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La posibilidad de un debate en escena entre un ateo militante como Freud y un converso también militante como C. S. Lewis, es intelectualmente excitante: La última sesión de Freud. Solo que en esta ocasión no se trata de un paciente, sino de un antagonista. Y uno acaba entrando en las cosas más por curiosidad intelectual que por imperativos sentimentales o políticos. A Freud le habían dado notoriedad sus teorías sobre el psicoanálisis, y a Lewis acabaron dándosela Las crónicas de Narnia, crónicas de guerra y paz de un mundo infantil, al otro lado del espejo, como si los niños fueran Alicia multiplicada.

NIVEL INTELECTUAL DE DOS ANTAGONISTAS

A la indudable altura intelectual de ambos, se añade una capacidad dialéctica inusual. Andan de por medio, además de la fe, las inevitables dudas que asaltan a todo ser racional: ni la ciencia resuelve todos los problemas del hombre ni la fe puede dar respuestas a tantos interrogantes.

No es misión del teatro contestar a las eternas preguntas: dónde estamos, a dónde vamos y de dónde venimos. Pero sí lo es suscitar una reflexión sobre las mismas. Sin tesis y sin respuestas definitivas. Ninguno de los tres aspectos de esta magna interrogante subsiste por sí solo, se complementan y adquieren sentido en una columna vertebral que las articula: qué hemos hecho o qué estamos haciendo con nuestra vida. La posición ante la muerte podría ser el resumen de esta pregunta. Se puede ser indiferente a ese tránsito enigmático; en suma, se puede no temer a la muerte pero se puede temer al dolor.

LA MUERTE Y EL DOLOR

La idea del dolor, como gran fracaso del hombre y de Dios presente en ese Freud terminal y atormentado, puede hallarse también en escritores como Camus y Dostoievski, por ejemplo, en los que la percepción del sufrimiento de un niño se enfrenta al concepto de expiación. ¿Cómo encaja el dolor, consecuencia de una culpa, se supone, con la idea de inocencia? Ante la muerte de su hijo, víctima del implacable mal azul, Francisco Umbral retoma en Mortal y rosa, siquiera sea fugazmente, el pensamiento de Camus. A esto y a muchas otras reflexiones me ha llevado La última sesión de Freud: un texto que responde a lo que me parece es la línea inspiradora de otros montajes de unir: una conciencia ética basada en los principios liberadores del cristianismo.

CRISTO, MODELO DE INSURGENCIA Y REBELDÍA

El cristianismo vino a poner límites al dolor y a la injusticia. Como mensaje de liberación parece, pues, incuestionable. Luego ocurrieron otras cosas. La Iglesia como institución política por ejemplo, circunstancia que, por fortuna para creyentes y no creyentes, está revisando el papa Francisco. Que Marx definiera la religión como «opio del pueblo» no carecía de cierta razón lógica en momentos en que el proletariado adquiría conciencia como sujeto de la historia, gracias a la organización del trabajo. Los poderes políticos y religiosos, con frecuencia enmaridados, utilizaban el sentimiento religioso como placebo, quitándoles toda posibilidad de rebelión insurgente.

Ante un destino forjado por el hombre, era evidente el peligro de fiar a la sanción de la vida eterna la justicia exigible en la vida terrenal. Esa trascendencia, además, reprimía los impulsos insurreccionales que, por otra parte, Cristo puso en práctica echando a latigazos del templo a los mercaderes. No está tan lejos esta conciencia de la Teología de la Liberación, un humanismo para los pobres, una vuelta a la raíz de pobreza y persecución de los primeros cristianos. Uno de sus ideólogos fue el español Ignacio Ellacuría, al que conocí meses antes de que los escuadrones de la muerte lo asesinaran en El Salvador.

La conciencia ética de resistencia no excluye la idea de consuelo que a los creyentes facilita el sentimiento de su fe; un sentimiento de certeza apacible frente a las inseguridades del descreído. La situación del agnóstico en la vida no es fácil. Y resulta complicado en la praxis diaria ser pobre de inseguridades y sobrado de dudas. Comentaba esto una tarde con Ellacuría en uno de sus últimos viajes a España y él me respondió defendiendo el predominio de la acción sobre el discernimiento. Como si quisiera recordarme a Gramsci: frente al pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad. Y dimos en reflexionar por qué tantos exseminaristas y excuras, desposeídos de su fe, acaban en una izquierda beligerante e incluso en la guerrilla armada. Fui yo quien usó la palabra desposeídos y él, muy rápido de reflejos, señaló mi contradicción: «Si hablas de una desposesión estás aceptando la fe como un don». Lo cual ciertamente no cuadraba ni cuadra con mi disposición mental.

