vistas. Señala Soriano que mientras prime esta «devaluación constitucional de la propiedad», la reconstrucción de este derecho estará en manos del legislador ordinario, y no de la Constitución.

¿Cómo cambiar la situación? El autor sitúa la cuestión urbanística en el ámbito, más amplio, de la confrontación entre los conceptos de intervención y liberalismo, y propugna decididamente la tesis de la desregulación. Se trataría de volver a la concepción según la cual la construcción de la ciudad es una labor principalmente privada en la que el sector público asume un papel de control subsidiario. Ello tiene dos ventajas: que no se producirían los actuales errores sistemáticos en las previsiones en demanda (y si se producen, los que los cometen desaparecerán) y que se produciría el aumento de la oferta al eliminar las restricciones impuestas por el planeamiento, lo que, unido a una mayor competencia en los agentes económicos, haría bajar previsiblemente los precios.

En definitiva -interpreto yo- se trataría de terminar con los tres monopolios de la Administración: el espacial, es decir, la distinción de suelos; el temporal, a saber, las prohibiciones de edificar, las súbitas imposiciones de plazos cuando sí se puede; y el de uso, que implica que hay que destinar la parcela al uso que el planificador, con más o menos acierto, haya decretado. Lo cual incita al privilegio a través de la recalificación, el convenio urbanístico en el que no hay más remedio que ceder para que te permitan construir y, finalmente, a la corrupción.

Claro que, entonces, la pregunta del millón es: ¿y después qué? ¿Vamos a asistir al nacimiento un urbanismo sin reglas en el que la rija la ley del más fuerte? Es evidente que de lo que se trata es de que la vivienda nos salga a todos más barata en una ciudad mejor y no de que unos cuantos se enriquezcan. Este es el eje sobre el que debe bascular toda reforma, sin el cual el remedio sería peor que la enfermedad. Es además el punto de fricción de un debate fuertemente ideologizado. Es de presumir que el autor conoce bien estos riesgos, pues fue ponente en la parte relativa al suelo en el informe del Tribunal de Defensa de la Competencia sobre Remedios Políticos que pueden favorecer la libre competencia en los servicios y atajar el daño causado por los monopolios.

La idea rectora debería ser, a su entender, «más normas y menos planes»: lo deseable sería que la Administración cambiara el signo de su actuación en el mercado; se trata de dejar de intervenir directamente para, a cambio, aumentar su papel de policía y de fomento. La idea, entiendo yo, sería que el propietario decidiera qué, cómo y cuándo edificar, pero dentro de las condiciones que marca la ley, como en los demás sectores de la economía.

No se trataría de eliminar la planificación, pero sí de sustituir el plan rígido y autoritario, definido por el poder público y susceptible de manipulación, por otro, presentado por la iniciativa privada, que cumpla escrupulosamente las reglas generales. La norma sería igual para todos, con lo cual se elimina el riesgo de la arbitrariedad y la incertidumbre que provoca la variabilidad del Plan que, recordemos, tiene rango de ley.

El cambio, hay que reconocerlo, no es fácil. Son muchos los intereses que se han creado alrededor del urbanismo, pues a su fin natural -la creación de la ciudad- se le han ido añadiendo otros que no le son propios, como la redistribución de la renta, la participación de la comunidad en las plusvalías o la financiación de los Ayuntamientos. Aumentar la libertad a cambio de una mayor exigencia de responsabilidad individual resulta difícil en un pueblo de mentalidad tradicionalmente colectivista acostumbrado a renunciar a su autonomía individual a cambio de poder exigirlo todo del Estado.

No obstante, algo se apunta. El Real-Decreto Ley 5/1996 de 7 de junio elimina la distinción entre suelo urbanizable programado y no programado (con la consiguiente repulsa: Anna-Alabart Vilà, «Retroceder 20 años por decreto-ley», El País, 24 de julio de 1996). Esperemos que éste produzca el aumento de la oferta deseado, y que vaya seguido de normas en la misma línea.