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La extensísima colección de cartas de la familia Mozart, base de este Autorretrato, es la única fuente de información que tenemos hoy en día para conocer de primera mano al gran compositor austríaco. Mozart no escribió tratados ni teorizó sobre su actividad creadora, y mucho menos sobre sí mismo, pero viajó continuamente por Europa y generó una copiosa correspondencia en la que el retrato de su carácter y el de su sensibilidad musical aflora de manera espontánea y genuina. Desde su exuberante instinto bufonesco hasta sus reflexiones sobre religión y masonería, pasando por todas las dimensiones de sus intensas necesidades afectivas, el cuadro de su personalidad va creciendo y enriqueciéndose a medida que avanza la lectura de sus cartas.

Sus interlocutores habituales son familiares, amigos, colegas de profesión, etc., pero sin duda, las cartas que escribió a su padre y las que recibió de él constituyen la parte más voluminosa de su epistolario, en correspondencia con la enorme influencia que la figura paterna ejerció sobre Mozart. También las cartas de última época a su mujer representan documentos de primera importancia. La correspondencia con su hermana y con su madre resulta sin duda más escasa. Por esta razón y por evidentes motivos de espacio, estos dos personajes no aparecen con tanta profusión en el Autorretrato, pero justamente la sombra que los rodea les confiere un hálito sugestivo propio. En él podríamos adentrarnos en este artículo y convertirlo así, en cierto modo, en un complemento para la lectura del libro.

LA FIGURA MATERNA EN MOZART
¿Qué tipo de persona era Maria Anna Pertl, la madre de Mozart, y qué papel jugó en la vida de su hijo? Las cartas correspondientes a los viajes de adolescencia de Wolfgang muestran a una mujer discreta, hogareña, centrada por propia voluntad en el círculo de su mundo familiar. Su marido tenía que exhortarle a salir de su eclipse voluntario para ir a distraerse con la sociedad salzburguesa. En febrero de 1775 Wolfgang se encontraba en Munich, junto con su padre, para estrenar una de sus óperas. Leopold escribe a su mujer:

«Por una carta que me escribe el Garde Lieutenant puedo ver que sales muy poco, ya que en esta carta te manda también a ti sus cumplidos, porque cree que te encuentras con nosotros en Munich. Por favor, debes ir al menos una vez al baile para ver lo espléndido que es».

Casi tres años después, en septiembre de 1777, comenzó el largo viaje que realizaron Wolfgang y su madre a París. Leopold tuvo que quedarse en Salzburgo por imperativos profesionales, circunstancia que propició una extensísima correspondencia a lo largo de la cual la figura de Maria Anna se enriquece con nuevos matices. Por un lado vemos confirmarse su condición de ama de hogar, una auténtica Hausfrau que exhorta a su marido a distancia sobre cuestiones relativas a la economía doméstica. Respecto a una nueva alumna que Leopold debe alojar en su casa, Maria Anna amonesta:

«No debes condescender tanto. 200 florines es demasiado poco, porque el lavado de ropa va incluido. Debes pensar en todos los gastos. En un convento debería pagar 100 florines sólo por la comida y la bebida, y este precio no incluiría ningún profesor ni otras cosas. Exige por lo tanto lo que es justo y lo que te reporte un beneficio por tu esfuerzo, porque gratis ya lo es la muerte, y ni siquiera ella».

Autorretrato de Mozart - P.A.Balcells

Pero junto a comentarios como éste, aparecen inesperadamente otros que sitúan de golpe al personaje en plena vena jocoso-humorística, y hacen de él un digno precursor cromosomático del genuino Wolfgang-clown, el Wolfgang exultante en su mundo de imaginación bufonesca. El lector hallará en el primer capítulo del Autorretrato elocuentes muestras de ello, especialmente en las inesperadas fórmulas que podía usar ocasionalmente Maria Anna para desear escatológica mente buenas noches a su marido. En otras ocasiones, bromas de este tipo eran compartidas literalmente entre madre e hijo en caitas que empezaba uno, terminaba inesperadamente de escribir en mitad de una frase, y continuaba el otro empezando por completar la escatológica astracanada dejada en el aire.