DEBATE FILOSÓFICO Y POÉTICA TEATRAL

Quizá por eso me he sentido tan cerca del debate Freud versus C. S Lewis y no tanto por cuestiones como libre albedrío y predestinación que suscita La última sesión de Freud, sino por cuestiones más humanas. En este aspecto nada nuevo; Calderón, en La vida es sueño, se lo plantea con irrevocable contundencia. Más que esa cuestión teológica, lo que llama la atención de esta supuesta y postrera sesión del creador del psicoanálisis, es algo que casi pasa inadvertido: el derecho a la propia vida, la libre administración del dolor en definitiva.

La conciencia ética no es privativa de los creyentes. Con lo cual el campo se abre y Dios queda, en cierta medida, liberado de compromisos con sus criaturas, así como la independencia del hombre frente a la idea superior de divinidad.

Con frecuencia, y para ser fiel a sí mismo, el pensamiento científico suscita más preguntas de las que resuelve. El proceso de la ciencia no es un punto de llegada sino un punto de partida, siempre en marcha. La fe tampoco aporta verdades absolutas. Salvo que sea la popularmente llamada «fe del carbonero», agarrada a un silogismo de Perogrullo. Por ejemplo, sin ánimo de simplificar y menos aún con ánimo de resolver cuestiones puede que irresolubles.

Ese silogismo, la fe del carbonero, sería más o menos así: «Creo en Dios, es así que Dios no puede equivocarse, ergo acepto todo lo que mi Dios me dice». No tiene en cuenta que Dios se manifiesta a través de sus exégetas y doctores, no establece ninguna mediación, pues identifica a estos con la divinidad. Y, en consecuencia, no halla diferencia entre el transmisor y exégeta y la verdad. Es aquí donde empiezan las dificultades entre fe y ciencia. Y lo que hace posible este debate de La última sesión de Freud: ni Freud, desde la ciencia, aporta verdades indiscutibles, ni C. S. Lewis, desde la fe del converso, tiene la llave de la verdad.

UNA POÉTICA TEATRAL

La idea de humanismo cristiano, como movimiento de liberación, la hallamos en los orígenes: el Cristo que predica las bienaventuranzas y muere entre tormentos. La doctrina de Francisco, actual papa, compasiva con los no creyentes y revisionista con la historia turbulenta de la Iglesia, parece más próxima a un cristianismo original y menos hostil con los discrepantes, que a la infalibilidad de la sede de Pedro.

Las posibilidades, tanto de reflexión como de praxis teatral, de La última sesión de Freud son numerosas; y hace posible, e inevitable, no solo la discusión abstracta y filosófica, sino la discusión dramática, teatral. El teatro añade un plus sensorial, un atractivo óptico y visual que no da la literatura. A la gente de mi generación la fascinó un pequeño librito de Maurice Crasnton titulado Un debate imaginario entre Marx y Bakunin. Lo emitió la bbc de Londres en 1962. Poco después la editorial Tusquets lo editó en España. Y desde entonces algunos no hemos dejado de plantearnos lo que podía ser un mundo que lograra conciliar pensamientos tan opuestos como el anarquismo piadoso de Bakunin y el materialismo dialéctico de Carlos Marx. Nunca, que yo sepa, se llevó al teatro, suerte que sí ha tenido este diálogo, también imaginario, de Mark Saint Germain.

DIFICULTADES DE ESCENIFICACIÓN

La conversión en teatro de un texto sin especial sustancia dramática, como La sesión final de Freud, no es fácil; un diálogo, aunque sea tenso e intenso, no constituye por sí mismo teatro, si el énfasis conceptual prevalece sobre el lenguaje genuinamente teatral. Y esta no es la mejor dirección que se ha visto a Tamzin Townsend, que dirigió con acierto Thomas Moro, una utopía. Helio Pedregal, en mayor medida que Eleazar Ortiz, es el soporte de la función.