Otro tipo de comentarios contribuyen también a colorear este lado jocoso de la personalidad de Maria Anna. Wolfgang escribe desde Munich, al principio del viaje:

«Ayer, justo después de la comida en casa de las dos señoritas Freysinger, estuve con mamá en un café. Pero mamá no tomó caté, sino dos botellas de vino tirolés».

No obstante, aparte de los momentos de complicidad humorística, no da la impresión de que la comunicación entre madre e hijo llegara mucho más a fondo a lo largo de este viaje. Wolfgang tenía ya 22 años, por primera vez en su vida viajaba sin la vigilante compañía de su padre, y parecía dispuesto a no desaprovechar esta refrescante ocasión de libertad. Maria Anna tenía que quedarse sola durante largas horas en su habitación de la posada, a menudo envuelta en unas condiciones que hoy nos hacen estremecer, ya que las incomodidades en las ciudades que visitaban no tenían nada que envidiar a las propias del viaje:

«Hoy, día 7, Wolfgang come encasa de Wendling, así que estoy sola en casa, como ocurre casi siempre, y soporto un frío espantoso, ya que el pequeño fuego que encienden se consume en un instante, y nunca lo reaniman. Cada uno de estos pequeños fuegos en la chimenea cuesta 12 Kreutzer, así que hago encender sólo uno por la mañana al levantarme, y otro al anochecer. Durante el día debo sufrir un intenso frío; ahora mismo, mientras escribo, tengo los dedos tan helados que apenas puedo sostener la pluma».

Esto lo escribía en diciembre de 1777 en Mannheim. Cuatro meses después, en Taris, sus circunstancias no habían mejorado mucho, y de nuevo la oímos lamentarse por tener que permanecer «arrestada» en su habitación oscura, sin apenas luz para tricotar, soportando comidas denigrantes y sin ver a su hijo en todo el día. Pero estas adversidades no alteraban un ápice el centro espiritual de su personalidad. Maria Anna fue hasta su muerte una persona imbuida de una fe católica inamovible. Ante eventuales mejoras de sus condiciones de vida podía reaccionar con encargos como éste a su marido:

«He prometido una Santa Misa en la iglesia del Santo Niño de Loreto, y otra en María Plain.asíque te ruego las hagas celebrar. La del Santo Niño enseguida; pero la de Maria Plain cuando haga más calor, para que Nannerl pueda ir. Estos dos lugares son mis protectores en nuestro viaje, tengo toda mi confianza puesta en ellos. Con toda seguridad, no me abandonarán».

No obstante, María Anna murió en París en julio de 1778 después de una enfermedad tratada mal y con retraso. La reacción de Wolfgang ante la desaparición de su madre ofrece aspectos que pueden parecer contradictorios y nos llevan a preguntamos sobre el fondo de su predisposición de ánimo hacia ella. Primero relata sus vivencias en el momento mismo de la muerte, fundadas en el consuelo que halló con «la presencia de su muerte tan simple y bella, porque me imaginaba cómo en un momento ella era feliz, me imaginaba cómo es ella ahora mucho más feliz que nosotros, hasta el punto de que en aquel momento me vino el deseo de viajar con ella»; y su convicción de que «para nosotros no está perdida para siempre, que la volveremos a ver, que volveremos a estar juntos más contentos y más felices que en este mundo. Sólo el momento nos es desconocido, pero esto no me da ningún miedo. Cuando Dios lo quiera, lo querré yo también».

Pero justo a continuación no duda en dar este golpe de timón:

«Ahora la santísima voluntad divina se ha realizado; recemos pues un devoto Padre Nuestro por su alma y pasemos a otras cosas».