Todo, o casi todo, el abanico del pensamiento de Freud se manifiesta en esta obra a través de una dialéctica filosófica y literaria que no alcanza una verdadera poética teatral. El fondo de un museo arqueológico de divinidades, una penumbra sugerente, y la capacidad de transustanciación de Helio Pedregal, son teatralmente las virtudes más señaladas de la función. Lo primero, como elemento óptico y además sugerente metáfora: un descreído colecciona esculturas de divinidades; lo segundo, como muestra del poder actoral. La inmediatez del espacio en una sala pequeña, la expresividad de Helio Pedregal en contraste con cierta frialdad sumisa de Eleazar Ortiz, resulta abrumadora en algunos momentos. Eleazar Ortiz es buen actor como demostró en La mecedora, también con Pedregal dirigidos por José María Flotats. Puede que en un espacio a la italiana, tanto la apasionada expresividad de Pedregal como el distanciamiento de Ortiz, brillen más.

CURIOSIDAD INTELECTUAL

En la mayor parte de las cosas se entra por curiosidad intelectual más que por ideología. Por curiosidad intelectual he vuelto a ver La última sesión de Freud. Además, para este segundo visionado, me atraía comprobar cómo ha evolucionado un espectáculo que el día del estreno levantó comprensibles entusiasmos, gracias sobre todo a la labor de un excelente Helio Pedregal. Es sorprendente muchas veces la evolución de un espectáculo tras el estreno y los días de rodaje. Unas veces se consolida; otras empieza a degenerar. De hecho, días después del estreno, la función ha ganado en dinamismo y en coherencia interpretativa.

CRISTIANISMO Y MARXISMO

Cuando se celebra la supuesta pero posible reunión con Lewis, Freud estaba ya enfermo de cáncer terminal y esto plantea no solo resoluciones actorales, sino una actitud frente al dolor. Al hilo de esa vertebración unitaria de los montajes de unir, La sangre de Antígona, de José Bergamín, estrenada en México dentro de unas jornadas dedicadas al teatro del exilio del 36 y dirigida por Ignacio García, también suscita reflexiones varias.

El pensamiento de Bergamín es suficientemente conocido. A nivel personal logró conciliar cristianismo y marxismo que, en aquellos tiempos de la guerra del 36, la izquierda no se planteaba o si lo hacía era con radical e incendiaria, estricto sensu, hostilidad. En los años setenta, ya en el horizonte el fin de la dictadura y el fantasma indeciso y virgen de la democracia, tomó cuerpo una corriente liderada por Alfonso Carlos Comín que se llamó Cristianos para el Marxismo; sin llegar a la exigencia de algunos ideólogos, que afirman que Cristo fue el primer socialista, lo cierto es que el pensamiento cristiano no es ajeno a corrientes de la izquierda. Un punto de partida muy fecundo en aquellos momentos era que tanto al marxismo como al cristianismo les sobran dogmas.

INSISTENCIA EN EL DOLOR

Antes he citado, a cuenta del pensamiento cristiano como impulso de liberación, el misticismo inicial de Bakunin, converso a la inversa de Lewis, y la idea profética de Tólstoi y la idea de dolor como expiación de Dostoievski y Camus. Merece la pena volver sobre ello. Iván Karamázov se planteaba la gran verdad, la verdad dolorosa de un mundo que no estuviera sujeto a normas: «Si Dios no existe, todo está permitido». Con esto reconocía la necesidad de una idea superior como rectora de la conducta humana, como dique de contención de los instintos. Pero ante un niño, sonriente antes de ser ensartado en la bayoneta de un soldado francés, se preguntaba por la naturaleza de un Dios que permite tales atrocidades. Algo similar a la perplejidad del doctor Rieux en La peste, de Camus, cuando ve a los niños víctimas sufrientes de la epidemia, gimientes con la inocencia ultrajada escapándose por las heridas purulentas y los bubones. En ambos, un pensamiento común: aceptan a Dios pero rechazan su mundo. Lo que no deja de ser una contradicción casi insuperable. En realidad, sobre estas cosas hemos aprendido más en estos grandes escritores que en una doctrina de la Iglesia, no siempre acorde con los principios evangélicos en su praxis.

Crítico de teatro