Y continúa la carta en tono despreocupado, y hasta jocoso, ocupándose de diversas cuestiones circunstanciales. Esto ha sido visto como una prueba de que para Mozart la muerte de su madre significó en cierto modo una liberación. Ella le había acompañado a París por orden expresa de su padre, con la misión de controlarle y evitar así que las directrices epistolares paternas cayeran en saco roto. La desaparición de este vigía habría despertado, pues, en Wolfgang, a su pesar, un inevitable sentimiento de libertad. No obstante, hay otro posible modo de interpretar su reacción, que resulta del todo coherente con su carácter y con su forma de percibir la existencia. A lo largo del Autorretrato queda suficientemente documentada la imposibilidad de Wolfgang para digerir los aspectos turbios, dolorosos e incomprensibles de la realidad del mundo exterior y de la naturaleza. Ante ellos, su reacción fue siempre el recurso sistemático a la inescrutable sabiduría y bondad divinas. Es también el argumento que esgrime aquí. Su prisa por «pasar página», ¿fue una prisa por saborear la libertad recién estrenada, o fue una prisa por apartar la vista de algo demasiado confuso e inasimilable?

Sea como fuere, lo que sí parece claro es que el sentimiento de su madre hacia él se mantuvo siempre libre de cualquier ambigüedad. Cuando Leopold recibió la noticia de la enfermedad mortal de su mujer, escribió a Wolfgang:

«Tengo puesta mi total confianza en tu amor filial, y en que habrás procurado todos los cuidados humanamente posibles a tu buena madre, y si Dios todavía nos la concede, continuarás procurándoselos siempre. A tu buena madre, que siempre te quiso como a la niña de sus ojos, que te ha amado de forma completamente extraordinaria, que estaba totalmente orgullosa de ti, y que (eso lo sé mejor que tú) vivió enteramente en ti».

La muerte de Maria Anna causó gran consternación en Salzburgo:

«La aflicción y el dolor fueron indescriptibles y generales en toda la ciudad. Tu querida madre era conocida desde la infancia y amada en todas partes, porque era amigable con todos y nunca ofendió a nadie».

A través de esta sencilla descripción de Leopold nos parece vislumbrar en Maria Anna la manifestación llana, genuina, discreta y cotidiana de aquellos ideales de fraternidad y concordia con los que Wolfgang vibró al descubrirlos en la masonería, quizás porque ya existían en él de forma intuitiva según los heredó de su madre. Una mujer que, al parecer, no poseyó grandes cualidades musicales, pero que se casó con un músico que sí pudo transmitir a Wolfgang los medios compositivos necesarios para expresar en sonidos, como nadie más lo ha hecho, esta vivencia superior de armonía afectiva.

LA COMPLICIDAD FRUSTRADA DE SU HERMANA

Desaparecida Maria Anna, Wolfgang tuvo que volver a Salzburgo contra su voluntad después de que el viaje a París fracasara en todos los frentes. Al llegar, en enero de 1779, el lado femenino de su familia, constituido desde siempre por su madre y su hermana, había quedado reducido a esta última. Nannerl (diminutivo a su vez de Maria Anna) era cinco años mayor que Wolfgang. El hecho de ser la única hermana, y de haber contado también con precoces dotes musicales como virtuosa del piano, propició inevitablemente entre ellos una relación especial de complicidad durante la infancia. Leópold los exhibía por Europa: Wolfgang componía y tocaba el piano; Nannerl tocaba también, y a menudo los dos virtuosos interpretaban juntos a cuatro manos. Como resulta natural en un espíritu humorístico como el de Mozart, su afecto hacia ella tendía irresistiblemente a cobrar un aspecto bromista, burlesco y a veces directamente escatológico. A los catorce años, durante uno de los viajes que realizó a Italia acompañado sólo por su padre, Wolfgang escribe a su hermana:

«Se me descarga el vientre de alegría al saber que te has divertido tanto. […] Adiós, beso a mamá mil veces las manos, y a ti te doy cien besos o besazos en tu maravillosa cara de caballo».

Tres años después, también desde Italia, la broma cobra significativos matices:

«Mi reina, espero que disfrutes del más alto grado de salud y que, por supuesto, de vez en cuando, o más bien algunas veces, o mejor dicho de tarde en tarde, o todavía mejor qualque volta, como dicen los italianos, me dediques algunos de tus importantes y penetrantes pensamientos (que provienen siempre del más bello y seguro intelecto, que tú posees junto con tu belleza); aunque un seguro intelecto no se exige de una muchacha en tan tierna edad, tú, oh reina, lo posees en tan alto grado, que avergüenzas a los hombres, e incluso a los ancianos».

Se intuye aquí la sorna de Wolfgang hacia la figura de la hermana mayor, siempre sensata, juiciosa y para él quizá rayando en lo repelente por su modo de amonestar, de forma presumiblemente frecuente, a su burlón hermano menor. Un hermano menor eternamente bufón, que a los 23 años todavía se colaba a menudo en el diario de su hermana para torpedear la monótona letanía de datos sobre la vida cotidiana familiar que Nannerl coleccionaba de forma tan telegráfica y sistemática como exasperante para Wolfgang. Letanías del tipo: «El día 22 a las 8 misa, luego en casa de la Srta. y la Sra. von Mayer. Por la tarde en casa de Catherl. A las cuatro de vuelta a casa. Luego al ensayo del ballet en el teatro. Al anochecer, un paseo con Mr. Bauer y con papá. Buen tiempo». Imitando este estilo, Wolfgang transforma sustantivos en verbos para parodiar los temas más recurrentes: la misa matinal, la habitual clase de música en casa de la condesa Lodron, la recepción de visitas en casa (aquí la del Sr. von Feigele), los juegos de cartas y el tiempo:

«El día 26 a las 7 me he miseado. Luego me he despacienciado en casa del Sr. Regel. Por la tarde me he Lodroneado, y a las 3 deslodroneado. Después de las 4 fuimos Feigeleados. A las cartas nos hemos desdinerado y el cielo se ha deslluviado […]».

Su exasperación llega alguna vez a estallar, como en septiembre de 1780:

«El 26 a las 9, misa. Visita en casa Lodron. Por la tarde E. Waberl y Schachtner nos visitaron. Altmann también vino. Por la mañana ha llovido. Por la tarde buen tiempo de nuevo. ¡Oh tiempo! ¡Oh de nuevo! ¡Oh buen! ¡Oh tarde! ¡Oh lluvia! ¡Oh mañana!».

Muy poco tiempo después, en mayo de 1781, Wolfgang rompió con Salzburgo y se estableció en Viena como músico independiente. De hecho, esta cita en el diario de Nannerl es un símbolo de la exasperación general del músico respecto al provincialismo asfixiante de su ciudad natal, respecto a su odiado patrón, el despótico príncipe-arzobispo Colloredo, y respecto a la férrea tutela que su padre ejercía todavía sobre él. A pesar del horror y la indignación de Leopold la ruptura fue inevitable, y a partir de este momento las relaciones entre sus dos hijos se enfriaron. Dos personas que, según todos los indicios, tenían caracteres muy distintos, pero también algo en común que ambos apreciaban sin reservas. No sólo Nannerl reconocía el genio creador de Wolfgang, sino que éste fue siempre muy consciente del inusual nivel virtuosístico e interpretativo de su hermana al piano; sin olvidar sus cualidades pedagógicas, valoradas unánimemente en Salzburgo, y que Wolfgang debió de admirar especialmente dadas sus notables dificultades en este campo, ampliamente confesadas en sus cartas. Esta admiración musical de Mozart hacia Nannerl queda bien documentada en las numerosas obras que le dedicó, en su indignación ante esporádicas muestras de falta de reconocimiento hacia ella por parte de algún posible alumno, y en su insistencia, después de la ruptura, para que también ella dejara Salzburgo y viniera a enseñar a la capital.

Pero Nannerl se quedó con Leopold, con quien siempre coincidió en considerar la emancipación de su hermano como un acto de ingratitud hacia la familia. Al año siguiente (1782), la boda de Wolfgang con Konstanze Weber, mujer que Leopold y su hija juzgaron inadecuada para él, acabó de agravar las cosas y el distanciamiento se consumó sin remedio.

Nannerl se casó en 1784 y se fue a vivir a St. Gilgen, localidad cercana a Salzburgo y lugar natal de su madre. Leopold murió en Salzburgo en 1787, y Wolfgang en Viena en 1791, diez años después de la ruptura. En seguida diversos editores y biógrafos empezaron a recabar datos sobre él para editar sus obras. La correspondencia entre estas personas y Nannerl da una triste idea del grado de desconexión que acabó estableciéndose entre dos hermanos que habían llegado a compartir durante su infancia, gracias a su complicidad y compenetración artística, nada menos que la conquista musical del continente. Respondiendo en 1792 al biógrafo Schlichtegroll, Nannerl confiesa:

«Por lo que se refiere a su vida después de abandonar Salzburgo, debe usted preguntar en Viena, ya que no he podido encontrar nada que me sirva para darle alguna explicación sustancial. […] Allí debe de haber mejorado mucho su arte de componer, porque ya en 1785, el famoso Sr. Joseph Haydn dijo a nuestro padre:…»

Y cita la famosa declaración de Haydn a Leopold reconociendo a Wolfgang como el compositor más grande de su tiempo. Así, tanto la obra como la vida de su hermano parecen haber quedado reducidas para ella a un eco lejano. Wolfgang tuvo su parte de responsabilidad en ello, ya que su falta de tiempo (fácil de creer dado su inverosímil ritmo de creación artística) unida a su confesada pereza para escribir cartas, dejó a Nannerl sin noticias de él prácticamente durante toda su década vienesa. Nannerl no conoció los avatares de la ruina final de su hermano hasta mucho tiempo después, a través de una de las primeras biografías. Respondiendo a los editores Breitkopf & Härtel, dice, nueve años después de la muerte de Wolfgang:

«La biografía del profesor Niemtscheck ha hecho renacer intensamente en mí el sentimiento fraternal hacia mi hermano, tan íntimamente querido, hasta el punto de que a menudo me fundí en lágrimas al conocer, ahora por primera vez, las tristes circunstancias en las que tuvo que vivir».

Sentimiento fraternal que, según otros comentarios suyos de 1792 a Breitkopf & Härtel, parece haber existido siempre por encima de todo lo que ella pudiera considerar digno de reproche, como la falta de seriedad de Wolfgang y su general imposibilidad de organizar una vida económica y familiar sólida y digna. En la comprensión que muestra Nannerl reconocemos este fondo de bondad que ya nos ha mostrado su madre Maria Anna:

«Se comprende fácilmente que a un gran genio, ocupado en la multitud de sus ideas y que se eleva de la tierra al cielo con asombrosa rapidez, le resulte extraordinariamente molesto tener que bajar a ocuparse del examen y el control de los asuntos domésticos. De hecho, lo que resulta decoroso para un genio es esforzarse por conseguir sólo un sostén suficiente, y sería degradante para él querer descender a la administración de una superflua fortuna».

Nannerl envejeció sola. Su marido murió en 1801 y el contacto con su cuñada fue prácticamente inexistente. Esto nos da una idea de la gran sorpresa que tuvo que ser para ella el hecho de conocer finalmente, en 1821, a su sobrino Franz Xaver, segundo de los dos hijos de Wolfgang y Konstanze. Compositor y pianista, contaba él ya 30 años cuando Nannerl pudo escribir:

«A mis 70 años tuve todavía la indescriptible alegría de ver por primera vez al hijo de mi inolvidable hermano, y de oírle tocar completamente según el gusto de su padre. ¡Qué recuerdo tan dulce fue éste para su tía!».

Hasta este extremo había llegado el distanciamiento entre la hermana y la mujer de Wolfgang. Pero, ironías del destino, Nannerl tuvo que terminar contando entre sus conciudadanas, durante los 8 años que le quedaban de vida, precisamente a su non grata cuñada. En efecto, Konstanze se había trasladado a vivir a Salzburgo el año anterior (1820) junto con su segundo marido, J. N. Nissen, que fue uno de los primeros biógrafos de Mozart. No sabemos mucho sobre esta tardía relación entre las dos ancianas mujeres. Sabemos, eso sí, que Nannerl perdió la vista en 1824 y murió en 1829, a los 78 años de edad. Konstanze llegó a los 80. Murió en 1842, es decir, cincuenta años después de la muerte de Wolfgang. Pero sobre ella no vamos a extendernos hoy, ya que Konstanze sí es uno de los personajes asiduos de nuestro Autorretrato, donde el lector que lo desee puede encontrar materia suficiente sobre su figura y sobre el crucial papel que representó en la vida anímica y afectiva de Mozart.